Artyom salió, y, confuso, miró en derredor. Acababa de cerrar un acuerdo sumamente extraño. Sus socios en el trato no habían querido explicarle qué era exactamente lo que tenía que buscar en el depósito de la Biblioteca: le contarían los detalles por el camino. Por supuesto, pensó enseguida en el libro sobre el que Danila le había hablado el día anterior, pero no osaba hacer preguntas.
Los Brahmanes le habían asegurado que no tendría que ir solo a la superficie. Querían organizar una especie de fuerza expedicionaria: por lo menos un miembro de su casta, y dos Stalkers, acompañarían a Artyom. Si la expedición tenía éxito, debería confiarle de inmediato su hallazgo al guardián. A cambio, éste le daría algo con lo que podría alejar el peligro de la VDNKh.
En aquel momento, bajo la brillante luz de la estación, las condiciones del acuerdo le parecían absurdas. Le recordaban el título de un antiguo cuento ruso: ¡Ve! ¿Adónde? No lo sé ¡Me lo tienes que traer! ¿El qué? ¡Ya lo verás! A cambio le prometían una salvación milagrosa, sin precisarle en qué consistiría ésta. Pero ¿qué otra cosa podía hacer? ¿Tendría que regresar con las manos vacías? ¿Qué habría querido Hunter?
Artyom le preguntó a su enigmático interlocutor cómo iba a poder encontrar en el gigantesco depósito de la Biblioteca el objeto que buscaban, y el otro le respondió que, en cuanto llegaran allí, lo entendería todo. Sería capaz de percibirlo. No preguntó nada más, para que los Brahmanes no perdieran la fe en sus extraordinarias capacidades —él mismo no estaba convencido de poseerlas—. En el momento de la despedida, le ordenaron enérgicamente que no le contara nada a ninguno de los militares, so pena de que el acuerdo perdiera de inmediato su validez.
Artyom se sentó en un banco que se hallaba a la mitad del vestíbulo y se puso a pensar. Se le presentaba una oportunidad extraordinaria de subir a la superficie —hasta aquel momento solo había podido hacerlo una vez—, sin temor a castigos ni otras consecuencias. No iría sólo, sino acompañado por un verdadero Stalker, para llevar a cabo una misión secreta que le había confiado la casta de los Guardianes. No se había atrevido a preguntar por qué detestaban de aquella manera la palabra «bibliotecario».
Melnik se sentó pesadamente a su lado en el banco. Parecía fatigado y tenso.
—¿Por qué has aceptado? —le preguntó con un tono de voz neutro, mientras miraba fijamente al vacío.
—¿Cómo lo sabe usted? —le replicó el asombrado Artyom. No había pasado ni un cuarto de hora desde la conversación con los Brahmanes.
Melnik no prestó atención a su pregunta, y siguió hablando mostrando cierta indiferencia:
—Tendré que acompañarte, porque ahora soy responsable de lo que te ocurra. Se lo debo a Hunter, independientemente de lo que le haya pasado a él. Por otra parte, los tratos que se cierran con los Guardianes no se pueden romper. Hasta ahora, nadie ha podido anular ninguno. Pero no les digas nada a los militares. —Se puso en pie, movió la cabeza y añadió—: Si supieras cuál es el compromiso que acabas de asumir… voy a acostarme. Hoy por la noche saldremos a la superficie.
—¿Usted no es militar? —le gritó Artyom mientras se marchaba—. He oído que le llamaban comandante.
—Sí, soy comandante, pero estoy en otra organización —le replicó Melnik tras un momento de duda, y se marchó.
Artyom empleó el resto del día en visitar la Polis. Deambuló sin rumbo por aquel laberinto de pasillos y escaleras, aparentemente interminable. Contempló las majestuosas columnatas, se preguntó cuántas personas podían llegar a vivir en la ciudad subterránea, escuchó a los músicos callejeros, hojeó los libros que se encontraban en los estantes, jugó con los cachorrillos que estaban a la venta, se informó de los rumores más recientes… y no consiguió librarse de la sensación de que alguien le vigilaba. En varias ocasiones dio media vuelta y buscó unos ojos que lo estuvieran observando. Pero fue en vano. A su alrededor se agolpaba una masa de personas atareadas. Nadie se interesaba por él.
En uno de los corredores descubrió una especie de albergue, en el que durmió durante unas horas, hasta que, a las diez de la noche, de acuerdo con lo pactado, se presentó en la Borovitskaya, en el punto de control que se encontraba junto a la salida al exterior. El retraso de Melnik era evidente, pero los guardias estaban informados, e invitaron a Artyom a tomarse una taza de té mientras aguardaba al Stalker.
El viejo guardia interrumpió la historia que estaba contando para ofrecerle agua caliente a Artyom. Luego prosiguió:
—Pues sí, en aquella época yo supervisaba las comunicaciones por radio. Todo el mundo tenía la esperanza de que nos llegara una señal desde el bunker del Gobierno que se encontraba tras los Urales. Por supuesto, todo fue en vano, porque los objetivos estratégicos habían sufrido ya ataques especialmente duros. Luego le tocó a Ramenky, y también a las dachas del Gobierno con los sótanos a treinta metros del suelo… quizás habían respetado Ramenky. En la medida de lo posible, dejaban con vida a la población civil. En aquel momento aún no se sabía que la guerra llegaría hasta sus últimas consecuencias, y que en realidad no importaba. En cualquier caso, habrían respetado Ramenky si no hubiera existido a su lado una base auxiliar del Ejército. Por supuesto, la devastaron. Sí, y los civiles muertos no eran más que daños colaterales. Se decía con esa frase tan correcta. El lema era: lo lamentamos profundamente, pero… En todo caso, cuando aún no había nada seguro, me llegó la orden de estar pendiente de la radio. Me encontraba sentado dentro de un búnker, junto a la Arbatskaya. Al principio capté señales extrañas. Desde Siberia no llegaba nada, pero sí que recibí las señales de los submarinos, de los submarinos estratégicos, nucleares. Querían saber si tenían que atacar o no. No se creían que Moscú hubiera dejado de existir. Había capitanes de primer rango que sollozaban como críos, aunque los estuviera escuchando. Era raro, ¿sabes? Los oficiales de Marina más endurecidos me rogaban, llorando, que buscara a su mujer y a sus hijas. Como si hubiera tenido alguna posibilidad de encontrarlas… después, cada uno de ellos reaccionó de una manera distinta. Unos decían: ojo por ojo, diente por diente, al diablo con todo, y navegaron hasta las costas enemigas y destrozaron todo lo que se hallaba al alcance de sus misiles, todas las ciudades. Pero otros pensaron que no tenía sentido combatir más. ¿De qué iba a servir que hubiera más muertes? No importaba ya. La comunicación con los submarinos se mantuvo mucho tiempo. Si era necesario, podían mantenerse en reposo bajo el agua durante seis meses. De vez en cuando el enemigo hundía alguno, pero no pudieron encontrarlos a todos. Oí historias que todavía me producen escalofríos… pero en realidad quería contarte otra cosa. En cierta ocasión hablé por radio con la dotación de un tanque, que había sobrevivido al ataque como por un milagro. Parece que perdieron contacto con su base. Las nuevas técnicas aplicadas a los tanques protegían de la radiación, y así fue como los tres se alejaron de Moscú a toda prisa, en dirección al Este. Atravesaron aldeas en llamas, recogieron a unas cuantas mujeres y siguieron adelante. Para proveerse de combustible, se detuvieron por el camino en algunas gasolineras, y siguieron adelante. El combustible no se les terminó hasta que llegaron a un paraje totalmente desierto, en el que apenas si había nada que se pudiera bombardear. Por supuesto, la radiación también era elevada, pero no tanto como en la cercanía de las ciudades. Levantaron un campamento y cubrieron de tierra el tanque hasta la mitad, para que les sirviera como fortificación. Plantaron las tiendas a su lado, cavaron trincheras, instalaron un generador manual que habían conseguido no sé dónde, y vivieron bastante tiempo al lado del tanque. Durante un par de años, conversé con ellos cada noche. Al fin, tuve noticias sobre su vida familiar. Al principio vivían en paz, se instalaron allí como en su casa, y dos de las mujeres tuvieron niños casi normales. Conservaban munición de sobras. El teniente con el que solía contactar no sabía cómo describirme lo que veían desde allí. Los animales que salían del bosque. Cierto día, desaparecieron. Durante medio año, los estuve buscando, pero parece que les ocurrió algo. Quizá se averiara el generador, o el receptor, o tal vez se quedaron sin munición.
El otro guardia intervino súbitamente.
—Cuando has hablado de Ramenky, y has dicho que los bombardearon, he pensado: llevo muchos años de servicio, pero nadie me ha explicado todavía cómo es posible que el Kremlin siga en pie. ¿Por qué no lo atacaron? Seguro que allí había un gran número de búnkeres…
—¿Quién te ha dicho a ti que no lo atacaron? Pero no querían destruirlo, por su arquitectura. Por el contrario, probaron allí una de sus armas más nuevas. Sí, y de ahí vinieron los problemas. Ojalá lo hubieran aplastado. —El viejo escupió y no dijo nada más.
