«Ahorcado», concluyó el comandante. La multitud estalló en aplausos, sin compasión alguna, presa del delirio.
Artyom levantó trabajosamente la cabeza y miró alrededor. Sólo pudo abrir un ojo. El otro estaba demasiado hinchado: los torturadores habían hecho bien su trabajo. Tampoco oía bien. Los sonidos le llegaban como a través de una densa cortina de agua.
¡Una vez más, ese mármol blanco y brillante que tanto odiaba! Del techo colgaban gigantescas arañas de hierro. En otro tiempo debían de haber sido lámparas eléctricas, pero ahora se empleaban velas de sebo, y el techo estaba cubierto de hollín. Sólo ardían dos de las arañas: una que se encontraba al final de la estación, junto a una escalera que subía, y otra que estaba cerca del propio Artyom, en el centro de la sala, sobre los escalones que conducían al pasillo lateral por el que se accedía a la otra línea.
Largas arcadas, columnas apenas visibles, una amplia sala… ¿qué clase de estación podía ser aquélla?
El gordo que se encontraba al lado del comandante precisó:
—La ejecución tendrá lugar mañana por la mañana, a las cinco, en la estación Tverskaya.
Al igual que su superior, tampoco vestía el uniforme de camuflaje de color verde, sino otro de color negro con botones amarillos relucientes. Los dos se cubrían con boinas pequeñas y negras.
Por todas partes se veían águilas y cruces gamadas de tres ganchos pintadas sobre la pared. Se leían también consignas y eslóganes escritos con esmero en letras góticas. Los ojos de Artyom apenas si lograban precisar sus contornos. Trató de concentrarse y leyó: ¡EL METRO PARA LOS RUSOS!, ¡NEGROS A LA SUPERFICIE!, ¡MUERTE A LOS COMEDORES DE RATAS! También se encontraban lemas de contenido más abstracto, como: ¡ADELANTE, HACIA LA ÚLTIMA BATALLA POR LA GRANDEZA DEL PUEBLO RUSO!, y ¡POR EL FUEGO Y POR LA ESPADA DEFENDEMOS UN ORDEN RUSO EN EL METRO! Y también alguna frase sobre Hitler, escrita en alemán, así como un eslogan relativamente normal: ¡UNA MENTE SANA EN UN CUERPO SANO! Lo que más impresionó a Artyom fue el lema que se leía bajo el artístico retrato de un guerrero de barbilla prominente, acompañado por una impresionante mujer. Los habían pintado a ambos de perfil, con lo que el hombre ocultaba en parte a su compañera de lucha. El lema rezaba: ¡TODOS LOS HOMBRES SON SOLDADOS, TODAS LAS MUJERES SON MADRES DE SOLDADOS!
Las inscripciones y dibujos interesaban a Artyom mucho más que las palabras del comandante.
Frente a él, detrás de una barrera, se encontraba un ruidoso grupo de personas. No es que se hubieran reunido muchos. Vestían de manera discreta. La mayoría llevaba chaquetas forradas de algodón, o ropa de trabajo sucia. No vio a casi ninguna mujer. Si aquella imagen se correspondía con la realidad, no tardarían en quedarse sin soldados. Artyom dejó caer la cabeza sobre el pecho. No le quedaban fuerzas para mantenerla erguida. Si los dos aguerridos guardias no le hubieran sostenido por ambos brazos, se habría desplomado.
Una vez más, sintió náuseas. La cabeza le daba vueltas. No le quedaban fuerzas ni siquiera para la ironía. Lo único que le daba miedo a Artyom era la posibilidad de vomitar delante de todo el mundo. Aquella sorda indiferencia frente a lo que le pudiera ocurrir se había desarrollado poco a poco. En aquel momento sólo sentía un interés relativo por todo cuanto le rodeaba. Era como si lo que le ocurría no pudiera afectarle, sino que lo estuviera leyendo en un libro. El destino del protagonista le interesaba, por supuesto, pero, cuando al final muriese, Artyom iría al estante y cogería otro libro, quizás uno con final feliz.
Primero, lo golpearon a conciencia y después lo interrogaron. Todo esto tenía lugar en una habitación con un revestimiento de azulejos amarillos. Así era más fácil lavar la sangre. Sin embargo, el olor no se eliminaba con la misma facilidad, aun cuando se ventilara durante largo rato.
Se le había ordenado que llamara siempre «señor comandante» al hombre que dirigía el interrogatorio, un hombre de cabello castaño claro, peinado con elegancia, y de finos rasgos. Tampoco podía: hacer preguntas, tan sólo contestarlas. Debía: responder a las preguntas con exactitud, brevedad, yendo siempre al grano. Las indicaciones «brevedad» e «ir al grano» se las habían dado como dos aclaraciones sucesivas. Mientras Artyom llevaba un buen rato preguntándose cómo era posible que todos sus dientes siguieran en su sitio. En realidad, algunos ya se le movían, y había dejado de sentir el sabor de la sangre. Al principio había tratado de defenderse, pero supieron darle a entender que sería preferible que no lo hiciera. Luego intentó permanecer en silencio, pero enseguida captó que aquélla tampoco era la actitud adecuada. Le dolía todo. Era extraño lo que sentía al recibir los golpes de aquel hombre fuerte y brutal: no ya dolor, sino una especie de huracán que arrasaba todos sus pensamientos y fragmentaba las sensaciones en mil añicos. El verdadero sufrimiento no llegó hasta más tarde.
