Quedaba un túnel. Un solo túnel, y Artyom llegaría por fin a la meta que le había impuesto Hunter, y que había perseguido con tanta tozudez y desesperación. Dos, quizá tres kilómetros de camino seco y tranquilo, y habría llegado a la Borovitskaya. Artyom no se hacía ya ninguna pregunta. Tenía la cabeza casi tan vacía y resonante como el propio túnel. Sólo le faltaban cuarenta minutos. Cuarenta minutos, y el viaje habría terminado.
No tenía ninguna conciencia de estar transitando por la oscuridad más absoluta. Sus piernas avanzaban sobre las traviesas con la seguridad de quien camina sin rumbo en un sueño. No pensaba ya en los peligros a los que había sobrevivido, ni en que estaba indefenso, en que no llevaba documentos, ni linterna, ni armas, en que vestía el peculiar atuendo de unos sectarios. No, no se preocupaba siquiera por no conocer el túnel, ni por los peligros que pudieran acechar en él.
La certeza de que no le ocurriría nada mientras no se apartara de su camino reinaba sobre su conciencia. ¿Qué había sido de la tunelofobia, antes inevitable? ¿Dónde se habían quedado la fatiga y las dudas?
Todo lo destruía el eco.
En aquel túnel vacío, el estruendo de sus pisadas despertaba ecos hacia adelante y hacia atrás. Se estrellaba contra las paredes y, progresivamente, se desvanecía, hasta que sólo quedaba un leve murmullo. Sin embargo tardaba un cierto tiempo en extinguirse, y al cabo de un rato, Artyom tuvo la sensación de que no estaba solo en el túnel, sino que alguien se encontraba a su lado. Esta sospecha no tardó en apoderarse de él, hasta tal punto que se le ocurrió detenerse, para cerciorarse de que el eco de sus pasos no tuviera vida propia.
Pasó unos minutos luchando contra la tentación. Anduvo más despacio. Pisó con menos fuerza, escuchó si el eco perdía intensidad. Al fin, se detuvo. Trató de respirar muy levemente, se quedó inmóvil en la oscuridad, y aguardó.
Nada.
Entonces, al dejar de moverse, se desorientó. Mientras caminaba, había sentido bajo las suelas un nexo con la realidad. Pero, al detenerse en la honda negrura del túnel, perdió toda referencia de dónde se hallaba.
Luego, al caminar de nuevo, le pareció que el eco de sus pisadas se oía aun antes de que el pie se posara sobre el granito.
El corazón le palpitó con más fuerza todavía. Se dijo a sí mismo que era estúpido, y absurdo, prestar atención al más insignificante roce que se oyera en el túnel. Durante un rato trató de ignorar los sonidos. Luego le pareció que el último y más ligero eco se aproximaba. Se cubrió los oídos y siguió adelante.
Pero, al cabo de unos minutos, apartó las manos de la cabeza, sin detenerse, y constató, aterrado, que el eco que oía frente a sí era más fuerte que antes. Sin embargo, el sonido desapareció en meras fracciones de segundo tan pronto como se detuvo.
Aquel túnel estaba probando la capacidad de Artyom para resistirse al miedo. Pero el muchacho no se rendiría con tanta facilidad. Había llegado demasiado lejos como para retroceder por temor a aquello que se oía en la penumbra.
Pero ¿de verdad era un eco?
Se estaba acercando, eso era indudable. Artyom tuvo la impresión de que las espectrales pisadas se hallaban unos veinte metros más adelante, y se detuvo una vez más. Aquella situación era tan inexplicable e inquietante, que a duras penas podía soportarla. Se enjugó el sudor frío de la frente. La voz se le quebró al gritar a las tinieblas:
—¿Hay alguien ahí?
El eco le respondió desde una terrorífica cercanía, y Artyom no reconoció su propia voz. Temblorosos jirones de palabras se oyeron uno tras otro, cada vez más débiles, en lo más hondo del túnel:
—¿Al… alguien… ahí… hí?
Nadie respondió. Pero entonces ocurrió algo increíble: el eco regresó. Se volvió más fuerte, recobró las sílabas perdidas, y, finalmente, a unos treinta pasos del muchacho, alguien repitió la pregunta con voz angustiada.
Fue demasiado. Artyom se volvió y huyó en la misma dirección por la que había venido. Olvidó por completo que no había que dejarse vencer por el miedo.
No tardó en darse cuenta de que el eco de sus pisadas resonaba a la misma distancia. Eso significaba que el invisible perseguidor no le dejaría escapar. Corrió, jadeando, hasta que tropezó con la junta entre dos segmentos de túnel, y se cayó al suelo.
El eco se desvaneció al instante. Pasó algún tiempo, y finalmente Artyom hizo acopio de valor, se puso en pie y dio un paso en dirección hacia la Polis. Y los otros pies se le fueron acercando metro a metro, arrastrándose por el suelo. Tan sólo el pálpito que sentía en las sienes se imponía a los siniestros sonidos. Cada vez que se detenía, el perseguidor aguardaba también en la penumbra. El muchacho estaba totalmente convencido de que no se trataba de un eco.
Siguió adelante hasta que las pisadas del otro estuvieron al alcance de sus brazos… y entonces se arrojó sobre él, a gritos, golpeando a ciegas con los puños, en el lugar donde creía que se encontraría su adversario.
Sus puños surcaron el vacío. Pero nadie se defendió de sus golpes. Pegó en la nada, gritó, retrocedió de un salto, tendió ambos brazos para atrapar a su invisible enemigo en la oscuridad. Nada. No había nadie. Pero, tan pronto como hubo recobrado el aliento y dio otro paso, los pesados pies que se arrastraban por el suelo se hicieron oír de nuevo, en esta ocasión frente a él. De nuevo le arreó un puñetazo, de nuevo en vano. Pensó que se estaba volviendo loco. Clavó los ojos en la oscuridad hasta que le dolieron, y se esforzó, desesperado, por distinguir algo. Escuchó por si se oía el aliento del otro. Pero no había nadie.
Cuando llevaba ya varios segundos sin moverse, y hubo logrado dominarse, llegó a la conclusión de que aquel fenómeno, fuera cual fuese su explicación, no era peligroso. Debía de tratarse de una ilusión acústica. Se dijo que, cuando regresara a casa, se lo preguntaría a Sukhoy. Iba a dar otro paso cuando alguien le susurró al oído:
—Espera. No te marches todavía.
—¿Quién está ahí? —gritó Artyom. Respiró con dificultad. Nadie respondió. Y tampoco había nada a su alrededor, salvo el vacío. Se secó la frente con el dorso de la mano, y luego se puso en marcha hacia la Borovitskaya. Las espectrales pisadas de su perseguidor se alejaron a igual velocidad en dirección opuesta, se fueron volviendo inaudibles, hasta desvanecerse en la lejanía. Nunca jamás había oído hablar de nada semejante, ni de labios de sus amigos, ni de su padre adoptivo, cuando éste contaba historias junto a una hoguera de acampada. Pero la criatura que le había hablado, y su consejo de no moverse y aguardar, ejercieron en Artyom, una vez hubo tenido tiempo para reflexionar sobre ello, un influjo prácticamente hipnótico.
Así, se quedó en cuclillas sobre las vías, donde, durante unos veinte minutos, se meció de un lado para otro como un borracho. Luchó contra unos repentinos escalofríos, al mismo tiempo que pensaba en la extraña, a duras penas humana voz. Solo cuando los temblores desaparecieron por fin, y el temible susurro se mezcló, dentro de su cabeza, con el leve siseo de las brisas que soplaban en el túnel, se puso en pie y siguió adelante.
