Artyom no se acordaba ya del camino que había recorrido. Sólo sabía que se lo habían llevado de la estación por uno de los cuatro túneles, pero no recordaba por cuál. El recién conocido se le presentó como hermano Timofey. Mientras se alejaban de la tétrica y fea Serpukhovskaya por el silencioso túnel, habló sin cesar.

—Regocíjate, oh, querido hermano, de que hayamos llegado a conocernos. A partir de ahora, tu vida cambiará por completo. Tu errático vagabundeo por las eternas tinieblas toca a su fin, porque acabas de encontrar lo que buscabas.

Artyom no entendía lo que le contaba el otro, pero de hecho estaba convencido de que su vagabundeo aún iba a durar mucho. Sin embargo, las palabras del risueño Timofey le resultaban tan reconfortantes y amables que quería seguir escuchándolo. Y deseaba responderle con el mismo lenguaje, y darle las gracias, porque él, a diferencia del resto del mundo, no le había rechazado.

—¿Crees en el verdadero y único Dios, Artyom, hermano mío? —le preguntó Timofey, como de manera casual, y miró expresivamente a los ojos del muchacho.

Artyom asintió con la cabeza, sin ninguna convicción, y murmuró unas palabras incomprensibles, que cada uno, de acuerdo con sus preferencias, habría podido interpretar como una expresión de asentimiento o como una negativa.

—Qué bello, qué maravilloso, hermano Artyom —le arrullaba Timofey—. Tan sólo la verdadera fe te redimirá de los tormentos perdurables del Infierno y obtendrá el perdón de tus pecados. —Adoptó entonces una pose solemne—. Porque el reino de nuestro Dios, Jehová, está a punto de llegar, y las santas profecías de la Biblia se cumplirán. ¿Tú estudias la Biblia, hermano mío?

Una vez más, Artyom masculló unas palabras incomprensibles, y, en esta ocasión, el risueño hermano le miró dubitativo.

—En la Atalaya —le siguió diciendo— te convencerás por ti mismo de lo bueno que es estudiar las Sagradas Escrituras, y verás que quien sigue el camino de la verdad recibe dones en abundancia. La Biblia es el regalo de Jehová, del Dios único. Podemos compararla tan sólo con la carta que un padre amoroso le escribe a su hijo. Entonces, ¿sabes quién escribió la Biblia?

Artyom vio que no tenía sentido seguir fingiendo. Negó con franqueza.

—Ésta, y muchas otras cosas, te las explicarán en la Atalaya. Las lágrimas se asomarán a los ojos. ¿Sabes qué fue lo que le reveló Jesucristo, el hijo de Dios, a la comunidad de Laodicea? Les dijo: «Te aconsejo que compres ungüento para tus ojos, para untártelos, y así podrás ver». Pero Jesús no hablaba de una enfermedad del cuerpo. No, Jesús se refería a la ceguera espiritual, que hay que curar. Tú, y millares de personas, erráis en la oscuridad, porque estáis ciegos. La fe en Jehová, en el Dios único, es el ungüento que te abrirá los ojos y hará que éstos reconozcan la verdadera esencia del mundo, porque ahora sólo ves con los ojos del cuerpo, pero los del espíritu están ciegos.

Artyom pensó que durante los últimos días no le habría venido mal un verdadero ungüento para los ojos. El hermano Timofey calló durante un rato, con el indudable propósito de que Artyom pudiera reflexionar sobre los complejos pensamientos que acababa de comunicarle.

Al cabo de cinco minutos centelleó una luz, y el hermano Timofey proclamó la buena noticia:

—¿Ves el fuego en la lejanía? Es la Atalaya. ¡Hemos llegado!

Por supuesto que allí no había ninguna atalaya. Se había estado refiriendo a un tren de lo más normal, que se hallaba en el túnel, e iluminaba un trecho de unos quince metros con la débil luz de un faro. Cuando el hermano Timofey y Artyom se acercaron, salió de la cabina del conductor un hombre grueso, vestido con los mismos atavíos. Abrazó al hombre de mejillas sonrosadas y le saludó con las palabras «mi querido hermano». Artyom llegó a la conclusión de que se trataba de una fórmula retórica, y no de una verdadera declaración de aprecio.

—¿Quién es este joven? —preguntó el gordo, y sonrió afablemente al muchacho.

—Nuestro nuevo hermano se llama Artyom. Quiere recorrer junto a nosotros la senda de la virtud, estudiar la Santa Biblia y renunciar a Satanás.

—¡En ese caso, permítele al centinela de la Atalaya que te salude, mi querido hermano Artyom! —gritó el gordo. Artyom constató, estupefacto, que aquel otro hombre tampoco parecía darse cuenta del insoportable hedor que despedía su cuerpo.

Mientras subían sin prisas al primer vagón, el hermano Timofey le dijo con voz arrulladora:

—Antes de presentarte a la congregación de los hermanos en el Salón del Reino, tienes que lavar tu cuerpo, porque Jehová, nuestro Dios, es puro y santo, y requiere de sus discípulos que se mantengan puros en lo espiritual, lo moral y lo corporal. —Con visible congoja, observó las ropas de Artyom, que ciertamente se encontraban en un estado deplorable—. Vivimos en un mundo impuro, y tenemos que esforzarnos por aparecer puros a los ojos de Dios, hermano mío.

Tras decir estas palabras, el hermano Timofey encerró a Artyom en una cabina montada con pantallas de material sintético que no se encontraba lejos de la puerta del vagón. Luego le ordenó que se desnudara, le puso en la mano una pastilla de jabón de color gris y olor pestilente, y durante cinco minutos le echó agua con una manguera de goma.

Artyom trató de no pensar en los posibles ingredientes del jabón. En cualquier caso, éste devoró la porquería que llevaba en la piel, y, mejor todavía, eliminó el terrible olor. Finalmente, el hermano Timofey le entregó un atuendo relativamente nuevo, semejante al que él llevaba. Miró con desagrado el casquillo que colgaba del cuello de Artyom. Debió de tomarlo por un amuleto pagano. Pero se contentó con emitir un suspiro cargado de reproches.

Aquel extraño tren llevaba mucho tiempo parado en el túnel, y servía como alojamiento a los hermanos. Era asombroso que tuviera agua corriente, y que ésta pudiera salir de la manguera a tanta presión. Pero cuando Artyom les preguntó de qué agua se trataba, y cómo habían podido construir la correspondiente instalación, el hermano Timofey esbozó una enigmática sonrisa y le respondió que el deseo de agradar al señor Jehová era suficiente para que los hombres pudieran realizar proezas verdaderamente heroicas y dignas de recuerdo. Artyom tuvo que contentarse con esta explicación más que vaga.

Luego pasaron al segundo vagón, donde, entre los duros asientos, había unas largas hileras de mesas sin manteles. El hermano Timofey se acercó a un hombre que se afanaba entre varias tinas, de las que surgía un atractivo vaho. Al fin, regresó con un plato lleno de una papilla que resultó ser sumamente comestible, aun cuando Artyom se viera incapaz de adivinar cuáles eran sus ingredientes.

Mientras se tomaba la papilla con una cuchara vieja, el hermano Timofey le miró, emocionado, y aprovechó la oportunidad para aleccionarle de nuevo.

—No creas que desconfío de ti, hermano, pero, cuando te he preguntado por tu fe en Dios, tu respuesta me ha parecido poco resuelta. Sin embargo, ¿cómo podríamos imaginarnos un mundo en el que Él no existiera? ¿Acaso este mundo ha surgido por sí mismo, y no de acuerdo con su sabio plan? ¿Acaso la inacabable variedad de formas de vida, acaso todas las bellezas de este mundo pueden ser un mero producto del azar?

