Una hoja de papel arrancada de un cuaderno escolar, doblada dos veces, y un trozo de cartón sobre el que había varios túneles dibujados a lápiz. De camino hacia la Smolenskaya, Artyom no había pensado ni un momento en abrir la bolsita de Danila. En ella se encontraba la solución de un problema que parecía irresoluble. La manera de apartar la espada de Damocles, la incomprensible e inexorable amenaza que pesaba sobre la VDNKh y sobre la red de metro entera.

En medio de la hoja donde se encontraban las explicaciones había una mancha de color negruzco: la sangre del brahmán. Artyom tuvo que humedecerla para poder desplegarla sin echar a perder las minúsculas letras.

«Parte n°… túnel… D-6… instalaciones intactas… hasta 400.000 metros cuadrados… Smertsch… averiadas… imprevistos…»

De pura agitación que sufría el muchacho, las palabras bailaban bajo su mirada. No entendió nada en absoluto. Al fin renunció a leerlas desde el principio hasta el final, y le entregó la carta a Melnik.

Este sostuvo el papel con gran cuidado, y sus ojos recorrieron las letras. Durante un rato no dijo nada, pero luego enarcó las cejas con incredulidad.

—Esto es imposible —susurró—. ¡Pura mentira! Es imposible que les pasara por alto… —Le dio la vuelta a la hoja y la examinó por el otro lado—. Se lo han guardado para ellos… y no les han dicho ni una palabra a los militares. No me extraña. Si llegan a hacerlo, los otros habrían empezado con sus historias de siempre. ¿Pero es posible que les haya pasado por alto? Averiadas… bueno, sería posible… ¡Eso significa que se lo han creído!

Artyom había estado esperando una explicación, y al fin preguntó:

—¿Eso nos puede ayudar en algo?

El Stalker asintió.

—Si lo que dice aquí es cierto, nos queda por lo menos una oportunidad.

—¿De qué se trata? No entiendo…

Melnik no le respondió. Volvió a leer la carta desde el principio hasta el final, se tomó unos segundos para reflexionar, y, al fin, le contó lo que se decía allí.

—Yo ya había oído hablar de esto. Una entre cientos de leyendas que circulan por el Metro. Igual que corren historias sobre la Universidad, el Kremlin, la Polis… uno ya no sabe cuáles son ciertas, y cuáles se inventaron junto a una hoguera de acampada en la Ploshchad Ilicha. Lo mismo ocurre con esta historia… en cualquier caso, se ha dicho siempre que en alguna parte de Moscú —o en sus cercanías— se encuentra una base de misiles en buen estado. Desde luego que parece imposible. Los objetivos militares son siempre la primera víctima de los ataques. Pero, al parecer, no lograron destruir esa base, no la descubrieron, o simplemente se les pasó por alto. Sea como fuere, está intacta. Sin duda, alguien fue a parar allí y la vio. Según se rumorea, los módulos de lanzamiento se encuentran todavía en ese lugar, enteros, en grandes salas, totalmente nuevos y empaquetados. Dentro de la red de metro sería imposible utilizarlos, por supuesto. En estas profundidades sería imposible emplearlos contra los enemigos.

Artyom miró al Stalker, atónito, y dejó que las piernas le colgaran fuera de la camilla.

—¿Y qué tienen que ver los misiles con nuestro problema?

—Los Negros están atacando la VDNKh desde el Jardín Botánico. Hunter se imaginaba que entraban en el Metro desde allí. Así pues, podemos imaginar que es allí donde viven. Sólo existen dos posibilidades: o bien todos ellos proceden de un lugar que no se encuentra muy lejos de la boca de metro —como si dijéramos su avispero—, o bien ese avispero no existe, y los Negros proceden de una zona más alejada. Pero entonces ¿cómo es posible que nadie los haya visto hasta ahora? No sería lógico. A menos que… quizá sólo sea una cuestión de tiempo el que los vean en otro lugar. En cualquier caso, la situación es ésta: si vienen desde fuera de la ciudad, no podemos hacer nada contra ellos. Aun cuando cegáramos el túnel de la VDNKh, o incluso el de la Prospekt Mira, encontrarían tarde o temprano un nuevo acceso. Entonces, no nos quedaría otra opción que atrincherarnos en la red de metro y despedirnos de todo. Tendríamos que abandonar toda esperanza de volver a la superficie, y nos quedaríamos para siempre con nuestros cerdos y nuestras setas. Te lo digo como Stalker: no sobreviviríamos mucho tiempo. Pero si se crían en una especie de gigantesco nido, y éste se encuentra cerca del lugar por donde salió Hunter…

Artyom creyó entenderlo…

—¿Emplearíamos misiles?

—«Doce ojivas con bombas de racimo, con cargas explosivas y de fragmentación, con un radio de acción de 400.000 metros cuadrados» —leyó Melnik, y se volvió hacia Artyom—. Unos pocos misiles como ésos serían suficientes, y el Jardín Botánico, o cualquier otro lugar donde vivan, quedaría reducido a cenizas.

—Pero usted mismo ha dicho que se trata de leyendas.

El Stalker agitó la hoja de papel.

—Los Brahmanes dicen lo contrario. Aquí se explica cómo llegar hasta la base. Pero dice que una parte de las instalaciones están averiadas.

—¿Y cómo se puede llegar hasta allí?

—D-6. Aquí se habla del D-6. El Metro-2. Describe la posición de una de sus entradas y afirma que el túnel que se encuentra allí conduce, entre otros lugares, hasta esa base. De todos modos, también está escrito que cuando uno intenta acceder al Metro-2 puede encontrarse con obstáculos imprevistos.

Artyom recordó una conversación que había tenido hacía mucho tiempo: a él, por lo menos, le parecía que era mucho.

—¿Los Observadores Invisibles?

Melnik arrugó la frente.

—Todo eso que se cuenta sobre los Observadores no son más que patrañas.

—Pero la base de misiles también era una leyenda.

—Lo será, hasta que consiga verla.

—¿Y dónde se encuentra la entrada del Metro-2?

—Aquí lo dice: en la Mayakovskaya. Qué curioso. Aunque he ido muchas veces a esa estación, nunca había oído hablar de nada semejante.

—¿Y qué haremos ahora?

—Tú comerás y descansarás, y yo, mientras tanto, voy a pensar. Mañana hablaremos de nuevo. Ahora, relájate.

Cuando Melnik le habló de comida, Artyom se dio cuenta de cuán grande era su hambre. Se puso en pie sobre las frías baldosas y trató de ponerse las botas, pero el Stalker le contuvo con un gesto.

—Deja aquí las botas y el resto de la ropa. Mételo todo en esta caja. Van a limpiar y descontaminar tus cosas. También querrán examinar la mochila. Allí, sobre la silla, tienes unos pantalones y una chaqueta. Puedes llevarlos mientras tanto.

La Smolenskaya tenía el techo bajo, los accesos de los andenes estrechos y abovedados, y paredes robustas, cubiertas por un revestimiento de mármol que había sido blanco. El conjunto transmitía una sensación opresiva. Incluso las falsas columnas de estilo clasicista que flanqueaban los arcos, y las molduras que se habían conservado cerca del techo reforzaban esa imagen. La estación se le aparecía a Artyom como una ciudadela asediada durante mucho tiempo, y la espartana decoración con la que sus defensores la habían adornado profusamente le daba un aire todavía más tétrico. La doble pared de granito con enormes puertas de acero a ambos lados de la puerta hermética de la entrada, las sólidas fortificaciones frente a los accesos de los túneles… todo aquello dejaba muy claro que los habitantes de la estación tenían sobrados motivos para velar por su seguridad. Apenas si había mujeres, y los hombres que Artyom llegó a ver estaban todos armados. Cuando le preguntó por ello a Melnik, éste movió la cabeza con un gesto vago y le dijo que allí no había nada que le pareciera extraño.