Durante todo este tiempo anduvo como un autómata y se esforzó por no pensar en nada. De vez en cuando tropezaba con un cable del suelo. No le pareció que hubiera pasado mucho tiempo, aunque no supiera muy bien cuánto, porque en la oscuridad los minutos no se distinguían entre sí.
Por fin vio la luz al final del túnel.
La Borovitskaya. La Polis.
En el mismo instante oyó un fuerte grito, y disparos. Retrocedió y se ocultó en un hueco de la pared. Distinguió en la lejanía un débil gemido y una palabrota. Luego, la salva de una ametralladora, amplificada por el eco, atronó en el túnel.
Un momento…
Aun cuando se hubiera restablecido la calma, Artyom aguardó durante un cuarto de hora en su escondrijo antes de atreverse a salir. Levantó ambos brazos y caminó hacia la luz.
Se encontró con el acceso a la estación. La Borovitskaya no tenía puestos avanzados. Era obvio que confiaban en el carácter inexpugnable de la Polis. A tan sólo cinco metros de la salida del túnel se erguían los bloques de cemento de un punto de control. Frente a estos se encontraba, en un charco de sangre, con un brazo extendido, un cuerpo sin vida.
Tan pronto como los centinelas de uniforme verde vieron a Artyom, le ordenaron que se acercase y se pusiera contra la pared. Lo registraron velozmente, le pidieron el pasaporte, le pusieron las manos a la espalda y, por fin, lo llevaron a la estación.
La luz. Era verdad, todo el mundo le había dicho la verdad, no eran leyendas. Aquella luz era tan intensa que Artyom tuvo que cerrar con fuerza los ojos para no quedarse ciego. El fulgor le atravesaba incluso los párpados hasta llegar a las pupilas, y el dolor no cesó hasta que los centinelas le hubieron vendado los ojos. El retorno a aquella vida que habían llevado las generaciones anteriores era más doloroso de lo que Artyom había pensado.
No le quitaron la venda hasta que hubieron llegado al cuarto de guardia. Era un área de mantenimiento ordinaria, pequeña, de azulejos agrietados. Y estaba a oscuras. Una simple vela brillaba sobre una mesa de madera pintada de color ocre. El jefe de guardia, un hombre corpulento y sin afeitar, vestido con una camisa de oficial, de color verde, con las mangas enrolladas, y una corbata de goma elástica, estaba mirando cómo una gota de cera caliente se le secaba en la mano. Contempló a Artyom durante largo rato, y luego le preguntó:
—¿De dónde viene usted? ¿Dónde tiene el pasaporte? ¿Y qué le ha pasado en el ojo?
Artyom no creyó que tuviera ningún sentido disimular. Le explicó que los fascistas le habían sustraído el pasaporte, y que le había faltado poco para que le reventaran también el globo ocular.
El muchacho se asombró de que el capitán le respondiera amigablemente.
—Ya los conocemos, por supuesto. El túnel que tenemos al otro lado conduce a la Chekhovskaya. Hemos montado allí una verdadera fortificación. Ahora mismo no estamos en guerra, pero amigos nuestros nos han recomendado que nos mantengamos en guardia. Como dice esa frase tan bella: Si vis pacem, para bellum.
Le guiñó el ojo a Artyom.
El muchacho no había entendido la última frase y no quiso preguntar. Le llamó la atención un tatuaje que el capitán tenía en el codo: era un ave con las alas desplegadas y —como consecuencia de la radiactividad, sin duda— dos cabezas, con picos ganchudos. Le recordaba a algo, pero no sabía qué. El capitán se volvió hacia uno de los soldados, y Artyom vio el mismo dibujo, más pequeño, sobre la sien izquierda de este último.
—¿Y a qué se debe este honor? —le preguntó entonces el capitán.
—Busco a un tal Melnik. Probablemente se trata de un apodo. Tengo que comunicarle una noticia importante.
El rostro del guardia cambió de pronto. La sonrisa indolente y benévola desapareció de sus labios, y los ojos le brillaron con asombro a la luz de la vela.
—Explíquemelo, yo se lo comunicaré.
Artyom negó con la cabeza. En tono de disculpa, empezó a contarle que se trataba de una información secreta, y que se le había ordenado no confiársela a nadie, salvo a Melnik en persona.
El capitán le contempló de nuevo, y luego le hizo una señal a uno de los soldados. Éste le entregó un teléfono negro conectado a un rollo de cable que se desenrolló hasta la distancia exacta. El capitán le dio varias vueltas al disco y tomó el auricular:
—Al habla Bor-Sur, Ivashov. Póngame con el comandante Melnikov.
Mientras aguardaban la respuesta, Artyom observó que los dos soldados que se encontraban con ellos en la habitación llevaban el mismo tatuaje en las sienes.
Sosteniendo el auricular entre la mejilla y el hombro, el capitán de guardia le preguntó a Artyom:
—¿Cómo quiere que le presente?
—Dígale que vengo con un mensaje de Hunter. Un mensaje urgente.
El otro asintió, intercambió un par de frases con la persona que se hallaba al otro extremo de la línea y puso fin a la conversación.
—En la Arbatskaya, en el despacho del jefe de estación, mañana a las nueve. Entretanto, queda usted libre. —Le hizo una señal con la mano a uno de los soldados, que abrió la puerta. Luego se volvió una vez más hacia Artyom—. Es usted nuestro invitado, y, además, se encuentra aquí por primera vez. ¡Lléveselas, pero tan sólo en préstamo! —Le entregó a Artyom unas gafas oscuras de montura metálica algo doblada.
¡Tendría que esperar hasta el día siguiente por la mañana! Artyom no pudo ocultar su decepción. Su resentimiento, incluso. ¿Para eso había recorrido todo el camino, y había arriesgado su propia vida y la de los demás? ¿Para eso se había dado tanta prisa, y se había obligado en tantas ocasiones a seguir caminando? ¿Cómo era posible que aquel maldito Melnik no tuviese ni siquiera un minuto para él?
¿O podía ser que Artyom hubiera llegado demasiado tarde, y que aquel hombre lo supiera todo ya? ¿Quizá Melnik sabía cosas que Artyom ni siquiera sospechaba? ¿Quizá llegaba tan tarde que su misión había perdido ya todo su sentido?
—¿Tendré que esperar hasta mañana por la mañana?— exclamó.
—El comandante ha tenido que ausentarse por otra misión. Llegará mañana temprano —le explicó el jefe de guardia—. Márchese, y descanse. —A continuación, acompañó a Artyom fuera del cuarto de guardia.
Más tranquilo, pero todavía con cierto sentimiento de humillación, Artyom se puso las gafas. Los cristales estaban rayados y estorbaban un poco la visión, pero enseguida se dio cuenta de que, sin ellas, estaría perdido. La luz de las lámparas de mercurio era demasiado brillante para él. Y no sólo para él. Artyom constató que muchas de las personas que se encontraban allí se protegían los ojos con cristales oscuros. Pensó que debía tratarse también de forasteros.
Estaba contemplando algo que para él era nuevo e insólito: una estación de metro totalmente iluminada. No había sombras. En la VDNKh, y en todas las otras estaciones que conocía, las escasas fuentes de luz no alcanzaban a iluminar la totalidad del espacio. Así, todas las personas que deambulaban por ellas arrojaban sombras de varios tipos: una sombra pálida y enfermiza que procedía de las velas, una segunda —rojiazul— producida por la iluminación de emergencia, y una tercera —negra y angulosa— de las linternas. Se mezclaban, se confundían entre sí y con las sombras ajenas, se alargaban varios metros sobre el suelo, aterrorizaban, engañaban, despertaban sospechas y presentimientos. En la Polis, en cambio, las lámparas de luz natural aniquilaban todas las sombras.