Artyom contempló el vagón, y no descubrió ninguna forma de vida, aparte de ellos dos y del cocinero. Al fin, se contentó con un gruñido escéptico, y se inclinó de nuevo sobre el plato.

Pero el hermano Timofey seguía insistiendo.

—¿Eso no te convence? Pues entonces piensa en esto otro: Si en este mundo no pudiéramos reconocer en parte alguna la voluntad de Dios, habría que creer que… —Se detuvo, como si el dolor se hubiera adueñado de él, y esperó unos momentos antes de proseguir—: Habría que creer que los hombres están abandonados a sí mismos, que nuestra existencia carece de sentido y que no tenemos motivo alguno para seguir viviendo. Habría que creer que nos hundimos en el caos, y que la luz al final del túnel no nos brinda ninguna esperanza. Vivir en un mundo como ése sería terrible, sería imposible.

Artyom no respondía nada, pero las palabras de hermano Timofey le hacían pensar. Hasta entonces, había percibido siempre su vida como un puro caos, como un encadenamiento de azares sin sentido ni meta. Y por mucho que le oprimiera aquel estilo de vida, y fuera grande la tentación de prestar fe a una verdad más sencilla que imbuyera de sentido a su vida, le habría parecido un gesto cobarde. Por encima de todos los dolores y de todas las dudas, el pensamiento de que su vida no le servía de nada a nadie, salvo a sí mismo, le proporcionaba cierto asidero. Todas las criaturas vivas tenían que hacer frente, cada una a su manera, a la falta de sentido y al caos del ser… pero, de todos modos, Artyom no quería iniciar una disputa con el afable Timofey.

Se adueñaba de él un sentimiento de satisfacción, consuelo y bienestar, y experimentó una profunda gratitud por el hombre que le había socorrido cuando estaba fatigado, hambriento y sufría rechazo, el hombre que le había hablado con gentileza, que le había dado ropa nueva y comida. El muchacho quería demostrarle su reconocimiento, y, cuando el hermano Timofey le pidió que le acompañara para presentarlo ante la Asamblea de los Hermanos, se puso en pie de buena gana.

Dicha asamblea tenía lugar en el vagón vecino, el tercero. Se habían reunido muchas personas de aspectos muy variados. Sin embargo, casi todos llevaban el mismo atuendo. En el centro del vagón había un pequeño podio. El hombre que estaba de pie encima de éste sobresalía de tal modo entre los demás que la cabeza casi le llegaba al techo.

—Escúchale bien —le ordenó el hermano Timofey a Artyom, al mismo tiempo que le guiaba suavemente con ambas manos por entre el gentío.

El orador era un hombre de edad avanzada. Una barba gris y cuidada con esmero le cubría el pecho, y sus ojos profundos, de color preciso, transmitían sabiduría y serenidad. No tenía el rostro demacrado ni rechoncho, y, aun cuando lo surcaran profundas arrugas, su ancianidad no producía ninguna impresión de impotencia ni debilidad, sino que irradiaba un extraño vigor.

—Se trata del hermano Ioann, el más anciano —le dijo respetuosamente el hermano Timofey a Artyom—. Tienes una gran suerte, hermano Artyom. El sermón acaba de empezar. Vas a aprender varias lecciones en un solo día.

El predicador levantó una mano. Al instante cesaron los murmullos y susurros. Entonces empezó a hablar con voz sonora y profunda.

—La primera lección que os impartiré, queridos hermanos, tratará sobre cómo descubrir qué es lo que Dios espera de nosotros. Respondedme a tres preguntas: ¿Cuáles son las noticias importantes que aparecen en la Biblia? ¿Quién las ha escrito? ¿Por qué tenemos que estudiarlas?

Su dicción era distinta de la del hermano Timofey. Hablaba de manera sencilla, con formulaciones comprensibles y frases breves. Al principio, Artyom se sorprendió, pero luego miró en derredor y se dio cuenta de que la mayoría de los presentes debían de entender tan sólo aquel lenguaje.

Entretanto, el predicador de cabello cano había explicado que la Biblia contaba la verdad sobre Dios y sobre sus mandamientos. Luego respondió a la segunda pregunta: la Biblia había sido escrita a lo largo de mil seiscientos años por unas cuarenta personas distintas, pero todas ellas habían recibido la inspiración divina.

—Por lo tanto —concluyó—, la Biblia no es obra de unos hombres, sino de Nuestro Señor que está en los Cielos. Y ahora respondedme, hermanos: ¿Por qué tenemos que estudiar la Biblia? —y antes de que los asistentes pudieran contestarle, dio él mismo la respuesta—. ¡Porque el conocimiento de Dios y el cumplimiento de su voluntad son el camino para alcanzar la vida eterna! —Lanzó una grave mirada a la multitud y añadió, a modo de advertencia—: No todo el mundo se alegrará de que estudiéis la Biblia. ¡Pero no permitáis que nadie os lo impida! —Se hizo una breve pausa. El anciano bebió un trago de agua y siguió hablando—: Mi segunda lección, hermanos, tratará sobre quién es Dios. Respondedme a tres preguntas: ¿Quién es el Dios verdadero, y qué nombre tiene? ¿Cuáles son sus atributos más importantes? ¿Cómo debemos adorarle?

En esta ocasión, una de las personas que se hallaban entre la multitud trató de decir algo, pero los demás le hicieron callar, y el hermano Ioann prosiguió como si no hubiera sucedido nada.

—Los hombres adoran a muchas criaturas. Pero en la Biblia está escrito que hay un solo Dios verdadero. Él lo ha creado todo, tanto en el cielo como en la tierra. Y como es él quien nos ha hecho don de la vida, también tenemos que adorarlo solo a él. —Hizo una pausa, y luego preguntó con voz más fuerte—: ¿Y cómo se llama el Dios verdadero?

—¡Jehová! —exclamó un coro de muchas voces.

Artyom, nervioso, miró en derredor.

—El nombre del Dios verdadero es Jehová —confirmó el predicador—. Él tiene muchos títulos, pero un único nombre. Recordad el nombre de nuestro Dios, y no caigáis en la cobardía de llamarle por uno de sus títulos, sino directamente, por su nombre. ¿Y quién me responderá ahora? ¿Cuáles son los atributos más importantes de nuestro Dios?

Un joven que le miraba con seriedad levantó la mano para responderle, pero el anciano se le adelantó:

—La persona de Jehová se revela en la Biblia. Sus atributos más importantes son el amor, la justicia, la sabiduría y el poder. En la Biblia está escrito que Dios es compasivo y bueno, magnánimo y paciente. Tenemos que obedecerle con celo, como niños obedientes. —Al ver que sus palabras no hallaban resistencia alguna, el predicador se acarició su considerable barba y preguntó—: Decidme: ¿cómo tenemos que servir a Jehová, nuestro Señor? Jehová dice que sólo podemos servirle a él. ¡No podemos honrar ni adorar a ninguna imagen ni símbolo! —La voz del orador se elevó, amenazante, a las alturas—. ¡Nuestro Dios no comparte con ningún otro su gloria! ¡Las imágenes no pueden socorrernos!

La muchedumbre le respondió con murmullos de aprobación. El hermano Timofey volvió hacia Artyom su rostro rebosante de alegría y le dijo:

—Ioann es un gran orador. ¡Gracias a él, nuestra hermandad crece cada día! ¡El número de quienes se adhieren a la verdadera fe crece sin cesar!

Artyom reprimió una sonrisa. Las inflamadas prédicas de Ioann le impresionaban menos que las reacciones de los asistentes. Pero tal vez mereciera la pena seguirle escuchando.

—En mi tercera lección os diré quién es Jesucristo. Las tres preguntas son éstas: ¿Por qué decimos que Jesucristo es el primogénito de Dios? ¿Por qué se hizo hombre y descendió a la Tierra? Y ¿qué hará Jesús en un futuro no lejano?

