La Paveletskaya no tenía centinelas a la vista. Tan sólo había una cuadrilla de indigentes sentados sobre las vías, a unos treinta metros de la entrada de la estación. Con miradas de respeto, dejaron pasar a la dresina.
—¿La estación está deshabitada? —preguntó Artyom. Se esforzó por que su voz mostrara cierta indiferencia, aun cuando no le tranquilizara en absoluto la idea de adentrarse en una estación abandonada, sin armas, provisiones ni documentos.
El camarada Russakov le miró con asombro.
—¿La Paveletskaya? Claro que no. Por supuesto que tiene habitantes.
—Pues entonces, ¿por qué no hay puestos de vigilancia?
—Oye, esto es la Pa-ve-lets-ka-ya —dijo Bansai—. Con ellos no se mete nadie.
Artyom advirtió cuánta razón había tenido aquel sabio antiguo que en el lecho de muerte confesó que tan sólo sabía que no sabía nada. Todo el mundo parecía saber por qué la Paveletskaya era inexpugnable, como si la cosa no precisara de mayor aclaración.
—¿No sabes por qué? —le preguntó el incrédulo Bansai—. Pronto lo averiguarás.
La visión de la Paveletskaya estimuló al instante la imaginación de Artyom. El techo era tan alto que el resplandor de las antorchas, sujetas a las paredes con anillas de hierro, no alcanzaba a iluminarlo. Transmitía una imponente, vertiginosa sensación de infinitud.
Gigantescos arcos se sostenían sobre esbeltas columnas, y parecía increíble que éstas fueran capaces de soportar una bóveda tan majestuosa. En el espacio entre los arcos había vaciados de bronce. Estaban cubiertos de una pátina oscura, pero, de todos modos, daban testimonio de grandezas pasadas. Aunque el único símbolo que aparecía sobre ellos fuera el de la hoz y el martillo, aquel emblema medio olvidado de un imperio destruido aún se erguía, orgulloso y desafiante, como en el tiempo en que lo habían instalado allí.
La, en apariencia, interminable columnata, bañada por una intermitente luz morada, se perdía a lo lejos, en la oscuridad, sin que pareciese tener fin. Aquello se asemejaba a la cueva de un cíclope: tan gigantesco era todo lo que les rodeaba.
Bansai dejó la dresina en punto muerto, y, mientras perdían velocidad, Artyom se sumergió en la contemplación de aquella estación tan peculiar. ¿Qué ocurría allí? ¿Por qué no corrían ningún riesgo de agresión? ¿No sería porque aquello se parecía a un palacio subterráneo salido de un cuento de hadas, y no a una estación de un servicio de transporte metropolitano?
Cuando por fin se detuvo la dresina, se arracimó a su alrededor una multitud de hombres de todas las edades, pobremente vestidos, sin lavar. Contemplaban la máquina con envidia. Uno de ellos llegó a saltar a las vías y tocar precavidamente el motor. Chasqueó la lengua, impresionado, y el tío Fyodor le hizo alejarse.
La voz del comisario interrumpió los pensamientos de Artyom.
—Aquí se separan nuestros caminos. Lo he consultado con los camaradas. Queremos darte un regalo de despedida.
Le entregó a Artyom un fusil de asalto que debían de haberle arrebatado a uno de los centinelas muertos. Con la otra mano le ofreció la linterna de bolsillo del fascista bigotudo.
—Tómalo sin temor. Todo esto es botín de guerra, y te pertenece a ti. Nos quedaríamos de buen grado, pero tenemos que seguir adelante. Quién sabe hasta dónde nos van a perseguir esos cerdos, pero no irán más allá de la Paveletskaya.
Artyom había recobrado su anterior firmeza y fuerza de voluntad, pero, en el momento en el que Bansai le tendió la mano y le deseó mucho éxito, Maxim le dio una palmada amistosa en la espalda, y el barbudo tío Fyodor le entregó la deteriorada botella con el mejunje —porque no podía regalarle nada mejor—, sintió que se le encogía el corazón.
—Que te vaya bien, muchacho. Nos veremos. ¡Ten siempre los oídos bien abiertos! —añadió el tío Fyodor.
El camarada Russakov le estrechó la mano, y luego su bello rostro se puso muy serio.
—¡Camarada Artyom! En el momento de la despedida, querría decirte un par de cosas. Primero: tienes que creer en tu estrella. Como dijo el camarada Che Guevara: ¡Hasta la victoria siempre! Y segundo, y más importante: ¡No pasarán!
Todos los demás alzaron el puño derecho y repitieron a coro el mismo juramento: ¡No pasarán! Artyom no podía hacer otra cosa que levantar también el puño y gritar desde el fondo del pecho, a la manera de los revolucionarios, ¡No pasarán!, aunque aquellas palabras no significaran nada para él. Debía de haberlo hecho todo bien, porque el camarada Russakov le miró con orgullo y satisfacción, y le dirigió un saludo solemne.
El motor crepitó, vomitó nubes azuladas por el tubo de escape, y la dresina, seguida por un gran número de niños que correteaban alegremente, desapareció en la oscuridad. Artyom volvía a estar solo. En ninguna otra ocasión se había alejado tanto de su patria.
Lo primero que le llamó la atención mientras caminaba a lo largo de la estación fueron los relojes. A simple vista, contó cuatro. En la VDNKh, el tiempo había sido un símbolo, igual que los libros, o que los intentos de construir una escuela para los niños. Un signo de que los habitantes de la estación seguían luchando, de que no se rendían, de que aún eran seres humanos. Allí, sin embargo, los relojes parecían tener otro papel, incomparablemente más importante.
Tras pasear un buen rato, Artyom descubrió otras rarezas. Así, por ejemplo, no vio habitáculos de ningún tipo, tan sólo una hilera de vagones sobre la vía segunda. Una parte de los vagones se hallaba dentro del túnel. Ése era el motivo por el que Artyom había tardado en ver el convoy. Los más variados comerciantes, los más extraños talleres, se encontraban en cantidades suficientes en el vestíbulo, pero ni una sola tienda habitable, ni un solo lugar para guarecerse de la luz y pernoctar. Tan sólo unos pocos mendigos e indigentes yacían sobre cartones. Las personas que se afanaban por la estación se detenían de vez en cuando frente a los relojes. Los que llevaban relojes de pulsera comparaban la hora de estos con las rojas cifras de la pared, y luego volvían a sus cosas. ¿Qué les habría dicho Kan?
Así como en la Kitay-gorod todo el mundo mostraba interés por los viajeros, quería venderles algo o atraerlos hasta una tienda, en la Paveletskaya cada uno se ocupaba de sus propios asuntos. Nadie se interesaba por Artyom, lo que agravó aún más su sensación de soledad.
Para distraerse de su creciente melancolía, Artyom se puso a observar con mayor atención a las personas de aquel lugar. A primera vista, no parecían destacar por nada en especial. Sin embargo, a medida que iba fijando su atención en ellos, mayores eran los escalofríos que sentía en la espalda. Había un número muy grande de tullidos y deformes. A uno le faltaban los dedos, otro tenía el cuerpo cubierto de una costra repugnante, y otro, un burdo muñón, porque le habían cortado un tercer brazo. A menudo, los adultos no tenían cabello, parecían enfermos, apenas si se podían encontrar individuos sanos y fuertes. La imagen de aquellas criaturas lastimeras, degeneradas, contrastaba dolorosamente con la lúgubre majestad de la estación.
En medio del amplio andén había dos pozos cuadrangulares que se hundían en la tierra. Por allí se accedía al paso subterráneo que llevaba a la Línea de Circunvalación. Pero no había guardia fronteriza, ni ningún tipo de punto de control de la Hansa, como en la Prospekt Mira. Artyom recordó que alguien le había dicho que la Hansa controlaba con mano de hierro las estaciones adyacentes. Estaba claro que allí se escondía un terrible secreto.
