No hay ningún pasadizo secreto, ni los ha habido nunca. ¡Tú lo sabes bien!

Tretyak, enfadado, alzaba tan alto la voz que Artyom le oía sin dificultad. Estaban regresando a la estación. Melnik y Tretyak se habían quedado atrás y discutían con vehemencia. Artyom también se retrasó para participar en su discusión, pero entonces los otros dos bajaron la voz, para que no le quedara al muchacho otro remedio que volver con el resto del grupo. El pequeño Oleg daba pasitos cortos y rápidos con los que intentaba seguirles el ritmo a los adultos. Se había negado a que su padre lo llevara a hombros. En cambio, se agarraba de buen humor a la mano de Artyom y proclamaba: «¡Yo también soy experto en misiles!»

Artyom le miró, sorprendido. El crío había estado con él cuando Melnik le presentaba a Tretyak. ¿Sabría lo que quería decir esa expresión?

—Pero no se lo cuentes a nadie —se apresuró a añadir Oleg—. Los otros no deben saberlo. Es un secreto. Ese señor debe de ser amigo tuyo, si te ha explicado que él también lo es.

—Está bien, no diré nada —le respondió Artyom para seguirle el juego.

—No hay que avergonzarse por eso —le explicaba el niño—. ¡Al contrario, es un motivo para estar orgulloso! Pero si los otros se enteran es posible que hablen mal de ti.

Antón caminaba unos diez pasos más adelante e iluminaba el camino. El niño señaló con la cabeza hacia la flaca figura de su padre y susurró:

—Papá me ha dicho que no puedo contárselo a nadie. Pero tú no lo vas a decir. ¡Mira! —Se sacó algo de un bolsillo interior.

A la luz de la linterna, Artyom distinguió una insignia redonda, de tela gruesa y plastificada, y unos siete centímetros de diámetro. Por un lado era negra, mientras que en el otro aparecían sobre fondo oscuro tres figuras cruzadas, extrañamente alargadas, semejantes a la estrella de papel de seis puntas que en la VDNKh se empleaba como adorno en el Año Nuevo. Al mirar con más atención la figura que estaba recta, Artyom pensó que se trataba de un cartucho —de ametralladora, o de arma de precisión—, que, por motivos que él ignoraba, tenía una especie de pequeñas alillas en su extremo inferior. Las otras figuras, de color igualmente amarillo, se ensanchaban por sus dos extremos, pero Artyom no tenía ni idea de lo que podían representar. Aquella estrella estaba rematada por una corona como la de las insignias antiguas, y en el borde se leían también algunas letras. Pero el color se había borrado hasta tal punto que Artyom tan sólo acertó a distinguir las palabras «SILES» y «ART», así como la palabra «USIA». Si hubiera tenido más tiempo, tal vez habría descubierto qué era lo que le mostraba el crío, pero, en aquel momento, Antón llamó a su hijo.

—¡Eh, Oleshek! ¡Ven aquí! ¡Tenemos algo que discutir!

—¿Qué es esto? —le preguntó Artyom al pequeño, pero éste le arrancó la insignia de la mano y volvió a esconderla en el bolsillo.

—Eme A —dijo Oleg en voz alta, y nuevamente irradió orgullo. Luego le guiñó el ojo a Artyom y se fue corriendo con su padre.

Al llegar a la estación, los centinelas treparon al andén y se marcharon cada uno por su lado. La mujer de Antón esperaba junto a la entrada del túnel. Echó a correr hacia Oleg con lágrimas en los ojos, lo agarró por la mano y empezó a gritarle a su marido:

—¿Es que te has propuesto volverme loca? ¿No sabes lo que me preocupo cuando el niño pasa tanto tiempo fuera de casa? ¿No habrías podido traérmelo?

—Lena, no me montes una escena delante de todo el mundo… —murmuró Antón, y miró avergonzado a su alrededor—. No podía volver aquí. Piensa que soy el comandante de la unidad de vigilancia, y que no podía abandonar mi puesto…

—¡Comandante…! ¡Tú lo que quieres es que me ponga a reír! ¡Pues compórtate como un comandante de verdad! Como si no supieras lo que está ocurriendo aquí. Hace una semana que desapareció el más joven de los hijos de nuestros vecinos…

Melnik y Tretyak se marcharon en cuanto pudieron. Artyom les seguía, pero durante un buen rato oyeron todavía los lloros y los insultos de Lena, aun cuando no entendieran todas las palabras.

Los tres se marcharon a las dependencias del director de la estación. Poco después se sentaron en la habitación decorada con tapices, y Arkady Semyonovich, obediente a los ruegos de Melnik, los dejó solos.

Melnik se volvió hacia Artyom:

—Ahora no tienes pasaporte, ¿verdad?

Se trataba de una constatación, más que de una pregunta.

Artyom asintió. Al no disponer del documento que le habían arrebatado los fascistas, se veía reducido a la condición de paria. No podía acceder a ninguna de las estaciones más o menos civilizadas. Mientras estuviera con el Stalker, nadie le haría ninguna pregunta de más, pero, tan pronto como se separaran, habría de moverse entre estaciones desiertas, o medio abandonadas como la Kievskaya. Podía olvidarse de su sueño de regresar a la VDNKh.

Como para confirmar los temores de Artyom, Melnik añadió:

—Si no tienes pasaporte, no podré hacerte pasar por la Hansa. Pero el camino más breve hasta la Mayakovskaya atraviesa la Línea de Circunvalación. Podemos encargarte un pasaporte nuevo, pero eso nos llevará cierto tiempo. ¿Qué vamos a hacer?

Artyom se encogió de hombros. Presentía adonde querría llegar el Stalker. Aun cuando dieran un rodeo para evitar la Hansa, no lograría llegar hasta la Mayakovskaya. El túnel que llevaba hasta allí por el otro lado pasaba por la Tverskaya. Y habría sido una locura regresar a la caverna de los fascistas. Se hallaba en una situación sin solución.

—Lo mejor será que Tretyak y yo vayamos por nuestra cuenta hasta la Mayakovskaya —dijo Melnik—. Una vez allí, buscaremos el acceso a la D-6. Si lo encontramos, volveremos por ti. Es posible que, entre tanto, te hayan preparado ya un pasaporte. Le pediré a alguien que nos proporcione un modelo. Si no encontramos la entrada, volveremos enseguida. Si vamos nosotros dos, llegaremos enseguida por la Línea de Circunvalación. Estaremos allí en el mismo día. ¿Nos esperarás? —Miró inquisitivamente a Artyom.

El muchacho se encogió de hombros una vez más. Le habría sido posible asentir, o expresar acuerdo. No podía librarse de la sensación de que le estaban tratando como a material usado. Como Artyom había llevado a cabo su tarea —informar del peligro—, los adultos tomaban de nuevo las riendas. Así las cosas, lo dejaban a un lado, para que no les correteara entre los pies.

—Bien —concluyó el Stalker—. Nos pondremos en marcha de inmediato para no perder más tiempo. Mañana por la mañana habremos regresado. Pactaremos con Arkady Semyonovich tu manutención y alojamiento. No te preocupes, es un buen anfitrión. Eso es todo… no, espera, falta algo. —Sacó la hoja de papel manchada de sangre con el plano y el breve escrito—. Puedes quedártelo. Lo he copiado. Quién sabe lo que podría ocurrir. Pero no se lo enseñes a nadie.

Apenas una hora más tarde, Melnik y Tretyak se pusieron en marcha. Habían acordado las cuestiones más importantes con el director de la estación. Arkady Semyonovich tuvo la cortesía de acompañar a Artyom hasta su tienda, le invitó a cenar con él, y luego le dejó solo para que pudiese descansar.