Artyom guardaba silencio, y evitaba toda expresión que pudiera interrumpir a los veteranos en la evocación de sus recuerdos. Raramente tenía la oportunidad de acceder a información tan detallada sobre lo que había ocurrido en aquella época. Pero el guardia calló, inmerso en sus pensamientos. Artyom esperó un rato, y finalmente se atrevió a hacerles una pregunta que le había rondado desde hacía tiempo:
—¿En las otras ciudades también había redes de metro? Entonces, ¿no podría ser que otros humanos hubieran sobrevivido en ellas? ¿No había recibido ninguna señal cuando estaba a cargo de la radio?
—No, no recibí ninguna. Pero tienes razón. Seguro que en Petersburgo también se salvaron algunos. Allí, las estaciones de metro son muy profundas. Algunas son incluso más profundas que las nuestras. Y tienen instalaciones parecidas. Me acuerdo que estuve allí en mi juventud. En una de las líneas no se podía acceder a las vías, ya que había grandes puertas de hierro. Cuando el tren llegaba a la estación, las puertas se abrían al mismo tiempo que las del vagón. Aunque se lo pregunté a todo el mundo, nadie supo explicarme por qué. Uno pensaba que era una protección contra las inundaciones, otro que habían querido ahorrar dinero al construir las estaciones. Pero entonces conocí a uno de los constructores del Metro, que me dijo que, al perforar los túneles, la mitad de su brigada había desaparecido, devorada por alguien. Y les ocurrió lo mismo a los otros equipos. Solo habían quedado los huesos mondos y las herramientas. No le dijeron nada a nadie, pero, para evitar incidentes desagradables, instalaron aquellas puertas de hierro por toda la línea. Piensa ahora en qué época sucedía todo eso… cuesta imaginarse lo que debió de aparecer después, con toda la radiación.
En aquel momento, Melnik llegó al punto de control. Le acompañaba un hombre pequeño y rechoncho, de barbilla ancha, barba rala y ojos hundidos. Ambos vestían trajes aislantes y cargaban con voluminosas mochilas a sus espaldas. Melnik contempló en silencio a Artyom, dejó una gran bolsa negra a sus pies y señaló a una de las tiendas militares.
Artyom entró en la tienda, abrió la bolsa y sacó un traje negro, semejante al que llevaban Melnik y su compañero. También encontró una extraña máscara antigás, con un grueso visor de cristal y dos filtros en posición oblicua, un par de botas grandes con cordones, y, además, un Kalashnikov nuevo con mira láser y abrazadera desmontable para el hombro; hasta aquel día, Artyom había visto un arma como aquélla tan sólo en manos de las unidades de élite de la Hansa que patrullaban con sus vehículos por las vías de la Línea de Circunvalación. En la bolsa también había una linterna de largo alcance y un casco redondo acolchado.
Aún se estaba cambiando cuando la entrada de la tienda se abrió y entró Danila con una bolsa enorme en la mano, igual que la suya. Ambos se miraron con asombro. Artyom fue el primero en darse cuenta de lo que sucedía y le preguntó en tono mordaz:
—Vaya, ¿tú también vienes? ¿A buscar yo-no-sé-qué-cosa?
—Sé muy bien de qué se trata —le replicó Danila—. Pero ¿qué es lo que vas a encontrar? Para mí, eso es un absoluto enigma.
—También para mí —le confesó Artyom—. Me dijeron que me lo iban a explicar. Pero aún estoy esperando.
—Y a mí me han dicho que tenía que acompañar a un vidente, y que éste percibiría hacia dónde teníamos que ir.
Artyom resopló.
—¿Y resulta que ese vidente soy yo?
—Los ancianos piensan que tienes un don especial. En nuestros libros, en alguna parte, se encuentra una profecía que cuenta que ha de venir un joven guiado por el Destino, y que desentrañará los secretos que se esconden en la Gran Biblioteca. Él será quien encuentre lo que nuestra casta ha estado buscando en vano desde hace una década. Los ancianos están convencidos de que eres tú.
—¿Se trata del libro del que me habías hablado?
Danila calló largo rato, y finalmente asintió.
—Tendrías que intuir su presencia. Si de verdad eres el «Enviado del Destino», no hará falta que busques durante mucho tiempo por el depósito. Será el libro quien te encuentre a ti. —Miró fijamente a Artyom—. ¿Qué te darán a cambio?
Ya no tenía ningún sentido andarse con secretos. Pero a Artyom le desconcertó que Danila ignorara el peligro que amenazaba a la VDNKh, así como las condiciones incluidas en su acuerdo con el Consejo. Le explicó en pocas palabras en qué consistía el trato y en qué consistía la catástrofe que pretendía evitar. Danila le escuchó atentamente hasta el final, y, mientras Artyom salía de la tienda, se quedó dentro. Parecía que reflexionara sobre algo.
Melnik y el Stalker barbudo les estaban esperando con el equipo a punto. Ahora sólo tenían las máscaras antigás y los cascos en la mano. Era el compañero de Melnik quien cargaba con la ametralladora. El propio Melnik empuñaba un Kalashnikov idéntico al de Artyom y se había colgado al cuello el aparato de visión nocturna.
Cuando Danila salió, los dos jóvenes se miraron con aires de importancia. Entonces, el brahmán le guiñó el ojo a Artyom, y ambos se pusieron a reír: tenían pinta de auténticos Stalkers.
—Tenemos suerte —le susurró Danila a Artyom—. Normalmente, los Stalkers obligan a los novatos a pasarse un par de años acarreando leña hasta que por fin les permiten sumarse a expediciones reales. ¡Nosotros, en cambio, nos hemos unido desde el primer día a la categoría más elevada!
Melnik les miraba con desconfianza, pero no dijo nada. Luego les indicó que le siguieran. Subieron por las escaleras y se detuvieron junto a la pared de granito, frente a una pequeña puerta blindada. Dos guardias la vigilaban. El Stalker les saludó y dio la orden de abrir. Uno de los soldados se puso en pie, anduvo hasta la puerta y tiró de un pesado cerrojo. La gruesa puerta de acero se corrió suavemente hacia un lado. Melnik hizo pasar primero a los otros tres, le hizo un saludo militar al guardia y luego salió.
Detrás de la puerta se encontraba una pequeña área de seguridad, de unos tres metros de largo, entre el muro de granito y la puerta hermética. Allí montaban guardia otros dos soldados bien armados y un oficial. Antes de dar la orden de levantar el cerrojo de hierro, Melnik dio instrucciones a los novatos.
—Vamos a ver: durante el camino no se habla. ¿Alguno de vosotros ha estado ya en el exterior? Tanto da. —Se volvió hacia el oficial—. Deme el plano. Bueno, mientras no lleguemos a la entrada tendréis que pisar por donde haya pisado yo, sin apartaros del camino ni un segundo. Y mirad siempre adelante. Cuando lleguemos a la salida, tendréis que dar un amplio rodeo en torno a los molinetes, si no queréis que os sieguen las piernas. Seguid siempre mis pasos, y que a nadie se le ocurra marcharse por su cuenta, ¿entendido? Yo seré el primero en salir, mientras que Número Diez —señaló al Stalker barbudo— controlará la salida. Si no hay peligro a la vista, nos marcharemos enseguida hacia la izquierda. Aún no estará muy oscuro, por lo que no encenderemos las linternas, para no llamar la atención. ¿Os han explicado ya que el Kremlin es peligroso? Se encuentra a nuestra derecha, pero una de las torres sobresale entre los edificios y se puede ver desde la salida del Metro. ¡No se os ocurra mirar hacia allí! Al que se le ocurra mirar, yo mismo en persona le daré una paliza.
«Entonces, es cierto que no se puede mirar al Kremlin», pensó un impresionado Artyom. De pronto, algo se agitó en su interior, jirones de pensamientos e imágenes salieron a la luz y se desvanecieron una vez más.
—Subiremos de inmediato a la Biblioteca. La escalera que lleva hasta la puerta es larga. Yo seré el primero en entrar. Dentro hay otra escalera. Si no encontramos ningún obstáculo en ella, Número Diez nos cubrirá mientras nosotros subimos, y luego le cubriremos a él mientras sube. No quiero oír ni una sola palabra durante el camino. Si descubrís algún peligro, haced una señal con la linterna. Solo dispararemos en un caso de extrema necesidad. Los disparos podrían atraerles.
—¿A quiénes? —preguntó Artyom.
—¿A quiénes, me preguntas? ¿A quién quieres que nos encontremos en una biblioteca? A los bibliotecarios, por supuesto.
Danila dio un respingo y se quedó pálido como un muerto. Artyom volvió los ojos hacia él, y luego hacia Melnik. No era un buen momento para fingir que estaba informado.
—¿Quiénes son?
Melnik enarcó una ceja. Su barbudo compañero se cubrió los ojos con la mano. Danila miró al suelo.
El Stalker clavó su mirada sobre Artyom durante largo rato. Cuando por fin se hubo convencido de que la pregunta no era en broma, le respondió, impasible:
—Tú mismo lo entenderás más adelante. Ten en cuenta sólo una cosa: no podrán atacarte mientras les mires directamente a los ojos. Directamente a los ojos, ¿entendido? Y no permitas que se te acerquen nunca por la espalda. Pero ahora, ¡adelante!
