Poco antes de llegar hasta el anciano de piedra, Artyom giró a la derecha y anduvo en diagonal sobre los escalones de la Biblioteca. Al pasar por allí, contempló de nuevo el imponente edificio. Sintió un estremecimiento al pensar en sus espantosos habitantes. La Biblioteca estaba envuelta de nuevo en un tenebroso silencio. Seguramente, los protectores de su quietud se habían acurrucado en sus oscuros rincones, se lamían las heridas y se preparaban para pagar con moneda doble a los siguientes aventureros.

Una vez más se acordó del pálido rostro de Danila. El brahmán había tenido motivos de sobra para temer a aquellas criaturas. ¿Acaso habría presentido el destino que le aguardaba? ¿Había visto su propia muerte en sueños? Su cuerpo yacería para siempre en el depósito de la Biblioteca, abrazado al de su asesino. ¿Y si aquellas bestias no ponían reparos al consumo de carroña? Artyom sintió un escalofrío. ¿Llegaría a olvidar la muerte de aquel hombre que desde hacía dos días había sido casi un amigo? No, Danila se le seguiría apareciendo durante mucho tiempo en sueños. Lo vería en el suelo, mientras intentaba formar palabras con sus labios ensangrentados.

Al caminar por la ancha avenida, Artyom cumplió una vez más las instrucciones de Melnik: siempre en línea recta, sin desviarse, hacia la Ronda de Jardines. Tenía la esperanza de poder reconocerla. Además: no ir por en medio de la calle, pero sin acercarse tampoco en exceso a las paredes de los edificios. Finalmente —y ésa era la cuestión principal—: llegar a la Smolenskaya antes de que saliera el sol.

Artyom había visto ya en postales amarillentas los grandes edificios de la Kalinin Prospekt, conocida también como Novy Arbat.[59] Se encontraban unos quinientos metros más adelante. En aquel momento se hallaba en un lugar donde una hilera de casas unifamiliares, no tan altas, flanqueaba la avenida. Al final, ésta se desviaba ligeramente hacia la izquierda y conectaba con la Novy Arbat propiamente dicha. Los contornos de los edificios se veían muy cerca, pero, tan pronto como Artyom se alejaba de ellos, se desvanecían en la oscuridad. La luna se había escondido detrás de nubes bajas, su luz débil y lechosa perdía fuerza tras la cortina de brumas. Sólo cuando ésta se apartaba por unos breves instantes, las siluetas espectrales de las casas recobraban su antigua forma.

A pesar de la escasa luz, Artyom reconoció los poderosos perfiles de la antigua catedral al mirar por las calles que quedaban a mano izquierda. Sobre la cruz que remataba la cúpula, en la lejanía, volaba de nuevo en círculo una gigantesca sombra alada.

Quizá porque se detuvo para contemplar al monstruo volador, Artyom detectó otra presencia. Al principio, la media luz no le permitió verla con claridad. ¿Acaso se estaría imaginando aquella extraña figura inmóvil, borrosa hasta el punto de no distinguirse bien de las paredes de las casas destruidas, en una calle lateral? Al mirarla con más atención, le pareció que aquella mancha negra se movía, y que tenía voluntad propia.

Desde la lejanía era difícil valorar la forma y el tamaño de la criatura. En cualquier caso, estaba erguida sobre dos piernas. Artyom se decidió a proceder de la manera que le había explicado el Stalker: encendió la linterna, apuntó con el rayo de luz hacia la calle en cuestión, y trazó tres círculos.

No hubo respuesta. Artyom aguardó un minuto, y llegó a la conclusión de que sería peligroso quedarse allí. Antes de seguir adelante, iluminó de nuevo la inmóvil figura.

Lo que vio fue suficiente para que apagase de inmediato la linterna y se marchara a toda prisa.

Estaba claro que aquello no era humano. Su forma medía, como mínimo, dos metros y medio. Apenas si tenía cuello y hombros, y su cabeza grande y redonda estaba unida casi directamente con el poderoso torso. La criatura seguía allí, sin moverse, pero, pese a su aparente indecisión, Artyom intuyó que corría peligro.

Recorrió en menos de un minuto los ciento cincuenta metros que lo separaban del siguiente cruce. Pero, al acercarse más, se dio cuenta de que no se trataba de un cruce, sino de una gigantesca brecha que se había abierto violentamente entre los edificios de apartamentos. O bien los habían bombardeado, o bien los habían derribado con tecnología militar pesada. Al observar las casas medio destruidas, los ojos de Artyom se detuvieron de nuevo sobre una sombra borrosa e inmóvil. Tuvo suficiente con iluminarla durante un segundo para prescindir de toda duda: era la misma criatura, o quizás uno de sus congéneres. Se erguía en medio de la brecha, a menos de una manzana, y no trataba de ocultarse.

Si se trataba del mismo animal, debía de haber ido por una calle paralela. Obviamente se desplazaba con mayor rapidez que Artyom, porque el muchacho se encontró con que, en el siguiente cruce, le estaba esperando también. Pero lo peor de todo era otra cosa: en la calle lateral que se encontraba al otro lado, a la derecha, Artyom divisó igualmente una silueta. Estaba totalmente inmóvil, igual que el otro, casi como una estatua. Por un instante, Artyom llegó a pensar que no se trataba de animales vivientes, sino tan sólo de una especie de signo que alguien había puesto allí para dar miedo, o a modo de advertencia.

Corrió hasta el siguiente cruce. No se detuvo hasta encontrarse junto al último edificio, y entonces miró con gran precaución al otro lado de la esquina. Sus siniestros perseguidores le habían dado alcance una vez más. Las gigantescas figuras eran ya varias, y se veían mejor, porque el cielo se había despejado un poco.

Igual que antes, estaban allí, inmóviles, y parecían aguardar a que el muchacho se adentrara entre las casas. ¿No sería que Artyom se estaba engañando? Quizá se tratara de meros trozos de piedra o de granito, y él los confundía con criaturas vivas… abajo, en el Metro, sus aguzados sentidos le ayudaban siempre, pero allí arriba tenía que moverse en un mundo desconocido y engañoso, allí todo era distinto, la vida funcionaba de acuerdo con otras normas. Habría sido arriesgado confiarse a sus cinco sentidos y a su intuición.