Artyom se detuvo, boquiabierto, y miró alrededor. La Borovitskaya se encontraba en condiciones sorprendentemente buenas. No había restos de hollín ni en las paredes de mármol ni en el techo blanqueado. El orden reinaba por doquier. Al otro extremo, una mujer vestida con un mono azul aseaba una representación mural que se había ensuciado con el paso del tiempo. Frotaba los relieves con una esponja y jabón.
Los habitáculos se encontraban en los arcos que flanqueaban el vestíbulo. Tan sólo dos de éstos habían quedado libres para que se pudiera acceder a las vías. Los demás estaban tapiados a ambos lados con ladrillos y se habían transformado en verdaderos apartamentos. Todos ellos tenían puerta, y algunos, incluso, un verdadero batiente de madera, y ventanas de cristal. En uno de los apartamentos se oía música, y delante de algunas de las puertas había felpudos para que los visitantes se limpiaran los zapatos. Artyom no había visto nada parecido en toda su vida. Aquel lugar transmitía calidez y amabilidad hogareña. El muchacho sintió una punzada en el corazón, y cierta imagen de su niñez se avivó por unos instantes en su interior.
Pero lo más impresionante era que en las paredes del vestíbulo, entre los apartamentos, había una larga hilera de anaqueles. Éstos le prestaban a la estación una apariencia de lugar maravilloso, casi irreal. Le recordaron a Artyom unas descripciones de las bibliotecas de las Universidades medievales que había leído en casa, en un libro.
En uno de los extremos del vestíbulo, unas escaleras mecánicas enlazaban con el pasillo por el que se llegaba a la estación Arbatskaya. La puerta de seguridad estaba abierta, y tan sólo había un pequeño puesto de vigilancia. Los soldados saludaban a los transeúntes sin pedirles siquiera los documentos.
El verdadero puesto de control se hallaba al otro extremo, bajo el gran relieve: era un campamento militar. Se habían levantado tiendas de campaña, y Artyom reconoció sobre la lona el mismo signo que antes había visto en las sienes de los guardias fronterizos. Sobre una base móvil se erguía un arma de gran tamaño, cuyo largo cañón, con remate en forma de embudo, sobresalía de la barrera. La vigilaban dos soldados con uniforme verde oscuro, casco y chaleco antibalas. El campamento se hallaba en torno a una ancha escalera que subía por encima de una de las vías. Una segunda escalera que llevaba en la misma dirección estaba cegada por gigantescos bloques de acero. Al ver los paneles luminosos que colgaban sobre éstos, donde se leía «SALIDA A LA CIUDAD», Artyom comprendió el porqué de tantas precauciones.
En el centro de la estación se hallaban algunas mesas de madera fijas. Unos hombres ataviados con largas vestiduras grises de tela tosca estaban sentados a su alrededor y discutían animadamente. Al acercarse a ellos, Artyom descubrió, asombrado, que ellos también llevaban tatuajes en las sienes, pero no con el símbolo del ave de presa, sino con el estilizado dibujo de un libro abierto, así como con una serie de trazos verticales que recordaban a unas columnas. Uno de los hombres se fijó en Artyom, le sonrió y preguntó:
—¿Un visitante? ¿Por primera vez entre nosotros?
Al oír la palabra «visitante», Artyom se sobresaltó, pero de inmediato volvió a calmarse y asintió. El hombre que le había hablado no tenía muchos años más que él, y tan pronto como se levantó y le tendió la mano desde la amplia manga de la túnica, se vio a las claras que debían de tener la misma estatura, con la diferencia de que el otro no era tan robusto.
El nuevo conocido de Artyom se llamaba Danila. Le preguntó a Artyom por lo que sucedía fuera de la Polis, por las noticias que le pudiera traer de la Línea de Circunvalación, y por lo que se oía sobre los fascistas y los rojos. Media hora más tarde estaban sentados en casa de Danila, en un pequeño apartamento que se encontraba bajo uno de los arcos, y bebían un té que sin duda, quién sabe por qué caminos, había llegado desde la VDNKh. El inventario de la habitación constaba de una mesa cubierta de libros, un anaquel de hierro colado que llegaba hasta el techo y estaba repleto igualmente de libros, y una cama. Del techo colgaba una linterna de luz pálida que alumbraba un artístico dibujo, representación de un gigantesco templo antiguo. Artyom tardó algún rato en reconocer la Biblioteca que se encontraba en la superficie, sobre la Polis.
Cuando el anfitrión se hubo quedado sin preguntas, le llegó el turno a Artyom:
—¿Por qué todos vosotros lleváis tatuajes en las sienes?
—¿Nunca habías oído hablar de nuestras castas? —le respondió Danila, incrédulo—. ¿Y tampoco sobre el Consejo de la Polis?
Artyom se acordó de la narración de Mikhail Porfiryevich. Asintió.
—Sí, sí que he oído hablar. Los militares y los bibliotecarios. Entonces, ¿tú eres bibliotecario?
Danila le miró estupefacto, palideció y empezó a toser. Cuando por fin se hubo serenado, le dijo en voz baja:
—¿Acaso te has encontrado alguna vez con un bibliotecario viviente? ¡No te lo aconsejo! Los bibliotecarios se encuentran en lo alto. ¿No has visto las fortificaciones que tenemos aquí? Las erigimos por si algún día pretenden bajar… no confundas las cosas. No soy bibliotecario, sino guardián. También nos llaman brahmanes.
—¿Qué es ese nombre tan raro?
—Tenemos una especie de sistema de castas. Como en la antigua India. Digamos que una casta es como una especie de clase. Tenemos la casta de los sacerdotes, de los guardianes del saber, de los que reúnen libros y trabajan con ellos. Y luego la casta de los guerreros, responsable de nuestra protección, y de la defensa. Se parece mucho a la India. Allí existían también las castas de los comerciantes y de los siervos. Nosotros tenemos lo mismo. Por ello empleamos nombres hindúes: los sacerdotes son Brahmanes, los guerreros son Chatrias, los mercaderes son Vaisyas y los siervos son Sudras. Cada uno de nosotros pertenece a la misma casta durante toda su vida después de tomar parte en cierto ritual de iniciación, especialmente los Chatrias y los Brahmanes. En la India, la pertenencia a las castas era cosa de familia, se transmitía por herencia. Aquí, en cambio, las elegimos al cumplir los dieciocho años. En la Borovitskaya, concretamente, vivimos los Brahmanes. Tenemos aquí nuestra escuela, también las bibliotecas y las celdas para el estudio. La estación de la Biblioteca, que está al lado, tiene un estatus especial, porque la Línea Roja ostenta derecho de tránsito sobre ella. Por eso es objeto de excepcional vigilancia. Antes de la guerra había muchos más de los nuestros que vivían allí, pero luego la mayoría se marchó a Alexandrovsky Sad. En la Arbatskaya, por el contrario, casi todos son Chatrias.
Artyom suspiró. No acababa de acostumbrarse a aquellos extraños nombres hindúes. Pero Danila siguió hablando sin inmutarse.
—Por supuesto, las castas representadas en el Consejo son sólo dos: la nuestra y la de los Chatrias. —Le guiñó el ojo a Artyom—. Normalmente les llamamos «los buscabroncas».
—¿Y por qué se tatúan ese pájaro? Vosotros os distinguís con un libro. Su sentido está claro. Pero ¿un pájaro?