Resultó que Jesús había sido la primera creación de Dios. Antes de hacerse hombre en la Tierra había tenido naturaleza espiritual y había vivido en el Cielo. Artyom pensó que él había visto el verdadero cielo en una única ocasión. Aquella vez, en el Jardín Botánico. Y recordaba que alguien le había dicho hacía tiempo que quizás hubiera vida en las estrellas. ¿Era eso lo que les estaba explicando el predicador?

Pero éste les planteó a los presentes, con voz sonora, la siguiente pregunta:

—¿Quién de vosotros podría explicarme por qué Jesucristo, el Hijo de Dios, se hizo hombre y vino a la Tierra? —Una vez más se detuvo en una estudiada pausa.

Artyom empezaba a entender lo que ocurría allí. Se dio cuenta de cuáles de los asistentes se habían convertido hacía poco, y cuántos llevaban mucho tiempo asistiendo a los sermones. Los veteranos no trataban de responder a las preguntas del más anciano. Los más nuevos, en cambio, gritaban los conocimientos que acababan de adquirir, con ingenuo celo, y hacían gestos con las manos, pero cejaban en sus esfuerzos tan pronto como el anciano volvía a hablar.

El predicador estaba dando muchos rodeos.

—Cuando Adán, el primer hombre, ignoró la prohibición de Dios, cometió lo que en la Biblia se llama pecado. Por ello, Dios lo condenó a muerte. Así, Adán envejeció, y murió, y transmitió el pecado a sus hijos, y por ello nosotros también envejecemos, o nos ponemos enfermos, y morimos. Y Dios envió a su hijo primogénito, Jesús, para que les revelara a los hombres la verdad sobre Dios, para que diera ejemplo a los hombres y ofreciera su propia vida para liberar a la humanidad del pecado y de la muerte.

Aquella historia no le gustó a Artyom. ¿Cómo era posible que Dios castigara a todo el mundo con la muerte, y luego sacrificara a su propio hijo para que todo volviera a ser como antes? ¿Acaso Dios no era omnipotente?

—Jesús resucitó de entre los muertos y ascendió a los cielos. Dios le ha coronado como Rey. Muy pronto, Jesús destruirá todo el mal y todo el sufrimiento que perduran en el mundo. ¡Pero ahora, recemos, queridos hermanos!

Los congregados, obedientes, bajaron la cabeza. Artyom oyó un murmullo de muchas voces, en el que se reconocían palabras sueltas, pero no logró entender su sentido general. Al cabo de cinco minutos de plegaria, los hermanos se pusieron a charlar animadamente. Era evidente que se sentían purificados. Artyom, en cambio, se sintió una vez más presa de la melancolía. Con todo, se resolvió a quedarse allí durante un rato. Podía ser que la parte más convincente del sermón aún no hubiera comenzado.

Entonces, el predicador arrojó una mirada sombría en torno a sí, y dijo, con voz amenazante:

—En mi cuarta lección os diré qué es el diablo. ¿Estáis todos preparados? ¿Todos los hermanos tienen la fuerza de espíritu necesaria para escucharlo?

Aquella pregunta sí exigía respuesta, pero Artyom no dijo ni palabra. ¿Cómo iba a saber si tenía la fuerza de espíritu necesaria para escucharlo, si no sabía de qué iba todo aquello?

—Las tres preguntas: ¿De dónde procede Satán? ¿Qué hace Satán para engañar a los hombres? ¿Por qué tenemos que luchar contra el diablo?

Artyom se preguntaba febrilmente adonde había ido a parar, y cómo lograría salir de allí. Oyó que el hermano Ioann explicaba que el gran pecado de Satán había sido exigir para sí la adoración que tan sólo se le debía a Dios. Además, había dudado que Dios tuviera derecho a gobernar a los hombres, que cuidara los intereses de sus súbditos, y que los hombres fueran a servirle en el futuro. El lenguaje del anciano le resultaba a Artyom cada vez más pedante. De vez en cuando, el hermano Timofey le miraba de reojo, con la esperanza de hallar en su rostro, por lo menos, un destello de iluminación. Pero la faz de Artyom se oscurecía visiblemente.

—Satán engaña a los hombres para que le rindan culto —proclamó el hermano Ioann—: Existen tres tipos de engaño: la falsa religión, el espiritismo y el nacionalismo. Las religiones que difunden mentiras sobre Dios sirven a los designios de Satán. A veces, los seguidores de las falsas religiones piensan de buena fe que rinden culto al Dios verdadero, pero, en realidad, sirven a Satán. Hablamos de espiritismo cuando los hombres conjuran las almas de los muertos para que les protejan, o hagan daño a otros hombres, o les comuniquen el futuro y obren portentos. ¡Detrás de todo ello se encuentra una fuerza maligna, esto es, Satán! En otras ocasiones, Satán extravía a los hombres mediante un exagerado orgullo nacional, y los tienta para que se unan a organizaciones políticas. —Alzó el dedo índice a modo de advertencia—. A veces, los hombres piensan que su nación o su raza son superiores a las demás. Pero eso no es cierto.

En este caso, Artyom le dio la razón.

—Existe la opinión de que las organizaciones políticas pueden solucionar los males de la humanidad. Quien cree tal cosa, no cree en el reino de Dios. Tan sólo el reino de Jehová pondrá fin a nuestros sinsabores. Y ahora os diré, hermanos, por qué tenemos que luchar contra el diablo. A fin de extraviaros, para que os alejéis de Jehová, Satán podría recurrir a la persecución y el rechazo. Quizá vuestros amigos y parientes os maldecirán porque estudiáis la Biblia. Puede que otros se burlen de vosotros. Pero tenedlo siempre presente: ¿A quién le debéis vuestra vida? —La voz del predicador resonó como con ecos metálicos—. ¡Satán quiere atemorizaros! ¡Para que dejéis de buscar a Jehová! ¡No! ¡permitáis! ¡que Satán! ¡triunfe! ¡Y si lucháis contra Satán, le demostraréis a Jehová que es Él quien debe reinar sobre vosotros!

La multitud se puso a gritar, presa del entusiasmo, pero el hermano Ioann contuvo la histeria colectiva con un simple gesto, y luego abrió los brazos:

—Escuchad la quinta lección: ¿Qué es lo que Dios tiene previsto para este mundo? ¡Jehová lo ha creado para que todos los hombres vivan por siempre en la felicidad! ¡La Tierra no será jamás destruida! ¡Existirá por siempre!

Artyom no lo soportó más. Resopló con desprecio. Al instante, varias miradas de cólera se volvieron hacia él, y el Hermano Timofey lo amenazó con el dedo.

—Adán y Eva, nuestros primeros padres, pecaron, porque menospreciaron la ley de Dios —siguió diciendo el predicador—. Por ello, Jehová los expulsó del Paraíso, y el Paraíso se perdió. Pero Jehová no ha olvidado los fines con los que creó la Tierra. Prometió transformarla en un paraíso en el que los hombres vivirían por siempre. ¿Y cómo llevará a cabo ese plan?