Pero Artyom no conseguía librarse de aquella extraña tensión. Parecía que allí todo el mundo estuviera esperando algo, y esa sensación se le contagiaba.

Las tiendas se encontraban dispuestas en hilera en el centro de la sala, y los arcos quedaban libres, como para no tenerlos bloqueados en el caso de una rápida evacuación. Las viviendas se hallaban, sin excepción, en el paso que quedaba libre entre los accesos al andén, de tal manera que se podía mirar desde una vía a la otra. Y en el centro de ambos andenes, en el lugar por donde se bajaba a las vías, se encontraba una guardia permanente que no perdía de vista ninguno de los dos túneles. Esta impresión de conjunto se veía reforzada por el asombroso silencio que reinaba en la estación. Todo el mundo hablaba en voz baja, a veces en susurros, como si hubieran temido que sus voces no permitieran oír los sonidos que provenían del túnel.

Artyom trató de acordarse de todo lo que sabía sobre la Smolenskaya. ¿Acaso tenía vecinos peligrosos? Por un lado, las vías conducían a la floreciente y próspera Polis, el corazón del metro. En la dirección opuesta, se llegaba a la Kievskaya, de la que Artyom tan sólo sabía que estaba habitada por caucásicos como los que había visto en la Kitay-gorod, y en las celdas de la prisión fascista de la Pushkinskaya. Pero de hecho se trataba de personas normales, y no había motivo para temerles.

La cantina se hallaba en la tienda del centro. No cabía duda de que el mediodía había pasado ya, porque eran pocas las personas que se sentaban en torno a las toscas mesas montadas con piezas sueltas. Melnik le dijo a Artyom que le esperara junto a una de ellas, y regresó al cabo de unos minutos con una bandeja en la que humeaba una sopa gris nada apetitosa. Bajo la animosa mirada del Stalker, Artyom logró probar una cucharada, y no paró hasta que la bandeja estuvo vacía. Contra todo pronóstico, las especialidades locales le parecían deliciosas, aunque no habría sido capaz de distinguir sus ingredientes. Una cosa estaba clara: el cocinero no había escatimado carne.

Cuando hubo terminado de comer, Artyom dejó la servilleta y miró satisfecho en derredor. Desde hacía rato, había dos hombres en la mesa vecina que conversaban en voz baja. Aun cuando vistieran las típicas chaquetas acolchadas, Artyom se los imaginó en trajes aislantes, con ametralladoras portátiles sobre las espaldas.

Se fijó en la atenta mirada que uno de ellos le dirigía a Melnik, sin decirle ni una sola palabra. El mismo individuo observó brevemente también a Artyom, y luego, con absoluta tranquilidad, se volvió hacia su compañero de conversación.

Durante varios minutos, reinó el silencio. Artyom trató de empezar una conversación con Melnik, pero éste le respondía con monosílabos titubeantes.

Entonces el hombre de la chaqueta se levantó, se acercó a su mesa y se inclinó hacia el Stalker.

—¿Qué tenemos que hacer con la Kievskaya? Ya es hora de…

—Oye, Artyom, vete a descansar —dijo el Stalker—. La tercera tienda empezando desde aquí está reservada a los huéspedes. Te han preparado una cama. Yo mismo me he encargado de ello. Me voy a quedar aquí un rato. Tengo que hablar de algo.

Con la sensación ya familiar de que le obligaban a marcharse para que no oyese la conversación de los adultos, Artyom se puso en pie y caminó hacia la salida. Se consoló con la idea de que podría explorar la estación.

Y no tardó en descubrir una serie de detalles extraños. El orden que reinaba en la estación era perfecto. No se veían por ninguna parte los trastos que inevitablemente se amontonaban en las otras estaciones. De hecho, la Smolenskaya no daba la sensación de estar habitada. De alguna manera le recordaba a Artyom una ilustración de un libro de historia en el que estaba dibujado un campamento de legionarios romanos. Un espacio cuadrangular, simétrico, que se podía contemplar sin estorbo alguno desde todos los ángulos. Allí no había nada superfluo, tan sólo los omnipresentes puestos de guardia, así como las entradas y salidas fortificadas…

El paseo no duró mucho rato. Al cabo de pocos minutos advirtió las miradas de recelo de los habitantes de la estación. Por ello, regresó a la tienda de los huéspedes, donde tenía ya preparado un camastro. En un rincón había una bolsa de plástico, con una tarjeta en la que estaba escrito su nombre. Artyom bajó del chirriante camastro y abrió la bolsa. Eran los objetos personales que había llevado en la mochila. Estuvo un instante removiendo todo aquello, y sacó el libro infantil. ¿Habrían examinado su pequeño tesoro con el contador Geiger? Seguramente, el aparato había empezado a emitir nerviosas señales. Artyom prescindió de tales pensamientos. Pasó algunas páginas y contempló algunas de las ilustraciones descoloridas. Dudó en volver a mirar la foto.

La foto…

No importaba lo que ahora les ocurriera a él, a la VDNKh, a la totalidad del Metro. Tenía que regresar a su estación y encontrar a Sukhoy. Artyom apretó los labios contra la foto, volvió a dejarla donde estaba y metió el libro en la mochila. Por un momento tuvo la sensación de que por fin había algo que tenía sentido en su vida. Se durmió al instante.

Tan pronto como abrió los ojos, Artyom se puso en pie y salió de la tienda. Pero, en el primer momento, no comprendió dónde se hallaba. La estación tenía un aspecto totalmente distinto. Sólo quedaban unas diez tiendas en pie. Las demás habían sido destruidas, o estaban calcinadas. Las paredes estaban cubiertas de hollín y llenas de orificios de bala. El recubrimiento caía a grandes trozos desde el techo. Arroyuelos de color negro se desbordaban sobre los andenes, siniestros emisarios de la inminente inundación. No quedaba nadie en la sala, aparte de una muchachita que estaba sentada junto a una de las tiendas y trataba de recoger sus juguetes. Desde el otro extremo, donde una escalera subía hacia arriba, se oían gritos apagados, y en las paredes se reflejaba el fulgor de un incendio. Solamente un par de lámparas de emergencia impedían que la estación se sumiera en la más absoluta oscuridad.

El fusil que Artyom había dejado en la cabecera de la tumbona había desaparecido. Lo buscó por la tienda entera. Al fin llegó a la conclusión de que tendría que seguir adelante desarmado.

¿Qué había ocurrido? Artyom quiso preguntárselo a la pequeña, pero ella, al verle, se puso a llorar, desesperada. El muchacho no logró que le dijera nada.

Se alejó de la sollozante niñita y atravesó con muchas precauciones uno de los arcos por los que se accedía al andén. Una vez allí, se quedó como hechizado. En la pared recubierta de mármol había una inscripción en bronce: VDNKh. En el lugar donde habría tenido que encontrarse la D había una grieta abierta en la pared.

Miró lo que sucedía en el túnel. Podía ser que alguien hubiera invadido la estación. Antes de buscar ayuda, tenía que informarse de la situación, para poder explicarles a los confederados del sur cuál era el peligro que amenazaba.

Tan pronto como estuvo en el túnel, la oscuridad se volvió de pronto aún más opaca. Artyom se miraba los brazos, y no veía nada más allá del codo. De las profundidades del túnel le llegaban unos extraños sonidos, como si alguien hubiera estado comiendo ruidosamente. Era una locura meterse allí sin armas.

Entonces, por un breve espacio de tiempo, los ruidos cesaron, y Artyom oyó el sonido del agua sobre el suelo. Le bañaba las botas, y seguía más allá, hasta la VDNKh.