No anduvo hasta el final de la sala, sino que compró por cinco cartuchos una bandeja de setas asadas y un vaso de agua sucia, de sabor algo amargo. Encontró lugar para sentarse, una caja de plástico como las que se habían empleado antiguamente para transportar botellas de cristal, vuelta del revés, y engulló la comida. Luego se dirigió hacia el tren que se encontraba sobre la otra vía, con la esperanza de poder descansar allí. Ya sin fuerzas, el cuerpo aún le dolía a causa del interrogatorio.
Aquel tren era totalmente distinto del de la Kitay-gorod: los vagones estaban vacíos y deteriorados. E incluso, quemados y cubiertos de porquería. Alguien había arrancado y se había llevado el blando acolchado de cuero. Por todas partes había restos de sangre seca, y en el suelo refulgían cantidades ingentes de casquillos. No parecía un sitio adecuado para descansar. Se asemejaba, más bien, a una fortaleza que hubiera soportado varios asedios.
Artyom no había empleado mucho tiempo en pasear por el tren. Pero, cuando salió de nuevo al andén, apenas si reconoció la estación. No había nadie en los puestos de venta, el ruido de fondo había cesado, y, aparte de algunos vagabundos que estaban sentados cerca del acceso por el que se entraba en la Hansa, apenas si se veía alma humana. También estaba más oscuro. En el centro de la sala brillaba todavía tan sólo un par de antorchas, y a lo lejos, en el otro extremo, parpadeaba una débil hoguera. Según los relojes, faltaba poco para las 20:00 horas. ¿Qué había sucedido? Artyom siguió adelante, tan rápido como se lo permitía su cabeza dolorida. El acceso a la Hansa estaba cerrado por ambos extremos, no mediante las habituales rejas, sino por unas pesadas puertas, con blindaje de hierro. La puerta de la segunda escalera estaba entreabierta, y, al mirar por la rendija, Artyom distinguió una reja sólida. A semejanza de las que cerraban las celdas de la Tverskaya, estaba hecha de gruesos barrotes de acero de armazón. Detrás de ésta había una pequeña mesa con una débil lámpara, junto a la que se sentaba un centinela, ataviado con un descolorido uniforme azul grisáceo.
—Después de las ocho no se permite la entrada —respondió mecánicamente a la petición de Artyom de que lo dejara pasar—. El acceso se abre a las seis. —Y se volvió hacia otro lado. La conversación había terminado.
Artyom se sintió como si le hubieran golpeado en la cabeza. ¿Cómo era posible que a partir de las ocho no hubiera ni una sola persona visible en la estación? ¿Qué podía hacer? Los indigentes que se afanaban con sus cartones le inspiraban tanto rechazo que se decidió por probar suerte junto a la hoguera que se hallaba al otro extremo de la sala.
Pero, ya desde lejos, advirtió que no se trataba de una reunión de vagabundos, sino de una especie de puesto fronterizo: vio junto a la hoguera robustas figuras masculinas, y alcanzó a distinguir el perfil de sus armas de fuego. Pero ¿qué era lo que estaban vigilando? Los puestos de guardia se encontraban siempre en los túneles, tan lejos de la estación como fuera posible, pero allí… si alguna criatura venía arrastrándose por el túnel, o unos bandidos intentaban un ataque, de nada les servirían aquellos vigilantes.
Al acercarse, se dio cuenta de otra cosa más: detrás del fuego brillaba, cada cierto tiempo, un rayo de luz blanca, que apuntaba hacia arriba, pero que parecía extrañamente corto, como si alguien lo hubiera cortado por la mitad. No llegaba al techo, sino que se interrumpía al cabo de dos metros, en oposición a todas las leyes de la física. El reflector en cuestión se encendía a intervalos, no muy breves. Era por eso por lo que Artyom no lo había visto antes. ¿De qué podía tratarse?
Se acercó a la hoguera, saludó educadamente, les explicó que estaba de viaje y que, por puro desconocimiento, no se había presentado en la puerta antes de que cerraran, y les preguntó si había algún sitio donde pudiera descansar.
—¿Descansar? —le preguntó el centinela que estaba sentado más cerca, un hombre de cabellos oscuros, nariz grande y carnosa, no muy alto, pero visiblemente robusto—. Joven, aquí no descansa nadie. Si mañana por la mañana sigue usted vivo, podrá decir que ha tenido suerte.
Artyom le preguntó en qué consistía el peligro, pero el hombre no le respondió, tan sólo señaló con la mirada a sus espaldas, hacia el lugar donde se encontraba el reflector. Los otros hombres estaban enzarzados en una conversación y dejaron de prestarle atención a Artyom. Por ello, el muchacho se decidió a investigar a fondo lo que ocurría y fue hasta el reflector.
Lo que vio le dejó estupefacto. Pero, al mismo tiempo, le aclaró muchas cosas.
Al extremo de la sala había una pequeña cabina. En torno a ésta se habían acumulado sacos de arena. En algunos lugares, también había parapetos de chapa de acero, y uno de los hombres al cargo estaba destapando un arma terrorífica. El otro estaba sentado en la cabina, en la que se encontraba el reflector que apuntaba hacia arriba. Hacia arriba… allí no había ninguna barrera, ninguna cerca. Justo al otro lado de la cabina se encontraban las escaleras automáticas que llevaban a la superficie. Y el rayo de luz del reflector apuntaba justamente en aquella dirección, recorría intranquilo otra pared, como si tratara de descubrir algo en medio de aquella oscuridad, pero todo lo que encontraba eran instalaciones de iluminación que estaban cubiertas de una sustancia marrón, y el techo, tan húmedo que el revestimiento iba cayendo a jirones… no se veía nada más.
Por fin lo entendía todo. Por el motivo que fuera, allí no había ninguna puerta de acero que separara la estación de la superficie. Ni allí abajo, ni tampoco arriba. La Paveletskaya tenía un acceso directo al mundo exterior, y sus habitantes sufrían el peligro constante de una invasión. Respiraban aire contaminado, bebían agua ponzoñosa. Seguramente era por eso por lo que ésta tenía un sabor tan extraño. Ése era también el motivo por el que tantos jóvenes sufrían mutaciones. Por eso mismo se encontraban tan enfermos los ancianos. Eran las enfermedades procedentes de la radioactividad lo que hacía que todos tuvieran aquellas calvas relucientes, lo que causaba estragos en sus cuerpos y devoraba lentamente su carne viva.
Pero tenía que haber algo más. ¿Cómo se podía explicar que la estación entera muriese a partir de las ocho, y que el centinela de cabellos oscuros que estaba junto a la hoguera le hubiese dicho que tendría suerte si llegaba vivo a la mañana?
Tras un breve momento de vacilación, Artyom se acercó al hombre que estaba en la cabina y le saludó.
—Buenas noches —le respondió este. Debía de tener unos cincuenta años, pero estaba casi calvo. Le quedaban unos pocos cabellos grises que se le arremolinaban en las sienes y en la nuca, tenía unos ojos oscuros que miraban a Artyom con interés, y bajo el chaleco antibalas, sencillo, cerrado con lazos, sobresalía una pequeña barriga. Sobre el pecho le colgaba un catalejo, y, al lado de éste, un silbato. Señaló uno de los sacos de arena—: Ya puedes sentarte. Esos de atrás se dedican a gozar de la vida y me han dejado solo. Así, al menos, podré hablar contigo. ¿Quién te ha dejado así el ojo?