Se puso la máscara antigás y el casco, e hizo una señal a los guardias con el pulgar hacia arriba.
El oficial manipuló algunas palancas y abrió el cerrojo. El muro de acero se elevó lentamente.
Empezó la representación.
Una vez estuvo arriba, Melnik evaluó brevemente la situación con la que se encontrarían al salir, y luego les hizo señas a los demás para que lo siguieran. Artyom empuñó el fusil, abrió la puerta de cristal y salió con cautela al exterior. Aun cuando el Stalker le hubiera ordenado que siguiera todos sus pasos, y en ningún momento se quedara atrás, Artyom no fue capaz de seguir la orden: el cielo no se parecía en nada al de la otra vez. En lugar de un espacio sin límites, azul y transparente, se divisaban nubarrones grises, una especie de techo de algodón del que caían gotas de lluvia. Un viento frío y racheado les soplaba en la cara. A pesar del traje aislante, Artyom lo sentía sobre la piel.
A la derecha, a la izquierda, enfrente… por todas partes los envolvía un espacio de abrumadora amplitud. Artyom, emocionado, contemplaba la inabarcable anchura y sentía, al mismo tiempo, una extraña angustia. Por unos instantes, se sintió tentado de regresar al edificio por el que se accedía a la Borovitskaya, bajo tierra, protegido por paredes cercanas, arropado por la seguridad y el calor del espacio cerrado, delimitado. Para librarse de aquella congoja, volvió la mirada hacia los edificios circundantes.
El sol se había puesto ya, y la ciudad se sumergió en una luz mortecina. Los esqueletos de los edificios de apartamentos, más bajos que los demás, medio derruidos, devorados por la lluvia ácida, le contemplaban por las cuencas vacías de sus ojos, por sus ventanas reventadas.
La ciudad… una visión tétrica, pero, al mismo tiempo, soberbia. Artyom, absorto, miraba en todas direcciones, sin prestar atención a las voces que le llamaban. Por fin podía comparar la realidad con sus sueños, y con los recuerdos difuminados de su niñez.
A su lado se encontraba, inmóvil, Danila. Llevaba escrito en la cara que él tampoco había estado nunca arriba.
El último en abandonar el vestíbulo de la entrada fue Número Diez. Para sacar a Artyom de sus pensamientos, le dio una palmada en el hombro y le señaló la prominente silueta de una gran catedral que destacaba en la lejanía, a la derecha.
—Mira la cruz —dijo su atronadora voz a través de la máscara antigás.
Al principio, Artyom no vio nada especial. Ni siquiera alcanzó a distinguir la cruz que se hallaba en lo alto de la enorme cúpula. Hubo que esperar a que una gigantesca sombra se elevara desde el travesaño con un grito sostenido y penetrante, y ascendiese por los aires, para que el muchacho entendiera lo que Número Diez quería decirle. El monstruo sólo tuvo que batir las alas unas pocas veces para subir a lo alto y empezó a planear en amplios círculos en busca de una presa.
—Tienen el nido allí arriba. Sobre la Catedral de Cristo Salvador[56] —le aclaró Número Diez.
Avanzaron pegados a la pared hasta la entrada de la Biblioteca. Melnik iba siempre algunos pasos por delante, mientras que Número Diez se quedaba atrás y les cubría las espaldas. Se acercaron a una estatua —un hombre sentado—, mientras los Stalkers vigilaban los alrededores.
Artyom sintió un fuerte pálpito al contemplar el monumento. De repente lo vio todo claro. Le vino a la memoria una parte del sueño que había tenido la noche pasada, pero ya no le parecía un sueño. La columnata de la Biblioteca era idéntica a como se le había representado. ¿Y si el Kremlin también era igual al que se le había aparecido en su visión?
Nadie prestaba atención a Artyom, ni siquiera Danila. Este último se había quedado atrás, con Número Diez.
¡Ahora o nunca!
Artyom se sintió la garganta seca, y el pálpito le golpeaba las sienes.
La estrella que remataba la torre estaba brillando…
—Eh, Artyom… ¡Artyom! —Alguien le sacudió el hombro.
Artyom necesitó un tiempo para recobrar por completo la conciencia. La intensa luz de la linterna le dio directamente en los ojos. Parpadeó y se llevó la mano a la cara. Se sentó en el suelo, recostado en el pedestal de piedra del monumento. Danila y Melnik se inclinaron sobre él y le contemplaron con preocupación.
—Se le han contraído las pupilas —constató Melnik. Luego, enfurecido, se volvió hacia Número Diez. Se encontraba a cierta distancia y miraba fijamente a la calle.
—¿Cómo es posible que te hayas olvidado de éste?
—He oído algo a mis espaldas, tenía que mirar lo que era —le replicó el Stalker—. ¿Cómo iba a saber yo que iría tan rápido? Ha tardado un minuto en llegar al Manege.[57] Si nuestro brahmán no lo hubiera estado vigilando, se nos habría escapado. —Le dio una palmada de reconocimiento en la espalda a Danila.
—Está brillando —le decía Artyom a Melnik con voz débil. Luego miró a Danila—. Está brillando.
—Sí, está brillando —le respondió Danila en tono tranquilizador.
Cuando Melnik se hubo convencido de que ya no había peligro, descargó toda su cólera sobre Artyom.
—¿Y yo para qué pierdo el tiempo dándote instrucciones, imbécil? ¡Haz lo que te manden los mayores! —Le golpeó con fuerza en el cogote.
El casco amortiguó hasta cierto punto la contribución pedagógica de Melnik. Artyom se quedó sentado en el suelo, parpadeando. El Stalker le agarró por el hombro mientras despotricaba, lo sacudió con fuerza y lo puso en pie.
Artyom volvió gradualmente en sí. Se avergonzó de haberse visto incapaz de resistir a la tentación. Apenado, volvió los ojos hacia el suelo, sin atreverse a mirar a Melnik. Por fortuna, éste no tuvo tiempo de proseguir con la bronca, porque Número Diez, que vigilaba el cruce de calles, le indicó con una mano que se acercara, mientras que con la otra les ordenaba que guardaran silencio.
Cuando Melnik se encontró junto al Número Diez, se quedó petrificado. El barbudo señaló en la dirección opuesta al Kremlin, donde los edificios de la Kalinin Prospekt se alzaban como dientes podridos. Artyom se acercó con cautela a los otros dos, y al mirar por encima del hombro del Stalker comprendió enseguida lo que ocurría.
En medio de la Prospekt, a unos seiscientos metros de ellos, se veían, bajo una luz cada vez más tenue, tres siluetas humanas que permanecían inmóviles.
¿Eran seres humanos de verdad? Desde tan lejos, Artyom no habría puesto la mano en el fuego. De todas maneras, eran de estatura mediana y se sostenían sobre las piernas, lo cual era ya reconfortante.
—¿Quiénes son? —masculló Artyom con voz ronca. El cristal empañado de la máscara antigás no le permitía ver nada más que los contornos de aquellas figuras. Si no eran humanos, quizá se tratara de aquellos engendros semejantes a humanos de los que había oído hablar.
Melnik negó con la cabeza, en silencio. Era obvio que él tampoco lo sabía. Apuntó a las inmóviles criaturas con el halo de su linterna, trazó tres círculos con esta y la apagó. A modo de respuesta, los otros encendieron también una luz brillante, trazaron tres círculos y la apagaron.
Los Stalkers se habían tranquilizado. Melnik indicó a los demás que no había motivo para alarmarse.
—También son Stalkers. Fíjate: tres círculos con la lámpara. Ésa es la señal con la que nos identificamos. Si alguien te responde de la misma manera, puedes seguir adelante. No te hará nada. Pero si alguien no contesta, o lo hace con otro código, ya puedes echarte a correr. ¡Y muy rápido!
—Pero si de todos modos llevan una linterna, es que son humanos, y no bestias —le replicó Artyom.
—Me costaría decir cuál de las dos cosas es peor —observó bruscamente Melnik, y, sin dar más explicaciones, subió por la escalera hasta la puerta de la Biblioteca.
La pesada puerta de doble batiente, cuya altura casi duplicaba a la de un hombre, tardó en abrirse. Las herrumbrosas bisagras rechinaron agónicamente. Melnik se asomó al interior, se colocó delante de los ojos el aparato de visión nocturna y empuñó el Kalashnikov. Al cabo de un momento, hizo señas a los demás: tenían vía libre.
Frente a ellos se encontraba un largo corredor, en cuyos lados había piezas curvas de metal. Seguramente había sido el guardarropa. Más atrás, bajo la mortecina luz del día, se distinguían aún los blancos escalones de mármol de una ancha escalera que llevaba hacia arriba. El techo debía de tener unos quince metros de altura, y a media altura se encontraba una barandilla de hierro labrado de la galería del primer piso. Un frágil silencio reinaba en la sala. Cada uno de los pasos que daban resonaba con fuerza.