Las piernas le temblaron y dejaron de obedecerle. Dentro de su cabeza oyó una voz que le decía que no siguiera adelante, que el riesgo era demasiado elevado, y que en aquella oscuridad no lograría reconocer nada. Pero otra parte de su ser le empujaba, contra toda lógica, a adentrarse en la oscuridad. Mecánicamente, dio otro paso adelante.

La oscuridad que le envolvía era absoluta, no veía nada, y tenía la extraña sensación de que su cuerpo se había desvanecido. Sólo le quedaba la capacidad de oír, y todos sus pensamientos se orientaban de acuerdo con eso. Durante un rato, siguió caminando, pero no parecía que lograra acercarse a los sonidos que se oían más allá. En cambio, oía otros: pisadas torpes, las mismas que había conocido en unas tinieblas semejantes a aquellas. Por mucho que se empeñara en ello, Artyom no logró acordarse de dónde las había oído, ni de en qué circunstancias. Y, cuanto más se acercaban hacia él las pisadas desde las profundidades del túnel, mayor era la sensación de que un frío horror se adueñaba de su corazón. Al fin, no pudo soportarlo más, se volvió y se echó a correr a toda velocidad hacia la estación. Pero estaba oscuro, tropezó sobre una traviesa y cayó al suelo. Mientras se desplomaba, pensó: «por fin había llegado la inevitable muerte…»

Despertó bañado en sudor. Tardó unos instantes en comprender que se había caído del camastro. La cabeza le pesaba de una manera inusitada, y un dolor sordo le palpitaba en las sienes. Aguardó unos minutos, tendido en el suelo, hasta que por fin volvió completamente en sí y se sintió capaz de incorporarse.

Apenas se le hubo aclarado la cabeza, desaparecieron las imágenes de su pesadilla, y ya no pudo reconstruir ni siquiera una imagen difusa de lo que había visto. Apartó las alas de la entrada y salió afuera. Salvo algunos centinelas, no vio a nadie. Era de noche. Respiró varias veces aquel aire húmedo y se dispuso a volver a la tienda, se tendió una vez más sobre el camastro y se durmió profundamente, pero esta vez sin soñar.

Melnik lo despertó. El Stalker vestía una chaqueta oscura, acolchada, de cuello alto, y pantalones militares, y parecía que quisiera abandonar la estación cuanto antes. Se cubría la cabeza con la misma gorra negra de piloto.

Al lado del camastro había dos grandes bolsas que Artyom creía recordar de alguna otra ocasión. Melnik empujó una de las dos hacia él, con el pie, y le dijo:

—Aquí dentro encontrarás zapatos, ropa, una mochila y un arma. Cámbiate. El traje aislante puedes llevarlo en la bolsa. No lo necesitaremos hasta más tarde. Saldremos dentro de media hora.

Artyom parpadeaba, medio dormido, y trataba de reprimir un bostezo.

—¿Adónde vamos?

—A la Kievskaya. Si allí todo está bien, seguiremos por la Línea de Circunvalación hasta la Belorusskaya, y desde allí hasta la Mayakovskaya. Y entonces veremos cómo seguimos. Recoge todas tus cosas.

El Stalker se sentó en un taburete que estaba en un rincón, sacó de una de las bolsas un trozo de papel de periódico y lió un cigarrillo. Bajo la atenta mirada de Melnik, las cosas se le caían de las manos a Artyom. Tardó el doble de lo normal en prepararse.

Veinte minutos después, lo había conseguido. Melnik, sin decir palabra, se levantó, agarró su bolsa y salió afuera. Artyom se dio un último repaso y luego le siguió.

Bajaron del andén por una escalerilla de madera. Melnik le hizo señas a uno de los centinelas y entraron en el túnel. Solo entonces, Artyom se dio cuenta de que las entradas estaban dispuestas de manera distinta a la de las otras estaciones. La mitad del túnel quedaba cerrada por un puesto militar fortificado con bloques de granito, en el que se distinguían angostas aspilleras. En el espacio que quedaba libre había una reja de acero, a cargo de dos centinelas. Melnik intercambió un par de palabras con ellos. Entonces, uno de los dos guardias abrió el candado y les dejó vía libre.

A lo largo de la pared interior del Metro había un cable sujeto con cinta aislante de color negro. Cada diez o quince metros colgaba de él una bombilla de escasa potencia. Aquella pobre iluminación le pareció un lujo a Artyom. Al cabo de unos trescientos metros, el cable se acababa, y precisamente allí había un nuevo puesto de guardia. Los centinelas de la Smolenskaya no llevaban ningún uniforme, pero tenían un aspecto más amenazador que el de los militares de la Polis. Uno de ellos, claramente, conocía a Melnik, porque asintió con la cabeza sin decir nada y les dejó pasar. Al abandonar el trecho iluminado, el Stalker sacó una linterna y la encendió.

Habían recorrido ya unos centenares de metros cuando de repente oyeron voces, y divisaron en la lejanía el fulgor de unas linternas. Con un movimiento casi imperceptible, Melnik dejó que el Kalashnikov resbalara de su hombro y lo agarró con la mano. Artyom siguió su ejemplo.

Se trataba, sin duda alguna, del último puesto de guardia de la Smolenskaya. Dos hombres robustos, armados, envueltos en chaquetas gruesas con cuellos de piel sintética, y gorras de lana, discutían con tres comerciantes. Los dos vigilantes llevaban aparatos de visión nocturna colgando del cuello. Aun cuando dos de los mercaderes estuvieran también armados, Artyom los reconoció enseguida como tales: los fardos de ropa vieja, el plano del Metro en la mano, la mirada especialmente astuta. Conocía bien todos esos rasgos. Normalmente, ninguna de las estaciones —salvo, en ocasiones, las que pertenecían a la Hansa— negaba la entrada a los comerciantes. Pero parecía que aquellos no eran bienvenidos en la Smolenskaya.

—Sólo queremos que entiendas una cosa —le decía a un centinela uno de los mercaderes, un hombre alto, bigotudo, vestido con chaqueta corta—. La Smolenskaya no nos interesa para nada. Solo queremos pasar al otro lado.

—Todo lo que llevamos es ropa vieja —insistía uno de sus colegas, un muchacho fuerte, de pelo cerdoso que le cubría hasta los ojos—. Ustedes mismos pueden comprobarlo. Queremos venderla en la Polis.

Entonces intervino el tercero:

—No buscamos pelea. Todo lo contrario. Mira, estos pantalones vaqueros están como nuevos, son de tu talla. De primera calidad. Si te interesan, son tuyos.

El centinela negó con la cabeza, sin decir nada, y le cerró el paso. Sin embargo, uno de los comerciantes pareció entender que su silencio equivalía a un asentimiento y dio un paso hacia él. En el mismo instante, los dos guardias quitaron el seguro de sus respectivas armas. Melnik y Artyom debían de encontrarse cinco pasos más atrás, y, aunque el arma del Stalker apuntara al suelo, Artyom percibió su tensión.

—¡Quietos! —dijo uno de los guardias—. Tenéis cinco segundos para largaros. Esta estación se encuentra en alerta máxima. Aquí no entra nadie. Cinco… cuatro…

—¿Y qué es lo que pretendéis? ¿Que volvamos sobre nuestros pasos y tengamos que atravesar la Línea de Circunvalación? —gritó el comerciante, encolerizado. El otro negó con la cabeza, abatido, y se llevó a su colega. Los tres recogieron sus fardos y regresaron por donde habían venido.

Melnik aguardó un minuto, y luego le hizo una señal a Artyom. Entonces, siguieron los pasos de los mercaderes por el camino de la Kievskaya. Cuando pasaron por el lado de los centinelas, uno de estos le asintió en silencio a Melnik y puso dos dedos sobre la sien.

—¿En alerta máxima? —preguntó Artyom, una vez los guardias hubieron quedado atrás—. ¿Cómo es eso?