La tienda de los huéspedes estaba algo apartada, y aun cuando se hallara en un estado excelente Artyom se sintió incómodo desde el primer momento. Miraba afuera y, una vez más, no le cabía ninguna duda de que los otros alojamientos estaban apiñados, tan lejos de los túneles como fuera posible. Como el Stalker se había marchado y estaba solo en una estación desconocida, le atacó de nuevo aquella sensación opresiva: en la Kievskaya todo le parecía inquietante, simplemente inquietante, sin que ningún motivo lo justificara. Ya era tarde, las voces de los niños habían callado, y los adultos salían cada vez menos de sus tiendas. Artyom no sentía ningún interés en ir a pasear por los andenes. Después de haber leído hasta tres veces el mensaje de Danila, no lo pudo aguantar más, y se presentó demasiado temprano a cenar en la vivienda de Arkady Semyonovich.

La antesala de las dependencias del personal se había transformado en una cocina, donde se afanaba una mujer joven y simpática, poco mayor que Artyom. Estaba preparando en una voluminosa sartén un plato de carne con algunos condimentos, y también los mismos bulbos blancos que la mujer de Antón ya le había servido al muchacho. El director de la estación se sentaba a su lado, sobre un taburete, y hojeaba un libro estropeado por el uso. La ilustración de cubierta representaba un revólver y unas piernas de mujer con medias negras. Al ver a Artyom, dejó el libro a un lado, con cierta timidez.

—Se debe de aburrir usted en este lugar —dijo con una sonrisa comprensiva—. Vayamos a mi despacho. Katerina nos pondrá la mesa ahí. —Le guiñó el ojo a Artyom—. Mientras tanto podríamos tomar una copita.

La habitación de los tapices y de la calavera tenía un aspecto muy distinto: una lámpara de mesa con pantalla de tela verde difundía una agradable luz. De repente se esfumó la tensión que había hecho que Artyom saliera de la tienda. Arkady Semyonovich sacó un botellín del armario y le sirvió un líquido oscuro, de aroma narcotizante, en una copa extrañamente panzuda. Muy poco, quizás el grosor de un dedo. Artyom se imaginó que aquel botellín debía de costar más que una caja entera de botellas de vino como las que se vendían en la Kitay-gorod.

—Coñac. —Arkady Semyonovich había reconocido la mirada de curiosidad de Artyom—. Coñac armenio, de casi treinta años. Traído de la superficie. —Miró hacia el techo con nostalgia—. No se preocupe, no está contaminado. Yo mismo ordené que lo comprobaran.

El desconocido brebaje llevaba mucho alcohol, pero su sabor agradable y su áspero aroma mitigaban los efectos. A semejanza de su anfitrión, Artyom retenía en la boca durante cierto tiempo cada uno de los tragos. Entonces, un fuego recorría lentamente su cuerpo y lo llenaba de una grata calidez. La habitación se volvió todavía más confortable, y Arkady Semyonovich más simpático todavía.

—Es asombroso. —Artyom, encantado, cerró los ojos.

—Es excelente, ¿verdad? Hará un año y medio, los Stalkers entraron en una tienda de alimentación, todavía intacta, en la Krasnopresnenskaya.[62] Se encontraba en una bodega, como las tiendas de antes. El rótulo se había caído, y por ello nadie la había visto antes. Pero uno de los Stalkers se acordó de que hace tiempo —es decir, antes— la había visto alguna vez al pasar por allí. Y se decidió a echarle una ojeada. Con el paso de los años, este coñac ha mejorado, por supuesto. Gracias a mis contactos, pude comprar dos botellas a cambio de cien balas. En Kitay-gorod te darían una por doscientas balas. —Arkady Semyonovich bebió otro sorbo y luego sostuvo la copa a contraluz, pensativo—. El Stalker se llamaba Vassya. Un hombre tremendo. No era uno de los ordinarios que suben a la superficie tan sólo por madera, sino uno de los que buscan cosas importantes de verdad. Cada vez que regresaba de una salida, lo primero que hacía era venir a verme. —El director sonrió débilmente—. Semyonich —me decía siempre—, te traigo un nuevo cargamento.

—¿Le sucedió algo?

—Le gustaba especialmente la Krasnopresnenskaya. Siempre decía que se trataba de un verdadero El Dorado. Allí estaba todo como nuevo. El Edificio Stalin, por sí mismo, valía su peso en oro. Por supuesto que nadie se había atrevido a entrar allí. El zoo se encontraba en la acera de enfrente. ¿Quién se habría atrevido a ir hasta allí, a la Krasnopresnenskaya? ¡Puro horror! Pero Vassya era muy osado, le encantaba el riesgo. Y se le pagaba bien por ello. Pero llegó el día en el que sufrió las consecuencias: una criatura lo capturó y se lo llevó al zoo. Su compañero logró escapar. —Arkady Semyonovich suspiró con fuerza y se sirvió a sí mismo, y también a Artyom—. Bebamos a su salud.

Artyom pensó en el incalculable precio que se había pagado por el coñac y quiso protestar, pero el director le puso decididamente la copa en la mano y le explicó que si se negaba ofendería el recuerdo del valeroso Stalker que le había proporcionado aquella bebida de dioses.

Entretanto, la mujer había puesto la mesa, y Artyom y Arkady Semyonovich empezaron a beber aguardiente de elaboración propia, ordinario, pero de graduación muy alta. La carne estaba excelente, y la bebida de color claro la acompañaba con sorprendente facilidad.

Al cabo de, aproximadamente, una hora y media se le desató la lengua a Artyom.

—Vuestra estación no me gusta. Aquí hay algo siniestro, algo opresivo…

—Es cuestión de acostumbrarse. —Arkady Semyonovich movió la cabeza con gesto vago—. Aquí también viven personas. Y no son peores que las de otras estaciones.

—No, por favor, no me entienda mal —se apresuró a responderle Artyom—. Seguro que hacen todo lo que pueden. Pero la realidad es ésa. Todo el mundo habla de que aquí desaparecen personas.

—Todo eso son majaderías —le respondió acaloradamente Arkady Semyonovich—. Pero entonces, después de tomarse otra copa, dijo—: Aquí no desaparece cualquiera. Sólo los niños.

Artyom sintió un escalofrío.

—¿Se los llevan los muertos?

—Nadie sabe quién es. Yo no me creo esa historia de los muertos. He visto a muchos a lo largo de mi vida. ¿Cómo se van a llevar a alguien? Los muertos no se levantan. Pero al otro lado de los túneles cegados —Arkady Semyonovich señaló con la mano en dirección a la Park Pobedy, y estuvo a punto de caerse de la silla— hay algo. Eso está claro. Pero nosotros no podemos ir.

—¿Por qué? —Artyom trataba de concentrarse en su copa, pero se le volvía borrosa delante de sus propios ojos y en todo momento parecía que se le fuera a escapar de las manos.

—Espera, te voy a enseñar una cosa.

El director de la estación retrocedió ruidosamente con la silla, se levantó con gran dificultad y anduvo dando tumbos hasta el armario. Estuvo revolviendo los objetos que había dentro, y al fin sacó, con grandes precauciones, un dardo largo de metal, en cuyo extremo romo había varias plumas.

Artyom arrugó la frente.

—¿Qué es eso?

—A mí también me gustaría saberlo.

—¿Dónde lo encontró?

—En el cuello de uno de nuestros centinelas. Vigilaba el túnel de la derecha. No sangró, pero estaba lívido y le había salido espuma por la boca.

—¿Se lo hizo alguien de la Park Pobedy?