Intercambiaron un par de palabras, y entonces el hombre señaló angustiado la escalera y le dijo:
—No hay manera de que montemos una barrera sólida. El acero no nos sirve de nada. Necesitaríamos hormigón. Ya probamos el acero, pero no funcionó. En cuanto empieza el otoño, el agua se lo lleva todo por delante. Primero se acumula al otro lado, y luego, de repente, se abre camino… ya nos ocurrió un par de veces, y son muchos los que murieron de ese modo. Desde entonces estamos así. No podemos llevar una vida tranquila. Cada noche aguardamos a que alguna criatura se cuele en la estación. De día nos dejan en paz. Será que duermen, o que se pasean por la superficie. Pero, tan pronto como arriba oscurece, comienzan los problemas… en fin, ya estamos preparados para eso. A partir de las ocho, todo el mundo se refugia en el corredor. Es allí donde vivimos. Sólo subimos arriba para comerciar. Espera… —El hombre pulsó un interruptor, y el reflector arrojó un rayo brillante. El centinela esperó a que la blanca luz hubiera recorrido las tres escaleras automáticas, se hubiera deslizado sobre los techos y paredes, y hubiera vuelto a apagarse. Sólo entonces volvió a hablar, esta vez en voz baja—: Allá arriba se encuentra la Estación de Tren de Pavelez.[47] Al menos, era allí donde estaba. Un lugar maldito. No sé a dónde conducen sus vías, pero ahora están ocupadas por horribles criaturas. A veces se oyen ruidos, y entonces se le pone a uno la carne de gallina. Y cuando uno de ellos quiere venir aquí abajo… lo llamamos «visitante». Como antes a los forasteros que bajaban del tren en esa estación para visitar la ciudad. Así, todo esto nos resulta más fácil de soportar. Algunas veces, los visitantes han conseguido sobrepasar este puesto. ¿Has visto el medio tren que está sobre las vías? Han llegado hasta allí. No podíamos permitir que llegaran hasta el paso subterráneo. Está repleto de mujeres y niños. Si lo hubieran conseguido, habría sido nuestro fin. Nuestros hombres lo sabían, por supuesto. Se retiraron hasta el tren, se atrincheraron allí y mataron a algunas de las bestias. Pero ellos… eran diez, y sólo dos sobrevivieron. Uno de los «visitantes» se marchó por el túnel que lleva a la Novokusnetskaya. A la mañana siguiente, querían perseguirlo. Había dejado un rastro de porquería bien visible. Pero se metió por un túnel lateral y se refugió en las profundidades, pero allí no pensamos entrar. Ya tenemos suficientes problemas.
Artyom se acordó de las palabras de Bansai.
—He oído que las otras estaciones no atacan nunca la Paveletskaya. ¿Es cierto?
—Pues claro. —El centinela asintió y se dio como un aire de importancia—. ¿Cómo van a atacarnos? Si nosotros no montáramos guardia en este lugar, esos bichos estarían corriendo por toda la línea. Por eso nos dejan en paz. La Hansa nos ha cedido incluso la totalidad del corredor que lleva hasta la estación de la Línea de Circunvalación, y tan sólo tienen un puesto de guardia al final. A veces nos entregan armas para que podamos seguir protegiéndoles. No quieren ensuciarse las manos, eso ya te lo digo yo. Oye, ¿cómo te llamabas? Ah, Artyom. Yo, Mark. Un momento, oigo como un roce… —Encendió al instante el reflector—. No, parece que ha sido una falsa alarma.
Artyom sintió que dentro de su pecho estaba creciendo una opresiva sensación de peligro. Igual que Mark, clavaba los ojos en la parte de arriba, con todas sus fuerzas, y cada vez que tropezaba con la sombra de una lámpara reventada creía distinguir los contornos de una horripilante criatura nacida de su fantasía. Al principio pensaba que su imaginación desbocada le tendía una trampa, pero luego, cuando el rayo de luz pasaba por encima de alguna de las monstruosas siluetas, le parecía como si se estuviera moviendo ligeramente.
—Espere —susurró—. Ilumine de nuevo aquel rincón, donde está ese boquete tan grande… rápido…
Como atravesada por la brillante luz, todavía lejos, en la mitad superior de la escalera, se detuvo entonces una criatura grande, huesuda, y luego huyó a la velocidad del rayo. Con manos temblorosas, Mark agarró el silbato y sopló con todas sus fuerzas. Al momento, los hombres que estaban en torno a la hoguera se pusieron en pie y corrieron hacia allí.
Tenían un segundo reflector, algo más débil, acoplado a una ametralladora más pesada de lo normal. Artyom no había visto nunca un arma semejante: el largo cañón tenía un remate cónico, la mira recordaba a una tela de araña, y las municiones salían de una cartuchera de aspecto grasiento.
—¡Es él, junto al número diez! —gritó un hombre flaco, con voz ronca, que había aparecido de repente al lado de Mark, y que sorprendió al «visitante» con el foco de luz—. ¡Dame el catalejo…! ¡Lyokha! ¡Número diez, hilera derecha!
—Entendido. Bueno, amiguito, te damos la bienvenida. Quédate ahí sentado —murmuró el encargado de la ametralladora, y apuntó con el arma a la sombra negra que se acurrucaba en lo alto—. ¡No te muevas de ahí!
Estalló una ensordecedora salva, la décima lámpara de la hilera de abajo se rompió en mil pedazos. Se oyó un fuerte chillido.
—Parece que ya lo tenemos —constató el flaco—. Ilumínalo de nuevo… está allí. Te hemos liquidado, puerco asqueroso.
Durante por lo menos una hora se oyó en lo alto un gimoteo pesado, casi humano. Al cabo de un rato, Artyom no pudo más, y les propuso que le dispararan un tiro de gracia al «visitante», para poner fin a su tormento. Pero recibió esta única respuesta:
—Si quieres, sube tú mismo a rematarlo. Esto no es un campo de tiro, muchacho. No podemos malgastar ni un solo cartucho.
En cuanto llegó el relevo de Mark, Artyom se marchó con él hasta la hoguera. Una vez allí, el centinela lió un cigarrillo y se sumergió en sus pensamientos, mientras Artyom escuchaba la conversación de los demás. Hablaba un hombre con pinta de matón, de frente plana y cerviz robusta.
—Ayer, Lyokha nos habló de los Krishnas que se han instalado en la Oktyabrskoye Pole y quieren entrar en el Instituto Kurchatov para poner en marcha el reactor atómico que había allí y mandarnos a todos al Nirvana. Pero no lo van a tener tan fácil. Naturalmente, me he acordado de lo que me sucedió hace cuatro años, cuando aún vivía en la Savyolovskaya. En cierta ocasión, tuve que ir por un asunto hasta la Belorusskaya. Por fortuna, en aquella época tenía conocidos en la Novosloboskaya, y así pude pasar por la Hansa. Así pues, llegué a la Belorusskaya en un abrir y cerrar de ojos, me vi con mi socio y cerramos nuestros tratos. Se me ocurrió que había que celebrarlo. Él me dijo que me anduviera con cuidado, que en aquel lugar los borrachos desaparecían a menudo. Y entonces yo le dije: Pero tío, no me vengas con esas, un negocio como este hay que celebrarlo. Bueno, el caso es que nos bebimos una botella entera entre los dos. Lo último que recuerdo es que se puso a caminar a gatas y a gritar: «¡Yo soy Lunokhod-1!»[48] Al despertar, me encontré atado y amordazado, con el cráneo rapado, en una especie de habitación. Seguramente había sido una dependencia policial. ¡Qué horror!, pensé. Al cabo de media hora entraron unos individuos y me arrastraron por el cuello de la camisa hasta el vestíbulo de la estación. No tenía ni idea de dónde estaba. Todos los carteles estaban arrancados, las paredes sucias de no sé qué porquería, el suelo cubierto de sangre. Había hogueras por todas partes, habían arrancado casi todo el pavimento, y en el centro había una fosa de por lo menos veinte o treinta metros que llevaba a las profundidades. En el suelo y por las paredes había unas estrellas dibujadas con un solo trazo, ya las habéis visto, parecen dibujadas por un niño. Al principio se me ocurre que habría caído en manos de los rojos. Pero entonces miro alrededor: no lo parece. Los tíos aquellos me llevan al borde de la fosa, veo una cuerda que cuelga hasta abajo, y me dicen que tengo que agarrarme a ella y bajar. Me están empujando con un AK-47. Miro abajo, y veo un montón de gente con palancas y palas. Están cavando todavía más abajo. Emplean un cabestrante para llevar arriba la tierra que sacan, la cargan en vagonetas y se la llevan a algún otro sitio. Los tíos esos de los Kalashnikov estaban totalmente zumbados. Cubiertos de tatuajes desde la cabeza hasta los pies. Pensé al instante que se trataba de ladrones. Que había ido a parar a una prisión y que estaban tratando de excavar un túnel para escapar. Por eso hacían cavar a los jóvenes. Pero entonces me di cuenta de que eso es una tontería. ¿Cómo va a haber una prisión en el Metro, si no hay policía? Les digo que me dan miedo las alturas, que me voy a caer de cabeza y que así no les voy a servir para nada. Lo comentaron, y me ordenaron a gritos que me encargara de otro trabajo: tenía que cargar en las vagonetas la tierra que subían. Los muy cerdos me esposaron, me pusieron grilletes con cadenas en los tobillos, y me dijeron que tenía que trabajar así. Y yo que sigo sin entender de qué va la cosa. Tengo que decir que todo el mundo trabajaba con bastante empeño. No era mi caso, por supuesto —el hombre encogió sus anchos hombros—, pero había otros que eran más débiles. Tan pronto como alguno de ellos caía, lo arrastraban de inmediato a la escalera. Luego pasé por allí delante: habían colocado un bloque de madera, como el del Lobnoye Mesto,[49] sobre el que cortaban cabezas. Tenían allí una gigantesca hacha, sangre por todas partes y un par de cabezas cortadas clavadas en sus correspondientes estacas. Estuve a punto de desmayarme. Pero no, me dije yo, tienes que sostenerte en pie, ahora que todavía no te han liquidado.