—Vuelve atrás y pregúntales —le respondió secamente el Stalker. Artyom no se atrevió a insistirle.

Por mucho que Artyom y Melnik se esforzaran por mantenerse a distancia de los mercaderes, las voces de estos se oían cada vez más cerca. Pero entonces callaron de pronto. Artyom y Melnik habrían dado una veintena de pasos más cuando una linterna les apuntó a los ojos.

—¿Quién anda ahí? ¿Qué queréis? —les gritó una voz nerviosa.

—Nada malo —dijo el Stalker en voz baja, pero claramente audible—. Dejadnos pasar. No os haremos nada. Nos dirigimos a la Kievskaya.

Los mercaderes deliberaron, y luego se oyó una voz en la oscuridad:

—Está bien, pero vosotros iréis los primeros. No queremos teneros a la espalda.

Melnik se encogió de hombros y siguió adelante. Al cabo de unos treinta metros encontraron por fin a los mercaderes. Éstos habían tenido la cortesía de aguardarles con las armas vueltas hacia el suelo, y, al ver a Artyom y a Melnik, se apartaron a un lado y los dejaron pasar. El Stalker no se detuvo, como si no hubiera ocurrido nada, pero Artyom se dio cuenta de un cambio en su actitud: caminaba sin decir nada, para poder oír bien todo lo que ocurriera a sus espaldas. Aunque los comerciantes les siguieran de cerca, Melnik no se volvió ni una sola vez.

—¡Eh! —les gritó desde atrás una voz algo tensa—. ¡Esperad un momento!

El Stalker se detuvo. Artyom no comprendió por qué se plegaba con tanta docilidad a las exigencias de unos buhoneros como aquellos.

El más alto se les acercó.

—¿Todo este teatro es por culpa de la Kievskaya, o porque hacen servicios de vigilancia para la Polis?

—Por la Kievskaya, desde luego —le replicó Melnik, y Artyom sintió el aguijón de los celos. El Stalker no había querido explicarle nada a él.

—Bueno, es comprensible —murmuró el alto. No quedaba claro si estaría hablando consigo mismo o con el Stalker—. Esto se está volviendo insoportable. Pero de todas maneras vuestros magníficos centinelas lo van a tener muy crudo. El día que la Hansa cierre, van a venir todos en masa hacia vosotros. Eso está claro, ¿quién va a querer vivir en una estación así? Antes que eso, mejor que te peguen un tiro…

—Tú mismo lo has demostrado hace un momento, ¿eh? —le comentó su colega desde atrás—. ¡Estás hecho todo un héroe!

—Bueno, en ese momento aún no era necesario —le replicó el alto.

—Pero ¿qué es lo que ocurre ahí? —exclamó Artyom.

Los dos mercaderes le miraron como diciéndole que un niño pequeño habría sabido contestar a una pregunta tan imbécil. Melnik callaba. Los comerciantes tampoco le dijeron nada, y así, durante un rato, permanecieron en silencio. Entonces, cuando Artyom estaba ya a punto de enterrar cualquier esperanza de recibir una respuesta, el alto le dijo de mala gana:

—Porque un poco más allá está la Park Pobedy.[61]

El nombre de esa estación provocó un visible estremecimiento en sus dos compañeros. Parecía que una súbita ráfaga de viento hubiera soplado en el aire húmedo, y Artyom tuvo una sensación como si las paredes del túnel se juntaran. El propio Melnik movía los hombros, como para darse calor. Pero Artyom no había oído nunca nada malo sobre la estación de Park Pobedy —el Parque de la Victoria—. No recordaba que le hubieran contado ni una sola historia sobre ella.

Melnik preguntó con voz preocupada:

—¿La situación ha empeorado?

—¿Y nosotros cómo vamos a saberlo? —murmuró el alto—. Sólo vamos allí de vez en cuando. Quedarse más tiempo sería, usted ya lo entiende…

El comerciante robusto añadió:

—La gente desaparece. Muchos tienen miedo y huyen. Y los demás están cada vez más aterrorizados.

El alto escupió en el suelo.

—Sus túneles están malditos.

—Esos túneles están cegados —le objetó Melnik, casi en tono de interrogación.

—De eso hace cien años. ¿Y de qué les ha servido? Ya tendrías que saberlo. Todo el mundo sabe que el horror proviene del túnel, aunque lo hayan hecho estallar en tres ocasiones y hayan montado barricadas. Te darás cuenta tan pronto como metas la nariz allí. —El alto señaló a su barbudo acompañante—. Si hasta Sergeyich se asustó.

—Es verdad —confirmó este, y se santiguó.

—¿Pero los túneles tienen vigilancia? —insistió Melnik.

—Todos los días.

—¿Y nunca han capturado a nadie? ¿Ni han visto a nadie?

—¿Y nosotros cómo vamos a saberlo? Yo, en cualquier caso, no he oído nada de eso. No parece que haya nada que capturar.

—¿Y qué cuenta la gente de allí?

Sergeyich miró en derredor y murmuró:

—La Ciudad de los Muertos…

Y se santiguó una vez más.

Artyom habría tenido una buena oportunidad para divertirse con las muchas historias, cuentos y leyendas sobre el hogar de los muertos que circulaban por el Metro. Unos pensaban que las almas vivían en los tubos, otros querían cavar hasta las puertas del infierno, y luego resultaba que había una Ciudad de los Muertos junto a la Park Pobedy. Pero una espectral corriente de aire ahogó la sonrisa en la garganta del muchacho, y, a pesar de las gruesas prendas que vestía, le hizo sentir frío. Lo peor de todo era que Melnik no dijese nada más. Artyom albergaba la secreta esperanza de que el Stalker le indicaría por señas que no les hiciera caso, y le daría a entender que aquella historia era absurda.

Recorrieron el resto del camino en silencio, cada uno de ellos inmerso en sus propios pensamientos. El túnel que llegaba a la Kievskaya se veía tranquilo, vacío, seco y limpio. Pero a cada paso se reforzaba un siniestro presentimiento: les aguardaba algún horror.

Lo sintieron con toda su fuerza al llegar a la estación, como si aguas subterráneas se hubieran precipitado sobre ellos desde lo alto, imparables, turbias y gélidas. Allí sólo reinaba la angustia. Se veía a la primera mirada. ¿De verdad habían llegado a «Kievskaya la Soleada», en palabras del caucásico que había compartido celda con Artyom? ¿O quizá se había referido a la estación de idéntico nombre que se encontraba en la línea vecina, la Filyovskaya?

La Kievskaya no parecía una estación venida a menos, ni mucho menos abandonada. Se habría podido pensar que un buen número de personas vivía en ella. Pero todo parecía indicar que sus moradores no controlaban el territorio. Sus viviendas estaban apretujadas unas con otras. Todas las tiendas se encontraban junto a la pared, a medio camino de la sala. No había nadie que respetara la distancia mínima. Era obvio que sus habitantes tenían preocupaciones mucho mayores que el peligro de incendio. Cuando Artyom miraba a los transeúntes, estos giraban el rostro, temerosos. Se apartaban del forastero y se escondían en algún rincón como cucarachas.

El vestíbulo central de la estación quedaba empequeñecido entre dos hileras de arcos de poca altura. Al final de todo, unas escaleras mecánicas llevaban hacia abajo, y, en cierto lugar, había también una escalera por la que se subía al pasillo que llevaba hasta la otra Kievskaya. Aquí y allá, Artyom veía carbones encendidos, y el fuerte olor de la carne guisada impregnaba la atmósfera. En algún lugar lloraba un niño. Aun cuando la Kievskaya pudiera hallarse en el vestíbulo de una ficticia Ciudad de los Muertos, estaba bien viva.