—El diablo lo sabrá. —Arkady Semyonovich apuró la copa y luego volvió a meter el dardo en el armario—. ¡Pero ten cuidado! No se lo cuentes a nadie.

—¿Por qué no quiere que nadie lo sepa? Podría conseguir ayuda, y la gente se tranquilizaría por fin.

—No se tranquilizaría nadie. Al contrario: ¡se marcharían todos como ratas! Ya lo están haciendo ahora. ¿Pero tú te crees que si enseño este dardo va a cambiar algo? ¡No me hagas reír! ¡Todo el mundo se largaría, y yo me quedaría solo! ¿Qué clase de director de estación voy a ser si me quedo solo? ¡Un capitán sin barco!

Arkady Semyonovich había hablado con furia, pero entonces le falló la voz y enmudeció.

—Arkasha, Arkasha, no te pongas así, no pasa nada… —le dijo la joven, que, preocupada, se había sentado con él, y le acariciaba suavemente la cabeza. Aun cuando tuviera el entendimiento algo embotado, Artyom adivinó, con cierta tristeza, que no era hija del director.

Este último volvía a desbarrar.

—¡Las ratas abandonan el barco que se hunde! Al final sólo quedaré yo. ¡Pero no pienso rendirme!

Artyom se levantó torpemente y caminó con paso inseguro hacia la salida. El guardia que se encontraba allí se dio un pequeño toque en el cuello[63] y se volvió con una mirada interrogadora hacia el despacho de Arkady Semyonovich.

—Sí, ha tragado en cantidad —farfulló Artyom—. Mejor que no lo molestes hasta mañana por la mañana —y siguió dando tumbos de camino hacia su tienda.

Le costó mucho encontrar el camino. Se metió dos veces por equivocación en tiendas ajenas, y necesitó los groseros insultos y los histéricos chillidos con que lo recibieron en uno y otro caso para darse cuenta de que se había acostado en un lecho que no era el suyo. El aguardiente actuaba con más saña que el vino barato, porque había esperado hasta aquel momento para actuar de verdad. Los arcos y columnas se desdibujaban ante los ojos de Artyom, y el muchacho se encontraba mal. En otro momento, quizás hubiera encontrado a alguien que lo acompañara hasta la tienda de los huéspedes, pero la estación estaba totalmente vacía. Incluso los puestos de vigilancia que se encontraban en las salidas de los túneles parecían abandonados.

En toda la estación no habría más que tres o cuatro lámparas que brillaban débilmente en el techo, y más allá de su discreta luz el resto de la sala estaba inmerso en la oscuridad. De repente, Artyom se detuvo. Le pareció que algo se ocultaba a la media luz. Algo que se movía con ligereza. Como no se fiaba ya de sus ojos, se dirigió, con la valentía del borracho, hacia el lugar que le parecía sospechoso: no muy lejos del pasillo que llevaba hasta la Línea Filyovskaya, al lado de uno de los arcos, una de las sombras se estaba moviendo. No se mecía acompasadamente como las demás, sino con movimientos bruscos, y, al mismo tiempo, deliberados.

Artyom se acercó a unos quince pasos y gritó:

—¡Eh! ¿Quién anda ahí?

Nadie le respondió, pero en la sombra oscura e informe parecieron dibujarse los contornos de una figura alargada. Era muy difícil distinguirla en la penumbra, pero Artyom estaba cada vez más convencido de que alguien le observaba desde la oscuridad. Se tambaleó, pero logró tenerse en pie, y dio otro paso.

La sombra se encogió de pronto, pareció como si se hiciera un ovillo y se deslizara por el suelo. Un hedor fuerte y repulsivo llegó a las fosas nasales de Artyom, y éste retrocedió, asustado. ¿Qué era aquel olor? Le pareció contemplar de nuevo la imagen que había encontrado en el túnel del IV Reich: cadáveres amontonados, con los brazos atados a la espalda. ¿Olor a podredumbre?

En el mismo instante, la sombra se arrojó sobre él con diabólica celeridad, como la flecha de una ballesta. Por un segundo, un rostro apareció ante sus ojos, pálido, con ojos hundidos y extrañas manchas.

—¡Un muerto! —chilló Artyom. Entonces la cabeza le estalló en mil pedazos, el techo empezó a danzar, se dio la vuelta, y todo desapareció. En el sofocante silencio se oían voces que luego enmudecían, se le aparecían imágenes que después se desvanecían.

—…mamá no quiere, se va a preocupar —decía un niño no muy lejos de allí—. Hoy no puede ser, se ha pasado toda la noche llorando. No, no tengo ningún miedo, no eres malo, y cantas muy bien. Pero no quiero que mi mamá vuelva a llorar. ¡No seas malo! Solo un rato… ¿por la mañana volveremos a estar aquí?

—…no queda tiempo, no queda tiempo —murmuraba una profunda voz de hombre—. Se nos acaba el tiempo. Están cerca de aquí. ¡Ponte en pie, no te quedes en el suelo, ponte en pie! Si ahora pierdes toda esperanza, si titubeas, o te rindes, habrá otros que ocupen tu lugar. Yo seguiré luchando. Y tú también tienes que luchar. ¡Ponte en pie! Comprendes muy bien que…

Y luego otra voz.

—¿… y quién es ése? ¿Con el jefe? Ah, ya, en la tienda de los huéspedes—. ¡Sí, sí, claro, lo voy a llevar yo solo! Ahora ayúdame a agarrarlo, cógelo por las piernas, al menos. Qué pesado es… ¿Qué es eso que suena en el bolsillo? Sí, claro, sólo lo decía por divertirnos. Estaríamos arreglados. No, no, eso sí que no. Ya voy…

Con un brusco movimiento, la entrada de la tienda se abrió, y el rayo de luz de una linterna hirió los ojos de Artyom.

—¿Te llamas Artyom?

El rostro del que preguntaba no era visible, pero su voz parecía la de un joven.

Artyom se levantó de la tumbona, y al instante todo empezó a dar vueltas. Un dolor sordo le palpitaba en la nuca, y todo roce le irritaba. Tenía algunos cabellos pegados, sin duda por culpa de la sangre seca. ¿Qué le había ocurrido?

—¿Puedo entrar? —preguntó el recién llegado, entró sin aguardar respuesta y cerró de nuevo. Luego le puso un pequeño objeto metálico en la mano a Artyom.

El muchacho consiguió por fin encender la linterna, y no dio crédito a lo que vieron sus ojos: era un casquillo de fusil automático, manipulado para transformarlo en cápsula, igual que el de Hunter. Artyom trató de abrirla, pero no lo conseguía con sus manos que por culpa del nerviosismo habían quedado cubiertas de sudor. Al fin, logró sacar un trozo de papel.

Dificultades imprevistas. La salida de la D-6 está bloqueada, han asesinado a Tretyak. Espérame. Necesitaré tiempo para organización. Iré en cuanto pueda. Melnik.

Artyom leyó por segunda vez la nota y trató de encontrarle un sentido. ¿Habían asesinado a Tretyak? ¿La entrada del Metro-2 estaba bloqueada? ¡Eso significaba que todos sus planes y esperanzas estaban avocadas al fracaso! Miró con incredulidad al mensajero.

—Melnik ha ordenado que te quedes aquí y lo esperes —dijo éste—. Tretyak ha muerto. Lo han asesinado. Melnik dice que lo asesinaron con un dardo. No se sabe quién ha sido. Está organizando una fuerza de asalto. Tengo que irme. ¿Quieres que le dé una respuesta?