Danila se encogió de hombros.
—Lo consideran una especie de tótem. Creo que antiguamente había sido una especie de patrono de la unidad de protección contra ataques nucleares. Un águila, si no me equivoco. También tienen sus propias y cómicas creencias. Ya te habrás dado cuenta de que las relaciones entre nuestras castas no son especialmente buenas. En otro tiempo habíamos llegado a luchar entre nosotros.
Pese a la cortina, se notaba que la luz de la estación se había vuelto más débil; evidentemente se acercaba la noche. Artyom se dispuso a marcharse.
—¿Tenéis alojamiento para huéspedes? —preguntó—. ¿Algún sitio donde pueda pasar la noche? Mañana a las nueve tengo una cita en la Arbatskaya, pero todavía no sé dónde voy a dormir.
—Quédate aquí, si quieres. Yo duermo en el suelo, ya estoy acostumbrado. Pero antes querría prepararme algo para comer. Podrías contarme qué es lo que has visto durante tu viaje. Nunca he salido de aquí, ¿sabes? La misión de los guardianes es no permitirnos que nos alejemos a más de una estación.
Tras un breve momento de duda, Artyom expresó su acuerdo. La habitación era cálida y acogedora, y su anfitrión le había tratado en todo momento con simpatía. Parecía que ambos tuvieran algo en común. Al cabo de un cuarto de hora, el muchacho se había puesto a lavar las setas, mientras que Danila cortaba la carne de cerdo en porciones pequeñas.
—Entonces, ¿nunca has visto la biblioteca? —le preguntaba Artyom poco después, con la boca llena.
—¿Te refieres a la Gran Biblioteca? —precisó el brahmán, con mirada grave.
Artyom apuntó hacia el techo con el tenedor.
—La que está allí arriba… ¿sigue en pie?
—A la Gran Biblioteca tan sólo ascienden los más ancianos. Y los Stalkers que trabajan para los Brahmanes.
—Entonces son ellos quienes os traen los libros de la biblioteca… —observó Artyom, y Danila, una vez más, arrugó la frente-…quiero decir, de la Gran Biblioteca.
—Sí, son ellos, pero tan sólo por orden de los más ancianos de nuestra casta. No podemos hacerlo nosotros mismos, y por ello tenemos que servirnos de esos mercenarios. Nuestra misión consiste en preservar el saber y transmitirlo a quienes lo busquen. Pero, para transmitir el saber, primero tenemos que obtenerlo. —Danila suspiró, y levantó los ojos—. ¿Y quién de nosotros se dejaría ver allí arriba?
—¿A causa de la radiación?
—Eso también —Danila bajó la voz—. Pero, sobre todo, a causa de los bibliotecarios.
—Eso sí que no lo entiendo. ¿No sois vosotros los bibliotecarios? Bueno, sus descendientes. Me lo habían contado así.
—¿Sabes una cosa? Lo mejor será que no hablemos de eso mientras comemos. Ese tema no me gusta mucho.
Danila empezó a poner la mesa. De repente, se detuvo, y entonces se acercó al anaquel y apartó varios libros. Entre dos de los tomos que se encontraban en la segunda hilera apareció un agujero en el que brillaba una gruesa botella llena de aguardiente de elaboración propia. También había dos elegantes vasos de cristal.
Mientras bebían, Artyom contemplaba con gran interés el anaquel. Finalmente dijo:
—¡Cuántos libros tienes! Creo que en toda la biblioteca de la VDNKh no debe de haber tantos. Aunque sólo fuera por eso, quería llegar a la Polis. Por la Gran Biblioteca. Soy incapaz de imaginarme cuántos libros debían de tener allí arriba para que se llegara al punto de construir un edificio tan grande. —Señaló con un gesto el dibujo que se encontraba sobre la pared.
Danila asintió, halagado por las palabras de Artyom.
—Todos estos libros no significan nada. Y la Gran Biblioteca no se construyó por ellos. No son estos libros los que tenían que conservarse en ella.
Artyom le miró con asombro. El brahmán abrió de nuevo la boca, pero de repente se levantó, fue hacia la puerta, la abrió levemente y escuchó. Luego la cerró sin hacer ruido, volvió a sentarse y susurró:
—La Gran Biblioteca se edificó para un único libro. Se encuentra allí, en un lugar secreto. Los otros libros no tienen otro objetivo que ocultarlo. Todo el mundo está buscando ese único libro. Y el único libro que vigilan es ése. —Danila se estremeció.
—¿De qué libro se trata? —preguntó Artyom, también en voz baja.
—El Viejo Tomo En Folio. La Historia entera está escrita con letras doradas sobre sus páginas negras como la antracita. Hasta el final.
—¿Y por qué lo buscan?
—¿Es que no lo has entendido? Hasta el final. De todas las cosas. Pero para eso todavía falta mucho. Quien posea ese saber…
Por unos instantes, una tenue sombra apareció tras la cortina. Artyom se dio cuenta, aunque estuviera mirando a Danila, y le hizo una señal a éste. El otro calló a media frase y se precipitó hacia la entrada. Artyom salió disparado tras él.
No vieron a nadie. Tan sólo oyeron unos pasos veloces que se alejaban por el pasillo que conducía a la Arbatskaya. Los guardias apostados en aquel lugar dormían plácidamente a ambos lados de la escalera mecánica.
Mientras volvían a la habitación, Artyom pensaba que el brahmán proseguiría con su relato, pero éste se había asustado y movía la cabeza de mal humor.
—No se nos autoriza a explicar todo esto. Esa parte de nuestra misión se reserva tan sólo a los iniciados. He hablado en demasía. Escúchame bien: no puedes revelar bajo ninguna circunstancia lo que te he contado. Si alguien supiera que tienes noticia del Libro, te encontrarías con muchísimos problemas. Y también yo.
De pronto, Artyom comprendió por qué le habían empezado a sudar las manos cuando Danila le habló del Libro. El corazón le palpitaba con fuerza cuando preguntó:
—Hay más libros como ése, ¿verdad?
Danila le miró a los ojos con recelo.
—¿Qué quieres decir?
—«Tienes que temer a la verdad en antiguos tomos en folios en los que las palabras están marcadas en oro y el papel negro como la pizarra no se corrompe…» —Artyom creyó ver cómo a través de un velo oscuro el rostro vacío e inexpresivo de Bourbon, que había balbuceado mecánicamente aquellas palabras extrañas e incomprensibles.
El brahmán, estupefacto, clavó los ojos en el muchacho.
—¿Cómo te has enterado de eso?
Artyom, como hechizado, contempló la ilustración de la pared.
—Una revelación. Entonces, no hay un solo libro… ¿qué es lo que está escrito en los demás?
—Tan sólo ha quedado uno. Había tres: Pasado, Presente y Futuro. Pasado y Presente se perdieron hace siglos. Solo queda el último libro. El más importante.
—¿Y dónde se encuentra?
—En el depósito principal. Allí hay más de cuarenta millones de tomos. Y uno de ellos es el Libro en cuestión, un libro de aspecto vulgar, con la encuadernación habitual. Para reconocerlo, habría que abrirlo y pasar sus páginas. Según la tradición, las páginas del tomo en folio son negras.
Pero, para hojear todos los libros del depósito principal, habría que pasar allí setenta años sin interrupción, sin dormir. Una sola persona podría pasarse allí como mucho un día, y de todos modos no le sería posible examinar en paz todos los volúmenes… ¡pero no hablemos de eso!