Los mercaderes se despidieron enseguida y desaparecieron por el pasillo que conducía a la otra línea. Melnik miró en torno a sí, y luego anduvo con resolución hacia otro de los corredores. Artyom vio que conocía bien la estación. ¿Por qué, si no, les había hecho preguntas tan precisas a los mercaderes? ¿Acaso había albergado la esperanza de que las historias de estos le dieran alguna pista efectiva sobre la situación en la que se encontraba aquel lugar? ¿O tal vez habían sido preguntas capciosas para descubrir a posibles espías?

Poco después, se detenían a la entrada de las instalaciones de mantenimiento. La puerta había sido arrancada del quicio, pero un guardia vigilaba el acceso. Artyom se figuró que allí residía el gobierno de la estación.

Un hombre mayor, con la cara afeitada y muy bien peinado, salió al encuentro de Melnik. Vestía el antiguo uniforme azul de los empleados del Metro, raído y descolorido, pero sorprendentemente limpio. Artyom también notó que se hallaba en muy buena forma. Saludó a Melnik, pero no con la seriedad de los centinelas apostados en el túnel, sino con una sonrisa irónica.

—Buenos días, mi señor comandante —dijo con una agradable voz profunda. El Stalker le saludó también, con una sonrisa en los labios.

Diez minutos después estaban sentados en una cálida habitación, y bebían —cómo no— té de setas. En esta ocasión no hicieron salir a Artyom, y así, por primera vez, el muchacho asistió a una discusión de alto nivel. Por desgracia, no entendió prácticamente nada de la conversación con el director de la estación, a quien Melnik llamaba Arkady Semyonovich. En primer lugar, Melnik preguntó por un tal Tretyak, y luego inquirió si se había observado algo nuevo en los túneles. El director le respondió que Tretyak se había marchado por asuntos propios, pero que no tardaría en regresar. Propuso que lo esperaran. Luego, ambos se pusieron a hablar en detalle sobre unos determinados acuerdos, y Artyom perdió el hilo de la conversación. Estaba allí sentado, se bebía a sorbos el té caliente —cuyo aroma a setas le traía recuerdos de su estación patria— y miraba en torno a sí. Visiblemente, la Kievskaya había conocido tiempos mejores: las paredes de la habitación estaban cubiertas de tapices devorados por las polillas. Sin embargo, el patrón del tejido aún era reconocible. Sobre éstos, en sus amplios bordes dorados, alguien había dibujado bocetos a lápiz de determinadas bifurcaciones de túneles. La mesa en torno a la que se sentaban era una antigualla. A saber cuántos Stalkers se habían necesitado para sacarla de un apartamento desierto y arrastrarla hasta allí, y cuánto debían de haber pagado por ella los señores de aquella estación. De una de las paredes colgaba un sable antiguo, cubierto de pátina negra, y, a su lado, había una pistola de tiempos prehistóricos. Sin duda, ya no habría sido posible emplearla como arma. Al fondo de la habitación, sobre una cómoda alta, brillaba una enorme calavera blanca. Artyom no tenía ni idea de cuál era la criatura a la que había pertenecido.

Arkady Semyonovich negaba con la cabeza.

—En estos túneles no hay nada. Absolutamente nada. Hemos puesto guardias para que la gente duerma tranquila. Pero tú mismo has estado allí, y sabes muy bien que ambos trechos, trescientos metros más allá, están cegados. Por allí no puede entrar nada. Todo eso es pura superstición.

Melnik arrugó la frente.

—Pero de todos modos se producen desapariciones.

—Es cierto. Pero no sabemos a dónde van a parar los desaparecidos. Pienso que se trata de personas que huyen porque tienen miedo. Las salidas que llevan a otras estaciones no están vigiladas —Arkady Semyonovich señaló la escalera con la mano—, y más allá empieza una ciudad entera. Tienen opciones de sobra: pueden marcharse de aquí por la Línea de Circunvalación, o por la Línea Filyovskaya. Se dice que la Hansa le ha abierto las puertas a la gente de nuestra estación.

—¿Y de qué tienen miedo?

—¿De qué, me preguntas? —Arkady Semyonovich abrió los brazos—. Pues de las desapariciones. Y así hemos caído en un círculo vicioso.

—Qué raro… te diré una cosa: mientras esperamos a Tretyak, iremos con los guardias. Solo eso, para conocerlos. Los habitantes de la Smolenskaya nos están cogiendo miedo.

El jefe asintió.

—Es comprensible. Antón vive en la tienda número tres. Está al mando del turno siguiente. Dile que vas de mi parte.

La tienda que tenía el número tres pintado era muy ruidosa. Dos niños de unos diez años jugaban por el suelo con cartuchos vacíos. A su lado se sentaba una niña pequeña, que miraba a sus hermanos con ojos grandes y llenos de curiosidad, pero no se atrevía a participar en el juego. Una mujer de mediana edad, de aspecto cuidado, con delantal, estaba cortando algo para comer. Reinaba una atmósfera confortable, y se sentía un olor agradable y hogareño.

La mujer les sonrió sin inmutarse, y dijo:

—Antón no está. Sentaos. Podéis esperarlo aquí.

Al principio, los niños contemplaron con desconfianza a los recién llegados, pero luego, uno de los dos se acercó a Artyom y lo observó con interés.

—¿Tienes cartuchos? —le preguntó.

—¡Oleg, deja ahora mismo de mendigar! —le dijo la mujer con voz severa, sin abandonar sus ocupaciones.

Para sorpresa de Artyom, Melnik metió la mano en el bolsillo de los pantalones, buscó por dentro y sacó unos cuantos cartuchos largos, que indudablemente no habría podido emplear en su Kalashnikov. Jugueteó con ellos como con un sonajero, y luego le entregó su tesoro al niño. Los ojos de este brillaron de entusiasmo, pero no se atrevió a tocarlos.

—¡Cógelos, no te preocupes! —El Stalker le guiñó un ojo al pequeño y le dejó los cartuchos sobre la mano tendida.

—¡He ganado yo! —dijo el pequeño sinvergüenza, con gran satisfacción— Mira lo grandes que son.

Artyom se fijó en lo que hacían. Los niños habían alineado los cartuchos en hileras iguales. Claramente, consideraban que ésos eran sus soldados. El joven recordó que él mismo había participado en juegos semejantes, pero con la suerte de haber podido tener verdaderos soldaditos de plomo.

Mientras la batalla se desarrollaba en el suelo, el padre de los críos entró en la tienda: un hombre delgado, de estatura mediana y cabello escaso, de color castaño claro. Al ver a los foráneos, asintió con la cabeza, sin decirles ni una palabra.

Al instante, el otro niño le tiró de los pantalones y le preguntó:

—Papá, papá, ¿nos has traído cartuchos? ¡Ahora Oleg tiene más, y encima los suyos son de los largos!

—Venimos de parte de los dirigentes de esta estación —le explicó Melnik—. Iremos al túnel con vuestro turno de guardia. Podéis considerarnos como un refuerzo.

—¿Y para qué queremos un refuerzo? —murmuró el hombre, pero sus facciones se suavizaron enseguida—. Me llamo Antón. Primero vamos a comer algo, y luego saldremos. —Señaló a los sacos llenos de arena que les servían como sillas—. Sentaos.

Aun cuando los huéspedes rehusaran educadamente su invitación, recibieron ambos una humeante bandeja con unos enigmáticos bulbos que Artyom no había visto nunca. Le preguntó con la mirada a Melnik, pero éste, sin más demoras, clavó el tenedor en uno de ellos, se lo metió en la boca y empezó a masticarlo. En su rostro, normalmente pétreo, se reflejaba en aquel momento cierto bienestar, y eso animó a Artyom. Los bulbos eran dulces y algo grasos. Al cabo de pocos minutos le pareció que tenía el estómago lleno. Artyom tuvo la intención de preguntar qué era lo que estaban comiendo, pero luego pensó que sería preferible no hacerlo. Sabían bien, y con eso le bastaba. Al fin y al cabo, existían lugares en el Metro donde los sesos de rata se consideraban un manjar exquisito.