—Dínoslo de una vez, ¿quiénes eran esos tíos? —le interrumpió el hombre de voz ronca que antes había manejado el reflector.
—Se lo pregunté luego a los que trabajaban conmigo llenando vagonetas. ¿Y sabéis qué? Eran satánicos. Se ve que habían llegado a la conclusión de que se acercaba el fin del mundo, y de que el Metro era la puerta del infierno. Y también me habló de no sé qué círculos, ya no me acuerdo… en cualquier caso, esos tíos pensaban que tenían el infierno justo debajo y que el diablo estaba allí esperándolos, y que tenían que llegar hasta él. Y por eso mismo estaban cavando. Han pasado ya cuatro años. Quizás hayan logrado llegar.
—¿Dónde sucedía eso? —le preguntó el encargado de la ametralladora.
—No tengo ni idea, te lo juro. Mira, te voy a contar cómo escapé: los demás me metieron en una vagoneta en un momento en el que los centinelas no miraban, y luego me recubrieron de tierra. Así me llevaron de un lado para otro hasta el momento en el que vaciaron la vagoneta. Me caí desde bastante altura y me quedé inconsciente. Luego, al despertar, me marché arrastrándome, llegué hasta unas vías y las seguí. Esas vías se cruzaban con otras, y continué por estas últimas. Alguien debió de recogerme, porque desperté de nuevo en la Dubrovka. Y el alma caritativa que me había salvado no estaba allí. ¿Cómo voy a saber dónde ocurrió todo aquello?
Luego llegaron rumores de que en la Ploshchad Ilyicha y en la Rimskaya se había declarado una epidemia y muchos hombres habían muerto, pero Artyom no los escuchaba. La idea de que el Metro pudiera ser la antesala del infierno, o incluso su primer círculo, le tenía hipnotizado. Apareció ante sus ojos esta terrible imagen: cientos de seres humanos yendo de un lado para otro cual hormigas y cavando con sus propias manos una inacabable fosa, un pozo que se hundía en la nada. Y entonces, de repente, una de las palancas se hundía con extraña facilidad en el suelo, atravesaba la tierra… y el Metro y el infierno, por fin, se transformaban en una sola cosa.
Se le ocurrió también que aquella estación se encontraba en una situación similar a la que se daba en la VDNKh: se veía atacada regularmente por salvajes criaturas y tenía que hacer frente a los asaltos sin la ayuda de nadie. Si la Paveletskaya caía, los monstruos se apoderarían de la línea entera. Del mismo modo, el destino de la VDNKh no atañía solamente a la propia estación, como siempre había pensado. ¿Quién podía saber cuántas otras estaciones de Metro estaban protegiendo sus respectivas líneas, aun cuando no lucharan por el bien común, sino por su propio pellejo? Por supuesto, siempre les quedaría la posibilidad de ceder, de retirarse hacia el centro, de cegar el túnel. Pero entonces, el espacio habitable se volvería cada vez más pequeño, hasta que los supervivientes tuvieran que amontonarse en un insignificante rincón y acabaran por degollarse entre sí.
Pero si la VDNKh, al cabo, no era tan especial, si quedaban abiertas muchas otras salidas a la superficie, y era imposible cerrarlas, eso significaba que… Artyom se detuvo allí, paralizado, y no quiso pensarlo más.
Lo que oía en su interior era la voz traicionera, aduladora, de la debilidad. Le estaba dando argumentos para que abandonase su viaje, para que no tratara de alcanzar su meta. Pero no podía rendirse a ella. El camino que le ofrecía era un callejón sin salida.
Para distraerse, volvió a escuchar la conversación de los demás. Estaban discutiendo las posibilidades de victoria de un tal Pushok. Entonces, el de la voz ronca empezó a explicarles que unos locos habían atacado la Kitay-gorod y habían matado a un montón de gente. Con todo, los Hermanos de Kaluga habían acudido a toda velocidad y los habían reducido, y los asesinos se habían retirado hasta la Taganskaya. Artyom quería decirles que no se habían podido retirar a la Taganskaya, sino a la Tretyakovskaya, pero entonces se mezcló en la conversación un hombre de carnes enjutas, pero vigoroso, cuyo rostro no reconoció. Éste dijo que los kaluganos habían tenido que marcharse de la Kitay-gorod y que la estación había caído en manos de una nueva banda de la que nunca nadie había oído hablar. El de voz ronca se puso a discutir con él acaloradamente, de tal modo que Artyom no tardó en dormirse. En esta ocasión, no soñó nada, y tuvo un sueño tan profundo que le costó despertar cuando el silbato sonó de nuevo y todo el mundo se levantó de sus puestos. Debió de tratarse de una falsa alarma, porque no se oyeron disparos.
Cuando Mark le despertó por fin, los relojes marcaban las 5:45.
—¡En pie! ¡Nuestro turno ha terminado! —Mark le sacudió alegremente el hombro—. Vamos, te enseñaré el corredor. ¿Llevas pasaporte? —Artyom negó con la cabeza—. No importa, no tendrás problemas con eso.
De hecho, tardaron escasos minutos en llegar al corredor. El centinela, con un silbido de satisfacción, hacía rodar dos cartuchos sobre su propia mano.
El pasillo era extraordinariamente largo, más largo que la propia estación. En una de las paredes habían instalado pantallas de lona, y sobre éstas ardían potentes bombillas. Al otro lado había una valla larga, pero no muy alta.
—Éste es uno de los corredores más largos de todo el Metro —le explicó, orgulloso, Mark—. ¿Esa valla? ¿No sabes lo que es? ¡Pero si es muy famosa! La mayoría de la gente viene hasta aquí tan sólo para verla. Ahora es muy temprano, lo mejor es venir de noche, cuando la estación está cerrada y la gente está de fiesta. Pero es posible que hoy se celebre alguna prueba durante el día. ¿De verdad que no habías oído hablar de esto en toda tu vida? Hacemos carreras de ratas, con apuestas de verdad. Lo llamamos «hipódromo». Yo pensaba que todo el mundo lo conocía, de verdad. ¿Te gusta apostar? A mí sí.
Artyom habría querido asistir a una de las carreras, pero, en cambio, las apuestas no le habían gustado nunca. Además, le asaltaba cierto sentimiento de culpa por haber dormido tanto. No podía esperar hasta la noche. No, no podía esperar más. Tenía que seguir adelante. Había perdido demasiado tiempo… pero para llegar hasta la Polis tenía que pasar por la Hansa. No le quedaba ningún otro camino.