Artyom trató de cruzar la siguiente calle con toda la rapidez y el sigilo de los que fue capaz. Al llegar al otro lado, pegó el cuerpo a la pared de una casa, aguardó un segundo y miró una vez más detrás de la esquina. Se quedó sin aliento. Las figuras se estaban moviendo, y de manera muy sorprendente: uno de los animales estiraba la cabeza y la movía de un lado para otro, como si hubiera estado olfateando, y luego, de pronto, se puso a cuatro patas y, con un larguísimo salto, desapareció tras la esquina más cercana. Al cabo de unos segundos, los demás le siguieron. Artyom bajó la cabeza y se sentó en el suelo. Le costaba respirar.

No cabía ninguna duda: le estaban persiguiendo. Aún peor, parecía que le estuvieran guiando hacia algún sitio, porque avanzaban paralelamente a él por las calles laterales de la avenida. Aguardaban a que hubiera dejado atrás otra manzana, se apostaban en las calles laterales para cercionarse de que no se apartara de su camino, y continuaban con su silenciosa cacería. Pero ¿por qué se ocultaban en las oscuras calles laterales? Artyom se acordó de que Melnik le había prohibido meterse por ellas. ¿Acaso sería ése el motivo?

Con tal de tranquilizarse, Artyom cambió el cargador del fusil, quitó el seguro y encendió la mira láser, y volvió a apagarla. Iba bien armado, y allí, a diferencia de la Biblioteca, podía disparar sin peligro. Así pues, no le costaría nada protegerse de los animales. Respiró hondo y se puso en pie. El Stalker le había prohibido detenerse, o demorarse mucho rato, independientemente de lo que ocurriera. Tenía que apresurarse. ¡Allí, en la superficie, siempre había que apresurarse!

Al final de la siguiente manzana, Artyom aminoró el paso y miró en derredor. La calle se volvía más ancha, y terminaba en una especie de plaza. Una parte de ésta estaba separada con una valla, y parecía una especie de parque. Había varios troncos imponentes y nudosos, rematados por el magnífico y temible follaje, que llegaba hasta el cuarto piso de los edificios adyacentes. Debía de ser uno de los parques donde los Stalkers obtenían la leña empleada en buena parte del Metro para la calefacción y la iluminación. En el espacio vacío que quedaba entre los troncos se dejaban ver, furtivamente, sombras extrañas, y detrás de todo parpadeaba una pálida luz que Artyom habría tomado por una hoguera de acampada, de no ser por su extraño color azul. El propio edificio tenía algo siniestro. Parecía como si hubiera sido ya varias veces escenario de luchas enconadas y sangrientas. Los pisos superiores se habían derrumbado, en varios sitios había negros orificios abiertos por proyectiles, y en algunos casos habían quedado sólo dos de las paredes, y se alcanzaba a contemplar el sombrío cielo nocturno a través de las ventanas vacías.

Al otro lado de la plaza, los edificios estaban muy separados. Un amplio bulevar se cruzaba con la calle. Más allá se divisaban en la penumbra, semejantes a torres de vigía, los primeros edificios de la Novy Arbat. La boca de la estación de Metro Arbatskaya debía de encontrarse muy cerca, más a la izquierda. Los ojos de Artyom escrutaron una vez más el tenebroso parque. Melnik había tenido razón: no era buena idea buscar la entrada del Metro en aquella espesura. Cuanto más tiempo empleaba en contemplar su oscura vegetación, más evidente le parecía que entre las raíces de los gigantescos árboles se ocultaban siniestras criaturas semejantes a las que le habían estado siguiendo.

Una racha de viento sacudió las copas de los árboles, y las imponentes ramas empezaron a crujir con fuerza. En la lejanía se oyó un inacabable aullido. El bosque calló, pero no porque estuviera muerto. Aquel silencio se correspondía con el sigilo de los enigmáticos perseguidores de Artyom. El propio bosque parecía esperar algo.

Artyom tuvo el presentimiento de que, si seguía contemplando con tanta desfachatez las honduras del parque, el castigo no se haría esperar. Por ello, acomodó el fusil en la mano, miró alrededor para cerciorarse de que las criaturas no se le hubieran acercado demasiado, y siguió adelante.

Pero, al cabo de pocos segundos, se detuvo de nuevo, fascinado por la imagen que se ofreció a sus ojos. Se encontraba en el cruce de unas calles anchas. No era un cruce corriente, porque la calle perpendicular a la suya desaparecía en un túnel y regresaba a la superficie por el otro lado. A mano derecha se encontraba un ancho bulevar. Artyom lo reconoció merced a una negra espesura de árboles gigantescos y frondosos. A mano izquierda se hallaba una plaza grande, asfaltada, una compleja red de carriles, y detrás de estos, una vez más, frondosa vegetación. En aquel momento, Artyom veía hasta muy lejos, y se preguntó si sería un indicio de la inminente aparición del asesino Sol.

Las calles estaban llenas de hierros herrumbrosos y calcinados, que Artyom identificó como automóviles. No había ninguno que aún se pudiera utilizar. Durante las dos décadas pasadas, los Stalkers se habían llevado todo lo que se pudiera emplear en algo. La gasolina de los depósitos, las baterías y generadores, los faros y los intermitentes, los asientos. En la VDNKh tenían de todo eso, y también había en todos los mercados importantes de la red de metro.

El asfalto se había roto en varios lugares y se habían abierto cráteres de medidas diversas. Por todas partes había grietas, por las que crecían hierba y otras plantas, cuyos tallos se combaban bajo el peso de frutos grandes y redondeados. Artyom vio frente a sí el inicio de la tenebrosa cañada que se llamaba Novy Arbat. Las célebres casas que se asemejaban a gigantescos libros abiertos… a un lado se encontraban los edificios de por lo menos veinte pisos, que, como por un milagro, se conservaban casi intactos, mientras que los del otro lado se habían venido abajo. Y a sus espaldas quedaba la calle que llevaba hasta la Biblioteca y hasta el Kremlin.

Se detuvo a la mitad de aquel majestuoso cementerio de la civilización, y se sintió como un arqueólogo al desenterrar una ciudad antigua, cuya grandeza y hermosura aún inspirasen admiración y respeto siglos más tarde. Artyom trató de imaginar cómo antaño, en aquellas ciclópeas edificaciones, habían vivido los hombres. Y que se habían desplazado en vehículos como aquéllos. Seguro que éstos habían brillado con todos los colores posibles, y que habían circulado con un suave murmullo por la lisa calzada, hasta el punto de que sus neumáticos de goma habían calentado el duro asfalto. En aquella época se empleaba el Metro tan sólo para ir más rápido de un extremo a otro de aquella interminable ciudad. No logró figurárselo. ¿En qué podían haber pensado durante su vida cotidiana? ¿Cuáles habrían sido sus preocupaciones? y, ¿qué preocupaciones podía tener un hombre que no tenía que temer constantemente por su vida, que no tenía que luchar por ésta en todo momento para alargarla un día más?