El niño al que Melnik había regalado los cartuchos se había comido ya la mitad de su ración, y había dejado el resto amazacotado sobre la bandeja. Entonces le preguntó a su padre:

—Papá, ¿hoy puedo acompañarte a montar guardia?

—No, Oleg, ya sabes que no —le replicó Antón, y arrugó la frente.

La mujer tomó al niño por la mano.

—¡Oleshenka! ¡Qué cosas se te ocurren! ¡El servicio de guardia está prohibido a los niños pequeños!

—¡Pero mamá, es que yo ya no soy un niño! —Oleg trató de hablar con voz grave. Miró tímidamente a los huéspedes.

Pero su madre subió la voz a modo de advertencia.

—¡Déjalo estar de una vez! ¿Es que quieres volverme loca?

—Está bien… —murmuró el niño. Pero, tan pronto como la madre se hubo marchado al otro extremo de la tienda, el crío agarró a su padre por la manga y susurró con fuerza—: La última vez me llevaste contigo.

—¡No quiero oír ni una palabra más! —le respondió Antón.

—Pero es que… —Estas últimas palabras se transformaron en un murmullo y Artyom no entendió el final.

Al terminar de comer, Antón abrió una caja de hierro que estaba en el suelo, sacó un viejo AK-47 y le dijo a su mujer:

—El turno de hoy es breve. Volveré dentro de seis horas.

Melnik y Artyom se levantaron también. El pequeño Oleg miró con desesperación a su padre y empezó a mover los labios, nervioso, pero finalmente no se atrevió a decir nada.

Frente a las negras fauces del túnel se sentaban dos guardias, al borde del andén, con las piernas colgando, mientras que un tercero estaba de pie sobre las vías y clavaba los ojos en la oscuridad. Alguien había escrito con pintura sobre la pared: ¡BIENVENIDOS A LA CONFEDERACIÓN ARBAT! Pero las letras estaban medio borradas. Era evidente que nadie las había repasado durante mucho tiempo. Los centinelas charlaban entre susurros, e incluso hacían callar con un «¡pssst!» al que hablaba demasiado alto.

Aparte del Stalker y de Artyom, otros dos hombres de la estación acompañaban también a Antón. Los dos parecían malhumorados y poco habladores. Se saludaron, pero Artyom no llegó a entender cómo se llamaban.

Tras haber intercambiado algunas palabras con los centinelas, descendieron a las vías y avanzaron lentamente por el túnel. La bóveda de este no se distinguía en nada de las demás. El suelo y las paredes parecían inmunes al paso del tiempo. Pero, tan pronto como hubo dado los primeros pasos, Artyom experimentó aquella desagradable sensación de la que le habían hablado los mercaderes. Una angustia inexplicable y siniestra salió arrastrándose desde la oscuridad y fue hacia ellos. A lo largo de aquel trecho no se oía nada, tan sólo se distinguían algunas voces a lo lejos: allí se encontraba el segundo puesto de guardia.

Era el puesto de vigilancia más extraño que Artyom hubiera visto jamás. Algunos hombres se sentaban sobre sacos llenos de arena, en torno a una estufa de hierro sencilla, de construcción casera. Un poco más allá había un balde lleno de aceite combustible. El resplandor del fuego, que se colaba por las estrechas rendijas de la estufa, así como la trémula llama de una lámpara de aceite que colgaba de la bóveda, iluminaban el rostro de los guardias. El fulgor de la lámpara vacilaba en el aire exhausto del túnel. Por ello, las sombras de los hombres que estaban allí sentados sin hacer nada cobraban vida. Pero lo que más desconcertó a Artyom fue que los centinelas se sentaran con absoluta tranquilidad de espaldas al túnel. Se protegieron con las manos de las cegadoras linternas de los recién llegados y se prepararon para ponerse en marcha.

Antón sacó aceite del balde con un cucharón.

—Bueno, ¿cómo ha ido? —preguntó.

El de más edad le sonrió sin muchos ánimos.

—Como siempre. Todo tranquilo. Demasiado tranquilo… —Dio un bufido, se encogió de hombros y se marchó hacia la estación.

Mientras los miembros del siguiente turno empujaban sus sacos hacia la estufa y se sentaban, Melnik se volvió hacia Antón:

—¿Iremos a ver cómo está todo más adelante?

—No hay nada que ver. Un derrumbe ordinario. Como todos los demás. —Antón señaló por encima del hombro en dirección a la Park Pobedy—. Lo he visto ya mil veces. Pero si de todas maneras tienes que ir, no te preocupes: ve. Desde aquí sólo quedan quince metros.

En el trecho que precedía al derrumbe propiamente dicho, el túnel se encontraba en un estado lamentable. El suelo estaba cubierto de cascotes de piedra y de tierra, la bóveda se había hundido por varios lugares, las paredes se habían venido abajo en parte y quedaba poco espacio para pasar. A mano derecha se abría una puerta torcida, por la que se accedía, sin duda, a dependencias del personal.

Al final del camino, las vías herrumbrosas desaparecían bajo una masa de rotos bloques de granito, mezclados con adoquines y tierra. Las tuberías de abastecimiento de la pared también desaparecían bajo el muro de piedra.

Melnik alumbró con su linterna el túnel hundido. Como no encontró ningún pasadizo secreto, se encogió de hombros y volvió hacia la puerta torcida. Apuntó hacia dentro con el rayo de luz y echó una ojeada, pero no llegó a cruzar el umbral.

Cuando estuvieron de nuevo junto a la estufa, le preguntó a Antón:

—¿Tampoco ha cambiado nada en el segundo túnel?

—Todo sigue igual que hace diez años.

Callaron durante largo rato. Apagaron las linternas. La única luz provenía de la estufa mal tapada y de la minúscula llama que ardía tras el vidrio empañado de la lámpara de aceite. La oscuridad había cobrado tal solidez que parecía querer expulsar a los cuerpos extraños. Probablemente era ése el motivo por el que los centinelas se quedaban tan cerca de la estufa, porque sólo en torno a ésta los rayos de luz amarillentos atravesaban la penumbra y el frío, y se respiraba mejor.

Artyom luchó consigo mismo durante largo rato, pero, al fin, la necesidad que sentía de oír algún sonido se volvió tan fuerte que echó por la borda toda timidez, carraspeó y se dirigió a Antón:

—Soy nuevo aquí. Hay una cosa que no entiendo: ¿Por qué montáis guardia en este lugar, si no hay nada? ¡Si ni siquiera miráis hacia allí!

—Son órdenes que nos llegan desde arriba —le explicó el jefe del turno de guardia—. Dicen que aquí no ocurre nada precisamente porque venimos a montar guardia.

—¿Y qué hay detrás de los escombros?

—Creo que hay un túnel. Hasta… —Antón se interrumpió, y miró a sus espaldas, por encima del hombro-…hasta la Park Pobedy.

—¿Quien vive allí?

El jefe del turno de guardia se limitó a mover la cabeza, indeciso. Calló durante un rato, y luego le preguntó:

—¿De verdad que no sabes nada sobre la Park Pobedy? —Sin aguardar la respuesta de Artyom, prosiguió—: Dios sabrá lo que queda de ella, pero hace tiempo fue una estación doble, de dimensiones gigantescas. Una de las últimas que habían construido. Los más ancianos entre nosotros la habían visitado… antes. Sea como fuere, cuentan que era una estación soberbia, y que era muy profunda, a diferencia de las otras estaciones nuevas. La vida que se llevaba allí debía de ser maravillosa. Pero no duró mucho. Hasta que los túneles se vinieron abajo.