—No creo que me quede hasta la noche —dijo—. Tengo que seguir mi camino… hacia Polyanka.
Mark arrugó la frente.
—Tendrás que pasar por la Hansa. ¿Cómo quieres ir por allí, si no sólo no tienes visado, sino que ni siquiera llevas pasaporte? Ahí sí que no podré ayudarte, amigo mío. Se me había ocurrido una idea. El jefe de la Paveletskaya —no de nuestro lado, sino de la Línea de Circunvalación— es un entusiasta de nuestras carreras. Su rata se llama Pirata, y es la gran favorita. Se presenta cada noche con su guardia de corps, envuelto en pompa y boato. Apuesta contra él, si quieres.
—Pero si no tengo nada que pueda apostar.
—Puedes apostarte a ti mismo como siervo. Si quieres, lo haré yo por ti. —Mark le miró con un brillo de compasión en los ojos—. Si ganamos, tendrás el visado. Si perdemos, entrarás también en la Hansa, pero luego tendrás que componértelas tú solo. ¿Crees que no vale la pena?
A Artyom no le gustaba aquel plan. Venderse a sí mismo como esclavo —aún peor, apostarse a sí mismo en una carrera de ratas— le parecía caer muy bajo. Decidió buscar otra manera de acceder a la Hansa.
Durante varias horas, dio vueltas en torno a los inmóviles guardias fronterizos de la Hansa, vestidos con su uniforme de camuflaje de color gris —el mismo que en la Prospekt Mira—, y trató de iniciar una conversación con ellos, pero fue en vano. Cuando por fin uno de ellos le llamó «tuerto» —injustamente, porque estaba empezando a abrir el ojo izquierdo, aunque con un dolor de mil diablos— y le recomendó que se largara, Artyom abandonó sus inútiles esfuerzos y se dedicó a buscar personas de aspecto siniestro y sospechoso: traficantes de armas y de drogas, es decir, sujetos que tuvieran experiencia en el contrabando. Pero no encontró a nadie que se prestara a introducir a Artyom en la Hansa a cambio de su arma y su linterna.
Al anochecer, se sentó en el suelo, presa de una callada desesperación, y se atormentó con reproches. El largo pasillo empezaba a animarse, los adultos regresaban del trabajo, comían con la familia, los niños jugaban antes de meterse en la cama, y cuando las puertas se hubieron cerrado salieron todos de las tiendas y fueron a presenciar la carrera. Debían de ser, como mínimo, trescientos. Se preguntaban cómo lo haría Pirata, y también si Pushok lograría derrotarle. Se oían los nombres de otros competidores, pero parecía evidente que todos ellos tenían muchas menos posibilidades.
Dándose aires de importancia, los propietarios de los animales llegaron con pequeñas jaulas donde llevaban a sus bien alimentados pupilos y se dirigieron a la línea de salida. El jefe de la estación de la Hansa aún no se había presentado, y también parecía que la tierra se hubiera tragado a Mark. Artyom llegó a temer que su nuevo amigo tuviera nuevamente servicio de guardia y no apareciera. Y entonces, ¿cómo apostaría?
En ese momento, una pequeña procesión entró por el otro extremo del corredor. Un hombre mayor, con el cráneo rapado, un mostacho lustroso, gafas y un austero traje negro movía su pesado cuerpo con orgullosas zancadas, acompañado por dos siniestros guardaespaldas. Uno de ellos llevaba una cesta tapizada con terciopelo rojo. En uno de sus laterales había una reja, y dentro de ésta se agitaba un bulto gris. Se trataba, sin duda alguna, de la célebre Pirata.
El guardaespaldas llevó la cesta con la rata hasta la línea de salida, mientras el viejo del mostacho se acercaba al árbitro. En un gesto de soberbia, obligó al asistente del árbitro a abandonar su silla. Se sentó, quejumbroso, en el sitio que había quedado libre e inició una educada conversación con el árbitro. El segundo guardaespaldas se situó de espaldas a la mesa y llevó ambas manos al arma automática negra, de cañón corto, que colgaba sobre su pecho. Se necesitaría mucho valor para acercarse a una persona que inspiraba tal respeto y proponerle una apuesta.
De repente, Artyom vio que Mark se acercaba a aquel hombre, se rascaba la calva sin lavar y se ponía a hablar con el árbitro. Desde la lejanía, sólo alcanzó a ver que el viejo del mostacho se ponía rojo, luego hacía una mueca y finalmente asentía descontento, se quitaba las gafas y se ponía a limpiarlas con gran esmero.
Artyom se abrió paso entre la multitud hasta la línea de salida, donde Mark le aguardaba.
—¡Todo marcha a pedir de boca! —gritó éste, y luego se frotó las manos. Le explicó a Artyom que había logrado endosarle al viejo una apuesta contra Pirata. Le había dicho que su nueva rata vencería al favorito en la primera competición. Había tenido que apostar al propio Artyom, pero, si ganaban, el viejo les concedería un visado a ambos para la Hansa entera. El jefe de estación había rechazado la oferta, porque no comerciaba con fuerza de trabajo —Artyom suspiró con alivio—, pero había dicho que aquella insolencia era digna de castigo. Si su rata triunfaba, Mark y Artyom tendrían que pasarse un año limpiando las letrinas de la estación de la Línea de Circunvalación. Y si ganaba, les daría a ambos el visado. Por supuesto, el jefe de estación estaba convencido de que esto último era imposible, y sólo por ese motivo lo había prometido. ¡Los golfantes que se habían atrevido a desafiar a su queridito aprenderían la lección!
—Pero ¿tienes una rata? —preguntó el cauteloso Artyom.
—Por supuesto —le respondió Mark—. ¡Una verdadera bestia! ¡Hará pedazos a la Pirata esa! Si vieras cómo se ha echado a correr hoy mismo. Ha estado a punto de escapar. La he tenido que perseguir casi hasta Novokusnetskaya.
—¿Y cómo se llama?
—¿Que cómo se llama? Sí, claro, ¿cómo se llama? Pues, no sé, podríamos llamarla Misilina. Suena amenazante, ¿verdad?
Cuando Mark le explicó que había capturado a la rata aquella misma mañana, Artyom exclamó:
—¿Y cómo sabes que va a ganar?
—¡Porque creo en ella, amigo mío! Y, además, yo siempre había querido tener una rata. Siempre he apostado por ratas ajenas, y siempre he perdido. Y por ello pensaba yo, ¡qué diablos!, algún día tendré mi propia rata, y me traerá suerte. Pero nunca me había decidido, porque no es tan fácil, hace falta la autorización del árbitro, y los trámites son inacabables. Hay que esperar una vida entera, y entretanto se me habría comido un «visitante», o me habría muerto sin llegar a tener mi propia rata. Pero al conocernos, he pensado: ¡Ésta es tu oportunidad! ¡Ahora o nunca! Si no te arriesgas ahora, te pasarás el resto de tu vida apostando por ratas ajenas. Y por ello me he decidido: si tengo que jugar, jugaré a lo grande. Por supuesto que quiero ayudarte, pero, si me permites que te lo diga, no es ésa mi motivación principal. —Mark bajó la voz—. ¿Sabes una cosa?, yo, por encima de todo lo demás, quería jugar contra el tío ese del mostacho. Cuando se lo he dicho, se ha enfadado tanto que ha obligado al árbitro a colar a mi rata en la competición. —Calló durante unos instantes, y luego añadió—: Sólo por esto, merecería la pena pasarse un año entero limpiando letrinas.
—Pero lo más probable es que tu rata pierda. —Aquél fue el último intento de Artyom de hacerlo entrar en razón.
Mark le miró fijamente, y luego sonrió, y le dijo:
—¿Y si no pierde?
El árbitro inspeccionó severamente a la concurrencia, se alisó sus cabellos encanecidos, carraspeó a propósito y empezó a leer los nombres de las ratas que participarían en la carrera. Misilina era la última, pero a Mark no le importó. La más aplaudida fue, por supuesto, Pirata, mientras que a Misilina la aplaudió solamente Artyom, porque Mark tenía las manos ocupadas en sostener la jaula. Artyom esperaba todavía un milagro que le salvara de verse en una situación nada gloriosa en una hedionda cloaca.