Las paredes del vestíbulo estaban cubiertas de musgo. Éste se movía ligeramente, como si respirara. Desde el techo, casi hasta tocar el suelo, colgaban plantas extrañas, semejantes a lianas, cuyas ramas, gruesas como un brazo humano, brillaban a la luz de las linternas. Sus flores, grandes y repulsivas, exhalaban un aroma pegajoso y embriagador. También se mecían, de manera apenas perceptible, de un lado para otro, y Artyom no sabía si las agitaba el viento que entraba por las ventanas rotas del primer piso, o si se movían por sí solas.
Artyom tocó una liana y le preguntó a Número Diez:
—¿Qué es esto?
—¿A ti qué te parece? Un proyecto de jardinería, ¿no? —le respondió el otro con sorna—. Son plantas de interior expuestas a la radiación. El método de cultivo empleado ha sido todo un éxito, ¿verdad que sí?
Siguieron a Melnik hasta la escalera y empezaron a subir con el cuerpo pegado contra la pared izquierda, mientras Número Diez les cubría. Melnik no perdía de vista el oscuro hueco que les aguardaba: el acceso a las salas de la Biblioteca. Los demás alumbraban con sus linternas las paredes de mármol y el techo devorado por el musgo y la oxidación.
La gran escalera de mármol en la que se encontraban llegaba hasta el piso superior del vestíbulo. Al no encontrarse separados por techo alguno, los dos pisos se juntaban en un único y gigantesco espacio. El piso superior formaba como una herradura en torno a la escalera. Sobre las dos superficies laterales se encontraban pequeños armarios de madera, la mayoría de los cuales estaban quemados o podridos, aunque en otros casos parecía que sus centenares de diminutos cajones se hubieran abierto el día anterior.
—Son los ficheros del catálogo —explicó Danila, y los contempló con temor reverencial—. Esos cajones permiten averiguar el futuro. Tan sólo los iniciados son capaces de ello. Tras realizar un determinado ritual, hay que acercarse a ciegas a uno de los armarios, decidirse por uno de los cajones y sacar una ficha al azar. Si el ritual se ha llevado a cabo correctamente, el título del libro anuncia el futuro, advierte, o profetiza el éxito.
Por un instante, Artyom sintió el deseo de dirigirse al armario más cercano y ver qué ficha le salía. Pero entonces se fijó en una de las ventanas reventadas que se encontraban en la esquina posterior. Había en ella una gigantesca telaraña de varios metros de diámetro. Una gran ave estaba atrapada en sus redes, finas, pero, por lo visto, extraordinariamente resistentes. Aún vivía, porque agitaba su débil cuerpo una y otra vez. Por fortuna, el animal que había tejido aquella monstruosa red no estaba allí…
Melnik les hizo una señal para que se detuvieran. El Stalker se volvió hacia Artyom.
—Prueba a ver si percibes algo. Pero no escuches los sonidos que están más allá, sino los que resuenan en tu interior, en tu cabeza. El libro tendría que llamarte. Los Brahmanes más ancianos piensan que lo más probable es que se encuentre en uno de los pisos del depósito principal. Pero podría estar en cualquier parte: en una de las salas de lectura, en un carrito para libros olvidado, en algún corredor, en una de las mesas de los encargados… por ello, tienes que intentar escuchar su llamada, antes de que entremos en el depósito. Cierra los ojos. Relájate.
Artyom entrecerró los párpados y escuchó sin relajarse. En la oscuridad, el silencio se descomponía en docenas de insignificantes sonidos: el crujido de los anaqueles de madera, las brisas que soplaban en los pasillos, susurros indistintos, el aullido del viento en la calle, y algo parecido a la tos de un anciano que se oía en las salas de lectura. Pero no captó nada que se pareciera a una llamada, a una especie de voz. Así, esperó, durante cinco, diez minutos, y contuvo el aliento para que nada le impidiera, entre todos los distintos sonidos que brotaban de los libros muertos, distinguir la voz de un libro que aún vivía.
—No —dijo por fin, y abrió de nuevo los ojos—. Aquí no hay nada.
Melnik no dijo nada, y también Danila callaba, pero Artyom reconoció su mirada de decepción, que era más que elocuente.
Al cabo de un minuto, el Stalker tomó una decisión:
—Puede que aquí no haya nada. Entremos en el depósito. Mejor dicho: tratemos de llegar hasta allí.
Con un gesto indicó a los demás, que le siguieran.
Melnik atravesó el espacioso umbral. De los dos batientes de la puerta, sólo quedaba uno, con el borde carbonizado, y cubierto de símbolos incomprensibles. Al otro lado encontraron una pequeña estancia de planta redonda, de unos seis metros hasta el techo, con numerosas salidas. También Número Diez se dirigió hacia la puerta, y en ese mismo momento, Danila, creyendo que nadie le veía, se acercó al fichero más cercano, abrió uno de los cajones y sacó una de las fichas. Leyó velozmente su contenido, torció el gesto, se afanó a abrir el botón superior del traje aislante y se escondió la tarjeta en el pecho. Al darse cuenta de que Artyom lo había visto todo, se llevó el dedo a los labios, como solicitándole complicidad, y se apresuró a volver con los Stalkers.
Las paredes de la estancia redonda estaban cubiertas de dibujos e inscripciones. En un rincón se encontraba un sofá desgastado por el uso, con el revestimiento de sucedáneo de cuero lleno de cortes. En una de las puertas vieron una estantería volcada en el suelo, y, a su lado, un montón de folletos.
—¡No cojáis nada! —les advirtió Melnik.
Número Diez se sentó en el sofá. El plumón crujió. Danila siguió su ejemplo. Artyom, sumido en una especie de trance, contemplaba los libros que se encontraban en el suelo, y murmuraba:
—Nadie los ha tocado. Nosotros ponemos veneno en los libros para que las ratas no puedan roerlos. ¿Es que aquí no hay ratas?
Se acordó de lo que le había dicho Bourbon: en un lugar lleno de ratas, no hay nada que temer. Pero si no hay ninguna, tienes que esperar siempre lo peor…
—¿Pero qué ratas? ¿De qué estás hablando? —Melnik arrugó la frente con enfado—. Hace ya cien años que se las comieron a todas…
—¿Quiénes? —preguntó el estupefacto Artyom.
—¿Quiénes van a ser? Los bibliotecarios, por supuesto —le explicó Danila.
—¿Pero esos bibliotecarios son animales, o seres humanos?
Melnik, pensativo, negó con la cabeza.
—Animales seguro que no.
Una enorme puerta de madera que se encontraba en uno de los pasillos empezó, de pronto, a moverse ruidosamente, con lentitud. Al momento, los dos Stalkers se separaron y se parapetaron detrás de las falsas columnas que sobresalían de las paredes del corredor. Danila se echó al suelo desde el sofá, y Artyom siguió su ejemplo.
—Ahí detrás se encuentra la Sala de Lectura Principal —le susurró el brahmán—. A veces aparecen por ahí.
—¡Silencio! —murmuró el furioso Melnik—. Sabes muy bien que los bibliotecarios no toleran que nadie haga ruido. Reaccionan igual que un toro cuando ve un paño rojo. —Dijo una palabrota en voz baja, se volvió de nuevo hacia Número Diez y señaló la entrada de la Sala de Lectura.
Número Diez asintió. Lentamente, sin despegarse de la pared, los Stalkers caminaron hacia la gigantesca puerta de roble. Artyom y Danila les seguían de cerca. Con la espalda contra una de las puertas, Melnik levantó el fusil, aspiró hondo y volvió a espirar, abrió la puerta con un brusco movimiento y apuntó con el cañón del fusil a las negras fauces de la Sala de Lectura.
Al cabo de un segundo estuvieron todos dentro. Se trataba de una sala increíblemente grande. El techo debía de encontrarse a una altura de veinte metros. De éste colgaban enormes enredaderas en flor, igual que en el vestíbulo. A cada lado había seis ventanas gigantescas, por las que entraba una iluminación muy escasa. La luz de luna apenas si penetraba entre la gruesa maraña de espléndidas ramas.
Parecía evidente que había habido varias hileras de mesas tanto a la izquierda como a la derecha, para los usuarios de la biblioteca. Gran parte de los muebles ya no estaban allí, algunos se habían quemado o destrozado, pero debían de quedar unas diez mesas intactas. Se encontraban cerca de una pared, de la que colgaba un cuadro muy deteriorado. Frente a este, en el centro, se reconocía a duras penas la escultura de un hombre que leía. Por toda la sala había carteles con la inscripción: SE RUEGA SILENCIO.
Pero el silencio, allí, era muy distinto que en el vestíbulo. Era tan denso que casi se podía cortar con un cuchillo. Se había adueñado por completo de aquella sala de ciclópeas dimensiones, y daba miedo quebrantarlo.
Por ello, recorrieron todo el lugar con los conos de luz de las linternas, hasta que Melnik dijo, a modo de colofón:
—Quizá fuera el viento…
Pero, en ese instante, Artyom descubrió a lo lejos una sombra gris que emergía de entre dos mesas rotas, y desaparecía por una oscura brecha entre los anaqueles. Melnik también la había visto. Sostuvo ante los ojos el dispositivo de visión nocturna, levantó el arma y se arrastró poco a poco sobre el musgo del suelo hasta llegar a aquel lugar. Número Diez le siguió. Artyom y Danila hicieron lo mismo, aun cuando les habían ordenado esperar. Tenían miedo de quedarse solos. Con todo, Artyom no pudo evitar una nueva mirada de curiosidad por toda la sala. Se reconocía en ella su antigua magnificencia.