A juzgar por la larga pausa que se hizo entonces, había llegado el momento culminante del sermón. Artyom aguzó el oído. El Hermano Ioann proclamó con voz temible:

—Para que la Tierra se transforme en paraíso, hay que eliminar a los malvados. Se les reveló a nuestros padres que la catarsis tendría lugar en el Armagedón. La guerra de Dios para la aniquilación del Mal. Después, Satán yacerá en cadenas durante mil años. Y nadie más hará daño en la Tierra. Tan sólo el pueblo de Dios sobrevivirá. ¡Nuestro Señor Jesucristo reinará durante mil años! —El predicador volvió su ardiente mirada hacia las primeras filas de oyentes—. ¿Entendéis lo que eso significa? ¡La guerra de Dios para la aniquilación del Mal ha terminado ya! Lo que le ocurrió a nuestra Tierra pecadora fue el Armagedón. ¡El mal yace enterrado en polvo y ceniza! De acuerdo con la profecía, tan sólo ha de sobrevivir el pueblo de Dios. Y nosotros, los que vivimos en el Metro, somos el pueblo de Dios, puesto que hemos sobrevivido al Armagedón. ¡El Reino de Dios se acerca! Dentro de muy poco no habrá vejez, ni enfermedad, ni muerte. Los enfermos sanarán, los ancianos se rejuvenecerán. ¡Durante los mil años del reino de Jesús, los creyentes transformarán la Tierra en paraíso, y Dios resucitará a millones de muertos!

Artyom se acordó de la conversación entre Sukhoy y Hunter. Habían dicho que la radiación de la superficie iba a durar por lo menos cincuenta años. También habían dicho que la humanidad estaba condenada y que iban a aparecer nuevas especies biológicas. ¿Cómo podía imaginar el hermano Ioann que la Tierra se transformaría en un floreciente paraíso?

Artyom le habría preguntado por las siniestras criaturas que podían crecer en aquel paraíso abrasado, y por los hombres que reunirían valor suficiente para ir a la superficie y colonizarla, y si los padres de Artyom habían sido criaturas de Satán, puesto que habían muerto en la guerra para la aniquilación del Mal. Sintió que la amargura y la desconfianza crecían en su interior, que le ardían los ojos, y, avergonzado, se dio cuenta de que una lágrima le resbalaba por el rostro… respiró hondo y exclamó:

—¿Y qué les dice Jehová a los mutantes sin cabeza?

La pregunta quedó en el aire. El hermano Ioann no le juzgó digno ni de una sola mirada, pero algunos de sus oyentes se volvieron hacia el muchacho con horror y repugnancia. Al instante se alejaron de él, como si de nuevo le hubiera envuelto el terrible hedor. El hermano Timofey le agarró la mano, pero Artyom lo rechazó, se abrió paso entre los hermanos y anduvo hacia la salida. Varias personas trataron de echarle la zancadilla, alguien le dio incluso un puñetazo en la espalda, y en todo momento oyó un murmullo de indignación a sus espaldas.

Abandonó el Salón del Reino y atravesó el segundo vagón. Allí había muchos hombres sentados a las mesas, y cada uno de ellos tenía una bandeja de aluminio vacía. Era evidente que en medio de las mesas ocurría algo interesante que había captado todas las miradas. Un hombre flaco, de aspecto insignificante, con nariz aguileña, estaba frente a todos ellos y decía:

—Antes de empezar a comer, hermanos, escuchemos la historia del pequeño David, como complemento del sermón de hoy sobre la violencia.

El hombre se apartó a un lado, y ocupó su lugar un muchacho rollizo, de nariz chata y cabello rubio claro, peinado muy liso. Se puso a hablar con la impostación de un niño que recita un poema:

—Se había encolerizado y quería pegarme. Probablemente su único motivo era que soy muy pequeño. Yo retrocedí y le grité: «¡Espera! ¡No me pegues! No te he hecho nada. ¿Qué te pasa?» El pequeño David puso una cara muy expresiva. Se notaba que la había estado ensayando.

—¿Y qué te respondió el malhechor? —le preguntó el flaco, encolerizado.

—Me dijo que alguien le había hurtado el desayuno. Simplemente quería desahogarse. —Había algo en la voz del muchacho que hacía dudar que realmente comprendiera lo que decía.

—¿Y qué hiciste tú?

—Le dije, sin más: «Aunque me pegues, no por eso recuperarás el desayuno». Y luego le propuse que fuéramos a ver al hermano cocinero y le contáramos la historia entera. El cocinero le dio otro desayuno. Luego, él me dio la mano, y desde entonces me ha tratado como a un amigo.

—¿El hombre que amenazó al pequeño David se halla entre nosotros? —preguntó el flaco, con voz de fiscal.

Al instante se levantó una mano, y un joven robusto, de unos veinte años, y rostro estúpido y triste, se abrió paso hacia el improvisado escenario. Explicó el efecto maravilloso que las palabras del pequeño David habían ejercido sobre él. No le fue sencillo. Era obvio que el pequeño tenía mucha más capacidad que él para la memorización. La función terminó, y el pequeño David, junto con el abusón arrepentido, se marchó, acompañado por un aplauso solidario. Entonces, el flaco se volvió hacia los congregados.

—¡En verdad, unas palabras bondadosas pueden imponerse a un gran poder! Ya lo dice el refrán: «Una lengua dulce rompe huesos». ¡La gentileza y la dulzura no proceden de la debilidad, queridos hermanos, sino que detrás de ellas se esconde un inmenso poder de voluntad! Y los ejemplos de la Sagrada Escritura dan testimonio de ello.

Hojeó un librito lleno de manchas en busca de los pasajes apropiados, y, conmovido, empezó a leerlos.

Artyom pasó de largo, seguido por miradas de asombro, y finalmente llegó al primer vagón. Mientras estuvo allí, nadie trató de detenerlo, pero, tan pronto como hubo salido del tren, el guardián de la Atalaya —el gordo simpático que le había saludado tan efusivamente al llegar— se interpuso en su camino, enarcó sus pobladas cejas y le preguntó, con rostro severo, si tenía permiso para salir. No habría sido posible esquivar su gruesa panza.

El centinela aguardó respuesta durante unos segundos, y luego se frotó los gigantescos puños y avanzó hacia Artyom. Este se vio acorralado, y de repente se acordó del pequeño David. ¿Y si resultaba que era preferible no enfrentarse al elefante, sino preguntarle si alguien le había robado el desayuno?

Por fortuna, el hermano Timofey llegó corriendo, le dirigió una mirada afable al centinela y dijo:

—Este joven tiene derecho a marcharse. Nosotros no retenemos a nadie contra su voluntad.

El guardia parecía asombrado, pero se apartó obedientemente.

—Permíteme que te acompañe un trecho, querido hermano Artyom —dijo dulcemente el hermano Timofey. Y cuando Artyom asintió, incapaz de sustraerse a la magia de su voz, el otro le siguió diciendo, en tono tranquilizador—: Puede ser que, a primera vista, la vida que llevamos aquí te haya resultado extraña. Pero la semilla de Dios ya está plantada en ti, y mis ojos ven que ha caído en suelo fértil. Permíteme que te dé algunos consejos por el camino —ahora que el Reino de Dios está más cerca que nunca—, para que no te extravíes. Aprende a odiar el mal, y evita todo lo que es odiado por Dios: el desorden, la infidelidad, la sodomía, el incesto, la homosexualidad, los juegos de azar, la mentira, el robo, los accesos de cólera, la violencia, la magia, el espiritismo y el alcohol. —Durante la enumeración, el hermano Timofey trató de mirar una vez más a los ojos de Artyom—. Si amas a Dios y deseas agradarle, libérate de todos esos pecados. Honra el nombre de Dios, predica su reino, apártate del comercio con este mundo pecador y aléjate de todo hombre que proponga lo contrario, porque es Satán quien habla por su boca…

Artyom había dejado de escucharle. Fue acelerando el paso hasta que el hermano Timofey se quedó atrás.

—¿Dónde puedo encontrarte? —le gritó éste, sin resuello, ya algo lejos, mientras desaparecía en la media oscuridad. Artyom echó a correr.

Más atrás, en la penumbra, se oyó un último y desesperado grito—: ¡Devuélvenos la túnica!