Artyom pensó en lo que le contestaría al Stalker. ¿Qué tenía que hacer? ¿Qué esperanzas le quedaban? ¿No sería mejor dejarlo todo y regresar a la VDNKh, y así, por lo menos, pasar los últimos minutos junto con sus amigos? Negó con la cabeza. El mensajero se volvió en silencio y salió de la tienda.

Artyom se sentó sobre el camastro y se puso a pensar. No tenía a dónde ir. Sin pasaporte ni acompañante no podría entrar en la Línea de Circunvalación, y tampoco en la Smolenskaya. No tenía otra opción que confiar en que Arkady Semyonovich le trataría con la misma cordialidad durante los días siguientes.

En la Kievskaya era ya «de día». Las lámparas brillaban con el doble de potencia, y junto a las dependencias del personal, donde se encontraba la residencia del director de la estación, había incluso una lámpara de mercurio que derramaba su resplandeciente luz. Artyom fue hasta allí con una mueca en el rostro, por lo mucho que le dolía la cabeza. El guardia de la entrada lo detuvo con un gesto. Artyom alcanzó a oír unas airadas voces masculinas en el interior.

—Está ocupado —dijo el guardia—. Espera aquí, si quieres.

Al cabo de un par de minutos, Antón salió disparado por la puerta. El director de la estación le siguió afuera. Aunque tuviera el cabello horrorosamente despeinado, bolsas en los ojos, el rostro hinchado y cubierto por escasos pelos de barba de color gris plateado. Artyom se frotó las mejillas y pensó que él mismo no debía de tener un aspecto mucho mejor.

—¿Y yo qué puedo hacer? Dime, ¿qué? —gritaba el director de la estación a las espaldas de Antón. Luego escupió al suelo y se dio una palmada en la frente. Al ver a Artyom, le recibió con una sonrisa socarrona—. Ah… ¿ya te has despertado?

—Me voy a quedar aquí un tiempo hasta que Melnik regrese.

—Lo sé, lo sé. Vamos adentro. Me han rogado que hiciera algo por ti. —El director de la estación le invitó a pasar—. Tenemos que sacarte una foto para hacerte un pasaporte. Aún conservo la máquina que se empleaba en los tiempos en los que la Kievskaya era una estación normal. En cuanto Melnik nos haga llegar el formulario apropiado, te haremos un documento nuevo.

Arkady Semyonovich le dijo a Artyom que se sentara sobre un taburete y le apuntó con el objetivo de una pequeña cámara de plástico. Brilló un relámpago, y Artyom quedó deslumhrado para los cinco minutos siguientes. Parpadeó, totalmente inerme.

—Disculpa, tendría que haberte avisado… de todas maneras, si tienes hambre, puedes quedarte. Katya te preparará algo. Hoy, por desgracia, no tengo tiempo para ti. La situación ha empeorado. Esta noche ha desaparecido el hijo mayor de Antón. Ahora la estación entera se morirá de miedo. Qué vida… ah, oye, y me han dicho que hoy por la mañana te han encontrado en un andén, con la cabeza ensangrentada. ¿Te ocurrió algo?

—No me acuerdo… seguramente estaba tan borracho que me caí.

El director sonrió maliciosamente.

—Sí, ayer por la noche bebimos con ganas… bueno, Artyom, ahora tengo cosas que hacer. Será mejor que vuelvas más tarde.

Artyom se levantó. El rostro de Oleg le vino a la memoria. ¿Era el hijo mayor de Antón? Se acordó de la cajita, y de cómo Oleg la había apoyado contra la tubería, y de lo que había dicho luego… las rodillas le flaquearon de puro terror. ¿Y si todo aquello era verdad? ¿La culpa era suya? Sintiéndose impotente, se volvió una vez más hacia Arkady Semyonovich y abrió la boca… pero acto seguido salió de la habitación sin decir nada.

Regresó a su tienda, se sentó en el suelo y durante un rato miró fijamente al vacío. ¡Quienquiera que le hubiese destinado a aquella misión, le había maldecido! Casi todos los que le habían acompañado durante un trecho de su camino habían muerto: Bourbon, Mikhail Porfiryevich, el nieto de este, Danila. Kan había desaparecido sin dejar ningún rastro, y era posible que los luchadores de las brigadas revolucionarias hubiesen muerto también. Y luego Tretyak. ¿Y el pequeño Oleg? ¿Acaso Artyom traía la muerte a todos los que le seguían?

Sin saber muy bien lo que hacía, Artyom se puso en pie, cargó a hombros con la mochila y el fusil, tomó la linterna y salió al andén. Las piernas anduvieron por sí solas hasta el mismo lugar donde se había caído la noche anterior. Cuando estuvo cerca, se quedó como de piedra. Como a través de un tupido velo, le miraban unas pupilas muertas, desde lo más profundo de sus cuencas. Se acordó de todo. No había sido ningún sueño…

¡Tenía que encontrar a Oleg! Fuera como fuese, tenía que ayudar al comandante de la guardia a recuperar a su hijo. Todo había sido culpa suya, culpa de Artyom. No había sabido cuidar del niño, había jugado con él al extraño juego de los tubos, y así era como Artyom seguía allí, sin sufrir daño alguno, mientras que el niño había desaparecido. Artyom estaba seguro de que el pequeño no se había marchado solo. La noche pasada había sucedido algo malo, algo inexplicable, y Artyom se sentía el doble de culpable, porque habría podido impedirlo si no se hubiera hallado en aquel estado.

Examinó el lugar donde, la noche pasada, el siniestro visitante se había ocultado entre las sombras. Encontró un montón de basura, y, al revolverla, solo consiguió asustar a un gato vagabundo. Buscó en vano por el andén, y finalmente saltó a las vías. Los guardias que vigilaban la entrada del túnel le observaron con indolencia y le advirtieron de que no se hacían responsables de lo que le pudiera ocurrir si se metía por allí.

En esta ocasión, Artyom se adentró en el segundo túnel, paralelo al que habían visitado un día antes. Éste se había venido abajo más o menos a la misma altura, y también había algunos hombres que montaban guardia poco antes de llegar a los escombros. Un bidón de hierro les servía como estufa provisional, y en torno a éste había varios sacos de arena. Sobre las vías reposaba una dresina de impulsión manual, con algunos baldes repletos de carbón.

Los centinelas charlaban en voz baja, y al acercarse Artyom se pusieron en pie, sobresaltados. Primero le observaron, nerviosos, pero al fin uno de ellos dijo que no había peligro. Los demás se tranquilizaron y volvieron a sentarse. Entonces, Artyom reconoció al jefe del turno de guardia: se trataba de Antón. Se apresuró a murmurar unas palabras incomprensibles, se dio la vuelta y se marchó. Sentía que la vergüenza le afloraba al rostro. No podía mirar a los ojos al hombre que había perdido un hijo por su culpa. Artyom se marchó abatido, y al mismo tiempo susurraba:

—Yo no tengo nada que ver con esto… no habría podido… ¿cómo habría podido impedirlo?

El rayo de luz de su linterna subía y bajaba al ritmo de sus pasos.

De repente descubrió un pequeño objeto, abandonado en las sombras, entre dos traviesas. Lo reconoció incluso desde lejos, y el corazón empezó a golpearle con todas sus fuerzas. Se agachó y recogió una cajita que tenía una manivela. Al darle la vuelta, se oyó una melodía triste y metálica. La cajita de música de Oleg. Debía de haberla dejado caer allí, o quizá la había perdido.