A varios metros de altura había una galería que recorría de un extremo a otro la pared. Una galería no muy ancha, resguardada por una barandilla de madera. Desde allí se había podido mirar por las ventanas. Además, también se encontraba allí el acceso a las diferentes áreas de trabajo de los bibliotecarios. Se accedía por dos escaleras que se encontraban a ambos lados de la escultura, así como de la entrada a la sala.
Y por aquellas escaleras, a sus espaldas, descendían unas siluetas grises, encorvadas; descendían lentamente, sin hacer ruido. Debía de haber como mínimo una docena de criaturas, apenas visibles a la media luz, altas como el propio Artyom. Pero caminaban muy encorvadas, de tal manera que sus largas patas delanteras, asombrosamente semejantes a manos humanas, casi llegaban hasta el suelo. Corrían sobre las patas traseras, con un ligero balanceo, pero, al mismo tiempo, con sorprendente gracia y sigilo. Artyom pensó que se parecían vagamente a los gorilas que había visto en los libros de Biología de su padre adoptivo.
No pudo perder más de un segundo en tales pensamientos, pues, tan pronto como enfocó a una de las encorvadas criaturas con el foco de su linterna, resonaron por todas partes diabólicos chillidos, y los engendros se precipitaron escaleras abajo sin molestarse en disimular.
—¡Bibliotecarios! —gritó Danila con todas sus fuerzas.
—¡Cuerpo a tierra! —ordenó Melnik.
Artyom y Danila se arrojaron al suelo. No se atrevieron a disparar: se acordaban de la advertencia de Melnik. Pero éste prescindió de sus anteriores consideraciones. Tan pronto como se hubo tendido en tierra, abrió fuego. Algunas de las criaturas se desplomaron vociferando, otras corrieron a refugiarse en la oscuridad, pero tan sólo para regresar furtivamente por otro lado. Al cabo de unos pocos segundos, uno de los monstruos surgió a dos metros de ellos, dio una larga zancada y trató de saltarle al cuello a Número Diez. Pero el Stalker se agachó y mató a la criatura con una rápida descarga.
—¡Corred! —gritó Melnik—. ¡Volved a la sala redonda y tratad de abriros paso por el depósito! El brahmán ya sabe por dónde tenéis que ir, a ellos les enseñan el camino. Nosotros nos quedaremos aquí, os cubriremos y trataremos de acabar con éstos.
Sin prestarle más atención a Artyom, se arrastró por el suelo hacia su compañero.
Artyom le hizo una señal a Danila, y los dos corrieron agachados hacia la salida. De repente, uno de los bibliotecarios salió de la oscuridad, frente a ellos, pero al instante lo abatió una ráfaga. Los Stalkers no se habían olvidado de los dos muchachos.
Danila salió corriendo de la Sala de Lectura, en dirección al vestíbulo, por donde habían entrado. Artyom pensó por unos instantes que el pánico que los bibliotecarios le habían infundido a su compañero era tan grande que este trataba de huir. Pero Danila no bajó por la gran escalera, sino que corrió pegado a los ficheros hasta el otro extremo de la sala. Por allí se estrechaba, y terminaba en tres puertas de doble batiente: una a cada lado, y otra al final. Danila se marchó por la de la derecha, detrás de la cual encontró una escalera totalmente a oscuras. El brahmán se detuvo allí para recobrar aliento. Al cabo de unos segundos, Artyom le dio alcance, sorprendido por la celeridad de Danila. Se quedaron allí, sin moverse, y escucharon. Arriba se oían disparos y gritos. Era evidente que la lucha aún no había cesado. Y tampoco estaba claro quién iba a vencer.
—¿Por qué nos hemos dado la vuelta? —preguntó el jadeante Artyom—. ¿Qué motivo teníamos para irnos en la dirección opuesta?
Danila se encogió de hombros.
—Yo no sé por dónde nos han llevado. A nosotros los ancianos nos han enseñado otro camino que lleva directamente desde este lado hasta el depósito. Tenemos que subir por la escalera hasta el piso inmediatamente superior, luego seguir por el pasillo, subir por otra escalera, pasar por delante de los ficheros del depósito, y ya estaremos allí.
Apuntó a la penumbra con el fusil y puso el pie sobre el descansillo. Artyom le siguió con la linterna encendida.
A la mitad de la escalera encontraron el hueco del ascensor que llevaba tres pisos más arriba, y también otros tres más abajo. Sin duda alguna había estado recubierto de cristal, porque las esquirlas aún sobresalían del armazón de hierro colado, opacos por el polvo de varias décadas. En torno al hueco se encontraban los escalones algo podridos, cubiertos de trozos de cristal, casquillos y excrementos secos. La barandilla había desaparecido. Artyom caminaba pegado a la pared para no tropezar y caer al abismo.
Una vez arriba, entraron en una pequeña habitación cuadrada. También allí había tres puertas, y Artyom sintió cierta aprensión, porque le sería muy difícil volver a salir de aquel laberinto sin su acompañante. La puerta de la izquierda daba entrada a un pasillo ancho y oscuro. La luz de las linternas no llegaba hasta el otro extremo. La de la derecha estaba cerrada, e incluso parecía estar atrancada con maderos. En la pared, a su lado, alguien había escrito con ceniza: ¡NO ABRIR! ¡PELIGRO DE MUERTE!
Danila hizo pasar a Artyom y lo llevó hasta un pasillo en ángulo que enlazaba con otro corredor. Este último era estrecho y también estaba lleno de puertas. Al llegar allí, el brahmán empezó a moverse de manera más pausada. A menudo se detenía y escuchaba. El suelo estaba entarimado, y de las paredes pintadas de amarillo colgaban —como en el resto de la Biblioteca— los fatídicos carteles con la inscripción: SE RUEGA SILENCIO. Allí donde las puertas no tenían batiente, o estaban abiertas, Artyom vio despachos totalmente destrozados. Las puertas cerradas no impedían que se oyera como un rumor, y en una ocasión Artyom llegó a pensar que se trataba de pisadas. A juzgar por la cara que ponía su compañero, aquello no presagiaba nada bueno. Se apresuraron a pasar de largo lo antes posible.
Finalmente, de acuerdo con las previsiones de Danila, encontraron otra escalera a la derecha del pasillo. En comparación con la oscuridad de las salas, allí había cierta luz, porque cada uno de los tramos de escalera tenía su propia ventana. Desde ésta se alcanzaba a ver el patio interior con las dependencias administrativas y los calcinados esqueletos de las instalaciones técnicas. Pero no tuvieron mucho tiempo para disfrutar con aquellas vistas, porque, de repente, dos figuras grises y encorvadas aparecieron por una de las esquinas del patio. Lo atravesaron muy despacio, como si hubieran estado buscando algo. De pronto, uno de ellos se detuvo, levantó la cabeza y —por lo menos eso le pareció a Artyom— observó la ventana en la que se encontraba el muchacho. Este retrocedió y se agachó.
—¿Bibliotecarios? —le susurró Danila, presa del pavor, y se puso también en cuclillas.
Artyom asintió en silencio.
Sin razón aparente, Danila se frotaba con la mano el plexiglás de la máscara, como si le hubiera servido de algo secarse la frente que las emociones le habían empapado de sudor. Entonces, pareció que hubiera tomado una decisión. Corrió escalera arriba y le hizo señas a Artyom para que le siguiera. Un nuevo tramo de escalera, y también un nuevo trecho de laberínticos corredores. Finalmente, el brahmán se detuvo ante unas puertas, indeciso.
—Ahora no me acuerdo —dijo, confuso—. Aquí tendría que encontrarse la entrada a los ficheros. Pero no nos habían dicho que aquí hubiese varios pasillos.
Tras unos instantes de reflexión, empujó tímidamente uno de los picaportes. Estaba cerrada. Y también todas las otras puertas. Danila, incrédulo, negó con la cabeza, y probó una vez más los pomos.
Artyom también lo intentó, pero fue inútil.
—Están cerradas —murmuró.
Danila se puso a temblar. Artyom le miró y, asustado, dio un paso atrás. Pero Danila se echó a reír.
—¡Llama a la puerta! —le propuso a Artyom, y luego sollozó, y añadió—: Perdóname, creo que me estoy volviendo loco.
Artyom se dio cuenta de que él también sentía un desmesurado deseo de reírse. La tensión de las últimas horas se cobraba su tributo. Al principio trató de contenerla, pero luego le vinieron unas risas sofocadas que no tenían motivo alguno. Los dos se quedaron allí un minuto, con el cuerpo contra la pared, riéndose con fuerza.