En aquel momento, las nubes se abrieron, y el disco incompleto de la Luna —era como si alguien le hubiera mordido un trozo— quedó a la vista. El estupefacto Artyom se percató de que no era igualmente blanca por todas partes, sino que la atravesaban unas extrañas líneas. Su resplandor iluminaba la ciudad muerta y multiplicaba por cien su oscura gloria. Casas y árboles, que Artyom había visto hasta aquel momento como perfiles sin sustancia, cobraron vida y forma. Detalles que hasta entonces habían sido invisibles aparecieron ante sus ojos.

Incapaz de moverse, como hechizado, Artyom miraba en todas direcciones y reprimía un temblor que de pronto le atenazaba las entrañas. Por primera vez comprendió que las voces de los ancianos estuvieran siempre preñadas de nostalgia. Por primera vez entendió hasta qué punto el ser humano se había alejado de sus anteriores triunfos. Se parecía a una soberbia ave que hubiera volado antaño, orgullosa, por el cielo, y que luego, herida de muerte, hubiera caído al suelo, para ocultarse en un rincón y, allí, morir en silencio. Artyom recordó la conversación entre Hunter y su padre adoptivo. ¿Sobreviviría el hombre? Y, aunque sobreviviera, ¿se trataría del mismo hombre que en otro tiempo había sometido y gobernado el mundo entero? Al tener una impresión de las alturas a las que había llegado la humanidad para luego precipitarse en el abismo, perdió por fin toda fe en un maravilloso futuro.

Tenía frente a sí la Kalinin Prospekt, amplia y recta. Se estrechaba en la lejanía hasta desaparecer por fin en la penumbra. Artyom estaba allí, solo, entre las sombras del pasado. Trató de imaginarse cuántas personas habrían circulado de día y de noche por aquellas aceras, cuántos automóviles habrían pasado por allí a una increíble velocidad, cuán amable y acogedora podía haber sido la luz que brillaba en las ventanas. ¿Adónde se había marchado todo aquello? El mundo parecía vacío y abandonado, pero Artyom lo sabía bien: era una falsa impresión. El mundo no estaba abandonado, ni muerto. Eran otros los que lo gobernaban. Mientras pensaba en ello, se volvió, y miró en dirección a la Biblioteca.

Estaban allí, a unos cien metros de él, sin moverse, en medio de la calle. Había por lo menos cinco criaturas. Habían renunciado a esconderse, pero tampoco trataban de captar su atención. No comprendía cómo habían podido acercarse tan rápida y silenciosamente. A la luz de la luna vio con nitidez sus poderosas figuras: tenían las patas traseras especialmente desarrolladas. Eran aún más grandes de lo que le había parecido al principio. Aun cuando la distancia le impidiera verles los ojos, sabía muy bien que le estaban mirando, y que reconocían su olor en la atmósfera impregnada de humedad. Probablemente habían captado el aroma ya conocido de la pólvora, y por ello dudaban en atacarle. Así, observaban a Artyom, y buscaban en su actitud algún indicio de vacilación o duda. O quizá sólo pretendían acompañarle hasta la frontera de su territorio, sin intención de hacerle nada malo. ¿Cómo podía saber el muchacho qué era lo que pensaban unas criaturas que habían aparecido de pronto en la tierra, contraviniendo todas las leyes de la evolución?

Artyom tuvo que emplear todas sus fuerzas para mantener el dominio sobre sí mismo. Con calma fingida, se volvió y siguió delante, pero, por seguridad, cada dos pasos miraba hacia atrás. Primero pareció que las criaturas no se movían de aquel lugar, pero luego confirmaron sus peores miedos: se echaron a andar a cuatro patas y le siguieron pausadamente. Mantuvieron en todo momento la distancia inicial de unos cien metros. Artyom empezaba a acostumbrarse a la extraña escolta, pero no los perdía de vista, y estaba con el Kalashnikov siempre a punto. Así caminaron todos ellos por la avenida desierta, a la luz de la luna: delante un hombre, precavido y tenso, que cada medio minuto se detenía para volverse. Detrás de él, cinco o seis criaturas extrañas, que ora se le acercaban sin prisas, ora se detenían, y se erguían sobre las patas traseras, para que el muchacho recobrara la ventaja inicial.

De todos modos, Artyom no tardó en pensar que la distancia se estaba reduciendo. Además, los animales empezaban a distribuirse en abanico, como si hubieran tenido la intención de atacarle por los flancos. Aun cuando no se hubiera enfrentado nunca a animales de presa, Artyom estaba seguro de que sus perseguidores se disponían a saltar sobre él. Había llegado el momento de actuar. Se volvió bruscamente, levantó el arma y apuntó a una de las oscuras siluetas.

En esta ocasión, las bestias no esperaron a que volviera a alejarse, sino que se le acercaron y se fueron poniendo en semicírculo. El muchacho tendría que asustarlas antes de que estuvieran lo suficientemente cerca para atacarle.

Artyom levantó el cañón del arma y disparó al aire. El estruendo resonó en las paredes de los edificios, y el eco lo repitió al otro extremo de la avenida. El casquillo arrancó un sonido metálico al asfalto. Se oyó un aullido sordo y furioso, y entonces las criaturas se arrojaron sobre él. En cuestión de segundos le dieron alcance… pero el muchacho estaba ya preparado. Enfocó con la mira a la bestia que se encontraba más cerca, disparó una breve ráfaga y corrió hacia las casas.

A juzgar por los salvajes alaridos, había dado en el blanco. Aún no estaba claro si con eso contendría a los otros animales, o tan sólo los encolerizaría aún más.

De repente se oyó un nuevo grito. No se trataba del amenazante aullido de las bestias, sino de un chillido agudo, prolongado, suficiente para helarle la sangre en las venas. Provenía de lo alto, y Artyom comprendió que un nuevo personaje había entrado en escena. No cabía duda de que los disparos habían atraído a un monstruo alado, semejante a los que habían plantado el nido sobre la cúpula de la catedral.