Artyom se alejó a tropezones, sin ver lo que tenía delante. Se cayó varias veces, dio con sus huesos sobre el granito, las manos y las rodillas se le llenaron de sangre, pero no podía quedarse quieto. Recordaba con suma claridad el negro fusil de asalto que había visto sobre el tablero en la cabina del conductor. No estaba nada seguro de que los hermanos prefirieran las palabras dulces, y no la violencia, si llegaban a darle alcance.

Por otra parte, la Polis no estaba lejos. Se encontraba en la misma línea. Solo le quedaban dos estaciones. Lo más importante era caminar en línea recta, no apartarse del camino ni un solo paso, y así…

Artyom llegó a la Serpukhovskaya, y con ello se cercioró de haber caminado en la dirección correcta. Se adentró de nuevo en el agujero negro del túnel.

Entonces le ocurrió algo.

El sentimiento ya olvidado de tunelofobia le asaltó de nuevo, le aplastó contra el suelo, le impidió caminar, pensar, respirar. Se había creído inmune. Al cabo de todos sus vagabundeos, aquel temor, por lo menos, le había abandonado. No había sentido angustia, ni intranquilidad, mientras caminaba desde la Kitay-gorod hasta la Pushkinskaya, mientras iba en dresina desde la Tverskaya hasta la Paveletskaya, ni siquiera entre esta última y la Dobryninskaya. Pero en aquel momento le asaltó de nuevo, y empeoró a cada paso que daba. Habría querido darse la vuelta y regresar a toda marcha hacia la estación, donde por lo menos había luz, donde había personas, y no sentiría aquella mirada penetrante y malévola a sus espaldas.

Llevaba demasiado tiempo entre seres humanos, y no había vuelto a tener ninguna experiencia de aquello que le había asaltado entonces, a la salida de la Alexeyevskaya. Pero de nuevo adquirió súbita conciencia de que el Metro no era simplemente una antigua red de comunicaciones, ni un búnker contra ataques atómicos, ni el lugar de residencia de unas diez mil almas, sino que tenía vida propia, una vida extraña y enigmática, y lo presidía una conciencia extraordinaria, incomprensible para el ser humano.

Esta sensación era tan clara e inequívoca, que Artyom percibió el pánico que le asaltaba como una expresión de la hostilidad de la gigantesca criatura contra los hombres que erróneamente la tomaban por su último refugio. Odiaba a las pequeñas criaturas que se arrastraban por sus entrañas. Y le cerró el camino a Artyom. Su deseo de llegar por fin al final de su camino, a la meta de su viaje, se estrelló contra la antiquísima y poderosa voluntad. Y la resistencia crecía cada vez que Artyom daba un paso más allá…

A su alrededor reinaba una absoluta oscuridad. No se veía las manos, aun cuando se las pusiera delante de la cara. Parecía que hubiera abandonado el espacio y el tiempo, y tenía la sensación de que su cuerpo había dejado de existir, como si no hubiera estado recorriendo un túnel, sino que su conciencia hubiera flotado en una desconocida dimensión…

Artyom no alcanzaba a ver si las paredes del túnel iban quedando atrás. Era como si no lograra avanzar ni un solo paso: el final del camino le parecía igual de inalcanzable que cinco o diez minutos antes. Por mucho que sus pies reconocieran las traviesas —y esto podía ser un indicio de estar avanzando en el espacio—, el movimiento era tan monótono que llegó a pensar que se trataba de una especie de secuencia que se repetía sin cesar en su cerebro, pero que, en realidad, no se movía de un mismo sitio. ¿Era verdad que se estaba acercando a su meta?

Se acordó del sueño que le había dado una contestación a esta pregunta que le torturaba. Meneó la cabeza, trató de librarse de aquella idea estúpida y absurda, nociva para sus músculos y su entendimiento. Pero la idea siguió persiguiéndole todavía con mayor intensidad. Y entonces, de repente —fuera por angustia ante lo desconocido, malvado, hostil, que tomaba forma a sus espaldas, fuera por demostrarse a sí mismo que estaba avanzando—, echó a correr con redobladas fuerzas… y se detuvo en el momento oportuno, porque su sexto sentido le advirtió de un obstáculo.

Con mucha precaución, adivinó con las manos una plancha de hierro frío, herrumbroso, unos trozos de cristal que sobresalían de unas juntas de goma, los radios de una rueda de hierro, y llegó a la conclusión de que el misterioso obstáculo era un tren. Se acordó de la horrible historia que le había contado Mikhail Porfiryevich. Prefirió no entrar en el tren, sino que se deslizó por un lateral, con el cuerpo pegado a la pared del túnel, entre éste y la larga serie de vagones. Cuando por fin llegó al otro lado, tomó aliento y se dio más prisa todavía.

Llegó un momento en el que sus piernas se hubieron acostumbrado a correr en la oscuridad. Entonces se encontró con la luz rojiza de una hoguera de campamento.

El alivio de Artyom fue indescriptible. Por fin estaba seguro de hallarse en el mundo real, y de que había seres humanos en las inmediaciones. No se preocupaba de cómo le recibirían. No le importaba en absoluto que pudiera tratarse de asesinos, ladrones, sectarios o revolucionarios. Lo importante era que se trataba de criaturas iguales que él: de carne y hueso. No dudó ni por un instante de que le aceptarían y de que junto a ellos podría esconderse de la gigantesca e invisible criatura que quería asfixiarle, y también de su propia mente enloquecida.

Sin embargo, lo que se encontró resultó ser tan extraño que llegó a dudar que hubiera regresado de verdad al mundo real, y se preguntó si aún estaría dando vueltas en un rincón de su conciencia.

En la estación Polyanka —porque sólo podía tratarse de ésta— ardía una única hoguera, pero, como no había otra luz, a Artyom le pareció que brillaba más que una lámpara eléctrica. Junto a ella estaban sentados dos hombres, uno de espaldas, y el otro de cara al muchacho. Pero ninguno de los dos le había visto ni oído. Parecía que una pared invisible los aislara del mundo exterior.

La estación estaba abarrotada de trastos. En la medida en que la luz de la hoguera le permitía ver, Artyom alcanzó a distinguir la silueta de bicicletas averiadas, neumáticos, restos de muebles y de electrodomésticos, así como una montaña de papel viejo. Los dos hombres tomaban de vez en cuando algunos papeles de periódico, o un libro, y los arrojaban al fuego. Al lado de la hoguera había también un busto de escayola sobre un trozo de tela, y junto a éste un gato que dormía enroscado. No se divisaba ninguna otra alma viviente.

Uno de los habitantes de la estación le estaba contando algo al otro en tono de confidencia. Al acercarse, Artyom logró escuchar: «… todos esos rumores sobre la Universidad son pura exageración. Y además son totalmente falsos. Todo eso es como el viejo mito de la ciudad subterránea de Ramenky.[50] Una parte del Metro-2. Claro que no se puede negar su existencia con absoluta seguridad. Ya no hay nada que se pueda afirmar con absoluta seguridad. Este lugar donde estamos es el reino de los mitos y las leyendas. Esa historia del Metro-2 sería el mito central, el mito dorado, si un número mayor de personas lo conocieran. ¡Como los que creen en los Observadores Invisibles!».

Artyom se encontraba ya muy cerca de ellos cuando el hombre que tenía de espaldas le dijo a su interlocutor:

—Hay alguien.

El segundo asintió:

—Pues claro.

—Puedes sentarte con nosotros —le dijo el primero a Artyom, sin volverse hacia él—. De todas maneras, no podrás ir más allá.

—¿Por qué? —le preguntó Artyom, intranquilo—. ¿Hay alguien en ese túnel?

—Pues claro que no. ¿Quién se va a meter allí? Pero te digo que no podrás ir más allá. Siéntate.

—Gracias. —Artyom dio un paso inseguro hacia delante y se sentó al lado del busto.