Danila se preparó un lecho en el suelo, encendió una vela sobre la mesa y apagó la luz eléctrica. Artyom también se acostó, pero de mala gana. Aun cuando no se acordara siquiera de la última vez que había podido reposar, no lograba dormirse. Danila estaba ya roncando cuando Artyom preguntó—: ¿Desde la Biblioteca se alcanza a ver el Kremlin? —Por supuesto —murmuró el brahmán—. Pero no se puede mirar. Quien lo mira es atraído por él. —¿Y cómo es eso?
Danila se apoyó en el codo para levantar medio cuerpo. A la luz amarilla de la vela, Artyom vio su rostro enfadado.
—Los Stalkers dicen que cuando uno sale afuera no debe mirar el Kremlin. Por encima de todo, no hay que mirar las estrellas que coronan sus torres. Si las miras, no podrás apartar la mirada. Y si las sigues mirando, te atraerán hacia sí. No es casualidad que todas las puertas del Kremlin estén abiertas. Por eso, los Stalkers nunca van solos a la Gran Biblioteca. Si uno de los dos contempla el Kremlin durante demasiado tiempo, el otro le obliga a volver en sí. Artyom tragó saliva. —¿Y qué hay allí, en el Kremlin?
—Eso no lo sabe nadie, porque en el Kremlin sólo se puede entrar, pero nadie ha vuelto a salir. Si quieres saber más, puedes coger un libro que está en el anaquel. Cuenta una interesante historia sobre estrellas y cruces gamadas, y también sobre las estrellas que relucen sobre las torres del Kremlin.
Danila se levantó, sacó del anaquel el libro que había mencionado, lo abrió por una determinada página, se lo entregó a Artyom y se metió de nuevo bajo la sábana.
Se durmió en un par de minutos. Entretanto, Artyom había acercado la vela y se había puesto a leer:
«… por tratarse de la más pequeña, y la menos significativa entre las organizaciones políticas que luchaban por el poder y la influencia tras la primera Revolución Rusa, los bolcheviques no eran vistos por ninguno de sus rivales como adversarios a tener en cuenta. Les faltaba apoyo entre los campesinos, y tenían pocos partidarios tanto entre la clase obrera como en la flota. Vladimir llich Lenin, que había estudiado el arte de la Alquimia y de la Evocación de Espíritus en una escuela secreta de Suiza, encontró sus aliados más poderosos tras las fronteras que separan los mundos. En aquella época se empleó por primera vez la estrella de cinco puntas como símbolo del movimiento comunista, así como del Ejército Rojo.
Sabemos bien que, entre todos los tipos de portal que se emplean para atraer a los demonios hasta nuestro mundo, el pentáculo es el más popular y el más apropiado para los neófitos. Si el creador del pentáculo sabe emplearlo bien, controlará a los demonios que introduzca en nuestro mundo y los pondrá a su servicio. A fin de controlar mejor a la criatura conjurada, se trazará un círculo adicional en torno al pie de bruja. Por lo general, el demonio no será capaz de franquear dicha barrera.
No sabemos cómo fue posible que los líderes del movimiento comunista lograran los objetivos por los que se habían esforzado los nigromantes de todas las épocas: establecer lazos con las Tierras Oscuras, con los poderosos demonios que gobiernan hordas enteras de demonios menores. Algunos expertos están convencidos de que los habitantes de las Tierras Oscuras vieron venir las inminentes guerras, y el derramamiento de sangre más espantoso de la historia humana, y que se acercaron a la frontera que separa los mundos a fin de contactar con los aliados que les permitirían hacerse con una abundante cosecha de vidas humanas. A cambio, les prometieron apoyo y protección.
La hipótesis de que la Inteligencia alemana financió a los dirigentes comunistas es totalmente verosímil, pero sería estúpido y superficial pensar que Lenin logró inclinar la balanza a su favor tan sólo gracias a sus socios y compañeros de otras tierras. El futuro líder comunista contaba ya con promotores muchísimo más poderosos y sabios que el Servicio Secreto militar de la Alemania Imperial.
Los detalles de este acuerdo con las Tierras Oscuras, con los poderes de las tinieblas, no son accesibles para la ciencia actual. Pero el resultado es evidente: poco más tarde, los pentagramas adornaron las banderas y las gorras del Ejército Rojo, así como las corazas de su, por aquel entonces, más bien pobre equipamiento de guerra. Cada uno de esos símbolos le abría el acceso a este mundo a un demonio protector que resguardaba al portador del pentagrama contra posibles ataques. Como de costumbre en estos casos, se pagaba al demonio con sangre. De acuerdo con estimaciones a la baja, más de treinta millones de ciudadanos de este país sirvieron como pago de este acuerdo a lo largo del siglo XX.
El pacto con los señores de los poderes conjurados no tardó en dar fruto: los bolcheviques se hicieron con el mando y lo reforzaron, y aunque Lenin, el enlace entre ambos mundos, no pudo soportarlo, y, devorado desde dentro por las llamas del infierno, murió cuando tenía tan sólo 54 años, sus seguidores cumplieron con sus obligaciones sin vacilar. Al cabo de poco, el país entero cayó en manos de los demonios. Los niños, de camino hacia la escuela, llevaban el pie de bruja en el pecho. En nuestros días no queda casi nadie que sepa que, en su origen, el ritual de iniciación de los Niños de Octubre[55] incluía el trazado de esa figura sobre la piel del niño con una aguja infectada. Así, el demonio asignado a cada una de las «estrellitas de octubre» saboreaba ya la sangre de su futuro señor y establecía un lazo sagrado con él, que había de durar por siempre. Tan pronto como el niño se hacía mayor y entraba en la organización de los Pioneros, recibía un nuevo pentagrama en el que las mentes despiertas habrían podido reconocer la esencia del pacto: el retrato dorado de Lenin aparecía en él, rodeado de las mismas llamas que lo habían arrastrado a la muerte. De esta manera, la nueva generación tenía presente el gesto heroico del sacrificio de uno mismo. Luego venía el Komsomol, y después, para unos pocos elegidos, el camino hacia la casta de los sumos sacerdotes: el Partido Comunista.
Miríadas de espíritus conjurados protegían todo lo que había en el Estado soviético y a todos los que vivían en él: niños y adultos, edificios y máquinas. Sin embargo, los habitantes de las Tierras Oscuras se posicionaron en los gigantescos pies de bruja de color rojo rubí que resplandecían sobre las torres del Kremlin. Se dejaron encerrar para que su poderío fuese aún más grande. Como consecuencia de ello, líneas de fuerza invisibles recorrieron la totalidad del país, lo protegieron del caos y de la destrucción, y sometieron a sus habitantes a la voluntad del Kremlin. En cierto sentido, la Unión Soviética entera se transformó en un gigantesco pentagrama, con las fronteras estatales como línea de seguridad exterior.
Artyom se apartó de la lectura por unos instantes y miró alrededor. La vela estaba a punto de extinguirse y empezaba a soltar humo negro. Danila estaba dormido, con la cara contra la pared. Artyom estiró los miembros y siguió leyendo.
La prueba decisiva del poder soviético fue el enfrentamiento con la Alemania nazi. Protegidos por fuerzas no menos antiguas y poderosas, los teutones entraron en nuestra tierra con sus acorazados, por segunda vez en un siglo. En esta ocasión, sus banderas llevaban un símbolo rotatorio del Sol, la Luz y la Prosperidad. Todavía hoy, después de cincuenta años, los acorazados combaten con el pentagrama sobre la torreta en la eterna batalla contra los que exhiben la esvástica sobre su piel de acero: en imágenes de museo, en pantallas de televisores, en hojas cuadriculadas, arrancadas de cuadernos escolares…
La vela llameó por última vez y se apagó.