—¿Cómo ocurrió?

Antón miró de reojo a sus colegas.

—Entre nosotros se suele decir que el túnel se hundió solo. Por un defecto de construcción, o porque alguien robó alguna pieza mientras lo construían, o vete a saber qué. Pero hace tanto tiempo que nadie lo sabe ya.

Uno de los centinelas tomó la palabra, aunque en voz baja:

—A mí me han contado que nuestras autoridades decidieron hacer estallar los dos túneles. Porque la Park Pobedy nos hacía la competencia hasta extremos que resultaban peligrosos, o por algún otro motivo. Sabes muy bien quiénes eran los que mandaban entonces en la Kievskaya: gentes que en su vida habían hecho otra cosa salvo vender fruta en el mercado. Hombres de sangre caliente, siempre dispuestos a pelear. Metieron una caja de dinamita en uno de los túneles, otra en el túnel vecino, suficientemente alejadas de nuestra estación, y las hicieron estallar. Una acción limpia, sin derramamiento de sangre. Y el problema quedó resuelto.

—¿Y qué sucedió entonces con ellos?

—¿Y nosotros cómo lo vamos a saber? Vinimos después… —murmuró Antón.

—¿Qué quieres que les sucediera? —le explicó el otro guardia—. Pues que todos ellos murieron. Eso está claro: si una estación se queda desconectada del resto de la red de metro, no puede sobrevivir mucho tiempo. Tarde o temprano, los filtros se estropearán, o los generadores, o habrá una inundación. Difícilmente podrían escapar por la superficie. A mí me contaron una vez que al principio habían tratado de cavar hasta aquí, pero luego abandonaron. Según se dice, los hombres que montaban guardia en este lugar oían gritos por los tubos… pero no tardaron en dejar de oírlos. —Carraspeó, tendió ambas manos frente a la estufa, se calentó durante un rato, y luego miró de nuevo a Artyom—: Lo que sucedió aquí no puede llamarse guerra. ¿Qué clase de lucha fue ésa? También había mujeres y niños. Ancianos. Una ciudad entera. ¿Y por qué lo hicieron? Porque no querían compartir su dinero. No mataron a nadie directamente, pero de todos modos provocaron la muerte de toda esa gente. ¿Quieres saber qué es lo que se encuentra detrás de esos escombros? Allí detrás se encuentra la muerte.

Antón movió la cabeza, pero no dijo nada. Melnik le miró, abrió la boca como si hubiera querido añadir algo, pero, presumiblemente, cambió de intención. Artyom empezaba a tener frío, y por ello se acercó también a las lenguas de fuego que la tapa de la estufa no llegaba a cubrir. Trató de imaginarse la vida en una estación cuyos habitantes creían que sus vías llevaban al Reino de la Muerte, y comprendió que aquella extraña guardia en el túnel no respondía a ninguna necesidad, sino que se trataba, más bien, de un ritual. ¿De quién pretendían protegerse? ¿A quién querían impedirle que entrara en su estación, y, a través de ella, en la red de metro entera? Hacía cada vez más frío, y ni la estufa de hierro, ni la gruesa chaqueta que le había prestado Melnik bastaban para darle calor.

De pronto, el Stalker se volvió a la velocidad del rayo, clavó la mirada en el túnel que conducía a la Kievskaya, se puso en pie, y escuchó. Al cabo de unos segundos, Artyom comprendió el motivo de la intranquilidad de Melnik: se oían por allí unos pasitos rápidos y ligeros, y a cierta distancia se mecía la luz de una linterna de poca potencia, de un lado para otro, como si alguien hubiera estado saltando sobre las traviesas y corriendo hacia ellos con todas sus fuerzas.

El Stalker se apartó a un lado, pegó el cuerpo a la pared y apuntó el fusil hacia la mota de luz. También Antón se levantó y escudriñó en la penumbra. Su misma tranquilidad daba a entender que no temía que ningún peligro se acercara por aquel lado.

Melnik encendió la linterna y las tinieblas retrocedieron de mala gana. A unos treinta pasos de ellos, apareció una frágil figura. Se quedó parada sobre las vías y levantó las manos.

—¡Papá, papá, soy yo, no dispares!

Era la voz de un niño.

El Stalker apuntó hacia otro lado con la linterna, se apartó de la pared y se sacudió la manga. Al cabo de un minuto, el niño llegó al lado de la estufa. Miraba hacia el suelo, avergonzado. Era el hijo de Antón, el mismo que a toda costa había querido ir con el turno de guardia.

—¿Ha ocurrido algo? —le preguntó su padre, preocupado.

—No… yo sólo quería venir contigo. Ya no soy un niño, y no quiero pasarme el día en la tienda junto con mamá.

—¿Y cómo has conseguido llegar hasta aquí? ¡Has tenido que pasar por otro puesto de guardia!

—Les he mentido. He dicho que mamá me enviaba a buscarte. El tío Petya estaba con ellos. Él me conoce. Sólo me ha dicho que me diera prisa y que no mirara en los pasillos laterales. Y luego me ha dejado pasar.

—Voy a tener una conversación con tu tío Petya —le respondió el furioso Antón—. Y tú ya puedes ir pensando qué le vas a decir a tu madre. No te creas que vas a regresar tú solo.

—¿Puedo quedarme con vosotros? —El crío no logró disimular su entusiasmo y se puso a dar saltos.

Antón se apartó e hizo que su hijo se sentara en el saco de arena ya caliente. Luego se quitó la chaqueta y quiso cubrir con ella los hombros del niño, pero éste ya se había dejado caer al suelo, había sacado sus tesoros y los estaba distribuyendo sobre un trozo de tela: un puñado de cartuchos y otros objetos. Artyom, que se sentaba a su lado, tuvo tiempo suficiente para mirarlo todo. Lo más interesante que encontró fue una cajita de metal con una manivela. Oleg la sostenía con una mano mientras con la otra agarraba la manivela y le daba vueltas. Entonces, la cajita interpretaba mecánicamente una melodía con tonos metálicos. También era curioso que le bastara con oprimir la cajita contra otro objeto para que éste resonara, y la melodía se oyera varias veces más fuerte. El truco salía especialmente bien con la estufa de hierro, pero Oleg no podía sostener mucho tiempo la cajita contra ésta, porque se calentaba demasiado rápido. El aparatito le gustó tanto a Artyom que pidió permiso para probarlo él mismo.

El niño le cedió la cajita, todavía caliente, y se sopló los dedos quemados.

—Esto no es nada —le dijo en tono de confidencia—. ¡Después te voy a enseñar algo fantástico de verdad!

La siguiente media hora se hizo muy larga. Melnik hablaba en voz baja con Antón. El niño jugaba con los cartuchos, tendido en el suelo. Y Artyom hacía girar incesantemente la manivela y escuchaba la melodía sin prestar atención a las miradas de mal humor que le echaban los guardias. La música de aquella diminuta zanfonía se hacía algo pesada, pero ejercía sobre él una misteriosa fascinación, de tal manera que no podía dejar de escucharla.

—…no, no lo entiendo —dijo el Stalker, y se puso en pie—. Si los dos túneles están cegados y tienen vigilancia, ¿cómo es posible que desaparezca tanta gente?

Antón levantó la mirada hacia él.

—¿Y a ti quién te dice que el problema proviene de estos túneles? Tenemos pasillos que nos conectan con otras dos líneas, y no te olvides del túnel de la Smolenskaya. Yo creo que alguien está sacando partido de nuestras supersticiones.

—¿Cómo que supersticiones? —dijo uno de los guardias—. Nuestra estación está maldita por lo que sucedió con la Park Pobedy. Y todos nosotros sufriremos esa maldición mientras vivamos aquí…

—¡No me vengas ahora con las monsergas de siempre! —le interrumpió el irritado Antón—. ¡Estos de aquí son gente seria que quiere informarse, y tú les sales con tus cuentos!