Una gigantesca sombra descendió sobre él, veloz como una flecha. Artyom miró hacia atrás y vio que las criaturas se dispersaban a toda velocidad. Tan sólo uno de los animales, sin duda el mismo al que había herido, se quedó en medio de la calle. Aún chillaba de dolor, e iba tambaleándose hacia las casas, para esconderse allí. Pero no tenía ninguna posibilidad. El gigantesco monstruo voló en círculo una vez más, a unos treinta, cuarenta metros de altura, y entonces plegó las alas y se arrojó sobre su víctima. El gigante alado agarró a su presa, que chilló por última vez, desesperada, y, sin aparentes esfuerzos, se elevó una vez más por los aires con ella, y se la llevó hasta el tejado de uno de los edificios.

Los perseguidores de Artyom aún no se atrevían a abandonar sus escondrijos. Sin duda, temían que el monstruo alado apareciera de nuevo. Artyom, en cambio, no tenía nada que temer. Siguió adelante, corriendo, con el cuerpo pegado a las paredes, hacia el lugar donde, de acuerdo con sus cálculos, hallaría la Ronda de Jardines.[60] Debió de recorrer medio kilómetro de esta manera, pero entonces tuvo que detenerse a tomar aliento, y se volvió, para ver si los cazadores se habían atrevido a salir. La avenida estaba vacía. Pero, tras caminar unos metros más allá, Artyom encontró una calle lateral, miró detrás de la esquina, y descubrió las mismas sombras inmóviles. Entonces comprendió por qué aquellas criaturas no salían de buena gana a cazar por calles anchas: tenían miedo de ser ellas mismas víctima de un depredador más grande.

De nuevo, Artyom se puso a mirar continuamente a su alrededor mientras corría. El final de la avenida se encontraba ya ante sus ojos cuando los animales retomaron la persecución y empezaron a rodearle. Artyom disparó al aire una vez más, con la esperanza de atraer de nuevo al monstruo alado y espantar a las bestias. Éstas se detuvieron por unos instantes sobre las patas traseras y estiraron el cuello. Pero el cielo estaba despejado. Indudablemente, el monstruo no había terminado todavía con la primera presa. Artyom se dio cuenta de ello antes que sus perseguidores. Se desvió hacia la derecha, bordeó una de las casas y se abalanzó contra la primera puerta. Aunque Melnik le hubiera advertido de que las casas estaban habitadas, habría sido una locura enfrentarse en campo abierto a un enemigo tan fuerte y veloz. Las bestias habrían hecho pedazos a Artyom antes de que hubiera podido quitar el seguro del fusil.

La escalera estaba a oscuras, por lo que Artyom tuvo que encender la linterna. El círculo de luz le reveló una pared roñosa que, tiempo atrás, alguien había cubierto de obscenidades, una escalera llena de porquería, con las puertas rotas, y detrás de estos apartamentos destrozados y quemados. Algunas ratas campaban por allí a sus anchas.

Había elegido bien la puerta. Las ventanas de la escalera daban a la avenida, y desde uno de los pisos superiores alcanzó a ver que las criaturas no se decidían a seguirle. Se habían acercado a la puerta, pero, en vez de meterse dentro, se habían quedado en torno a la entrada, de pie sobre las patas traseras, y volvían a asemejarse a estatuas de piedra. Artyom estaba convencido: no se rendirían fácilmente, ni dejarían escapar a su presa. Tarde o temprano tratarían de capturarle. Si es que en aquella escalera no se ocultaba algo que acabara obligando a Artyom a huir…

Subió otro piso y descubrió que una de las puertas de los apartamentos estaba aún cerrada. La empujó con el hombro… estaba cerrada con llave. Sin apenas detenerse a pensarlo, apuntó al cerrojo con el arma, disparó, y luego abrió de una patada. No importaba mucho en qué apartamento ofreciera resistencia al asedio. Pero no quería dejar escapar la oportunidad de ver intacta una vivienda de tiempos pasados.

Cerró la puerta a sus espaldas y la apuntaló con una barra que encontró en el recibidor. Aquella barrera no ofrecería una seria resistencia, pero, por lo menos, el muchacho se daría cuenta en el momento en el que alguien tratara de abrir. Luego, Artyom se acercó a la ventana y miró afuera con gran precaución. Se hallaba en una posición ideal para disparar. Desde el tercer piso se veía bien la entrada, así como unos diez animales que estaban sentados en semicírculo en torno a ésta. Tenía una posición ventajosa, y no dudó en sacarle provecho. Activó la mira láser, orientó el punto rojo hacia la cabeza de la bestia más grande, soltó aliento y disparó. Una breve ráfaga crepitó, y el animal se desplomó sobre un costado sin hacer ningún ruido. Los otros se dispersaron a toda velocidad, y, al instante, la calle estaba desierta. Artyom decidió aguardar un rato para ver si la muerte de su congénere los había alejado de verdad.

Le quedaría tiempo para investigar en el piso.

Aun cuando las ventanas, allí como en el resto de la casa, se hubieran roto mucho tiempo atrás, los muebles y el conjunto de las instalaciones se habían conservado sorprendentemente bien. Sobre el suelo había pequeños granos, que le recordaron al veneno para ratas que se empleaba en la VDNKh. Quizá se tratara de lo mismo, porque Artyom no encontró ni una sola en las habitaciones. Cuanto más se paseaba por el apartamento, más se convencía de que sus habitantes habían tenido el tiempo suficiente con la intención de dejarlo en orden. Lo habían conservado todo con gran cuidado, tal vez para regresar algún día. Las habitaciones estaban perfectamente ordenadas; en la cocina no quedaba ni rastro de alimentos que hubieran podido atraer a roedores e insectos; y buena parte de los muebles estaban cubiertos con plásticos.

Mientras iba de una habitación a otra, Artyom trató de imaginarse la vida cotidiana de sus habitantes. ¿Cuántas personas habían vivido allí? ¿A qué hora se levantaban? ¿Cuándo volvían del trabajo? ¿En qué momento cenaban? ¿Quién se había sentado a la cabecera de la mesa? El muchacho conocía muchas de las costumbres y de los objetos de tiempos pasados pero tan sólo por los libros. Pero en aquel momento en el que por primera vez contemplaba un apartamento, se dio cuenta de hasta qué punto se había hecho una imagen totalmente equivocada.

Apartó el plástico que cubría el estante de los libros. Aparte de las novelas policíacas semejantes a las que ya había leído en el Metro, también había libros de colores para niños. Agarró uno por el lomo y tiró hacia fuera con gran cuidado. Mientras pasaba las páginas ilustradas con simpáticos dibujos de animales, cayó del libro un trozo de papel. Artyom se agachó y lo recogió: era una foto descolorida de una mujer sonriente que sujetaba un niño pequeño con el brazo.