Artyom dejó la mochila en el suelo y se puso a examinar las paredes del túnel con especial detenimiento. No muy lejos de allí había una puerta, pero detrás de ésta encontró tan sólo unos lavabos a los que alguien había sustraído ya todo su equipamiento. Al cabo de veinte minutos aún no había descubierto nada. Volvió a buscar la mochila, se dejó caer al suelo, se apoyó en la pared y, sin fuerzas, miró al techo…

Tardó un segundo en volver a ponerse en pie. Con manos temblorosas iluminó una negra abertura que se alcanzaba a ver en el oscuro techo de hormigón. Era una pequeña compuerta que daba justo encima del lugar donde había encontrado la cajita de música de Oleg. No era posible llegar hasta ella: el techo estaba a tres metros de altura.

Artyom se decidió al instante. Tomó la cajita en la mano, dejó la mochila sobre las vías y volvió corriendo con los guardias. Ya no temía mirarle a los ojos a Antón.

Poco antes de llegar al final del túnel, aflojó el paso, para que los guardias no se sobresaltaran ni empezaran a dispararle. Se acercó a Antón y le informó en voz baja de lo que había encontrado. Poco después, sin responder a las miradas escrutadoras de los demás, subieron a la dresina, agarraron la palanca y se pusieron en marcha.

Se detuvieron bajo la compuerta. La dresina era lo suficientemente alta como para que Artyom, a hombros de Antón, alcanzara la abertura y trepara hasta arriba. Una vez lo hubo hecho, ayudó a su compañero a subir.

El pasadizo que encontraron era angosto, y de techo demasiado bajo como para poder ir de pie. Seguía una trayectoria paralela a la del túnel. Artyom se preguntó para qué lo habrían construido. ¿Como ventilación? ¿Como salida de emergencia? ¿Para las ratas? ¿O quizá lo habían hecho después de que el túnel principal se viniera abajo?

Aunque el corredor se prolongara en ambas direcciones, Antón se puso en camino hacia la Park Pobedy. Y al cabo de unos segundos se confirmó que no se había equivocado: encontraron en el suelo un cartucho alargado, uno de los que Melnik había regalado al niño. El descubrimiento le dio alas a Antón, y le hizo andar más rápido.

Al cabo de veinte metros, el pasadizo terminaba abruptamente. En el suelo se encontraba otra pequeña compuerta. Sin dudar un instante, Antón salió por ella, y antes de que Artyom tuviera tiempo para intentar disuadirle, ya había saltado. El muchacho oyó desde arriba un gran estrépito, y una palabra gruesa, y, finalmente, un murmullo:

—Ten cuidado… es una caída de por lo menos tres metros. Espera, te alumbraré con la lámpara.

Artyom se sujetó con fuerza al borde de la compuerta y se meció de un lado para otro con las piernas. Luego se soltó, y cayó sobre las traviesas. Entonces se puso en pie, se sacudió las manos y preguntó:

—¿Y cómo vamos a regresar?

Antón hizo un gesto de indiferencia.

—Ya pensaremos algo. Pero ¿estás seguro de que no soñaste lo de la noche pasada?

Artyom se encogió de hombros. Aunque la cabeza aún le doliera, la idea de que un no muerto le hubiera atacado en la Kievskaya le parecía totalmente absurda, una vez recuperada la sobriedad.

—Iremos hasta Park Pobedy —resolvió Antón—. Si de verdad ha estado actuando alguna criatura diabólica, solo puede venir de allí. Tú también tendrías que sentirlo… ya conoces nuestra estación.

Artyom, que trataba de seguirle el paso a Antón, le preguntó:

—¿Cómo es que ayer no dijo usted nada sobre todo esto?

—Órdenes de la autoridad. Semyonovich quiere impedir a toda costa que cunda el pánico. Por eso, nos ha prohibido que demos pábulo a los rumores. Teme por su puesto. Pero todo tiene sus límites. Me he pasado un buen rato explicándole que esto no se podrá mantener secreto por siempre. Durante los últimos dos meses han desaparecido tres niños, y cuatro familias han huido de la estación. Entonces, de repente, uno de nosotros aparece con ese dardo en el cuello. Pero Semyonovich dice: no, si cunde el pánico, no podremos controlar la situación. ¡Es un cobarde!

El furioso Antón escupió al suelo.

—¿Y quién fue la víctima de ese dard…?

La palabra se quedó clavada en la garganta de Artyom. De repente, se detuvo, y también Antón se paró a su lado.

El perplejo guardia le preguntó:

—¿Qué es eso? ¿Lo has visto tú también?

Artyom no le respondió. Miraba fijamente al suelo e iluminaba con la linterna, primero en una dirección, y luego en otra, para verlo mejor.

En tierra brillaba una imagen gigantesca que alguien había pintado en color blanco sobre las vías, las traviesas y el suelo: una franja ondulada que recordaba a una serpiente o un gusano, de unos cuarenta centímetros de anchura y dos metros de largo. En uno de sus extremos había un ensanchamiento que parecía una cabeza, y le daba a la figura un aspecto como de reptil gigantesco.

—Una serpiente —dijo Artyom.

Antón improvisó una sonrisa.

—O quizás es que se le derramó la pintura a alguien.

—No. Allí está la cabeza. Está mirando en esa dirección. Se arrastra hacia Park Pobedy.

—Entonces, sigue el mismo camino que nosotros.

Al cabo de unos cien metros se confirmó su suposición: en medio de las vías se hallaban otros tres cartuchos. ¡Habían tomado la dirección correcta! Más animados, aceleraron el paso.

—¡Qué listo es ese niño! —observó Antón con orgullo—. Se le ha ocurrido ir dejando un rastro.

Artyom asintió. De todos modos, aún se preguntaba cómo era posible que la desconocida criatura hubiera podido llevarse sin hacer ruido al crío que, sin lugar a dudas, aún vivía. ¿Había ocurrido de verdad todo lo que había oído en su momento de impotencia? ¿Era posible que Oleg se hubiera marchado por voluntad propia con su enigmático raptor? Entonces, ¿por qué, y para quién había marcado el camino que seguía?

Artyom calló durante unos minutos, y tampoco Antón decía nada. A medida que seguían adelante sobre las traviesas en la oscuridad, la alegría y la esperanza fueron flaqueando, y Artyom volvió a sentirse mal. En su afán por redimirse de su culpa ante el niño y el padre, había prescindido de todas las advertencias, todas las historias terribles contadas en susurros. Había olvidado incluso la orden del Stalker de no abandonar la Kievskaya bajo ningún concepto. Antón se dirigía a la Park Pobedy en busca de su hijo, pero Artyom se preguntaba cuales eran los motivos que lo empujaban a él a querer ir también a aquella siniestra estación. ¿Cómo podía poner en riesgo de aquella manera su propia seguridad, así como su importante misión? Por un instante tuvo que pensar en los extraños hombres mayores de la Polyanka, y en lo que le habían dicho acerca de su destino. Eso le ayudó: se sintió el corazón más ligero.

Pero su heroica resolución duró tan sólo unos diez minutos. Hasta que se encontraron con la siguiente imagen de la serpiente.

Este nuevo dibujo era el doble de grande que el anterior. Sin duda alguna, quería decir que avanzaban en la dirección correcta y se acercaban a su meta. Pero Artyom no estaba seguro de alegrarse por ello.

El túnel parecía no acabarse nunca. Artyom calculó que debían de llevar, por lo menos, dos horas de camino. Aunque también era posible que se equivocara: Antón hablaba cada vez menos, y en la oscuridad y en silencio los minutos parecían arrastrarse con doble lentitud.