Era la hora de dormir.
Artyom estaba de espaldas al monumento. Si se daba la vuelta, vería, en el hueco que quedaba entre los dos edificios medio derruidos, un trecho del elevado muro, así como los contornos de las puntiagudas torres. Pero le habían prohibido que se diera la vuelta y las mirase. Así se lo habían inculcado. Por otra parte, no podía perder de vista ni un solo momento las puertas y las escaleras, porque, si se producía el desastre, tendría que dar inmediatamente la alarma. Pero, si se dejaba capturar por la visión de las torres, ya sería demasiado tarde: él mismo tendría que ir hacia ellas, y los demás tendrían también problemas.
Por ello, no se movió de donde estaba, aunque algo le estuviera incitando a darse la vuelta. Para distraerse, contempló la estatua, cuyo pedestal estaba cubierto de musgo. Representaba a un hombre mayor, de mirada siniestra, sentado, apoyado en un brazo. De las profundas cuencas de sus ojos goteaba lentamente un líquido espeso. Parecía como si el monumento llorara.
Artyom no pudo aguantar durante mucho tiempo aquella imagen. Dio un rodeo en torno a la estatua y contempló las puertas de entrada. Todo estaba en calma, reinaba una absoluta quietud, tan sólo soplaba una leve brisa, cada vez que esta pasaba entre los roídos esqueletos de los edificios. Sus compañeros se habían marchado hacía mucho rato. Le habían dejado allí. Tenía la misión de montar guardia. Si ocurría algo, había de regresar a la estación y advertir a los demás.
El tiempo transcurría lentamente. Artyom daba vueltas en torno a la estatua y contaba los pasos: uno, dos, tres…
Al llegar a quinientos, sucedió: oyó pataleos y bufidos a sus espaldas, en el sitio hacia el que no podía mirar. Había algo, y ese algo podía arrojarse en cualquier momento sobre Artyom. El muchacho se quedó como de piedra, escuchó, y luego se arrojó sobre el suelo, oprimió el cuerpo contra el pedestal, preparó el fusil.
Lo tenía ya muy cerca, quizás al otro lado del monumento. Artyom oía su aliento ronco, animal, que estaba rodeando la estatua y se le acercaba poco a poco. Desesperado, trató de detener el temblor de sus manos y mantener en la mira el lugar por el que la criatura debería aparecer.
Pero, de repente, los ruidos empezaron a alejarse. Artyom miró detrás de la estatua para dispararle una ráfaga por la espalda a su desconocido enemigo. Y, en aquel momento, se olvidó de todo.
A pesar de la lejanía, vio con nitidez la estrella que remataba la torre del Kremlin. La propia estrella parecía una silueta imprecisa a la pálida luz de la luna oculta por las nubes, pero fascinaba a todo el que la viera. Refulgía. Artyom no confiaba en sus propios ojos. Agarró los prismáticos.
La estrella ardía con llama furiosa, de un color rojo intenso. Iluminaba un círculo de varios metros de diámetro. Al verla más de cerca, Artyom se dio cuenta de que la luz era irregular. Parecía como si dentro del gigantesco rubí estuviera encerrado un torbellino: se alzaban grandes llamas, parecía que algo se moviera de un lado para otro, la luz burbujeaba y palpitaba. Una visión de belleza abrumadora, ultraterrena, pero que apenas si se veía desde la distancia. Artyom tenía que acercarse.
Cargó a hombros con el fusil, bajó por la escalera, saltó sobre el asfalto agrietado de la calle y no se detuvo hasta llegar a la esquina del edificio, desde donde se divisaba la totalidad de la muralla del Kremlin, y también las torres. Sobre cada una de estas refulgía una estrella roja. Artyom, sin aliento, miró de nuevo con los prismáticos. Todas las estrellas ardían con la misma luz burbujeante e irregular. No podía alejarse de ellas.
Se concentró en la estrella más cercana, se embebió del fantástico juego de las llamas, y entonces le pareció distinguir qué era lo que se movía bajo la superficie cristalina.
Para poder ver mejor sus enigmáticos contornos, se acercó un poco más. Sin preocuparse por los peligros, se quedó en medio de la calle y miró con los prismáticos. ¿Qué era lo que había visto?
Los habitantes de las Tierras Oscuras. Los mariscales de las hordas demoníacas, conjurados para la protección del Estado soviético. El país y el mundo entero se habían desmoronado, pero los pentáculos de las torres del Kremlin estaban intactos. Los señores, que habían cerrado el pacto con los demonios, habían muerto hacía tiempo, y por ello no quedaba nadie que pudiera liberarlos. ¿Nadie? Si él podía…
«Tengo que encontrar la puerta», pensó. «Tengo que encontrar la entrada…»
—¡Despierta, tienes que ir enseguida! —Danila le estaba sacudiendo.
Artyom bostezó y se frotó los ojos. Había tenido un sueño interesante en extremo, pero enseguida se desvaneció, y el muchacho lo olvidó por completo. La estación estaba totalmente iluminada. Afuera se oía el ajetreo de los baldes, y las voces de las mujeres de la limpieza de buen humor, que intercambiaban burlas.
Artyom se puso las gafas de sol, aceptó un pañuelo no especialmente limpio que le ofrecía su anfitrión y salió arrastrando los pies para ir a lavarse. Los aseos se encontraban al otro extremo de la estación, no muy lejos del gigantesco relieve de la pared. Artyom se puso al extremo de una larga cola y trató, entre bostezos, de acordarse por lo menos de algún detalle del sueño.
De pronto, las personas que aguardaban para entrar en los servicios se pusieron nerviosas y empezaron a susurrar agitadamente. Artyom miró alrededor. Todos los ojos se habían vuelto hacia la pesada puerta de hierro. Se había abierto. Allí, en el umbral, se encontraba un hombre alto. Al verlo, Artyom se olvidó de lo que había ido a hacer.
Se trataba de un Stalker.
A pesar de los relatos de su padre adoptivo, y de las historias de los mercaderes, no se los había imaginado nunca de aquella manera. Vestía un traje aislante sucio, chamuscado incluso en algunos lugares, y un chaleco antibalas largo y pesado. De su hombro derecho colgaba con indolencia un fusil ametrallador de impresionantes dimensiones. Sobre el izquierdo reposaba una brillante cartuchera que le cruzaba el pecho. Los pantalones terminaban en unos pesados borceguíes, y cargaba con una voluminosa mochila de tela irrompible.
El Stalker se quitó el casco esférico y la máscara antigás, y así quedó al descubierto su rostro enrojecido y sudoroso. Intercambió algunas palabras con el jefe de guardia. No era muy joven. Artyom alcanzó a distinguir una barba incipiente de color gris sobre las mejillas y el mentón, así como algunas canas en su cabello moreno y muy corto. Con todo, aquel hombre irradiaba vigor y confianza en sí mismo, dureza y concentración, como si en todo momento hubiera tenido que estar alerta frente al peligro, incluso en aquella estación tranquila e iluminada.
Artyom era el único que aún miraba al recién llegado sin ningún disimulo. Los demás que se encontraban en la cola le habían ordenado de mal humor que no se detuviera, pero, al ver que el muchacho no les hacía caso, le pasaron delante.
—¡Artyom! —Danila había ido en su busca—. ¿Qué estás haciendo? Vas a llegar tarde.
Al oír el nombre, el Stalker se volvió hacia Artyom, lo miró con atención y luego dio una larga zancada hacia él. Con voz profunda y poderosa le preguntó:
—¿Eres de la VDNKh?