Artyom se quedó paralizado, y el corazón, que hasta aquel momento había bombeado con normalidad la sangre por su cuerpo, se desbocó. Sintió el irreprimible deseo de quitarse la máscara antigás y respirar aire fresco. Con gran precaución —como si hubiera temido que la fotografía se transformara en polvo si la tocaba— la acercó hacia su rostro.

La mujer debía de tener unos treinta años, y el niño que sostenía con el brazo, a lo sumo, dos. El crío llevaba puesta una gorra muy divertida, por lo que Artyom no estaba nada seguro de si se trataba efectivamente de un niño, o quizá de una niña. El pequeño miraba directamente a la cámara. Ponía una cara asombrosamente seria y madura. Artyom miró el reverso de la foto, y entonces el mundo se derrumbó ante sus ojos. En el dorso estaba escrito con bolígrafo azul: «Artyomka, dos años y cinco meses.»

Sintió como si la columna vertebral se le hubiera fundido. Las rodillas le fallaban, y no le quedó más remedio que sentarse en el suelo.

Sostuvo la foto a la luz que se filtraba a través de la ventana. ¿Por qué le resultaba tan familiar la sonrisa de aquella mujer? ¿Por qué se había quedado sin aliento nada más verla?

Antes de que la ciudad muriera, habían vivido en ella más de diez millones de almas. Artyom no era un nombre muy habitual, pero en una ciudad de millones de habitantes debían de haber vivido unos diez mil niños con ese nombre. Ésa era, en aquellos momentos, la población total de la red de metro. Las posibilidades eran muy escasas. Pero ¿por qué le resultaba tan familiar la sonrisa de la mujer?

Trató de reunir en su memoria los vagos recuerdos de su niñez, que en ocasiones emergían durante unos segundos frente a su ojo interior, o se le aparecían en sueños. Una habitación pequeña y acogedora, luz suave, una mujer que leía un libro… una tumbona ancha. Se puso en pie y dio vueltas por la habitación, en busca de muebles que se parecieran a los de sus sueños. Y de hecho, le pareció por un instante que en una de las habitaciones los muebles estaban dispuestos de una manera que le resultaba familiar. El sofá se veía distinto, y la ventana se encontraba en otro lugar, pero, ¡qué diablos!, quizás aquella imagen no había quedado bien registrada en el cerebro de un niño de tres años.

¿De un niño de tres años? La edad que figuraba en la foto era otra, pero eso no significaba nada. Tampoco había ninguna fecha. La foto podía haberse tomado en cualquier momento, no necesariamente unos días antes de que la familia tuviera que abandonar para siempre el apartamento. Quizá se la hubieran sacado medio año, o incluso un año antes. Entonces, la edad del niño de la foto habría coincidido con la suya. Y la probabilidad de que le hubieran sacado una foto con su madre habría sido entonces mucho más alta. Pero la foto también podía ser de tres, o de cinco años antes… sí, eso también era posible…

Entonces se le ocurrió otra idea. Abrió la puerta del cuarto de baño, y halló, por fin, lo que esperaba encontrar. El espejo estaba cubierto por una capa de polvo tan gruesa que la luz de la linterna no podía atravesarlo. Tomó un trapo que los habitantes de la casa habían dejado en un gancho y frotó una parte del espejo hasta dejarla limpia. A través del agujero, a la luz de la linterna, se vio a sí mismo con la máscara antigás y el casco.

La máscara de fibra artificial ocultaba su rostro flaco y macilento, pero se le ocurrió que sus ojos oscuros y hundidos se parecían a los del niño. Artyom sostuvo la foto delante de su rostro, observó con detenimiento los rasgos del niño, y luego contempló de nuevo el espejo. Iluminó una vez más la fotografía, y lo comparó de nuevo con el rostro que se ocultaba tras la máscara antigás. Trató de acordarse del aspecto que tenía la última vez que se había visto en un espejo. ¿Cuándo había sido? Poco antes de marcharse de la VDNKh. Pero ¿cuánto tiempo había pasado desde entonces? A juzgar por lo poco que veía de su rostro en el espejo, debían de haber pasado años. ¡Si hubiera podido sacarse aquella condenada máscara…! Por supuesto, los humanos cambian con el tiempo hasta el punto de hacerse irreconocibles, pero en todos los rostros se conserva, por lo menos, algo que recuerda a los lejanos años de la niñez.

Solo tenía una posibilidad: regresar a la VDNKh y preguntarle a Sukhoy si la mujer que aparecía en aquel trozo de papel se parecía a la persona que, muchos años antes, al ver que su estación iba a perecer, le había confiado la vida de su hijo. Sukhoy reconocería a la madre de Artyom. Tenía memoria fotográfica. Podría decirle si se trataba de la mujer de la foto, o no.

Una vez más, Artyom contempló la fotografía, y luego acarició el rostro de la mujer con una ternura que le sorprendió a él mismo. Volvió a guardar la foto dentro del libro y se lo metió en la mochila. ¡Qué extraño!, pensó. Un par de horas antes había entrado en el registro de conocimientos más grande del continente, y habría podido tomar cualquier libro entre los millones que había allí —algunos de los cuales tenían un valor incalculable—. Pero los había dejado en los anaqueles para que se cubrieran de polvo, y no le había pasado por la cabeza la posibilidad de enriquecerse con los tesoros de la Biblioteca. Pero, en cambio, se llevaba un libro ilustrado muy sencillo, y se sentía como si hubiera descubierto el más grande de los tesoros de la Tierra.

Volvió al recibidor para hojear otros libros de la estantería, y, quizá, buscar álbumes de fotos en los armarios. Pero, al mirar por la ventana, se encontró con que algo había cambiado. Se adueñó de él una cierta intranquilidad. Algo había cambiado. Se acercó aún más y lo comprendió: el color de la noche era diferente, un tono rosado amarillento se había entremezclado con el gris. La luz era cada vez más intensa.

Los animales se habían congregado de nuevo frente a la puerta de la calle, pero no se atrevían a entrar. El cadáver de su igual había desaparecido. Tal vez se lo hubiera llevado el monstruo con alas, o quizá los otros lo hubieran hecho pedazos. Artyom no entendía por qué aún no habían asaltado el apartamento, aunque obviamente, prefería que actuasen de aquel modo.