Los dos hombres debían de rondar los cuarenta años. Uno de ellos tenía el cabello cano y llevaba puestas unas gafas cuadradas; el otro era rubio y delgado, y lucía una pequeña barba. Los dos vestían chaquetas forradas en algodón, muy raídas, que no hacían buen juego con sus caras, y fumaban con un artilugio del que salía un tubo delgado, una especie de narguile, y que esparcía un olor mareante.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó el rubio.

—Artyom —le respondió el muchacho, mientras miraba con desconfianza a aquellos dos hombres tan extraños.

—Se llama Artyom —le dijo el rubio al otro.

—Eso está claro —murmuró este.

—Yo me llamo Yevgeni Dimitryevich. Y este es Sergey Andreyevich —dijo el rubio.

—¿Esta presentación tiene que ser por fuerza tan formal? —preguntó Sergey Andreyevich.

—Pues sí, claro, Seryosha —le replicó Yevgeni Dimitryevich—, A la edad que tenemos, sí. Por nuestro estatus, y todo eso.

Sergey Andreyevich se volvió hacia Artyom.

—Bueno, ¿y qué más?

Era una pregunta extraña. Solicitaba una continuación, aun cuando no hubiera habido principio. Artyom no entendía nada.

El rubio le ayudó a entender:

—Artyom, Artyom… eso no significa nada. ¿Dónde vives? ¿A dónde vas? ¿En qué crees? ¿Quién tiene la culpa? ¿Qué hacer?[51]

—Como en los viejos tiempos, ¿sabes? —le dijo Sergey Andreyevich, por razones desconocidas.

Yevgeni Dimitryevich no pudo reprimir la risa: «¡Ja ja!».

—Vivo en la VDNKh, o por lo menos vivía allí… —empezó a decir el dubitativo Artyom. Miró una vez más a los dos hombres. Quizás habría sido mejor marcharse de allí antes de que fuera demasiado tarde… pero la conversación que había oído antes de que le vieran lo retuvo junto a la hoguera—. ¿Qué es eso del Metro-2? Disculpen, antes les he oído.

Sergey Andreyevich le respondió con una sonrisa condescendiente.

—¿Tú también quieres oír la leyenda más grande del Metro? ¿Qué quieres saber exactamente?

—Han hablado ustedes de una ciudad subterránea y de unos observadores.

Yevgeni Dimitryevich miró hacia arriba, soltó un par de anillos de humo e inició su relajada narración.

—Verás, el Metro-2 es el lugar de retiro para los dioses del panteón soviético, hasta que llegue el tiempo del Ragnarók, en el que los poderes del mal triunfarán. Las leyendas dicen que bajo la ciudad, que está allí arriba, muerta, se construyó un segundo Metro: un Metro para los elegidos. Diríamos que esto que ves a tu alrededor es el Metro del rebaño. El Metro-2 del que hablan las leyendas estaba destinado a los pastores y a sus perros. En el principio de los principios, cuando los pastores aún no habían perdido el poder sobre el rebaño, gobernaban desde allí, pero entonces se les agotaron las fuerzas, y el rebaño se dispersó. Una única puerta unía los dos mundos, y si tenemos que creer en la tradición, se encontraba en el mismo lugar donde ahora un arañazo rojo como la sangre divide el plano en dos mitades: en la línea Sokolnicheskaya, más allá de la Sportivnaya. Entonces ocurrió algo que hizo que la entrada al Metro-2 quedase cerrada para siempre, los que viven aquí perdieron toda noción de lo que ocurre allí, y finalmente la existencia del Metro-2 entró en el reino del mito. Pero —Yevgeni Dimitryevich levantó el índice— el hecho de que no sea posible acceder al Metro-2 no significa que ya no exista. Al contrario: se encuentra a nuestro alrededor. Sus túneles se entrecruzan con los nuestros, y es probable que sus estaciones se hallen a pocos pasos de las nuestras, al otro lado de la pared. Ambas construcciones son inseparables, son como los vasos sanguíneos y el sistema linfático de un solo organismo. Y algunas personas no pueden creer que los pastores hayan abandonado de esta manera a su rebaño a merced del destino. Dicen que los pastores aún intervienen en nuestras vidas sin que los veamos, que nos orientan, que siguen cada uno de nuestros pasos, sin dejarse ver ni darse a conocer. En eso consiste la creencia en los Observadores Invisibles.

El gato, que seguía enroscado junto al enmohecido busto, levantó la cabeza, abrió sus ojos grandes y brillantes, y miró a Artyom con sorprendente inteligencia. Su mirada no tenía nada en común con la de un animal, y Artyom sospechaba que alguien pudiera estar observándole a través de sus pupilas. Pero entonces el animal bostezó, y sacó su lengua rosada, se enroscó de nuevo y siguió durmiendo. La ilusión había terminado. Artyom carraspeó.

—Pero ¿por qué no quieren ustedes que las demás personas estén al corriente?

—Por dos motivos. En primer lugar, porque el rebaño pecó, porque rechazó a sus pastores en el momento en el que estos eran débiles. En segundo lugar, porque los pastores, desde el momento en el que el Metro 2 se desconectó de nuestro mundo, han tenido un desarrollo distinto, y ahora ya no son seres humanos, sino criaturas de un orden más alto, cuya lógica es incomprensible para nosotros, y cuyos pensamientos no podemos conocer. Nadie sabe cuál es el destino que le han reservado al Metro, y en cualquier caso se encuentran en situación de modificarlo todo. Sí, podrían devolvernos incluso aquel mundo hermoso, ahora perdido, porque han recobrado su antiguo poder. Pero, como nos rebelamos contra ellos y los traicionamos, no se interesan ya por nuestro destino. Y, sin embargo, están por todas partes, al corriente de cada uno de nuestros parpadeos, de nuestros pasos, de los pálpitos de nuestro corazón. Están por todo el Metro. Por un tiempo, se limitarán a observarnos. Y tan sólo cuando expiemos nuestro horrible pecado descenderá hasta nosotros su mirada, y nos tenderán la mano. Y entonces empezará la resurrección. Eso es lo que dicen quienes creen en los Observadores Invisibles.

Yevgeni Dimitryevich sorbió una vez más el aromático humo.

—Pero ¿qué pueden hacer los seres humanos para expiar su culpa?

—Eso lo saben tan sólo los Observadores Invisibles. Los seres humanos no lo comprenden, porque los actos de los Observadores son incomprensibles para ellos.

—Entonces, ¿los seres humanos no podrán expiar jamás su culpa por sí mismos?

Yevgeni Dimitryevich se encogió de hombros.

—¿Eso te molesta?

Nuevamente formó dos bonitos anillos de humo, y con un soplo logró que se entrecruzaran. Se hizo el silencio. Al principio fue un silencio ligero y transparente, pero poco a poco fue ganando espesor, se volvió más poderoso, más pesado. En Artyom crecía el deseo de destruir aquel silencio, y no le importaba con qué. Con una frase irrelevante, o con un sonido sin significado. Y así, preguntó:

—¿De dónde son ustedes?

—Antes había vivido en la Smolenskaya —le respondió Yevgeni Dimitryevich—. A tan sólo cinco minutos de la estación.

Artyom le miró, perplejo. ¿Qué había querido decir? ¿No muy lejos de su estación? ¿En el túnel?

—Nos pasábamos el día junto a los puestos donde se vendía chebureki.[52] A veces íbamos con alguna cerveza. Siempre había prostitutas por allí, aquello era el… hum… el barrio de la prostitución.

Artyom comprendió que Yevgeni Dimitryevich estaba hablando de tiempos muy antiguos. De antes.