Artyom asintió en silencio. Se dio cuenta de que le temblaban las rodillas.
—¿No estarás buscando por casualidad a un tal Melnik?
Artyom asintió de nuevo.
El Stalker le miró a los ojos.
—Yo soy Melnik. ¿Traes algo para mí?
Artyom se sacó rápidamente el cordel a cuyo extremo pendía el casquillo. Le resultó extraño deshacerse de él. Había llegado a considerarlo un talismán. Se lo entregó al Stalker.
Éste se quitó los guantes de cuero, desenroscó la cubierta del casquillo y lo agitó cuidadosamente sobre la palma de su mano. Salió un trozo de papel pequeño, doblado. Una nota.
—Vámonos. Disculpa que ayer no pudiera encontrarme contigo. Nos llegó la noticia cuando ya estábamos de camino hacia la superficie.
Artyom se despidió de Danila y le dio las gracias, y luego tuvo que correr para seguir a Melnik por la escalera mecánica hacia la Arbatskaya. Aun cuando a duras penas pudiera seguirle el paso, le preguntó:
—¿No tiene usted noticias de Hunter?
—Ninguna —le replicó Melnik, y volvió la cabeza hacia Artyom—. Me temo que tendríamos que preguntárselo a vuestros Negros. En cambio, sí que nos han llegado noticias de la VDNKh. Más de las que querríamos.
Artyom sintió que se le aceleraba el corazón.
—¿Qué ha sucedido?
—Nada bueno. Los Negros atacaron de nuevo. Hace tan sólo una semana tuvo lugar un combate muy duro en el que murieron cinco hombres. Parece que los Negros se estén multiplicando. La gente empieza a abandonar vuestra estación. No son capaces de soportar el miedo. Hunter tenía razón. Me dijo que en vuestra estación se preparaba algo terrible. Lo presintió.
—¿Sabe usted cómo se llamaban las víctimas? —preguntó el angustiado Artyom. Trató de recordar quién estaba de servicio la semana anterior. ¿Qué día había ocurrido? ¿Zhenya? ¿Andrey? No, Zhenya no…
—¿Y cómo voy a saberlo yo? Aparte de que esas bestias os estén asediando, parece que también ocurre un fenómeno diabólico en los túneles de la Prospekt Mira. Las personas pierden la memoria, a veces incluso la vida.
—¿Qué se podría hacer?
—Hoy se reunirá el Consejo. Queremos saber la opinión de los Brahmanes y Generales más ancianos. De todos modos, apenas si podrán hacer nada por la VDNKh. Ya es bastante difícil proteger la Polis, y lo conseguimos tan sólo porque nadie se plantea seriamente la posibilidad de atacarnos.
Llegaron a la Arbatskaya. También estaba iluminada con lámparas de mercurio, e, igual que en la Borovitskaya, los accesos del andén estaban tapiados para que sirvieran como habitáculos. Algunos de éstos tenían vigilancia, y, en general, circulaba por allí un número insólito de soldados. Sobre las paredes blancas colgaban banderas de desfile asombrosamente bien conservadas, con águilas bordadas de color dorado. Y aquello era un hervidero de vida: dignos Brahmanes en vestiduras largas iban de un lado para otro, mientras que las pendencieras encargadas de la limpieza se dedicaban a pellizcar a todos los que pisaban los suelos recién fregados. Los forasteros, que no eran pocos, se reconocían por las gafas de sol, o porque empleaban las manos a modo de visera sobre los ojos entrecerrados. En la Arbatskaya solo había viviendas y oficinas. Las tiendas y cantinas se encontraban en los pasillos.
Melnik guió a Artyom hasta el final del andén, donde empezaban las instalaciones de mantenimiento. Le ordenó que se acomodara sobre un banco de mármol con superficie de madera, desgastada por los miles de pasajeros que se habían sentado allí. Le dijo que esperara y se marchó.
Artyom contempló los adornos del techo y pensó que la Polis no le había defraudado en sus expectativas. Allí, la vida funcionaba de otra manera. Sus habitantes parecían mucho más sanos, mucho menos irritados y angustiados que los de otras estaciones. A todas luces, el saber, los libros y la cultura tenían un papel muy importante. De camino entre la Borovitskaya y la Arbatskaya habían encontrado por lo menos cinco estanterías, y había carteles que anunciaban la representación de una obra de Shakespeare para el día siguiente. Al igual que en la Borovitskaya, se oía música.
Las estaciones se encontraban en excelente estado, igual que los pasillos, y, aun cuando hubiera grietas y marcas de humedad en las paredes, los equipos de reparación que Artyom había visto trabajar en varios lugares daban a entender que los desperfectos se arreglarían con toda la rapidez que fuera posible. Miró con curiosidad uno de los túneles. También allí reinaba un orden absoluto: estaba seco y limpio, y, por lo menos en el trecho que le quedaba a la vista, había una lámpara eléctrica cada cien metros. De vez en cuando pasaban dresinas cargadas de cajas. Entonces, invitaban a algún pasajero a subir, o tomaban una de las cajas de libros que la Polis distribuía por la red de metro entera.
Pero entonces Artyom pensó que todo aquello estaba a punto de desaparecer, que la VDNKh no podría resistir mucho tiempo la presión de aquellos monstruos. «No es de extrañar», dijo para sí. Se acordó de la noche en la que él mismo había hecho frente al asalto de los Negros, y de las pesadillas que había tenido desde entonces.
¿La VDNKh estaba a punto de desaparecer? Si la respuesta era afirmativa, el muchacho se quedaría sin hogar. Con mucha suerte, su padre adoptivo y sus amigos lograrían salvarse. Quizá volviera a encontrárselos algún día en alguna parte de la red de metro. Se hizo un juramento a sí mismo: si Melnik le comunicaba que había cumplido su deber, y que no tenía que hacer nada más, regresaría de inmediato a la VDNKh. Si su estación era el único obstáculo que quedaba en el camino de los Negros, y sus amigos tenían que morir en su defensa, prefería estar con ellos, en vez de refugiarse en aquel paraíso. Sí, quería volver a casa, a las tiendas del Ejército, a la fábrica de té. A charlar con Zhenya, a contarle sus aventuras. Seguramente su amigo no se creería ni la mitad de lo que le explicara… si es que aún vivía.
—Vamos, Artyom —le dijo Melnik—. Quieren hablar contigo.
Se había quitado el traje aislante, y vestía un jersey de cuello alto, una gorra militar sin la insignia, y unos pantalones de bolsillos holgados, parecidos a los que había llevado Hunter. Artyom pensó que su manera de comportarse, en general, recordaba mucho a la del Cazador: se le veía igualmente concentrado, tenso como un muelle, y hablaba con las mismas frases concisas y claras.
Entraron en una sala de paredes revestidas con madera de roble. A ambos lados colgaban sendos cuadros al óleo. Artyom reconoció al instante, en uno de ellos, la Biblioteca. En el otro había un edificio alto de fachada blanca, en el que estaba escrito: SEDE DEL MINISTERIO DE DEFENSA DE LA FEDERACIÓN RUSA.
En el centro había una gran mesa de madera. En torno a ella se sentaban unas diez personas que miraron inquisitivamente a Artyom. La mitad de ellas se encontraba bajo el cuadro de la Biblioteca y vestía las túnicas grises de los Brahmanes. La otra, al pie del Ministerio de Defensa, llevaba uniforme militar.