¿Le sería posible llegar a la Smolenskaya antes de la salida del sol? ¿Lograría zafarse de sus perseguidores? Por supuesto, también le quedaba la posibilidad de atrincherarse en el apartamento. Se encerraría en el baño para que no le alcanzaran los rayos del sol. Esperaría allí mientras la luz alejaba a los depredadores, y, cuando anocheciera, seguiría su camino. Pero ¿cuánto tiempo aguantaría su traje aislante? ¿Hasta cuándo le protegería el filtro de la máscara antigás? Y ¿qué haría Melnik si el muchacho no se presentaba a tiempo en el lugar convenido?

Artyom se acercó a la puerta del apartamento y escuchó. Todo estaba en silencio. Apartó sigilosamente la barra y, poco a poco, abrió la puerta. En la escalera no había nadie, pero, al examinarla con ayuda de la linterna descubrió algo que antes no había estado allí. ¿O quizá, simplemente, no lo había visto?

Una gruesa capa de una sustancia viscosa cubría la escalera. Parecía como si alguien se hubiera arrastrado por allí. Por fortuna, el rastro pasaba de largo ante la puerta del apartamento en el que Artyom había permanecido durante aquel rato. Pero, de todos modos, era un escaso consuelo.

El edificio no estaba tan vacío como le había parecido. De repente, Artyom perdió todo deseo de quedarse en el apartamento, e incluso de dormir. Sólo le quedaba una alternativa: tenía que poner en fuga a las bestias hambrientas y tratar de llegar a la Smolenskaya. Y todo eso, antes de que el Sol le abrasara los ojos y despertara a los monstruos de los que le había hablado Melnik.

Esta vez no se anduvo con reparos al apuntar, sino que trató, simplemente, de matar a tantas bestias como pudiera. Dos de ellos chillaron y cayeron al suelo, los otros desaparecieron por los callejones. Parecía que el camino había quedado libre.

Artyom bajó por la escalera y miró con precaución desde la puerta, por si alguien le había tendido una emboscada. Luego echó a correr tan rápido como pudo hacia la Ronda de Jardines. ¡Qué temible jungla iba a encontrarse!, pensó, puesto que los escasos árboles de la Arbatskaya se habían transformado en aquella siniestra vegetación. Por no hablar del Jardín Botánico y de las criaturas que habían crecido allí…

Mientras sus perseguidores se reunían de nuevo, Artyom había logrado sacarles cierta ventaja, y se encontraba casi al final de la avenida. Estaba clareando, pero, por lo visto, aquellos animales no tenían nada que temer de los rayos del sol: divididos en dos grupos, se movían cerca de las casas, y acortaban incesantemente la distancia. Allí, en campo abierto, tenían ventaja, porque Artyom tendría que detenerse para disparar contra ellos. Además, corrían a cuatro patas, y de aquella manera apenas si tenían un metro de altura, por lo que a menudo era difícil distinguirles. Por muy rápido que tratara de correr Artyom, el traje aislante, la mochila, las dos armas y la fatiga tras aquella noche aparentemente inacabable se hacían sentir con más fuerza a cada paso que daba.

Aquellas bestias que corrían con tanta furia le iban a alcanzar, y pondrían fin a todos sus proyectos. Se acordó de haber visto fugazmente los tremendos cadáveres que yacían en su propia sangre a la puerta del edificio: pellejo lustroso, de color pardo oscuro; una cabeza redonda y gigantesca; y unas fauces provistas de docenas de dientes pequeños y afilados, aparentemente en varias hileras. No se le ocurría ningún animal que hubiera podido transformarse en tales criaturas bajo los efectos de la radiación.

Por fortuna, en la Ronda de Jardines —por lo menos, en la parte que él tenía a la vista— no había árboles. Se trataba simplemente de una calle muy ancha, que se extendía hacia ambos lados. No se alcanzaba a ver el final. Antes de echarse a correr por ella, Artyom disparó, sin ver bien, una nueva descarga contra las bestias. Éstas se encontraban ya a cincuenta metros. Volvían a rodearlo en semicírculo, de tal modo que dos de ellas casi le flanqueaban.

En la Ronda de Jardines, Artyom tuvo que correr entre cráteres de cinco o seis metros de profundidad, y, llegado a cierto punto, dar un amplio rodeo en torno a una profunda grieta que se había abierto en el asfalto. Las casas de allí tenían un aspecto extraño: no se habían calcinado, sino, más bien, derretido. Parecía que hubiera ocurrido algo especial en aquella zona. Los desperfectos eran mucho más graves que en la Kalinin Prospekt. Majestuoso, y, al mismo tiempo, tétrico bastidor de aquel inquietante paisaje se alzaba a cierta distancia un edificio gigantesco, de varios centenares de metros de altura. Se parecía a un edificio medieval, y, según todos los indicios, había salido indemne de todos los ataques, y tampoco lo había roído el paso del tiempo con su diente. Tras echarle un rápido vistazo, Artyom suspiró aliviado: sobre el castillo volaba en círculo una terrorífica sombra. Tal vez le salvara. Solo tenía que llamarle la atención, y quizás aquella sombra acabaría con sus perseguidores. Artyom levantó el fusil con una sola mano, apuntó hacia el monstruo volador y tiró del gatillo.

No ocurrió nada.

El cargador estaba vacío.

No le habría sido posible empuñar a media carrera el arma de reserva que llevaba a la espalda. Artyom se metió por una de las calles laterales, se recostó en una pared y cambió de arma. Así, por lo menos, podría mantener a raya a las bestias hasta que el otro cargador de agotara.

El primero de los animales se encontraba ya en la esquina. Una vez más, se sentó sobre las patas traseras y se irguió en toda su estatura. En esta ocasión, se le había acercado con tanto atrevimiento que Artyom vio arder en sus ojos pequeños, ocultos bajo el prominente hueso de las órbitas, un malvado fuego verde, una especie de reflejo de la enigmática llama del parque.

El Kalashnikov de Danila no tenía mira láser, pero, a tan poca distancia, Artyom no iba a fallar. Apuntó con la mira manual a la bestia inmóvil, apoyó el fusil en el hombro y tiró del gatillo.

Este debía de haber recorrido la mitad de su camino cuando se encalló. Estaba claro que el obturador no se abría. ¿Qué había sucedido? ¿Era posible que, con las prisas, se hubiera confundido de arma? No, la suya tenía el láser… Artyom hizo un nuevo intento de disparo. Fue en vano.