—Sí… yo vivía bastante cerca de allí —añadió Sergey Andreyevich—. En la Kalinin Prospekt,[53] en una de las torres de apartamentos. Hará unos cinco años, alguien me contó que un Stalker le había contado que en el lugar donde estuvieron aquellas torres ya sólo quedan escombros. Pero la «Casa del Libro»[54] sigue en pie, y, a que no lo dirías nunca, todo el papel sigue en el mismo lugar donde estaba. Pero de las torres de apartamentos ya sólo queda el polvo y un par de bloques de granito. Qué raro.

-¿Y cómo era en esa época? —le preguntó Artyom.

Le gustaba mucho hacerles esa pregunta a los hombres mayores y ver cómo todos se ponían en pie, o se sentaban, para responderle.

Entonces, un velo de ensoñación les cubría siempre los ojos, la voz cobraba una coloración peculiar, y el rostro se les rejuvenecía varias décadas. Y, aun cuando las imágenes que su interlocutor estaba evocando fueran probablemente muy distintas de las que Artyom se imaginaba, de todos modos el muchacho encontraba tremendamente emocionantes aquellas conversaciones. Y sentía un anhelo extraño y agridulce en el corazón…

Yevgeni Dimitryevich tomó otra calada del narguile.

—Bueno, cómo te lo diría yo. Era hermoso. En aquella época… mmm… estábamos siempre de marcha.

Artyom no entendía aquella expresión.

Sergey Andreyevich notó su inseguridad y se apresuró a explicarle:

—Nos divertíamos, nos lo pasábamos bien.

—Sí, exacto. Estábamos siempre de marcha —le confirmó Yevgeni Dimitryevich—. Yo tenía un Moskvich-2142 de color verde. Me dejaba en él todo mi sueldo, sí, para renovarlo, cambiarle el aceite y todo eso. En una ocasión llegué hasta el punto de instalarle un carburador deportivo y hacer una mezcla con óxido de nitrógeno.

Estaba muy claro que el hombre estaba inmerso en sus recuerdos de aquellos tiempos felices —los tiempos en los que uno hacía cosas tales como instalar carburadores deportivos—, porque en su rostro había aparecido aquella ensoñación que tanto agradaba a Artyom.

Sin embargo, Sergey Andreyevich interrumpió las dulces remembranzas de su amigo.

—Seguramente Artyom no tiene ni idea de lo que es un Moskvich, por no hablar de un carburador deportivo.

—Cómo, ¿no lo sabe? —Yevgeni Dimitryevich le dirigió a Artyom una mirada de indignación.

Éste clavó los ojos en el techo y pensó febrilmente en lo que tenía que decir. Al fin se decidió por pasar al ataque:

—¿Y por qué queman ustedes libros?

—Ya los hemos leído —le replicó Yevgeni Dimitryevich, y Sergey Andreyevich añadió, en tono aleccionador:

—La verdad no se encuentra en los libros. Cuéntame, ¿por qué llevas ese atuendo? ¿Acaso eres un sectario?

—No, en absoluto, ¡cómo se os ocurre! —dijo Artyom, apresurándose a apaciguar a su interlocutor—. Pero me acogieron y me ayudaron en un momento en el que yo estaba muy mal.

Yevgeni Dimitryevich asintió:

—Sí, así es como trabajan. Sé muy bien lo que pretendían. Buscan a los huérfanos y los pobres… y gente de ese estilo.

—Estuve en una de sus asambleas, en la que se dijeron cosas muy extrañas. Así, por ejemplo, que el mayor crimen de Satán consistía en haber exigido gloria y adoración. Entonces, ¿todo fue por una cuestión de envidia? ¿El mundo anda como anda tan sólo porque hace mucho tiempo hubo un señor que no quiso compartir la gloria?

—De ninguna manera —le aseguró Sergey Andreyevich. Le quitó el narguile de la mano a su compañero y tomó una calada.

—Y otra cosa. Dicen que los principales atributos de Dios son la misericordia, la bondad y la dulzura. Que Él es el Dios todopoderoso del amor. Pero por un solo acto de desobediencia, expulsó a los hombres del paraíso y los hizo mortales. Luego fueron naciendo innumerables personas, y al final Dios envió a su hijo para que salvara a los hombres. Pero este Hijo tuvo también una muerte horrible. Y antes de morir le gritó a su padre que por qué le había abandonado. Y todo eso, ¿por qué? Para redimir con su sangre el pecado del primer hombre. Para que los hombres regresen al paraíso y recuperen así la inmortalidad. Pero ¿por qué es todo tan complicado? También habría podido castigar con menor severidad a todas esas personas. Al fin y al cabo, no participaron directamente en la falta. Y por otra parte la condena habría tenido que prescribir. ¿Por qué sacrificó a su Hijo amado y lo traicionó también a Él? ¿Dónde quedan el amor, la dulzura, la omnipotencia?

—Lo has expresado con cierta grosería y exceso de simplificación, pero, en líneas generales, tienes razón —comentó Sergey Andreyevich, y volvió a dejar el narguile.

—Lo que diría yo es que… —Yevgeni Dimitryevich respiró hondo, sonrió beatíficamente y siguió hablando—: Aun cuando su Dios tenga unos determinados atributos característicos, es evidente que ésos no son el amor, la justicia ni la gentileza. A la vista de todo cuanto ha sucedido en la Tierra desde su creación, Dios siente un único tipo de amor: la predilección por las narraciones interesantes. Primero le envía alguna complicación a alguien, y luego observa lo que ocurre. Si la comida está sosa, le echa pimienta. En eso tenía razón el viejo Shakespeare: el mundo entero es un teatro. Pero no como él lo imaginaba.

—Tan sólo con lo que has dicho hoy por la mañana —observó Sergey Andreyevich— te has ganado ya un par de siglos en el infierno.

—Bueno, así por lo menos tendrás a alguien con quien hablar.

—Por otra parte, seguro que allí conocerás a un montón de personas interesantes.

—Por ejemplo, a las más altas autoridades de la Iglesia Católica.

—Ah, sí, a esos seguro. Pero, a decir verdad, los nuestros también…

Era evidente que ninguno de los dos pensaba que algún día tuvieran que pagar por sus palabras. Con todo, la afirmación de Yevgeni Dimitryevich de que el destino del Hombre no era más que una narración interesante le había inspirado un pensamiento distinto a Artyom.

—He leído un buen número de libros. Y siempre me sorprendo de que lo que se cuenta allí no se parezca a la vida real. ¿Comprenden?, en ellos los acontecimientos están narrados siempre de modo lineal, todo encaja con todo, cada acontecimiento es el resultado de otro acontecimiento, nada ocurre por casualidad. ¡Pero en la vida real eso es distinto! La vida está llena de acontecimientos que no están relacionados entre sí, que son totalmente independientes. No se produce una sucesión lógica. Pero en los libros sí: tienen un principio, entonces empieza a desarrollarse un argumento, se llega al punto cumbre, y luego el desenlace.

—El punto culminante, no el punto cumbre —le corrigió el aburrido Sergey Andreyevich.

—Sí, está bien, el punto culminante —siguió diciendo Artyom, algo inseguro—. Sea como sea, la vida real es distinta: en la vida real, a menudo, la sucesión de acontecimientos no tiene ninguna lógica, y cuando la tiene, no conduce a ningún desenlace.

—¿Me estás diciendo que la vida no tiene argumento?

Artyom lo pensó unos instantes, y luego asintió.

Sergey Andreyevich inclinó la cabeza a un lado y miró inquisitivamente al muchacho.

—¿Y qué es el destino? ¿Crees en él?

—No. El destino no existe. Tan sólo acontecimientos casuales. Sólo conoceremos su sentido cuando estemos en el Más Allá.