La presidencia de la mesa se hallaba a cargo de un hombre pequeño, pero de mirada imperiosa, calvo, que llevaba puestas unas gafas de aspecto severo. Vestía un traje con corbata, y, para asombro de Artyom, no tenía ningún tatuaje a la vista.
—Vayamos al grano —dijo este sin presentarse—. Infórmenos de todo lo que sepa, incluida la situación en los túneles que se encuentran entre su estación y la Prospekt Mira.
Artyom les explicó en detalle la lucha de la VDNKh contra los Negros. Luego les informó de la misión que le había encomendado Hunter, y, finalmente, de su viaje hasta la Polis. Al explicarles lo que le había acaecido en los túneles que unían la Alexeyevskaya, la Rizhskaya y la Prospekt Mira, los Militares y los Brahmanes empezaron a hablar en susurros, los primeros en tono de incredulidad, y los segundos con gran animación. Un militar que se sentaba a la esquina de la mesa y conducía la reunión le hizo varias preguntas.
Una vez la discusión se hubo apaciguado, permitieron que Artyom siguiera hablando, pero sus explicaciones posteriores apenas si despertaron ningún interés, hasta que llegó a la Polyanka y a sus dos habitantes.
—Con permiso —le interrumpió uno de los militares, un hombre achaparrado, de unos cincuenta años, cabellos lisos peinados hacia atrás, y gafas de montura de acero que se le clavaban en el carnoso puente de la nariz—. Todo el mundo sabe que la Polyanka no es habitable. Hace mucho tiempo que está abandonada. Es cierto que varias docenas de personas pasan cada día por esa estación, pero vivir allí es imposible. Hay un escape permanente de gas, y por todas partes se pusieron carteles que advierten del peligro. Allí no hay gatos, y tampoco papel viejo. Los andenes están vacíos. Así que no nos haga perder el tiempo con fantasías.
Los otros militares asintieron. Artyom calló. Estaba confuso. Al llegar a la Polyanka, había pensado que la paz que reinaba en aquel lugar no tenía parangón en la red de metro. Pero sus dos habitantes —plenamente reales— le habían distraído enseguida de su sentimiento de extrañeza.
Los Brahmanes no dieron ninguna muestra de apoyo a las objeciones del irritado militar. El más anciano, un hombre calvo de barba larga y gris, miró a Artyom con interés, e intercambió algunas frases con sus colegas en una lengua extraña. Luego, otro brahmán que se sentaba a su derecha dijo en tono conciliador:
—Saben bien que ese gas, cuando alcanza cierto grado de concentración en el aire, tiene efectos alucinógenos.
El militar observó a Artyom con recelo.
—Entonces, habría que preguntarse si el resto de su narración es fiable.
—Le damos las gracias por la información —dijo el hombre del traje, interrumpiendo el debate—. El Consejo deliberará al respecto y le comunicará sus conclusiones. Puede usted marcharse.
Artyom abandonó la sala con pasos lentos. ¿Era posible que su charla con los dos hombres que fumaban en narguile hubiera sido una mera alucinación? Eso significaría que la misma noción de que había sido elegido, y de que podía modelar la realidad si iba en pos de un destino predeterminado, había sido pura fantasía, una simple tentativa de hallar consuelo. El enigmático encuentro en el túnel que unía la Polyanka y la Borovitskaya no le causaba ya admiración. ¿Gas? Sí, claro. Gas.
Se sentó en un banco, junto a la puerta, sin escuchar las voces lejanas que seguían discutiendo en el Consejo. Hombres y mujeres pasaban por su lado, dresinas y pequeñas locomotoras atravesaban la estación, los minutos iban quedando atrás, y él seguía allí sentado y meditaba. ¿Existía en realidad su misión, o también se la había imaginado? ¿Qué tendría que hacer? ¿Adónde debía ir?
Alguien le tocó en el hombro. Era el militar que había tomado nota de sus explicaciones.
—Los miembros del Consejo le comunican que la Polis no dispone de medios suficientes para auxiliar a su estación. Le dan las gracias por sus detalladas explicaciones sobre la situación en la que se encuentra la red de metro. Ya puede marcharse.
Eso era todo. La Polis no disponía de medios suficientes para auxiliar a su estación. Había sido todo en vano. Había hecho todo lo que había podido, a cambio de nada. No podía hacer nada más, salvo regresar a la VDNKh y luchar hombro con hombro junto con los que defendían la estación. Artyom se levantó con gran dificultad y se alejó lentamente, sin saber a dónde ir.
Estaba a punto de llegar al pasillo de la Borovitskaya cuando oyó un ligero carraspeo a sus espaldas. Se volvió, y se encontró con el brahmán que durante la reunión se había sentado a la diestra del más anciano. El hombre le sonrió con cortesía y le dijo:
—Aguarde un momento, por favor. Creo que tendríamos que hablar sobre unas cuantas cosas… pero en privado. Aunque el Consejo no disponga de medios para auxiliarle, puede que mis modestos servicios le sean a usted de alguna utilidad.
Tomó a Artyom por el hombro y se lo llevó hasta uno de los habitáculos que se encontraban bajo los arcos. No tenía ninguna ventana, y la única lámpara estaba apagada. Tan sólo la llama de una pequeña vela alumbraba la silueta de varias personas reunidas en aquel reducido espacio. Artyom no tuvo tiempo de verles la cara, porque el brahmán que lo había guiado hasta allí apagó la vela y la habitación quedó a oscuras.
Una voz ronca le dijo:
—Todo eso que nos has contado sobre la Polyanka, ¿era cierto?
—Sí —respondió Artyom con firmeza.
—¿Sabes con qué nombre es conocida la Polyanka entre los Brahmanes? Estación del Destino. Pero es mejor que los Chatrias piensen que lo que viste fue una alucinación inducida por el gas. A nosotros no nos importa, y no vamos a curar de su ceguera a los mismos que hace muy poco eran enemigos nuestros. Creemos que los hombres, en esa estación, se encuentran con los enviados de la Providencia. Pero, como la Providencia no tiene nada que decirles a la mayoría de los que pasan por allí, estos creen hallarse en una estación vacía y abandonada. Sin embargo, a veces el encuentro se produce, y entonces tiene siempre un gran significado, y la experiencia que se haya vivido allí permanece en el recuerdo durante la vida entera. ¿Tú la recuerdas?
—No —respondió Artyom. Pero era mentira. Recelaba de aquellos hombres. Le parecían una especie de secta.
—Los más ancianos entre nosotros están convencidos de que tu llegada no es casual. No eres un hombre ordinario, y tus especiales capacidades, que te han salvado en más de una ocasión durante el camino, también podrían aportarnos algo a nosotros. Por eso os ayudaremos, a ti y a tu estación. Nosotros, los guardianes del saber, disponemos de conocimientos que podrían salvar a la VDNKh.
—¿Qué tiene que ver esto con la VDNKh? —exclamó Artyom, colérico—. Todos vosotros habláis tan sólo de la VDNKh. Parece que no comprendáis que no he venido sólo por mi estación. ¡Todos vosotros os halláis en peligro! ¡En primer lugar caerá la VDNKh, luego la línea entera, y finalmente la red de metro dejará de existir!
Nadie le respondió. El silencio se volvía cada vez más opresivo. Sólo se oía la acompasada respiración de los presentes.
Artyom aguardó… hasta que no pudo más.
—¿Qué es lo que tengo que hacer?
—Subir a la superficie y entrar en el depósito principal de la Biblioteca. Una vez allí, buscarás algo que nos pertenece a nosotros. Si lo encuentras, te explicaremos lo que tienes que hacer para acabar con ese peligro. ¡Que las llamas engullan a la Gran Biblioteca si miento!