—Vayamos a hacer una ronda —propuso Melnik—. Mientras veníamos, he visto algunas puertas y un corredor lateral. Querría echarles una ojeada. La gente de la Smolenskaya también está muy inquieta. El propio Kolpakov ha querido informarse.

—Ah, ahora le interesa esta cuestión —dijo Antón con una sonrisa triste—. De nada sirve engañarse: de nuestra confederación ya sólo queda el nombre. Cada uno lucha por sí mismo…

—Sí, incluso en la Polis empiezan a preguntarse qué es lo que ocurre aquí. —Melnik sacó una hoja de periódico plegada—. Toma, lee.

Artyom había visto los periódicos en la Polis. En uno de los pasillos había encontrado un puesto donde se vendían. Pero costaban diez cartuchos cada uno, y Artyom no había querido pagar tanto por una hoja de papel de embalar con rumores mal impresos.

Encabezados por el pretencioso título «Noticias del Metro», figuraban sobre la lámina de papel amarillento varios artículos breves en letra muy apretada. Uno de estos, incluso, estaba ilustrado con una fotografía en blanco y negro. Su título rezaba: KIEVSKAYA. NUEVAS DESAPARICIONES.

Artyom tomó con precaución la hoja de periódico y la desplegó.

—Mala hierba nunca muere. Siguen publicando… bueno, pongámonos en marcha, te enseñaré los pasillos laterales. ¿Me lo dejas leer?

El Stalker asintió.

Antón se puso en pie y le dijo a su vástago:

—Vuelvo enseguida. No hagas ninguna travesura mientras yo no esté. —Se volvió hacia Artyom—: Por favor, si eres tan amable, no le quites el ojo de encima.

Artyom no tuvo ninguna otra opción que asentir.

Tan pronto como Antón y Stalker estuvieron lo bastante lejos como para no oírle, Oleg se puso en pie de un salto, y, con toda su impertinencia, le arrancó la cajita de la mano a Artyom, le gritó: "¡A que no me pillas!", y echó a correr hacia los escombros. Artyom sabía que el hijo de Antón se hallaba bajo su responsabilidad. Se volvió hacia los guardias con una mirada culpable, cogió su linterna y fue en pos del crío.

Éste, por fortuna, no había osado entrar en el área de trabajo medio derruida, como había temido Artyom, sino que le estaba esperando junto al muro de tierra.

—¡Mira lo que te voy a enseñar ahora! —Oleg trepó por las piedras hasta alcanzar las tuberías de metal que habían quedado medio enterradas bajo el derrumbe. Entonces, sacó la cajita y la puso sobre una de las tuberías.

—¡Escucha! —dijo, entusiasmado, y le dio vueltas a la manivela.

La música resonó con fuerza dentro de la tubería. Ésta se llenó de la triste melodía del cofrecillo. El niño pegaba la oreja a la tubería y, como hechizado, le daba vueltas una y otra vez a la manivela y le arrancaba sonidos a la cajita de metal. Entonces se detuvo un segundo, escuchó de nuevo, sonrió con alegría, bajó de las rocas y le ofreció la cajita a Artyom.

El muchacho se imaginaba cómo debía de transformarse la melodía al circular por el metal de una tubería hueca. Pero los ojos del niño estaban inflamados de entusiasmo y no quiso defraudarle. Se encaramó por los escombros, apoyó la cajita en la tubería, apoyó el oído sobre el frío acero y le dio vueltas a la manivela. La música se oyó con tanta fuerza que Artyom estuvo a punto de apartar la cabeza. No conocía bien las leyes de la acústica. Le parecía un incomprensible portento que aquel trozo de hierro pudiera multiplicar varias veces el sonido de la inofensiva melodía, y elevara de aquella manera su volumen. Siguió dándole a la manivela, y llegó a tocar hasta tres veces el breve motivo. Luego se volvió hacia Oleg.

—¡Es estupendo!

Oleg se rió.

—Pues ahora vuelve a escuchar. ¡Sin hacer música con la caja! ¡Solo escuchar!

Artyom se encogió de hombros, se volvió hacia los guardias —quería saber si Melnik y Antón habían regresado— y volvió a acercar el oído a la tubería. ¿Qué era lo que iba a escuchar? ¿El viento? ¿Un eco del extraño sonido que había oído en el trecho de túnel que se encontraba entre la Alexeyevskaya y la Prospekt Mira?

Desde una inimaginable lejanía, se abrían paso, con gran dificultad, unos sonidos apagados que atravesaban el grueso muro de tierra. Procedían de la Park Pobedy. De eso no cabía ninguna duda. Artyom se quedó inmóvil, siguió escuchando, y luego sintió un frío como el del acero, al darse cuenta de que estaba oyendo algo que no podía ser: música.

Alguien, o algo, repetía, a varios kilómetros de distancia, la melancólica melodía de la cajita de música. Nota a nota. Y no se trataba de ningún eco. En algunos momentos, el desconocido intérprete cometía errores, hacía una u otra nota demasiado larga, pero el motivo era igualmente reconocible. Y lo más asombroso era que la melodía, más allá de toda duda, no procedía de unas lengüetas metálicas como las de la cajita, sino que parecía más bien un murmullo… ¿o un canto? ¿Un incomprensible coro de gran número de voces? No, no, era un murmullo…

—¿Lo oyes? —le preguntó Oleg con cara de satisfacción—. ¡Déjame escucharlo de nuevo!

Artyom tenía los labios como pegados el uno al otro.

—¿Qué es esto? —masculló con voz ronca.

—¡Música! ¡La tubería puede tocar ella sola!

La congoja que el terrible canto había suscitado en Artyom no afectaba en absoluto al niño. Para él, se trataba tan sólo de un divertido juego. No se preguntaba quién —o qué— podía haber respondido a la melodía en una estación que desde hacía diez años no había tenido ningún contacto con el resto del mundo, y donde la vida llevaba mucho tiempo extinta.

Oleg trepó una vez más por las piedras para jugar con la maquinilla, pero Artyom, de repente, sintió un gran miedo por el niño. Lo agarró del brazo y, pese a todas sus protestas, se lo llevó de nuevo hasta la estufa.

—¡Cobarde! ¡Cobarde! —gritaba Oleg—. ¡Sólo los niños pequeños se creen esos cuentos!

Artyom se detuvo y le miró a los ojos.

—¿Qué cuentos?

—Los que dicen que ellos raptan a los niños que se meten en el túnel para escuchar las tuberías.

Artyom lo arrastró aún más cerca de la estufa.

—¿Quiénes son «ellos»?

—¡Los muertos!

La conversación se interrumpió. El guardia que había hablado de la maldición que pesaba sobre la estación se sobresaltó, y miró a Artyom de tal manera que le hizo enmudecer. La pequeña aventura terminó a tiempo, porque en aquel mismo instante Antón y el Stalker regresaron. Y les acompañaba un tercer hombre. Artyom, a toda prisa, hizo que el niño se sentara en su lugar.

El jefe del turno de guardia se acomodó al lado de Artyom sobre uno de los sacos de arena.

—Disculpa que hayamos tardado tanto. ¿Se ha portado bien?

Artyom asintió, con la esperanza de que el niño fuera lo bastante inteligente como para no pavonearse de sus trastadas. Pero el crío ponía cara de concentración y jugaba de nuevo con sus cartuchos, como si no hubiera sucedido nada.

El tercer hombre era un tipo delgado, de cabello ralo, mejillas caídas y grandes ojeras. Se acercó a la estufa para saludar a los centinelas. Le dirigió una mirada penetrante a Artyom, sin decirle nada.

—Te presento a Tretyak —dijo Melnik—. Desde ahora irá con nosotros. Es experto en misiles.