La tercera serpiente, que debía de medir como mínimo diez metros de largo, marcaba al mismo tiempo una frontera acústica. Antón aguardó en absoluto silencio, con los oídos puestos en el túnel, y también Artyom se puso a escuchar. Mucho más allá se oían unos sonidos extraños y desagradables. Al principio no distinguió lo que eran, pero luego lo entendió: se trataba de un cántico, acompañado por un sordo redoble de tambor. Se parecía mucho al que Artyom había oído por la tubería.

Antón asintió con la cabeza.

—Ya no está muy lejos.

Pero de súbito, el tiempo, que hasta entonces había transcurrido ya con mucha lentitud, se transformó en una jalea compacta y estuvo a punto de detenerse. Al contemplar al hombre que le acompañaba, Artyom vio con espantosa acuidad que éste asentía sin cesar con la cabeza, o, mejor dicho: que su cabeza se movía espasmódicamente. Y constató, perplejo, que la barbilla de Antón no volvía al punto de partida. Antón se desplomó como una extraña muñeca de trapo, y Artyom pensó en levantarlo, pero se lo impidió un ligero pinchazo en el hombro. Confuso, se palpó el lugar que le dolía, y constató que un dardo emplumado le había atravesado la chaqueta. Trató de arrancárselo, pero no lo consiguió: todo su cuerpo se había quedado sin fuerzas. Las rodillas se doblaron bajo el peso del tronco, y Artyom cayó violentamente al suelo. Sin embargo, su conciencia no se vio afectada. El dardo tampoco le había privado de oír ni de ver. Tan sólo se le hacía más difícil respirar. Pero tampoco importaba, porque no iba a necesitar mucho aire. Todos sus miembros habían quedado paralizados.

Oyó a su lado pisadas ligeras y rápidas. La criatura que se les acercaba no podía ser un hombre, porque Artyom, durante sus turnos de vigilancia en la VDNKh, había aprendido a distinguir las pisadas humanas: éstas se oían siempre de dos en dos, y eran pesadas, a menudo en combinación con las ruidosas suelas de las botas de sucedáneo de cuero que eran el calzado más habitual en la red de metro.

Tenía a la vista tan sólo una parte de las traviesas y de las vías que llevaban hasta la Kievskaya. Sintió un olor punzante y desagradable en la nariz.

—Un, dos, foráneos yacen allí —dijo alguien que se erguía a su lado.

—Buen disparo, de lejos. Cuello, hombro —comentó otro.

Eran voces extrañas, sin melodía, y pálidas. Le recordaron a Artyom el monótono siseo del viento en los túneles. Pero los que hablaban sí eran humanos, de eso no cabía ninguna duda.

El primero siguió diciendo:

—Sí, buen disparo. Así quiso Gran Gusano.

—Sí. Uno tú, dos yo, llevar foráneos a casa.

De repente, la imagen que Artyom tenía ante los ojos se transformó. Alguien lo había levantado bruscamente del suelo. Por un instante, un rostro apareció ante sus ojos: alargado, con las cuencas de los ojos oscuras y hundidas. Entonces se apagaron las dos linternas, y así se sumieron en la más profunda oscuridad. Al notar que la sangre le venía a la cabeza, Artyom dedujo que alguien había cargado a hombros con él, como con un saco, y se lo estaba llevando.

La extraña conversación prosiguió, aun cuando un tenso jadeo interrumpiera las frases.

—Dardo paralizante, no dardo venenoso. ¿Por qué?

—Jefe ordenó. Sacerdote ordenó. Gran Gusano quiere así. Carne se conserva mejor.

—Tú listo. Tú y sacerdote amigos. Sacerdote enseña.

—Sí.

—Uno, dos, enemigos vienen. Huele a pólvora, fuego. Enemigo malo. ¿Cómo venido?

—No sé. Jefe y Vartan interrogan. Yo, tú, atrapamos. Bien, Gran Gusano contento. Yo, tú, tenemos recompensa.

—¿Es mucho? ¿Bota? ¿Chaqueta?

—Es mucho. Chaqueta, bota no.

—Yo joven. Capturo enemigo. Bien. Es mucho. Re-com-pen-sa… yo alegre.

—Hoy buen día. Vartan trae nuevo pequeño. Yo, tú, capturamos enemigos. Gran Gusano alegre, hombres cantan. Celebramos.

—Celebramos. Yo alegre. ¿Bailamos? ¿Vodka? Yo bailo Natasha.

—Natasha y jefe bailan. Tú no.

—Yo joven, fuerte. Jefe muchos años. Natasha joven. Yo capturo enemigos, valiente, bueno. Natasha, yo, bailamos.

Se oyeron otras voces en las proximidades, y la discusión se interrumpió. Artyom adivinó que habían llegado a la estación. Estaba casi tan oscura como los túneles. En la totalidad de la estación brillaba tan sólo la luz de una pequeña hoguera. Allí, no muy lejos de las llamas, lo arrojaron al suelo sin ningún cuidado. Unos dedos de acero lo agarraron por el mentón y volvieron la cara hacia arriba.

Los hombres que se erguían ante el muchacho tenían un aspecto sumamente extraño: desnudos casi por completo y con el cráneo rapado al cero, no parecía que sintieran el frío. Se habían pintado sobre la frente la misma línea ondulada que Antón y Artyom habían visto en el túnel. Eran gentes de poca estatura y no parecían especialmente sanos, pero, a pesar de las mejillas caídas y de la tez terrosa, irradiaban un monstruoso vigor. Artyom se acordó del cansancio de Melnik cuando había arrastrado a Número Diez. ¡Con qué rapidez, en cambio, les habían llevado aquellas criaturas hasta la estación!

Casi todos ellos llevaban en la mano un tubo largo y estrecho. Cuando logró verlo mejor, Artyom comprendió de qué se trataba: eran tubos de plástico como los que se solían emplear en la instalación y aislamiento de arneses de cables. De sus cinturones colgaban gigantescas hojas de bayoneta. Artyom las había visto iguales en los Kalashnikov antiguos.

Todos aquellos curiosos personajes tenían aproximadamente la misma edad. Ninguno de ellos parecía superar los treinta años.

Durante un rato contemplaron en silencio a los cautivos, y luego dijo uno de ellos, el único que tenía barba, y la serpiente pintada de color rojo:

—Bien. Yo contento. Enemigos del Gran Gusano. Hombres máquina. Hombres malos, carne tierna. Gran Gusano satisfecho. Sharap, Vovan valientes. Yo llevo hombres máquina a la cárcel, hago interrogatorio. Mañana celebración. Todos los hombres buenos comen enemigos. Vovan, ¿qué dardo? ¿Dardo paralizante?

—Sí, dardo paralizante —confirmó un hombre fornido con una línea blanca sobre la frente.

—Dardo paralizante bueno —les alabó el barbudo—. La carne no se estropea. Vovan, Sharap, tomad enemigos, traedlos conmigo a la cárcel.

Una vez más, las imágenes se volvieron borrosas, y la luz empezó a alejarse. Se oyeron nuevas voces, alguien expresó su entusiasmo con sonidos no articulados, otro profirió un aullido lastimero, y entonces resonó de nuevo el cántico, profundo, apenas perceptible, amenazador. De hecho, podía parecer muy bien el cántico de unos no muertos, y Artyom se acordó de los rumores que corrían sobre la Park Pobedy… luego volvieron a soltarlo, oyó a su lado que el cuerpo de Antón se estrellaba contra el suelo, y enseguida se quedó sin sentido.

Algo le sacudía, le decía que se pusiera en pie por fin. Artyom estiró las articulaciones, encendió la linterna —la cubrió con una mano para que el fulgor no deslumbrara sus ojos adormecidos—, miró en torno a sí dentro de la tienda —¿dónde estaba su arma?—, y salió afuera. Había sentido tanta nostalgia por su hogar, que en aquel momento, en el que volvía a encontrarse en la VDNKh, no era capaz de alegrarse.