En su cabeza se agolpaban las ideas: Danila. Los bibliotecarios. Por eso lo habían derrotado tan fácilmente. El arma no había funcionado. Artyom se imaginó a Danila luchando desesperado por levantar la palanca del obturador, mientras el bibliotecario tiraba de él hacia atrás, por entre los anaqueles…

Tras la primera bestia, aparecieron, en absoluto silencio, otras dos. Miraron con atención a Artyom, quien, desesperado, trataba todavía de emplear el arma de Danila. Al fin pasaron a la acción. El primero de los animales, sin lugar a dudas, su líder, dio un largo salto y aterrizó a cinco metros de Artyom.

En ese instante, una gigantesca sombra pasó sobre ellos. Los animales se agazaparon y miraron hacia lo alto. Artyom aprovechó el momento de confusión y, al ver que se encontraba cerca de un arco por el que se accedía a un patio interior, se metió por este. No abrigaba ya ninguna esperanza de escapar vivo de aquella situación, sino que lo hizo por puro instinto, obligado así a retrasar en la medida de lo posible el momento de su muerte. Allí, en las callejuelas, no tendría ninguna posibilidad de sobrevivir. Pero el camino de vuelta a la Ronda de Jardines estaba cortado.

Una vez más, encontró un patio de planta cuadrada, vacío. En las paredes de las casas que lo rodeaban descubrió otros arcos y pasillos. Detrás de uno de los edificios se divisaba el castillo que le había hechizado cuando caminaba por la Ronda de Jardines. Pero Artyom se liberó de aquella visión, porque en la pared del edificio que se encontraba al otro lado leyó: METRO V. I. LENIN DE MOSCÚ, y debajo de esa línea: ESTACIÓN SMOLENSKAYA. Las grandes puertas de roble estaban abiertas.

Lo que ocurrió entonces rayó en lo milagroso: debió de tratarse de una extraña mezcla de intuición, y de su capacidad para percibir el grácil movimiento en el aire que precedió al asalto del depredador. La bestia aterrizó a medio metro de él. Artyom se apartó a un lado y corrió con sus últimas fuerzas hasta la boca del Metro. Aquella era su casa, bajo tierra se hallaba su imperio, allí abajo era el rey…

El vestíbulo de entrada de la Smolenskaya era exactamente como Artyom se lo había imaginado: oscuro, húmedo y vacío. Se adivinaba fácilmente que sus moradores salían a menudo a la superficie: el acceso y sus dependencias auxiliares estaban abiertos, y los habían dejado vacíos. Todo lo que pudiera tener algún valor se encontraba bajo tierra desde hacía ya muchos años. De los molinetes y las taquillas solo quedaban las marcas sobre el granito. Detrás se veía la bóveda de cañón del pasadizo por el que las escaleras mecánicas se adentraban en las profundidades. El rayo de luz de la linterna de Artyom solo llegaba a la mitad del descenso, y por ello el muchacho no podía estar seguro de encontrarse de verdad a la entrada de la estación. Pero las bestias lo habían seguido hasta el vestíbulo. Se dio cuenta al oír el chirrido de las puertas. Tardarían unos instantes en llegar a las escaleras, y de nada le habría servido a Artyom la escasa ventaja que les llevaba.

Empezó a bajar torpemente, con sus gruesas botas, por los escalones estriados, siempre inestables. Trató de cubrir varios escalones a la vez, pero entonces adelantó demasiado el pie, perdió el equilibrio y bajó rodando con gran estrépito, golpeándose la nuca contra un canto. Contó, como mínimo, una docena de escalones con el casco y con las posaderas hasta que por fin se detuvo. Enfocó la linterna hacia arriba —¡qué corto era el trecho que había recorrido!—, y vio lo que tanto temía: siluetas oscuras, inmóviles, que lo observaban desde arriba. Como de costumbre, estudiaban el lugar antes de iniciar el ataque, o quizá discutían en silencio.

Artyom se puso en pie ruidosamente y siguió corriendo. Una vez más trató de bajar los escalones de dos en dos, en esta ocasión con mejor resultado. Se guiaba con la mano derecha sobre la cinta de goma, sostenía la linterna con la izquierda, y así descendió durante unos veinte segundos, hasta que volvió a tropezar.

Atrás se oyó una tumultuosa algarabía. Los animales se habían decidido.

Artyom tenía la esperanza de que los viejos escalones, que habían rechinado ya bajo su peso, se hundieran bajo la masa de sus perseguidores. Pero el ruido de las pisadas, cada vez más fuerte, no le permitía esperar nada bueno.

A la luz de la linterna, descubrió un muro de ladrillo con una gran puerta en medio. Artyom consiguió levantarse y recorrió el último trecho en unos quince segundos que le parecieron una eternidad.

La puerta estaba hecha con acero laminado, y los puñetazos que le dio resonaron como una campana. Artyom la golpeaba con todas sus fuerzas, aterrado por las sombras que se le acercaban, y que se le aparecían, borrosas, en la penumbra. Tardó un par de segundos en comprender el error que había cometido, y la sangre se le heló en las venas: en vez de repetir el código que Melnik le había enseñado, había asustado a los guardias. Después de aquello, no le abrirían bajo ningún concepto. Nunca se sabía qué criaturas podían colarse en el Metro desde arriba…

¿Cómo era la señal? ¿Tres breves, tres largas, tres breves? No, aquello era S.O.S. Tenía que dar tres golpes al principio y otros tres al final, pero Artyom no recordaba si tenían que ser largos o breves. Si empezaba a hacer experimentos, podía darse por perdido. Mejor intentarlo con un S.O.S… así, al menos, los guardias se darían cuenta que al otro lado de la puerta había un ser humano.

Artyom golpeó una vez más la puerta con todas sus fuerzas, tomó el arma que llevaba al hombro y, con manos temblorosas, le puso el cargador del fusil de Danila. Luego sostuvo la linterna junto al cañón e iluminó nerviosamente la bóveda. Las largas sombras de los antiguos soportes de las lámparas se superponían a la luz de la linterna, y Artyom no estaba seguro de que bajo estas pudiera ocultarse una oscura silueta.