Entonces, el árbitro disparó una bala de fogueo con su Makarov, y los propietarios abrieron las jaulas. Misilina fue la primera en correr a la libertad, y el corazón de Artyom saltó de alegría, pero, cuando el resto de las ratas se lanzó a correr por el pasillo, unas más rápidas, otras más lentas, Misilina no honró el nombre que le habían puesto: cinco metros más allá de la salida se quedó en un rincón y no quiso moverse más. Las reglas del juego prohibían estrictamente que se obligara a las ratas a correr. Artyom miró tímidamente a Mark, porque pensaba que el hombre rabiaría, o se dejaría caer al suelo, abatido por la pena. Pero el rostro duro y orgulloso de Mark recordaba más bien al capitán de crucero que ha dado la orden de hundir su propio barco para que no caiga en manos del enemigo. Artyom había leído algo de ese estilo en un libro muy estropeado que se encontraba en la biblioteca de la VDNKh.
Al cabo de unos minutos, las primeras ratas llegaron a la meta. La vencedora fue Pirata, el nombre de la segunda era incomprensible, y Pushok llegó tercera. Artyom miró la mesa del árbitro. El viejo barbudo se enjugaba el sudor de la calva con el mismo trapo con el que había limpiado las gafas, y comentaba el resultado con el árbitro. Artyom tenía la esperanza de que les hubieran olvidado, pero, en el mismo instante, el viejo se golpeó la frente, sonrió y le hizo un gesto a Mark para que se acercara.
Artyom tuvo un recuerdo vago del momento de su ejecución. Entonces, mientras seguía a Mark hacia la mesa del árbitro, se consoló con el pensamiento de que se le había abierto un camino hacia los dominios de la Hansa. Sólo tendría que encontrar luego una ocasión para fugarse. Pero antes tendría que sufrir aquella vergüenza.
El hombre del mostacho les ordenó, con estudiada cortesía, que se acercaran al podio. Luego se volvió hacia el público, le explicó brevemente el contenido de la apuesta, y dijo, con voz atronadora, que los dos perdedores, según lo acordado, realizarían trabajos forzados en las instalaciones sanitarias, y que empezarían aquel mismo día. De repente, emergieron de la nada dos guardias fronterizos de la Hansa, le quitaron el fusil a Artyom, le aseguraron que las tareas que iba a realizar durante el año siguiente no eran peligrosas, y le prometieron que, al final, le devolverían el arma. Luego, los soldados se los llevaron a la estación de la Hansa, entre los silbidos y abucheos de la multitud.
La Paveletskaya de la Hansa producía una sensación muy extraña: el techo era bajo, no había columnas, y en cambio el andén tenía accesos tan anchos como los trechos de pared que los separaban. Uno se llevaba la impresión de que la primera Paveletskaya había sido un trabajo fácil para los arquitectos, como si el subsuelo hubiera sido tan blando en aquella zona como para permitir una fácil excavación, y que, al construir la estación vecina, habían tropezado con roca maciza y resistente, y que se habían abierto paso por ella con gran dificultad. Con todo, no reinaba en ella una atmósfera triste y opresiva como la de la Tverskaya, porque la luz brillaba con una generosidad desacostumbrada, las paredes estaban guarnecidas con sencillos ornamentos, y, a ambos lados de los accesos, se encontraban imitaciones de columnas de la Antigüedad, como en las láminas de Los mitos de la Grecia antigua, un libro que de niño le había gustado hojear. En fin, que no era el peor de los lugares para dedicarse a los trabajos forzados.
Por supuesto, se veía enseguida que la estación pertenecía a los dominios de la Hansa. Estaba insólitamente limpia, tenía un toque casi hogareño, y en el techo brillaban suavemente unas grandes lámparas con verdaderas pantallas de cristal. En la sala, más pequeña que la de la estación vecina, no había ni una sola tienda, pero sí un gran número de mesas de trabajo, sobre las que se amontonaban complicadas piezas de maquinaria. Junto a las mesas se sentaban hombres vestidos con ropa de trabajo de color azul, y un agradable olor a aceite de máquina impregnaba la atmósfera. Al parecer, la jornada laboral terminaba más tarde que en la estación vecina. Sobre las paredes colgaban las banderas de la Hansa —un círculo marrón sobre fondo blanco—, pósteres que exhortaban a rendir más en el puesto de trabajo, así como citas de las obras de un tal A. Smith. Bajo los grandes estandartes, entre dos soldados en posición de firmes, se encontraba una mesa acristalada, y, mientras lo llevaban por allí, se detuvo brevemente para contemplar las reliquias sagradas que se guardaban en la vitrina.
Allí, sobre terciopelo rojo, iluminados con amor mediante pequeñas lámparas, reposaban dos libros. Uno de ellos estaba muy bien conservado. Sobre la tapa de color negro se leía, en letras doradas: La riqueza de las naciones, de Adam Smith. El otro estaba muy usado. Tenía las cubiertas delgadas, rotas y reparadas con tiras de papel. Sobre éstas se leía en letra gruesa: ¡No te acongojes, y vive! El autor era un tal Dale Carnegie.
Artyom no había oído hablar nunca de ninguno de los dos autores, y por ello se preguntó si aquél era el mismo terciopelo sobre el que el jefe de estación había llevado la jaula con su querida rata.
Una de las vías estaba libre, y de vez en cuando pasaban por ella dresinas de impulsión manual, cargadas de cajas. Sin embargo, en un momento dado una dresina motorizada se detuvo durante un minuto en la estación, y, antes de que se marchara, Artyom alcanzó a ver soldados bien entrenados para su labor, con uniforme negro y camisas a rayas negras y blancas. Cada uno de ellos llevaba una linterna en el casco, y, al cuello, un extraño fusil automático de cañón corto. Vestían pesados chalecos a prueba de balas. Mientras intercambiaba un par de palabras con los centinelas de la estación, el comandante acariciaba con la mano un casco gigantesco, de color verde oscuro, con visor, que reposaba sobre sus rodillas. Luego, la dresina desapareció de nuevo en el túnel.
En la segunda vía se encontraba un tren completo, en mejor estado, incluso, que el que Artyom había visto en Kuznetsky Most. Tras algunas de las ventanas había cortinas echadas, lo cual debía de indicar que se trataba de viviendas. Sin embargo, otras ventanas estaban abiertas, y Artyom vio a través de ellas varias mesas con máquinas de escribir, frente a las que se sentaban hombres aparentemente atareados. En un cartel que colgaba sobre la puerta estaba escrito: «Oficina central».
Aquella estación impresionó profundamente a Artyom. No, no le había dejado estupefacto como la primera Paveletskaya, porque allí no había ni rastro del misterioso y siniestro esplendor que traía a la memoria la grandeza y el poder de los constructores del Metro. Allí se vivía como si fuera de la Línea de Circunvalación no hubiera habido ningún peligro, como si no hubieran amenazado siempre la ruina y la locura. Todo seguía su camino regular, bien organizado. Al final de un día de trabajo empezaba el merecido día de fiesta. La juventud no se entregaba al mundo de evasión del dur, sino que se afanaba en un oficio. Cuanto antes empezase la carrera, más rápido era el ascenso. Y los hombres maduros no tenían ningún miedo de que, al debilitarse las fuerzas de sus manos, los obligaran a entrar en el túnel y los abandonaran como alimento para las ratas… Estaba claro por qué la Hansa permitía a tan pocos forasteros el acceso a sus estaciones… el número de moradas que se hallaban en el paraíso era limitado. La única puerta que estaba abierta para todo el mundo era la del infierno.
Mark miró también en todas las direcciones y dijo con alegría:
—Por fin. ¡He conseguido emigrar!