El techo estaba cubierto de hollín; la tienda, perforada por las balas y abandonada; y se sentía un fuerte olor a quemado. Había sucedido algo terrible. La estación era terriblemente distinta de la que él recordaba. En la lejanía, probablemente en el paso que se hallaba al otro extremo de la sala, alguien gritaba como si lo estuvieran empalando.

La escasa luz de las dos luces de emergencia se abría paso con dificultad por entre las volutas de humo. No vio a nadie, salvo a una muchachita que jugaba en el suelo al lado de una tienda. Artyom quiso preguntarle qué había sucedido allí, pero ella, en el mismo momento en que le vio, se puso a llorar, y el muchacho la dejó en paz.

El túnel. El túnel que llevaba desde la VDNKh hasta el Jardín Botánico. Si los habitantes de la estación se habían ido a algún sitio, sólo podía tratarse de aquel maldito lugar. Otros habrían huido hacia el centro, hacia la Hansa, pero su gente no les habría abandonado ni a él ni a la muchachita.

Artyom saltó sobre las vías y corrió hacia la negra abertura. No llevaba armas. Pensó que entrar allí sin armas era peligroso. Pero no tenía nada que perder, y, por otra parte, debía informar de aquella situación. Podía ser que los Negros hubieran atravesado las defensas. Todas las esperanzas recaían sobre él. Tenía que dar a conocer la verdad, e informar a los aliados del sur.

De repente, se abatió sobre él la oscuridad, y, con ésta, también la angustia. Artyom no veía nada, pero algo llegó a sus oídos: un sonido repugnante, como si alguien hubiera estado comiendo ruidosamente. Una vez más, Artyom lamentó encontrarse sin armas, pero ya era demasiado tarde para volver sobre sus pasos.

En la lejanía se alcanzaban a oír unas pisadas cada vez más próximas. Se acercaban cuando él avanzaba, y se paraban cuando él se detenía. Eso mismo le había ocurrido ya en otra ocasión, pero no sabía dónde. Con creciente pavor, anduvo hacia aquel enemigo invisible y desconocido. ¿Sería un diablo? Las rodillas le temblaban de tal manera que sólo podía avanzar despacio. El tiempo cooperaba con el terror. Un sudor frío le recorría las sienes. Su angustia crecía por momentos.

Al fin, cuando las pisadas se encontraban a unos tres metros de él, no lo soportó más. Tropezó, se cayó, se puso de nuevo en pie, retrocedió a toda prisa hacia la estación. Pero, cuando se cayó por tercera vez, sus débiles piernas le negaron toda colaboración, y se dio cuenta de que la muerte era inevitable…

—Todo lo que existe en este mundo es una creación del Gran Gusano. En otro tiempo el mundo entero era de piedra, no había nada más, aparte de piedra. No había aire, ni agua, ni luz, ni fuego. No había personas ni animales. Tan sólo piedra muerta. Pero entonces el Gran Gusano descendió hasta aquí.

—Pero ¿de dónde sale el Gran Gusano? ¿De dónde viene? ¿Sus padres quiénes?

—No me interrumpas. El Gran Gusano ha existido siempre. Descendió hasta el mundo y dijo: este mundo será mío. Está hecho de dura piedra, pero yo perforaré mis galerías dentro de él. Es frío, pero yo lo calentaré con el calor de mi cuerpo. Es oscuro, pero yo lo iluminaré con la luz de mis ojos. Está muerto, pero yo lo poblaré con todas mis criaturas.

—¿Qué criaturas? ¿Cuáles?

—Las criaturas son los animales que el Gran Gusano sacó de su cuerpo. Tú y yo, todos nosotros somos sus criaturas. Y entonces dijo el Gran Gusano: «Todo será como yo lo he dicho, porque desde ahora este mundo es mío». Y así empezó a perforar sus galerías en la dura piedra, y la piedra se reblandeció en su seno, la saliva y los jugos del Gran Gusano la humedecieron, y la piedra cobró vida y empezó a criar setas. Y el Gran Gusano perforó la piedra y pasó por dentro de ella y lo hizo durante miles de años hasta que sus galerías recorrieron la Tierra entera.

—¿Mil qué es? ¿Uno, dos, tres? ¿Mil es cuánto?

—Tú tienes diez dedos en las manos. Y Sharap también tiene diez. Ay, no, él tiene doce, no nos sirve. Bueno, pues entonces Grom. El también tiene diez. Si te tomáramos a ti, y a Grom, y a tantos hombres como dedos tienes tú en las manos, eso es, diez por diez, serían cien. Y mil son diez veces cien.

—Muchos dedos. No sé contar.

—No importa. De todos modos, cuando las galerías del Gran Gusano hubieron aparecido en la Tierra, terminó su primera labor. Y entonces dijo: mirad, he abierto mil veces mil galerías en la dura piedra, y la Tierra se ha hecho migajas. Y las migajas han pasado por dentro de mi cuerpo, y se han impregnado del jugo de mi vida y ellas mismas han cobrado vida. Antes, el mundo entero era piedra, pero ahora ha aparecido espacio vacío. Ahora existe un lugar para los hijos que voy a alumbrar. Y de su vientre surgieron las primeras criaturas, de cuyo nombre no se acuerda nadie ya. Eran grandes y fuertes, y se parecían al Gran Gusano. Y el Gran Gusano las amó. Pero no tenían nada para beber, porque no había agua en el mundo, y murieron de sed. Y entonces el Gran Gusano se afligió. Hasta entonces no había conocido la tristeza, porque no había habido nadie a quien pudiera amar, y tampoco había sentido todavía la soledad. Pero, al crear nueva vida, había aprendido a amarla, y le resultaba difícil separarse de ella. Y así lloró el Gran Gusano, y sus lágrimas llenaron la tierra. Así apareció el agua.

Y dijo: ahora hay lugar para vivir, y agua para beber. Y la tierra, anegada con el jugo de mi cuerpo, vive, y engendrará setas. Ahora alumbraré a mis hijos. Vivirán en las galerías que he abierto, y beberán mis lágrimas, y comerán las setas que han crecido gracias al jugo que se encuentra en mi seno. Pero tuvo miedo de volver a engendrar criaturas gigantescas semejantes a él, porque no habría lugar, ni agua, ni setas suficientes para ellas.

Y así, creó primero a las moscas, luego a las ratas, luego a los gatos, luego a las gallinas, luego a los perros, luego a los cerdos, y finalmente a los hombres. Pero no le salieron como él había previsto: las moscas bebían sangre, los gatos se comían a las ratas, los perros destripaban a los gatos, y el hombre los mataba a todos ellos y se los comía. Y, cuando el hombre mató por primera vez a otro hombre y lo devoró, el Gran Gusano comprendió que sus hijos no eran dignos de él, y lloró. Y cada vez que un hombre devora a otro hombre el Gran Gusano llora, y sus lágrimas se derraman por los pasillos y los inundan.

—Hombre bueno. Carne sabe bien. Dulce. Pero sólo podemos comer enemigos. Yo lo sé.

Artyom logró cerrar el puño, y luego volvió a abrirlo. Tenía las manos sujetas a la espalda con alambre, y muy hinchadas, pero, por lo menos, le obedecían de nuevo. También era una buena señal que el cuerpo entero le doliera. El entumecimiento provocado por el dardo venenoso era, obviamente, tan sólo provisional. En su cabeza daba vueltas la absurda idea de que él, al contrario del desconocido narrador, no tenía ni idea de cómo habían podido llegar las gallinas hasta la red de metro. Lo más probable era que algunos comerciantes las hubieran traído desde un mercado. Sabía muy bien que los cerdos procedían de la VDNKh, pero las gallinas…

Trató de mirar en derredor, pero no encontró nada más que absolutas, negrísimas tinieblas. Sin embargo, había alguien, no muy lejos de él. Hacía una media hora que Artyom estaba consciente y, conteniendo el aliento, escuchaba la extraña lección. Poco a poco empezó a entender dónde se encontraba.