—Llama a la puerta —repitió Artyom, se sujetó el vientre y se lamentó de no poder quitarse la máscara antigás para secarse las lágrimas. Se acercó a la puerta más cercana y golpeó tres veces la madera con los nudillos…
Al instante le respondieron tres golpes sordos desde el otro lado. Artyom se sentía la garganta seca, el corazón le golpeaba dentro del pecho como si hubiera enloquecido. Al otro lado de la puerta se encontraba alguien que había oído sus risas y había esperado. ¿Para qué? Danila clavó la mirada en Artyom, preso de la angustia, retrocedió. Desde más atrás, volvió a llamar a la puerta, esta vez con más fuerza y decisión.
Entonces, Artyom se acordó de algo que Sukhoy le había enseñado hacía ya mucho tiempo. Dio un salto desde la pared y golpeó con el pie la cerradura de la puerta que tenía al lado. Aunque no hubiera contado con ello, la puerta cedió con un fuerte crujido y se abrió. El cerrojo de acero se había desencajado por completo de la madera podrida.
La pequeña habitación que se encontraba detrás de la puerta no se parecía en nada al resto de salas y corredores de la biblioteca. Por el motivo que fuera, reinaba en ella una atmósfera húmeda y sofocante, y, a la luz de las linternas, vieron que unas extrañas plantas la habían invadido por completo. Gruesas ramas, hojas aceitosas y relumbrantes, una mezcla de olores tan densa que llegaba a traspasar la máscara antigás, el suelo cubierto de raíces enredadas y pequeños tallos, espinas, flores. Algunas de las raíces procedían de macetas y tiestos viejos, en ocasiones rotos. Las lianas envolvían, y sostenían al mismo tiempo una larga serie de armarios de madera, semejantes a los del vestíbulo, pero totalmente carcomidos por la humedad, como observó Danila al tratar de abrir uno de los cajones.
—Los ficheros del depósito —le dijo a Artyom, y respiró aliviado—. Ya estamos cerca.
A su lado se oyeron de nuevo golpes en la puerta. Entonces, alguien movió el picaporte, con mucha cautela, como para probar. Atravesaron a gran velocidad el siniestro jardín, apartando las lianas con el cañón del arma, y pisando con gran prevención las raíces que se encontraban por el suelo. Al otro extremo había una nueva puerta. Por fortuna, no estaba cerrada. Un último corredor. Entonces, se detuvieron.
Artyom se dio cuenta enseguida de que se encontraban en el depósito. El polvo de incontables libros estaba en el aire. La biblioteca respiraba apaciblemente y emitía el susurro, apenas audible, de miríadas de páginas. Artyom miró en derredor. Le pareció que sentía el olor a libro viejo que tanto había amado desde su infancia. Miró a Danila con ojos escrutadores.
—Hemos llegado —le confirmó este, y añadió, con una voz preñada de esperanza—: ¿Y…?
—Sí… es tremendo. —Artyom no entendió enseguida lo que el otro quería decirle.
—¿Sientes la presencia del Libro? Aquí tendrías que oír mejor su voz.
Artyom cerró los ojos y trató de concentrarse. Tenía la cabeza tan vacía como un túnel abandonado. Al cabo de unos instantes, empezó a percibir los insignificantes sonidos que llenaban el edificio de la Biblioteca. Pero no descubrió ninguno que pudiera parecerse a una voz, a una llamada. Todavía más terrible: no sintió nada. Aun cuando hubiera imaginado que la voz de la que le habían hablado los Brahmanes era en realidad una sensación de otro tipo, se habría encontrado igual. Levantó ambos brazos.
—No oigo nada.
Danila calló, y le dijo con un suspiro:
—Vaya… busquemos en otro piso. En este edificio hay doce. Buscaremos hasta que lo hayamos encontrado. Más nos vale no regresar con las manos vacías.
Subieron varios pisos por los escalones de granito de la escalera de servicio. La sala en la que entraron era igual que la primera: dimensiones medias, ventanas con cristales, algunas mesas de despacho, la vegetación que ya les resultaba familiar en el techo y en los rincones, así como los dos pasillos angostos, en direcciones distintas, con inacabables anaqueles a ambos lados. En aquella sala, y en los corredores, el techo era bajo, a unos dos metros de altura. Tras la inabarcable amplitud del vestíbulo y de la Sala de Lectura, Artyom no podía librarse de la sensación de tener que bajar la cabeza. Incluso le costaba más respirar.
En los anaqueles había millares de libros. Algunos de estos parecían hallarse en muy buen estado. Sin duda, la Biblioteca estaba construida de tal modo que, aun abandonada, retenía un microclima especial. A la vista de aquella riqueza, Artyom olvidó por unos instantes a qué había ido. Contempló los lomos de los libros, y los acarició respetuosamente con la mano. Danila abrigaba la esperanza de que su compañero hubiera encontrado lo que le habían mandado a buscar, y al principio no le molestó. Pero, cuando entendió lo que ocurría, le dio un fuerte tirón en el brazo y le hizo seguir adelante.
Tres, cuatro, seis corredores, cien, doscientos anaqueles, miles y más miles de libros, arrancados a las tinieblas, negras como la brea, por una mancha de luz amarilla. El piso siguiente, y otro todavía. Todo fue en vano. Artyom no percibió nada que pudiera llamarse «voz». Nada fuera de lo común. Se acordó que los Brahmanes, al reunirse el Consejo, le habían tomado por un elegido, y que habían pensado que el muchacho tenía un don especial, y que el destino le guiaba, mientras que los Militares habían dado a sus visiones una explicación totalmente distinta: la fantasía.
Al llegar a los últimos pisos, Artyom percibió algo por fin, pero, por desgracia, no se trataba de lo que él había esperado y querido. Era la confusa sensación de que allí había algo, una sensación semejante a la tunelofobia que ya conocía bien. Aun cuando todos los pisos por los que habían pasado parecieran vacíos, y no hubieran vuelto a ver bibliotecarios, ni ninguna otra criatura, Artyom empezó a sentir, de manera continuada, el impulso de darse la vuelta. Tenía la sensación de que alguien le estaba observando atentamente desde detrás de los anaqueles.
Danila había enfocado sus propias botas con la linterna. Un largo cordón, que el brahmán no había atado bien, se arrastraba detrás de él por el suelo.
—Voy a atarme el cordón de la bota —le susurró a Artyom—. Sigue adelante, a ver si encuentras algo. —Entonces se arrodilló y empezó a manipular los cordones.
Artyom asintió, y siguió adelante, poco a poco, paso a paso. A cada instante se volvía para mirar a Danila, que se estaba tomando mucho tiempo, porque el resbaladizo cordón se le escurría por entre los gruesos dedos de los guantes. Artyom empezó por iluminar la hilera de anaqueles que se encontraba a la derecha. Luego volvió la linterna hacia la izquierda y miró hasta el fondo, por si descubría las siluetas grises y encorvadas de los bibliotecarios entre los libros polvorientos y arrugados.
Cuando se encontraba a unos treinta metros de su amigo, Artyom oyó de pronto, con mucha nitidez, un susurro que venía de un par de anaqueles más allá. Oprimió la linterna contra el cañón del fusil y se plantó de un salto en el lugar donde calculaba que habría alguien escondido.
Otros dos anaqueles, repletos de libros desde arriba hasta abajo. Nada más. El rayo de luz apuntaba a la izquierda. Quizás el enemigo se hubiera ocultado detrás de los inacabables anaqueles. No, no había nadie.
Artyom contuvo el aliento y prestó atención a los ruidos más insignificantes. Nada. Tan sólo el fantasmagórico susurro de las páginas de los libros. Volvió sobre sus pasos y alumbró el corredor donde Danila se había estado atando los cordones de las botas. No había nadie.
¿Nadie?
Sin preocuparse de donde iba, Artyom se echó a correr, y el círculo de luz de su linterna saltó de un lado para otro, febrilmente, arrebatando a la oscuridad un anaquel tras otro, todos iguales. ¿Dónde estaba Danila? Treinta metros… se había alejado de él apenas unos treinta metros, y, por lo tanto, tenía que estar allí. Nadie. ¿Adónde podía haber ido sin decirle nada a Artyom? ¿Había sido víctima de un ataque? ¿Cómo era posible que no se hubiera defendido? ¿Qué había ocurrido?
No… se había alejado demasiado… Danila habría tenido que estar mucho más cerca. ¡Pero no estaba en ninguna parte! Artyom tenía dificultades para concentrarse. Poco a poco, el pánico se estaba adueñando de él. Al fin, se quedó en el lugar donde había dejado a Danila, y, agotado, se recostó con la espalda contra un anaquel. Entonces, de pronto, oyó a sus espaldas una voz débil, no humana, que se transmutó en el terrible chillido de un ave de presa:
—Artyom…
Artyom tenía tanto miedo que le costaba respirar. Histérico, se volvió hacia la voz. Aunque el cristal empañado del visor de la máscara antigás le impidiera ver bien, trató de apuntar al corredor con la temblorosa mira del Kalashnikov. Buscó la voz.
—Artyom…
Estaba ya muy cerca. De repente, apareció cerca del suelo un pálido abanico de luz, a través de varios libros entre los que quedaba espacio libre. El rayo de luz se movía de un lado para otro, como si alguien hubiera tratado de hacer señales con una linterna. Izquierda, derecha, izquierda, derecha… entonces, Artyom oyó un tintineo metálico.