Al final del andén había una barrera pequeña, de color rojo y blanco. Un guardia de fronteras se sentaba a su lado, dentro de una cabina de cristal con la inscripción «Encargado». Siempre que las dresinas interrumpían su viaje para detenerse allí, se les acercaba con porte muy digno, examinaba sus documentos —y, a veces, también la carga—, y, al final, levantaba la barrera. Artyom se dio cuenta de que todos los guardias de frontera y encargados de aduanas estaban extraordinariamente orgullosos de su función. Era evidente que les gustaba mucho su trabajo.
Los condujeron al otro lado de la barrera. Allí empezaba un camino por el que se accedía al túnel. Ése era el territorio que les iban a confiar. Uniformes azulejos amarillos recubrían los desagües, coronados con orgullo por verdaderas tazas de váter. Les entregaron ropa de trabajo indescriptiblemente sucia, unas palas con tanta porquería pegada que daban miedo, y una carreta con la rueda a punto de salirse de su eje. Su misión era llenarla y transportar la carga hasta una fosa cercana que se adentraba en las profundidades. Y lo hicieron, envueltos en un monstruoso, inimaginable hedor, que se les metía dentro de la ropa, que se adhería a cada uno de sus cabellos desde la raíz hasta la punta, que les llegaba incluso debajo de la piel. Se convencieron de que el hedor se había adherido a su piel, de que durante el resto de su vida todo el mundo les tendría miedo y huiría incluso antes de verles.
El primer día que emplearon en aquella monótona tarea se les hizo tan largo que Artyom llegó a pensar que el turno que se les había asignado era infinito. Que estaban malditos, y que se verían atrapados por toda la eternidad en el ciclo de recoger con la pala, cargar en la carreta, empujar, de nuevo recoger, de nuevo empujar, vaciar y volver al punto de partida. No parecía que aquel trabajo pudiera tener fin. En todo momento acudían nuevos visitantes. Ni éstos, ni los guardias que se encontraban a la entrada de aquella zona, y también en el punto final de su ruta, junto a la fosa, ocultaban el rechazo que sentían por aquellos pobres forzados. Se alejaban de ellos, asqueados, se cubrían la nariz, o —con un poco más de tacto— contenían la respiración para no tener que aspirar cerca de Artyom o de Mark. Los gruesos guantes de algodón no impidieron que al final del día tuvieran las manos llenas de cortes. En ese momento, Artyom creyó haber comprendido la esencia del ser humano, así como el sentido de la vida: vio al ser humano como una compleja máquina destinada a la eliminación de alimentos y producción de mierda. Una máquina que funcionaba sin impedimento alguno durante la mayor parte de la vida, y cuya existencia no tenía sentido alguno, y es que por «sentido» se entendía un final. Su final era el propio proceso: consumir tanta comida como le fuera posible, procesarla y expulsar los excrementos, todo lo que quedara de las humeantes costillas de cerdo, los estofados de setas y las deliciosas tortas de harina. Los hombres que pasaban por allí se transformaron, a los ojos de Artyom, en máquinas sin rostro, que sólo servían para la destrucción de lo bello y lo provechoso, que sólo engendraban masa fétida e inútil. Se enfadaba con ellos, y los miraba con asco, igual que ellos lo miraban con asco a él.
Mark, en cambio, lo aguantaba todo con ademán estoico, y de vez en cuando intentaba animar a Artyom.
—No te pongas así. A mí ya me habían dicho que los comienzos como emigrante son siempre duros.
Lo peor de todo era que ni en el primer ni en el segundo día se les ofreció ninguna posibilidad de escapar. Los guardias estaban muy atentos. Aunque les hubiera bastado con dejar atrás la fosa y escapar por el túnel hasta Dobryninskaya, no tenían manera de hacerlo. Dormían en un cuarto adyacente, que de noche estaba cerrado por fuera. Y tanto de día como de noche había un vigilante en la cabina de cristal que se encontraba junto a la entrada a la estación.
Llegó el tercer día. Y el cuarto. El tiempo se arrastraba con la lentitud de una babosa, segundo a segundo, como una pesadilla que no hubiera de terminar jamás. Artyom se contentaba ya con el destino del marginado. Como si hubiera dejado de ser humano y se hubiera transformado en una criatura horrible, no sólo repugnante y asquerosa para los ojos ajenos, sino, también, obligada a mantenerse a distancia, como si esa fealdad del leproso hubiera podido contagiarse.
Al principio trazaba todavía planes de fuga, pero luego se hundió en el profundo abismo de la desesperación, y, al fin, cayó en una triste apatía. La razón se había retirado de su vida, se había encerrado en sí misma, había recogido las finas hebras de los sentimientos y percepciones, y se había acurrucado en un rincón de su consciencia. Artyom trabajaba por pura inercia. No hacía otra cosa que recoger con la pala, echar en la carretilla, empujar, volver a recoger con la pala, volver a empujar, vaciar y volver lo antes posible al punto de partida para volver a recoger con la pala. Sus sueños se volvían cada vez más absurdos. En ellos, caminaba como si hubiera estado despierto, caminaba sin cesar, recogía con la pala, empujaba y empujaba, recogía con la pala y caminaba.
Al final del quinto día, la carreta de Artyom tropezó con una pala que había quedado en el suelo, su contenido se desparramó, y el propio muchacho se cayó encima. Y, mientras se levantaba, de repente una luz se iluminó dentro de su cabeza, y, en vez de ir por un cubo de agua y un trapo, se puso a caminar, sin prisa alguna, hasta la salida del túnel. Se sentía tan asqueroso y repulsivo que su aura tendría que alejar por fuerza a cualquier otro ser humano. Y justo en aquel momento quiso el destino que el centinela que habitualmente le cerraba el paso en la boca del túnel no estuviera allí. Artyom no se paró ni por un instante a pensar que lo perseguirían. A ciegas, pero sin apenas tropezones, aceleró el paso, y al fin echó a correr. El entendimiento aún no había regresado a su cuerpo, seguía acurrucado, lleno de angustia, en su rincón. Artyom no oyó voces ni pisadas a sus espaldas. Tan sólo una dresina cargada, que iluminaba el camino con una débil linterna, se le acercó chirriando por detrás. Artyom se apretó contra la pared y la dejó pasar. Los hombres que se encontraban en la dresina no lo vieron, o no les pareció que tuvieran que prestarle atención. Pasaron de largo sin mirarle. No dijeron ni una sola palabra.
Llegó a pensar que la caída le había hecho invulnerable, y la apestosa salsa en la que estaba empapado, invisible. Este pensamiento le dio fuerzas, y poco a poco fue volviendo en sí. Había tenido suerte. Sin que se supiera cómo, en contra del más elemental sentido común, había logrado escapar de aquella estación del demonio… ¡y nadie le perseguía! Su situación era extraña, y maravillosa, pero tenía el presentimiento de que si trataba de reflexionar sobre lo que había ocurrido, si trataba de analizarlo con el frío escalpelo de la razón, la magia del instante se extinguiría, y la linterna de una patrulla lo iluminaría por detrás…
Al final del túnel había luz. Artyom moderó el paso, y tardó un minuto en llegar a la Dobryninskaya.
El guardia fronterizo se burló con un chiste sin gracia alguna —«¿Habéis llamado ya al fontanero?»— y le dejó pasar. Al mismo tiempo, se aventó con una mano y se tapó la boca con la otra.
Artyom tenía que seguir adelante, abandonar lo antes posible los dominios de la Hansa, antes de que los guardias se dieran cuenta de su ausencia, antes de que unas botas con remaches echaran a correr tras él, antes de que se oyeran disparos de advertencia y… tenía que ir más rápido.
Sin reparar en nada, con la mirada fija al suelo, Artyom se acercó a los puestos fronterizos de la Serpukhovskaya. Se daba cuenta del asco que inspiraba en la gente que le rodeaba, y de la repugnancia que sentían, incluso, al mirarle la piel. Había creado una especie de vacío en torno a sí, con el que habría podido abrirse paso incluso a través de una multitud. ¿Qué podría decir en la frontera? ¿Volverían a hacerle preguntas, le pedirían el pasaporte… qué tenía que contestarles?