—Se mueve, yo oigo —bramó la voz ronca—. Trae jefe. Jefe hace interrogatorio.

Alguna criatura se alejó arrastrando los pies hasta que se dejó de oír. Artyom trató de mover las piernas. También las tenía sujetas con alambre. Entonces quiso ponerse del otro lado, pero chocó con una cosa blanda. Oyó un gemido largo, preñado de dolor.

—Antón, ¿eres tú? —susurró Artyom.

No recibió respuesta.

—Ajá… los enemigos del Gran Gusano han despertado… —dijo una voz burlona desde la penumbra—. Ahora desearéis no haber despertado.

Se trataba de la misma voz quebrada e inteligente que durante la última media hora había hablado sobre el Gran Gusano y la creación de la vida. Su propietario se distinguía claramente de los otros habitantes de la estación: en vez de frases primitivas y entrecortadas construía oraciones correctas, a veces algo tortuosas, y su voz parecía la de un hombre ordinario, no como las de los demás.

—¿Quién es usted? ¡Suéltenos! —le gritó Artyom. Tenía que esforzarse para mover la lengua.

—Sí, claro —le respondió la voz en tono de indiferencia—. Eso es lo que dicen todos. Pero, por desgracia, vuestro viaje termina aquí. Os van a torturar, y luego os asarán. ¿Cómo evitarlo? Son bárbaros.

—¿Usted también está preso?

—Todos nosotros lo estamos. Y a vosotros os van a liberar hoy mismo. —El invisible rió para sus adentros.

Antón gimió una vez más, empezó a moverse sobre el suelo, masculló algo, pero no recobró la consciencia.

—¿Por qué estamos a oscuras? ¡Como los hombres de las cavernas! —dijo la voz.

Se oyó un mechero, y una pequeña llama iluminó el rostro del que hablaba: una larga barba gris, cabellos sucios y desordenados, ojos grises y burlones rodeados de arrugas. Aquel hombre debía de tener, por lo menos, sesenta años. Estaba sentado sobre una silla, al otro lado de una reja de hierro que dividía la habitación en dos mitades. En la VDNKh había una habitación similar que hacía las veces de cárcel. La llamaban «la jaula de los monos», aunque Artyom no había visto más monos que los que aparecían en los libros de biología y en los cuentos infantiles.

—No logro acostumbrarme a esta oscuridad del demonio —se quejaba el anciano, y se cubrió los ojos—. Por eso siempre tengo que utilizar esta porquería… bueno, ¿por qué habéis venido hasta aquí? ¿Es que no teníais sitio al otro lado?

—Escuche —le dijo Artyom—, usted está libre… déjenos salir. ¡Antes de que regresen esos antropófagos! Usted es un hombre normal.

—Por supuesto, podría hacerlo —le replicó el hombre—. Y, por supuesto, no lo voy a hacer. No cerramos tratos con los enemigos del Gran Gusano.

—¿Pero qué es eso del Gran Gusano? ¿De qué me está hablando? Es la primera vez que oigo hablar de él… ¿cómo voy a ser yo enemigo suyo?

—No tiene ninguna importancia que hayáis oído hablar de él o no. Venís del otro lado, de allí, donde viven sus enemigos. Eso significa que solo podéis ser espías. —La entonación burlona del viejo se transformó en acerada dureza—. ¡Tenéis armas de fuego y linternas! ¡Diabólicos artilugios mecánicos! ¡Máquinas de matar! ¿Qué otra prueba necesitamos para saber que recorréis el falso camino, que sois enemigos de la vida, enemigos del Gran Gusano? —Se levantó de un salto y se acercó a la reja—. ¡Vosotros, y los que son como vosotros, tenéis la culpa de todo!

Apagó el mechero, que se había calentado demasiado, y en la oscuridad se oyó cómo se soplaba los dedos.

Entonces se oyeron otras voces, unas voces sibilantes, que infundían temor. Artyom se temió lo peor. Se acordó de Tretyan, víctima de un dardo envenenado.

—Por favor —suplicó encarecidamente—. ¡Antes de que sea demasiado tarde! ¿Qué gana usted con esto?

El viejo no respondió.

Al cabo de un minuto, la habitación se llenó de ruidos: pies desnudos que se movían a tientas sobre el hormigón, una respiración enronquecida, otro que aspiraba ruidosamente por la nariz. Aunque no viera nada, Artyom intuyó que eran muchos, y que les estaban mirando con mucha atención, les observaban, les husmeaban, les escuchaban.

—Hombres del fuego —siseó una de ellos—. Olor a pólvora, olor a miedo. Huele como estación del otro lado. Dos foráneos. Uno, dos enemigos.

—Tiene que hacerlo Vartan —ordenó otra voz.

—Haz fuego —pidió alguien.

El mechero se encendió de nuevo.

Tres bárbaros de cráneo rapado se encontraban en la habitación, junto al viejo en cuya mano brillaba el mechero. Se protegían los ojos con las manos. Artyom reconoció a uno de ellos, el hombre fornido con barba. El segundo también le resultaba curiosamente familiar. Este miró directamente a los ojos a Artyom, dio un paso adelante y se detuvo muy cerca de la reja. Su olor era distinto del de los demás: le envolvía un hedor de podredumbre apenas perceptible. Sus ojos capturaron a Artyom: cual dos furiosos torbellinos hicieron que el mundo entero diera vueltas, lo hipnotizaron. Artyom se estremeció. Por fin sabía dónde había visto aquel rostro. Era el de la criatura que le había atacado aquella noche en la Kievskaya.

Una vez más se sintió como extrañamente lisiado, pero en esta ocasión no fue su cuerpo, sino su entendimiento el que se vio indefenso. Sus pensamientos dejaron de fluir, y se quedó paralizado. Le había entregado de buen grado el acceso a su conciencia a aquella criatura, que sólo en apariencia parecía un ser humano, y que le había atrapado con su mirada.

—Por la compuerta… —respondió el obediente Artyom a las preguntas que surgían dentro de su cabeza—. La compuerta estaba abierta… queríamos rescatar al niño. Al hijo de Antón. Lo habían raptado de noche. Yo tengo la culpa de todo, yo le permití escuchar vuestra música por la tubería… trepé hasta aquí desde una dresina… no se lo hemos contado a nadie más… éramos dos… no las hemos cerrado…

Habría sido totalmente imposible resistirse, u ocultarle algo a la muda voz que le exigía información. Al cabo de un minuto, la criatura se había enterado ya de todo lo que le interesaba. Asintió con la cabeza y dio un paso hacia atrás. El mechero se apagó. Igual que sus manos hinchadas se desentumecían, Artyom tuvo también la sensación de estar recobrando gradualmente el control sobre sí mismo.

—Vovan, Kulak, volver al túnel. Cerrar la puerta —ordenó una de las voces, presumiblemente la del barbudo comandante—. Los enemigos se quedan aquí. Dron vigílalos. Mañana celebración, hombres comerán enemigos, rezarán al Gran Gusano.

—¿Qué le habéis hecho a Oleg? ¿Cómo está el niño? —les gritó Artyom a sus espaldas.

Se oyó un fuerte estruendo. La puerta se había cerrado.