—Artyom… —Esta vez se oyó un susurro familiar, aunque apenas audible. La voz, sin lugar a dudas, era la de Danila.
Artyom se alegró, y dio una larga zancada hacia delante, pero entonces resonó de nuevo el grito siniestro y gutural que ya había oído antes.
—Artyom… —Una vez más, la luz de la linterna deambuló por el suelo de un lado para otro, sin rumbo alguno.
Artyom dio otro paso, miró a la derecha y, en el mismo instante, sintió que se le erizaba el cabello.
En una hornacina, entre dos anaqueles, vio a Danila, sentado en el suelo, en un charco de sangre. El casco y la máscara antigás estaban también en el suelo, a su lado. Aunque su rostro estuviera pálido como el de un cadáver, en sus ojos brillaba aún la vida, y sus labios trataban de formar palabras. Detrás de él, medio oculta en la oscuridad, se agazapaba una figura gris encorvada. Una mano larga, de pellejo áspero y plateado, huesuda —no, no era una pata, sino una mano de uñas largas y curvas— hacía rodar la linterna de Danila por el suelo, hacia uno y otro lado, como si la criatura estuviera en trance. La otra mano se había hundido hasta el fondo en el vientre abierto del brahmán.
—Estás ahí… —murmuró Danila.
—Estás ahí… —graznó la criatura, tras sus espaldas, con idéntica entonación.
—Un bibliotecario —dijo Danila con voz de súplica, una voz que perdía fuerza—. Voy a morir de todos modos… mátalo.
—Mátalo —repitió la sombra.
Una vez más, la linterna giró lentamente hacia la izquierda, y luego hacia la derecha, y así sin cesar. Artyom creyó que se volvería loco. Dentro de su cabeza daban vueltas las palabras de Melnik: que los disparos podían atraer a otras criaturas terribles.
—Márchate —le ordenó al bibliotecario, sin ninguna esperanza de que el otro lo entendiera.
—Márchate —fue la respuesta casi cariñosa. La mano huesuda seguía removiendo las entrañas de Danila. El brahmán gemía sin apenas voz, y por una de las comisuras empezó a brotarle sangre sobre el mentón.
Con sus últimas fuerzas, el brahmán le dijo, esta vez en voz más alta:
—¡Dispara de una vez!
¿Artyom debía matar a su nuevo amigo y atraer así a otras criaturas? ¿O tendría que abandonar a Danila de aquella manera y marcharse antes de que fuera demasiado tarde? No cabía esperanza alguna de salvarle: el brahmán tenía el vientre reventado y se le salían los intestinos. No alcanzaría a sobrevivir una hora entera.
Detrás de la cabeza de Danila, que colgaba hacia atrás, se asomó una oreja puntiaguda y gris, y luego un gigantesco ojo verde que refulgió a la luz de la linterna. Morosamente, casi con timidez, el bibliotecario sacó la cabeza por detrás del moribundo brahmán, y sus ojos buscaron los de Artyom… Había que aguantarle la mirada. Seguir mirando, mirarle a él, directamente a las pupilas. Eran pupilas de animal, verticales. ¡Y qué extraño era reconocer en aquellos ojos terribles y monstruosos un apagado destello de inteligencia!
De cerca, el bibliotecario no se parecía en absoluto a un gorila, ni, en general, a ningún otro simio. Tenía hocico de animal de presa, cubierto de pelo; le asomaban de la boca unos colmillos que casi le llegaban a las orejas; y los ojos alcanzaban unas dimensiones que no se parecían a los de ningún otro animal que Artyom hubiera visto en la vida real o en ilustraciones.
Aquel instante duró una eternidad. La mirada del monstruo le había capturado. Tuvo que esperar a que Danila, una vez más, gimiera con un gemido largo y apagado. Entonces, Artyom volvió en sí, y orientó el punto rojo de su mira hacia la frente baja y velluda del bibliotecario. Puso el arma en modo de disparo único.
Al oír el chasquido metálico, la criatura bufó, encolerizada, y se ocultó de nuevo tras las espaldas de Danila.
—Márchate… —chilló, exactamente con la misma entonación que Artyom había empleado antes.
Artyom se quedó como petrificado, presa del desconcierto. El bibliotecario había escuchado sus palabras y había llegado a entenderlas. ¿Cómo era posible?
—Artyom… ahora que todavía puedo hablar… —masculló Danila con gran esfuerzo, mientras trataba de clavar en él sus ojos entornados—. En el bolsillo del pecho llevo un sobre… tenía que dártelo cuando encontraras el libro…
Artyom negó con la cabeza.
—No he encontrado nada.
—Da igual… ahora sé por qué te metiste en esto, no lo haces por ti mismo… quizás esto te ayude… a mí no me importa si consigues llevar a cabo tu misión… pero acuérdate: no puedes regresar a la Polis… si descubren que no has encontrado nada… y si los militares se enteran… vete por otro camino… dispárame, esto me duele tanto… no aguanto más…
—No aguanto más… duele… repitió el bibliotecario con voz sibilante. De pronto, la mano que se había metido en el vientre de Danila empezó a moverse afanosamente. El brahmán empezó a sufrir espasmos y chilló con fuerza.
Artyom no lo soportó más. Sin pensarlo dos veces, preparó el fusil para fuego racheado, cerró los ojos y tiró del gatillo. La sorprendentemente ruidosa ráfaga puso fin al silencio que había reinado en la Biblioteca, y después de esta se oyó un chillido aterrador. Entonces, todos los sonidos cesaron a la vez.
Los libros polvorientos habían absorbido el eco cual esponja. Cuando Artyom abrió los ojos de nuevo, todo había terminado ya.
El muchacho dio un paso hacia el bibliotecario. Su cabeza cubierta de sesos había quedado recostada sobre el hombro de su víctima, e, incluso después de muerto, se ocultaba tras la espalda de esta. Artyom iluminó aquella horrenda imagen y sintió que la sangre se le helaba en las venas, y que debido a la tensión las manos se le cubrían de sudor. Con mucha cautela, empujó al bibliotecario con la punta de la bota, y este se desplomó pesadamente hacia atrás. Estaba muerto, de eso no cabía ninguna duda.
Artyom se apresuró a abrirle el traje aislante a Danila. Se esforzó por no mirarle el rostro destrozado y sanguinolento. La ropa del brahmán estaba ya empapada de negra sangre. Su vaho ascendía por el aire frío del depósito. El muchacho tuvo arcadas. El bolsillo del pecho… se esforzó torpemente por abrir el botón con los gruesos dedos de los guantes. ¿Era posible que idénticos guantes hubieran retrasado a Danila el minuto de más que le había costado la vida?
Artyom oyó desde lejos, con nitidez, que algo crujía, y que unos pies desnudos iban a tientas por un pasillo. Se volvió con gran nerviosismo e iluminó, uno tras otro, los corredores. Cuando se hubo convencido de que no tenía a nadie cerca, volvió a pelearse con el botón. Al fin, este cedió, y Artyom, con los dedos empapados, pescó un delgado sobre de papel gris, envuelto en una bolsita de plástico que una de las balas había atravesado.
Por lo demás, encontró un recuadro de cartón manchado de sangre. Sin duda, era el mismo que Danila había sustraído del catálogo. Encima estaba escrito, en letra de máquina: «Shnurkov, N.E.: Irrigación y perspectivas de desarrollo agrícola en la RSS del Tayikistán. Dusambé, 1965.»
El movimiento de pies, así como un murmullo indistinto, se oían ya muy cerca. No quedaba tiempo. Artyom empuñó el fusil de Danila, así como su linterna, se puso en pie y se echó a correr de vuelta, sin prestar atención al camino que seguía, a lo largo de inacabables hileras de anaqueles, tan rápido como pudo. No podía saber si lo estaban persiguiendo. El estruendo de sus propias botas y el pálpito que sentía en los oídos le ocultaban todo otro ruido que pudiera seguirle.
Pero, cuando llegó a la escalera y pisó los escalones de granito, se le ocurrió que no sabía en qué piso se encontraba la salida del depósito. Si lograba llegar a la planta baja, quizá pudiera abrir la ventana que daría a la escalera y saltar al patio. Artyom se detuvo un momento y miró afuera.
En medio del patio se encontraban, inmóviles, varias de aquellas bestias grises. Habían levantado el hocico y miraban hacia las ventanas. Artyom tuvo la impresión de que lo miraban a él.
Con el cuerpo pegado a la pared, cautelosamente, siguió bajando. Como sus botas no hacían ningún ruido, volvió a oír los pies desnudos que se deslizaban más arriba sobre el granito, cada vez más cerca. Presa del pánico, descendió a gran velocidad.