Artyom llevaba la cabeza tan baja que el mentón le tocaba el pecho. No veía lo que sucedía a su alrededor. Sólo se fijaba en las losas de granito, limpias, oscuras, que pavimentaban el suelo. Siguió siempre adelante. Fascinado, aguardaba el momento en el que le gritarían la orden de detenerse. La frontera de la Hansa estaba cada vez más cerca. Ya… llegaba…
—¿Qué es esa mierda? —le gritó al oído una voz ahogada.
Había llegado el momento.
—Yo… esto… me he perdido… no soy de aquí… —murmuró Artyom. Él mismo no sabía si estaba tartamudeando por puro nerviosismo, o si representaba deliberadamente un papel.
—¡Lárgate de aquí, ¿me has oído?, animal apestoso! —La voz sonaba convincente, casi hipnótica. Artyom quería obedecerla.
—Pero es que yo… yo quería… —casi temía que su interpretación tuviera demasiado éxito.
La voz se oyó de nuevo, esta vez más alejada.
—¡En los dominios de la Hansa, la mendicidad está estrictamente prohibida!
Por fin, Artyom comprendió.
—Sólo un rato… tengo niños.
—¿Qué me dices ahora de unos niños? ¿Es que no te queda ni un gramo de decencia? —bramó el invisible guardián, encolerizado— ¡Popov, Lomako, venid aquí! ¡Quitadme de la vista a esta mierda humana!
Ni Popov ni Lomako quisieron ensuciarse las manos con Artyom, y por ello sólo le pusieron los cañones de sus armas en la espalda. El muchacho oyó de lejos los furiosos insultos del oficial. Le sonaron como la música de las esferas…
¡La Serpukhovskaya! ¡Había logrado dejar atrás la Hansa!
Por fin levantó los ojos, pero, al ver la mirada de todos cuantos le rodeaban, los volvió a bajar. No se encontraba ya en el cuidado territorio de la Hansa, sino que se estaba adentrando de nuevo en el manicomio sucio y miserable que se extendía por la mayor parte de la red de metro. Pero Artyom era demasiado nauseabundo incluso para aquello. La armadura mágica que le había protegido a lo largo de su camino, que le había vuelto invisible, que había logrado que todo el mundo se apartara del fugitivo y no se fijase en él, que le había permitido pasar de largo ante guardias y centinelas, se había transformado de nuevo en una costra maloliente.
Y entonces, tan pronto como hubo acabado de saborear este primer triunfo, desapareció de su cuerpo aquel vigor extraño, aparentemente prestado, con el que se había mantenido en pie desde la Paveletskaya hasta la Dobryninskaya. Había vuelto a quedarse solo consigo mismo, hambriento, muerto de cansancio, sin nada, envuelto en una fetidez intolerable, con las carnes aún doloridas por los golpes que había recibido una semana antes.
Incluso los indigentes recostados en la pared, a cuyo lado se sentó —porque no tenía ya sentido guardar las distancias— se arrastraban un poco más allá murmurando palabrotas. El muchacho se abrazó a sí mismo para darse calor, cerró los ojos y se quedó allí largo rato, sin pensar en nada, hasta que el sueño lo derrotó.
Artyom caminaba por un túnel sin fin. Era más largo que todos los que había recorrido hasta entonces, todos juntos. El túnel hacía curvas, subía y bajaba, y no era posible en ningún momento ver a más de diez pasos por delante. Tampoco quería detenerse, y por ello el camino se le presentaba cada vez más difícil. Los pies le sangraban y le dolían, y también le dolía la espalda, y cada paso era una victoria. Pero, mientras le quedara esperanza en que el final estaba cerca —quizá detrás del siguiente recodo—, Artyom sería capaz de encontrar fuerzas dentro de sí. De repente, sin embargo, le asaltó una idea sencilla, pero terrible: ¿Y si se encontrara con que aquel túnel no tenía salida? ¿Y si el túnel se cerraba sobre sí mismo y su viaje terminaba en el punto de partida? ¿Y si alguna criatura invisible y todopoderosa le había introducido en aquel laberinto, cual rata nerviosa, para que se arrastrara por allí hasta que no le quedaran fuerzas y muriera? ¿Y si todo aquello no tenía ningún sentido, ni objetivo, salvo la simple diversión? Una rata en un laberinto. Un hámster en una noria. Pero —pensó entonces—, si el camino no iba a llevarle hasta la salida, ¿no podía ser que la clave de la libertad se cifrara en poner fin a aquel absurdo movimiento? Se sentó sobre las traviesas, pero no por cansancio, sino porque el camino había terminado. Entonces desaparecieron las paredes, y pensó: «Para llegar a tu objetivo, para poner fin al viaje, tienes que dejar de caminar». Y entonces este pensamiento se desdibujó…
Se despertó con inexplicable inquietud. Al principio no entendió lo que ocurría. Luego, paso a paso, fue recordando varias partes de su sueño y, con todos los fragmentos, trató de reconstruir el puzle. Pero las piezas no encajaban, no lograba mantenerlas unidas. No tenía fuerzas para ensamblarlas de la manera adecuada. Le faltaba la idea que daba sentido al conjunto, y que le había asaltado mientras soñaba; el núcleo; la pieza cordial de su visión, que era la que le otorgaba significado. Sin la idea, no le quedaba nada más que los jirones de un lienzo. Con la idea, en cambio, aparecía una imagen majestuosa, preñada de un mágico sentido, y se le abrían horizontes infinitos. Artyom se mordió el puño, se agarró con las manos embadurnadas una cabeza igualmente embadurnada, sus labios murmuraron una frase sin sentido. Los transeúntes le miraron con miedo y con hostilidad. Pero la idea no quería regresar. Por ello, trató de reconstruirla, lentamente, con precaución, a partir de sus recuerdos fragmentarios, como si hubiera querido sacar tirando de un solo cabello a un hombre hundido en el lodo. Y entonces —¡oh, maravilla!— logró capturar una de las imágenes, y de pronto recordó la idea, en la forma original en la que había resonado en su sueño.
«Para poner fin al viaje, tienes que dejar de caminar.»
Pero, con todo, a la intensa luz de su conciencia ya despierta, aquella idea le pareció banal y absurda. Para poner fin al viaje, ¿tenía que dejar de caminar? ¡Sí, claro! Si dejaba de caminar, el viaje habría terminado. ¿Se le podía ocurrir algo más sencillo? Pero ¿acaso era aquélla la solución?
—¡Amado hermano! ¡Tienes porquería en el cuerpo y en el alma!
La voz había sonado sobre su cabeza, tan inopinadamente, que la idea recuperada y el amargo sentimiento de decepción se desvanecieron. No pensó que se refirieran a él, porque ya se había acostumbrado a que todas las personas con las que se iba encontrando le rehuyeran.
—Nosotros acogemos a todos los huérfanos y los pobres —siguió diciendo aquella voz. Era tan suave, tan tranquilizadora, tan gentil, que Artyom se arriesgó a mirar a izquierda y derecha, para averiguar a quién le estaban hablando.
Pero no había ninguna otra persona. Así pues, le estaban hablando a él. Artyom levantó lentamente la cabeza y descubrió los ojos de un hombre pequeño, sonriente, envuelto en una amplia vestidura, de cabello rubio oscuro y mejillas sonrosadas, que le tendía amigablemente la mano.
«¿Por qué no se asusta como los demás?», se preguntó. «¿Por qué me ha hablado, si todos los demás se alejan de mí tanto como pueden?»
—Voy a ayudarte, hermano —siguió diciendo el hombre de mejillas sonrosadas—. Mis hermanos y yo te daremos cobijo, y nuevas fuerzas para tu alma.
Artyom asintió pero su interlocutor se dio por satisfecho.
—Entonces, te llevaré a la Atalaya, querido hermano —le dijo el hombre con voz cantarina. Tomó a Artyom de la mano y se lo llevó.