—Vaya, vaya… —Sergey Andreyevich suspiró decepcionado—. Querría explicarte una pequeña teoría. Luego, tú mismo juzgarás si se corresponde o no con tu vida. Desde luego, yo también creo que la vida es ociosa y sin sentido, y que no existe ningún destino. Al menos, ningún destino seguro, manifiesto, que se pueda conocer desde el nacimiento. No, eso no. Pero cuando ya se ha vivido cierto tiempo —¿cómo podría decirlo yo ahora?—, quizá te ocurra algo que te lleve a hacer unas cosas determinadas y a tomar unas determinadas decisiones. En todo momento tendrás la posibilidad de elegir entre lo uno y lo otro. Pero, si tomas la decisión correcta, todo lo que te ocurra luego ya no será casual, sino determinado por la elección que hayas tomado previamente. Con eso no quiero decir que todo tu destino posterior haya quedado predeterminado. Pero si entonces vuelves a encontrarte en la encrucijada, la elección ya no será tan casual. Sólo si has elegido de manera consciente, por supuesto. Entonces, la vida ya no consiste en una acumulación de azares, sino que, de hecho, llega a tener como un argumento en el que todas las cosas están ligadas lógicamente, aunque las conexiones no siempre serán inmediatas. Ése es tu destino. Y si sigues tu camino durante el tiempo suficiente, tu vida se parecerá tanto a un argumento que te sucederán cosas que no podrás explicar con la mera razón, ni con tu teoría del encadenamiento casual. Sino que se ajustarán sobremanera a las hebras del argumento por el que se dirige tu vida. Creo que el destino no acude por sí solo, hay que ir en su busca. Pero si los acontecimientos de tu vida cuajan algún día en un argumento, tal vez llegues muy lejos… Lo interesante del caso es que uno mismo no se da cuenta cuando eso le ocurre. O se tiene una idea totalmente equivocada de lo que sucede, porque cada uno trata de ordenar los acontecimientos de acuerdo con su propia visión del mundo. Con todo, el destino tiene su propia lógica.

Al principio, Artyom había pensado que aquella extraña teoría era pura necedad, pero, a medida que Sergey Andreyevich le explicaba los detalles, cambió de opinión, y acabó por pensar en todo lo que le había ocurrido desde que aceptó la misión que Hunter le había confiado.

Todas sus aventuras, sus vanos y desesperados intentos de llegar a su meta —aunque él mismo hubiera dejado de comprender por qué lo intentaba— se le representaron como un sistema complejo, una construcción quizás algo barroca, pero que de todos modos respondía a un plan.

Así como la promesa de Artyom había sido el primer paso en aquel camino, los acontecimientos posteriores —la expedición a la Rizhskaya, el encuentro con Bourbon— habían sido el segundo. Y luego se había encontrado con Kan, aunque este último habría podido quedarse en la Sukharevskaya… por supuesto, todos aquellos incidentes podían explicarse de otra manera. Así, por ejemplo, Kan había justificado sus propios actos con una explicación distinta. Pero luego, Artyom había caído en manos de los fascistas. Habían estado a punto de ahorcarlo, pero, por un azar totalmente improbable, la Brigada decidió atacar la Tverskaya aquel mismo día. Si los revolucionarios hubieran llegado un día antes, o un día después, la muerte de Artyom habría sido inevitable, y el viaje habría tocado a su fin.

¿Podía ser verdad que la tozudez con la que avanzaba por su camino tuviera efectos sobre acontecimientos remotos? ¿Era posible que su resolución, su cólera y su desesperación influyeran milagrosamente sobre la realidad, y tejieran un sistema ordenado a partir de una caótica acumulación de acontecimientos, actos y pensamientos? ¿Que, como le había dicho Sergey Andreyevich, confirieran un argumento lleno de sentido a su vida?

A primera vista, aquello era imposible. Pero cuanto más lo pensaba… ¿Cómo podía explicarse, si no, el encuentro con Mark, que le había proporcionado a Artyom el único medio imaginable para entrar en los dominios de la Hansa? Y luego, cuando se contentaba ya con su destino de limpiador de letrinas, había escapado sin apenas darse cuenta él mismo, y había ocurrido lo imposible: el guardia que habría tenido que estar en su puesto había desaparecido. No había tenido lugar ninguna persecución. ¿Era posible que hubiera regresado desde una tortuosa bifurcación al camino que le era propio? ¿Había vuelto al argumento de su vida? ¿Había desfigurado —o mejor: corregido— la realidad para que la línea de su destino pudiera proseguir su curso sin obstáculos?

Si todo eso era verdad, sólo podía significar una cosa: tan pronto como Artyom abandonara su meta y se apartara de su camino, tan pronto como rechazara su destino, el escudo invisible que le protegía de la muerte se rompería en mil añicos, el hilo de Ariadna que con tanta prudencia llevaba en la mano se rompería, y él mismo se quedaría solo, de nuevo, con la cruda realidad, una realidad a la que había enfurecido con su insolente ataque contra la caótica esencia del ser. Quizá no fuera posible que el mismo muchacho que había tratado de engañar al destino, que había tenido la ligereza de seguir adelante cuando se juntaban sobre él aciagos nubarrones, pudiera salir a hurtadillas del camino. Tal vez sí que pudiera abandonarlo. Pero entonces tendría que regresar a su vida mediocre y gris, no volvería a enfrentarse a lo insólito, lo mágico, lo inexplicable, y el argumento de su vida se interrumpiría, y se daría sepultura al protagonista.

¿Significaba todo aquello que Artyom no sólo no tenía derecho a abandonar su camino, sino tampoco ninguna posibilidad? ¿Tal era su destino? ¿El destino en el que no había creído? En el que no había creído porque no había comprendido bien los obstáculos que iba encontrando, no había sido capaz de interpretar los signos al borde del camino, y había tomado los carriles trazados tan sólo para él por un galimatías de senderos abandonados que conducían en direcciones diversas.

Así pues, se hallaba en el camino correcto. Los acontecimientos de su vida constituían, de hecho, un argumento coherente que reinaba sobre la voluntad y el entendimiento humanos, de tal modo que sus enemigos se quedaban ciegos, y sus amigos veían, con tal de ayudarle. Un argumento que, como una mano invisible, guiaba la realidad, hasta el punto de modificar las inquebrantables leyes de la probabilidad como si hubieran sido plastilina. Y si en verdad era así, la pregunta por el porqué, a la que antes había respondido con un malhumorado silencio y con un apretón de dientes, se volvía ociosa. No tendría que volver a decirse a sí mismo que no había manera de conocer el futuro, que el mundo no conocía ninguna ley ni ninguna justicia. La idea de que todo aquello parecía responder a un plan era demasiado seductora…

—No puedo quedarme aquí —dijo Artyom en voz alta y clara, y se puso en pie. Advirtió que los músculos se le llenaban de fuerza nueva y vibrante. Una vez más escuchó dentro de sí y repitió—: No puedo quedarme. Tengo que ir. Es mi deber.

Sin mirar atrás de nuevo, saltó a las vías y anduvo hacia la oscuridad. Todas las angustias que le habían perseguido hasta la hoguera cayeron en el olvido. Las dudas le habían abandonado, habían cedido su lugar a una absoluta calma, así como a la certeza de estar haciendo por fin lo que tenía que hacer. Como si antes se hubiera apartado de su camino, pero luego, por fin, hubiera regresado a las vías de su destino. Parecía que las traviesas pasaran bajo sus pies con movimiento propio, sin que el muchacho tuviera que esforzarse. Al cabo de pocos instantes, había desaparecido ya en la penumbra.

Sergey Andreyevich tomó una nueva calada del narguile. —Es una bella teoría, ¿verdad?

—En algunos momentos casi diría que te la crees —gruñó Yevgeni Dimitryevich, mientras acariciaba las orejas del gato.