Cada vez que llegaba a un nuevo piso, abandonaba la escalera, y buscaba febrilmente la puerta que ya conocía, nunca la encontraba, y seguía bajando. Cuando le parecía oír pisadas, se detenía y se acurrucaba en rincones oscuros, miraba desesperado los pasillos de techo bajo y sin ventanas, y luego, al fin, volvía a la escalera, para volver a intentarlo en el piso siguiente. En todo momento fue consciente de que el estrépito que armaba con sus desesperados intentos por hallar la salida de aquel laberinto acabarían por atraer a todos los monstruos que moraban en la Biblioteca. Pero de todos modos iba de un lado para otro, nervioso, en vano, sin saber lo que hacía, hasta que, de pronto, tras regresar una vez más a la escalera, descubrió una silueta medio agachada junto a una de las ventanas rotas.
Artyom retrocedió, se metió por el primer pasillo que encontró, y se puso de espaldas a la pared. Apuntó con el rifle hacia la puerta por la que en cualquier momento entraría el bibliotecario y contuvo el aliento.
Silencio.
O bien la bestia no se atrevía a perseguir a Artyom en solitario, o bien esperaba a que el muchacho cometiera el error de abandonar su escondrijo. El pasillo continuaba a sus espaldas. Artyom se detuvo un segundo a pensar, y luego empezó a apartarse de la puerta, sin perderla de vista.
Llegó hasta una esquina. En ese lugar había un boquete negro en la pared, y, al lado de este, un montón de ladrillos rotos, y el suelo estaba cubierto de una fina capa de cal. Siguiendo un repentino impulso, Artyom pasó por el boquete, y fue a parar a una habitación con el mobiliario totalmente destrozado. Por todo el suelo había negativos fotográficos y películas llenos de desgarrones. Más adelante se encontraba una puerta a medio abrir, por donde se colaba, como una cuña, la pálida luz de la luna. Anduvo sobre el entarimado, poco a poco, para que no le delatara con sus crujidos, y miró lo que había más allá.
Habría sido imposible no reconocer la sala adyacente, aun cuando Artyom se encontrara en su otro extremo. La impresionante estatua, el techo increíblemente alto, las gigantescas ventanas, el estrecho corredor que llevaba hasta la extraña puerta de madera, y las hileras de mesas rotas a ambos lados… había vuelto a la gran Sala de Lectura. Se encontraba sobre la estrecha galería que circundaba la sala entera, a unos cuatro metros de altura. Los bibliotecarios habían bajado desde allí. No tenía ni idea de cómo había podido volver al mismo sitio. Pero tampoco tenía tiempo para pensar. Los bibliotecarios le pisaban los talones.
Bajó por la escalera más cercana, que terminaba junto al pedestal de la estatua, y corrió hacia la salida. No muy lejos de la puerta adornada con tallas, yacían los cadáveres de varios bibliotecarios. Artyom dejó atrás el escenario de la batalla. Estuvo a punto de resbalar en un charco de sangre.
Con gran esfuerzo, abrió la pesada puerta, y un intenso rayo de luz blanca le hirió los ojos. Artyom se acordó de las indicaciones de Melnik. Levantó la linterna y trazó tres círculos en el aire. La cegadora luz se apartó de pronto. Como prueba de sus buenas intenciones, Artyom se colgó el arma al hombro y avanzó lentamente por la sala redonda de las columnas, hasta el sofá, sin saber qué era lo que se iba a encontrar.
La ametralladora reposaba sobre un soporte de dos patas desplegado sobre el suelo. Melnik se inclinaba sobre su compañero. Número Diez estaba tumbado a medias sobre el sofá, con los ojos cerrados, y gemía sin cesar. Tenía la pierna derecha extrañamente doblada, y, al acercarse, Artyom comprendió que se la había roto y la tenía torcida, no hacia atrás, sino hacia delante. ¿Cómo había podido ocurrir? ¿Qué fuerza podía llegar a tener la criatura que había dejado así al robusto Stalker?
Melnik volvió los ojos hacia él y le preguntó:
—¿Dónde está tu amigo?
—Los bibliotecarios… —trató de explicarle Artyom—. En el depósito… le han sorprendido. —No logró decirle que había sido él mismo quien había matado a Danila, aunque fuera por piedad.
—¿Has encontrado el libro?
Artyom negó con la cabeza.
—No, no he detectado nada.
—Ayúdame a ponerlo en pie… no, espera, carga con su mochila, y con la mía también. Ya ves lo que le ha sucedido en la pierna… han estado a punto de arrancársela. Tendré que cargar con él a hombros.
Artyom llevaba el equipo completo: tres mochilas, dos Kalashnikovs y la ametralladora. Todo junto debía pesar, por lo menos, treinta kilos. Ni siquiera le resultó fácil levantarlos. Pero Melnik lo tenía más difícil: con gran esfuerzo, levantó el cuerpo inerme de su compañero hasta ponérselo sobre las espaldas. Pasaron largos minutos hasta que hubieron recorrido el breve trecho hasta el pie de la escalera.
Llegaron hasta la salida sin encontrar a nadie, pero, cuando Artyom abrió la gran puerta de madera para que Melnik pudiese pasar, resonó en lo más profundo del edificio un estridente aullido lleno de odio y rencor. Artyom sintió de nuevo un escalofrío en la espalda y se apresuró a cerrar la puerta. Lo más importante era llegar cuanto antes al Metro.
Una vez estuvieron fuera, Melnik le ordenó:
—¡Los ojos hacia el suelo! La estrella se encuentra frente a ti. ¡Ten cuidado de no mirar más allá de los tejados!
El obediente Artyom miró al suelo, y movió mecánicamente las piernas. Las sentía cada vez más pesadas y rígidas, y sólo pensaba en los doscientos metros increíblemente largos que había que recorrer desde la Biblioteca hasta la entrada de la Borovitskaya, y con la máxima celeridad.
Pero, cuando por fin hubieron llegado al Metro, Melnik se interpuso en su camino. Dejó que el cuerpo de su compañero herido se deslizara hasta el suelo, y dijo, con una pesada respiración:
—Ahora, la Polis es territorio prohibido para ti. No has encontrado el libro, y, además, has perdido a tu acompañante. Eso no les va a gustar a los Brahmanes. Eso significa que no eres un elegido. Le han confiado sus secretos a quien no debían. Si regresas a la Polis, desaparecerás sin dejar rastro. Tienen sus especialistas. No en vano son intelectuales. Yo mismo no podría protegerte. Márchate. Lo mejor será que vayas hasta la Smolenskaya. De camino hacia allí no hay muchas casas. Ocurra lo que te ocurra, no te metas por callejones estrechos. Quizá lo consigas. Si llegas allí a tiempo.
—¿A tiempo? —le preguntó Artyom, confuso. La noticia de que tendría que ir él solo por la superficie hasta la siguiente estación de Metro que, según el plano, se encontraba a unos dos kilómetros de allí, le había conmocionado.
—Antes del amanecer. Nosotros, los humanos, somos bestias nocturnas. De día no podemos dejarnos ver en la superficie. Si llegas a encontrarte con las criaturas que saldrán de entre las ruinas para calentarse al sol… te lamentarás cien veces por tu estúpida curiosidad. Por no hablar de la luz: las gafas de sol no te salvarían. Te quedarías ciego al instante.
—Pero ¿cómo puedo ir yo solo? —Artyom aún no daba crédito a sus oídos.
—No te pongas nervioso. Primero tendrás que ir en línea recta, por la Kalinin Prospekt. No tomes ninguna curva. No te dejes ver en medio de la calle, pero tampoco te acerques demasiado a las casas. Todas ellas están habitadas… ve hasta el segundo cruce, donde se encuentra la Ronda de Jardines.[58] Una vez allí, gira hacia la izquierda, y luego sigue hasta un edificio cuadrado, con fachada de piedra blanca. Había sido la Casa de la Moda. No tendrás problemas para encontrarlo, porque está enfrente de un edificio bastante alto, medio destruido, al otro lado de la Ronda… un centro comercial. Detrás de la Casa de la Moda verás un arco amarillo sobre el que está escrito «Estación de Metro Smolenskaya». Pasa por allí e irás a parar a una especie de patio interior. Allí se encuentra la entrada de la estación. Si todo está tranquilo, trata de bajar. Tienen una de las entradas en uso. Está vigilada. Es la que emplean sus Stalkers. Tendrás que llamar a la puerta de la siguiente manera: tres golpes rápidos, tres espaciados, tres rápidos. Tendrían que abrirte. Diles que te he enviado yo, y espérame allí. En cuanto haya llevado a Número Diez al hospital, iré yo también a esperarte. Llegaré antes del mediodía. Te encontraré enseguida. Quédate el arma. Quién sabe lo que podría ocurrirte…
—Pero en el plano aparece otra estación más cercana… —Artyom tuvo que pensar cómo se llamaba—. La Arbatskaya.
—Sí, esa estación existe. Pero no te acerques mucho a ella. Cuando la veas, quédate al otro lado de la calle, pasa de largo tan rápido como puedas, pero sin correr. —Melnik empujó a Artyom hacia la calle—. ¡Y ahora no pierdas más tiempo!
Artyom se enfrentó a su destino. Cargó a hombros con uno de los fusiles, tomó el segundo con la mano y se marchó a toda velocidad por el camino que llevaba hasta el monumento, frente a la biblioteca. Empleaba la mano derecha como visera, temeroso de ver por casualidad el hipnótico fulgor de la estrella del Kremlin.