Al otro lado de la puerta de acero reinaba un absoluto silencio. «Dios mío», pensó Artyom, ¿podía ser que aquella no fuera la Smolenskaya a la que quería llegar? Quizás aquel acceso llevara décadas sellado, porque nadie lo empleaba. El muchacho, a fin de cuentas, no había seguido las indicaciones de Melnik, sino que había llegado hasta allí por pura casualidad. Tal vez se hubiera equivocado…

Muy cerca de él, tal vez a unos quince metros, crujió un escalón. Artyom perdió todo control sobre sí mismo y disparó a ciegas hacia el lugar de donde provenía el ruido. El eco le dolió en los oídos, y luego ascendió, escalera arriba, hasta la superficie. Pero no se oyó nada que se pareciera al aullar de una bestia herida. Las balas habían surcado el vacío.

Sin apartar la mirada, Artyom oprimió el cuerpo contra la puerta y la golpeó una vez más con el puño: tres breves, tres largas, tres breves. De repente, oyó un fuerte chirrido metálico al otro lado. Y, en aquel mismo instante, uno de los depredadores emergió de la penumbra a una velocidad de vértigo y se arrojó sobre el muchacho.

Artyom sostenía el arma con la mano derecha, y tiró del gatillo casi por casualidad, al mismo tiempo que retrocedía por puro instinto. La fuerza de la bala detuvo el cuerpo de la criatura a medio salto, y así, ésta, en vez de alcanzarle la garganta, retrocedió dos metros. Pero, al momento, se levantó de nuevo, titubeó, y luego saltó una vez más y embistió a Artyom contra la fría puerta de acero. Pero Artyom le había disparado ya su última bala a la cabeza, y la bestia, al tocar el suelo, estaba muerta. Sin embargo, el ímpetu con el que se arrojó contra Artyom habría sido suficiente para abrirle el cráneo, si este no hubiera llevado el casco puesto.

La puerta se abrió, y de esta emergió una luz brillante. En la escalera mecánica se oían chillidos de temor. A juzgar por lo que se estaba oyendo, habría allí, por lo menos, cinco animales. Unas manos fuertes agarraron a Artyom por el cuello del traje aislante y lo arrastraron al otro lado de la pared. Por último, se oyó de nuevo un ruido metálico: alguien había cerrado la puerta y había echado el cerrojo.

—¿Estás bien? —le preguntó una voz.

—¿Habéis visto con quién venía? —dijo otra voz—. La última vez nos libramos de ellos a duras penas, y sólo porque utilizamos gas. Sólo nos habría faltado que ésos se instalaran en la Smolenskaya. Ya tenemos bastante con la Arbatskaya. Será posible. Les gusta la carne humana…

—Dejadlo en paz. Es mío. ¡Artyom! ¡Eh, Artyom! ¡Despierta de una vez!

El muchacho reconoció la tercera voz. Con gran dificultad, abrió los ojos. Vio a tres hombres inclinados sobre él. Dos de ellos, que debían de ser los vigilantes de la puerta, vestían chaquetas grises, gorras de lana, y chalecos antibalas. Artyom confirmó, con gran alivio por su parte, de que el tercero era Melnik.

—¿Ah, es él? —dijo uno de los guardias, con cierto tono de decepción—. Bueno, pues entonces lléveselo, pero no se olvide de esto: primero tenemos que ponerlo en cuarentena y descontaminarlo.

—Gracias por este rato extra que os habéis tomado por mí —les respondió el Stalker con una sonrisa maliciosa, y le tendió la mano al joven—: Levántate, Artyom. Has tardado mucho.

Artyom trató de ponerse en pie, pero sus piernas no querían colaborar. Todo daba vueltas a su alrededor, se difuminaba ante sus ojos. Se encontraba mal.

—Tiene que ir al hospital —ordenó Melnik.

Mientras el médico lo examinaba, Artyom observó los blancos azulejos que recubrían la pared de la sala de operaciones. Toda la sala brillaba, y el aire estaba impregnado de un fuerte olor a cloro. Del techo colgaban varias lámparas de luz blanca. Había varias mesas de operaciones, y, al lado de cada una, una caja con instrumentos en buen estado. Las instalaciones del pequeño hospital eran impresionantes, pero Artyom no acababa de entender que se encontraran precisamente en la Smolenskaya. Por lo que él recordaba, era una estación pacífica.

—Por suerte, no se ha roto nada. Solo tiene un par de contusiones —constató el médico, y se secó las manos con un paño limpio—. Le hemos desinfectado los rasguños.

—¿Podrían dejarnos solos durante un rato? —solicitó Melnik—. Tendríamos que hablar a solas.

El médico asintió, comprensivo, y se marchó. Entonces, Melnik se sentó al lado de la camilla de Artyom y le ordenó que se lo contara todo con la máxima exactitud. Melnik había calculado que Artyom llegaría a la Smolenskaya un par de horas antes, y había estado a punto de subir en su busca. Escuchó hasta el final la historia de Artyom y de sus perseguidores, pero sin gran interés. Al monstruo volador lo designó con una palabra que sonaba a término científico: «Pterodáctilo». Lo único que suscitó una verdadera reacción fue el episodio de la escalera. Cuando Artyom le expresó su suposición de que algo había subido arrastrándose por la escalera mientras él se encontraba dentro del apartamento, el Stalker arrugó la frente y meneó la cabeza.

—¿Estás seguro de no haber pisado el moco que se encontraba sobre la escalera? Dios quiera que esa porquería no llegue a la estación. ¡Te había dicho que no te metieras en los edificios! Has tenido suerte de que no fuera a buscarte dentro del apartamento ése.

Melnik se levantó, fue hasta donde se encontraban las botas de Artyom, junto a la entrada, y examinó con suma atención las dos suelas. No pareció encontrar nada sospechoso, y volvió a dejarlas en su lugar.

—Como te decía: no puedes regresar a la Polis. He tenido que inventar una historia bonita para los Brahmanes. Piensan que los dos habéis desaparecido en la Biblioteca, y que yo he salido a buscaros. ¿Qué ha sucedido exactamente?

Artyom le explicó una vez más la historia entera, desde el principio hasta el final. En esta ocasión le explicó con sinceridad cómo había muerto Danila.

El rostro del Stalker se ensombreció una vez más.

—Será mejor que no le cuentes a nadie el final de esta historia. Francamente, me gustaba más la primera versión. La segunda suscitaría demasiadas preguntas entre los Brahmanes. Has matado a uno de los suyos, no has encontrado el libro, y de todos modos te has quedado con la paga. —Miró a Artyom con recelo—. Por cierto, ¿en qué consistía?

Artyom se apoyó sobre el hombro y se sacó del bolsillo la bolsita manchada de sangre seca. Miró a Melnik, y luego abrió el sobre.