Artyom tardó algún tiempo en darse cuenta de cómo funcionaba aquello. En realidad, era bastante sencillo: cuando el señor comandante le preguntaba si alguien le había enviado desde Kuznetsky Most, tenía que asentir con la cabeza. No necesitaba muchas fuerzas para hacerlo, y entonces el señor comandante no arrugaba con tanta irritación su impecable nariz eslava, y los ayudantes de este tampoco le hacían daño. Si el señor comandante sospechaba que Artyom había ido allí para distribuir propaganda y perpetrar actos de sabotaje —por ejemplo, un atentado contra los gobernantes del Reich, o quizá contra la propia persona del señor comandante—, sólo tenía que asentir una vez más con la cabeza, para que así el torturador, satisfecho, se frotara las manos, y le dejara un ojo intacto. Pero no se trataba de asentir en todo momento. Si Artyom lo hacía en el momento equivocado, su interlocutor se enfadaba. Fue en una de esas ocasiones cuando uno de los esbirros trató de romperle una costilla. Tras una hora y media de relajada conversación, Artyom no se sentía el cuerpo, veía mal, apenas oía y no se enteraba prácticamente de nada. Había estado a punto de desmayarse varias veces, pero lo habrían despertado con agua helada y sales.
Finalmente llegaron a la conclusión de que se trataba de un espía y saboteador enemigo que había tratado de clavarle una puñalada por la espalda al Reich. Sus objetivos eran derribar al Gobierno, promover el caos y preparar una invasión enemiga. Su meta final era la creación de un régimen caucásico-sionista enemigo del pueblo que reinara sobre la totalidad de la red de Metro. Aun cuando Artyom no entendiera casi nada sobre política, le pareció que merecía la pena luchar por aquel objetivo, y así lo confesó. Quizá fuera por eso por lo que conservó los dientes. Cuando hubieron quedado claros los últimos detalles de la conjura, dejaron que se desmayara.
Despertó cuando el comandante estaba leyendo la sentencia. Apenas hubieron cumplido con las últimas formalidades y se hubo informado al público de la fecha oficial de su ejecución, le pusieron al condenado una especie de capucha que le cubría parte del rostro y le impedía ver bien. Artyom no podía orientarse ya de ninguna manera, y por ello se sintió más asfixiado todavía. Se resistió durante un minuto escaso, y finalmente se rindió. Encogió el cuerpo y vomitó sobre sus propias botas. Los guardias dieron un prudente paso hacia atrás, y el furibundo público se entregó al griterío. Artyom pasó un instante de vergüenza, pero luego se dio cuenta de que la cabeza se le iba y de que las rodillas cedían, privadas de toda fuerza.
Una mano fuerte le sujetó por el mentón, y oyó, como en casi todos sus sueños, una voz familiar:
—Vamos, Artyom. Esto ya ha pasado. Todo irá bien. Ponte en pie.
Pero a Artyom le fallaban las fuerzas. No se veía capaz de levantar la cabeza.
Estaba muy oscuro. Debía de ser la capucha. Pero ¿cómo iba a poder enderezarse, si tenía las manos atadas a la espalda? Sin embargo, tenía que hacerlo, porque debía saber si en verdad era ése el hombre que creía tener delante, o si todo era una ilusión.
—La capucha… —balbució Artyom, con la esperanza de que el otro le entendiera. La cortina negra que tenía ante los ojos desapareció, y Artyom se encontró con que enfrente de él estaba Hunter.
No había cambiado nada desde la última vez que Artyom lo había visto, hacía mucho tiempo, media eternidad. Pero ¿cómo había llegado hasta allí? El muchacho, fatigado, giró la cabeza y miró lo que tenía alrededor. Se vio en la misma estación en la que se había leído su sentencia. Estaba rodeado de cadáveres. Un par de velas seguían ardiendo en una de las arañas, la otra se había apagado. Hunter sostenía con la mano la gigantesca Stechkin con el silenciador atornillado y la mira de rayo láser que en otro tiempo había impresionado tanto a Artyom.
Miró solícitamente al muchacho.
—¿Cómo te encuentras? ¿Puedes andar?
—Sí —le respondió Artyom con orgullo, pero en ese momento era otra cosa lo que le interesaba—: ¿Está usted vivo? ¿Todo ha salido bien?
Hunter le sonrió, fatigado.
—Ya ves que sí. Gracias por tu ayuda.
Artyom negó con la cabeza. Estaba ardiendo de vergüenza.
—He fracasado.
—Has hecho lo que podías —Hunter le tranquilizó con unas palmadas en la espalda.
—¿Y cómo están las cosas en casa? ¿Cómo está la VDNKh?
—Todo está en orden, Artyom. Eso ya ha pasado. Logré cerrar la entrada. Los Negros no podrán volver a entrar en el Metro. Nos hemos salvado. Ven conmigo.
—¿Y qué ha sucedido aquí? —Artyom constató, aterrado, que casi toda la sala estaba repleta de cadáveres. Apenas si se oía nada, aparte de las voces de ellos dos.
Hunter le miró a los ojos.
—Esto no significa nada. No pienses más en ellos.
Tomó el talego del que sobresalía la ametralladora, todavía humeante. En la pistolera ya no le quedaban cartuchos.
Entonces, el cazador se puso en marcha, y a Artyom no le quedó otra opción que seguirlo. Al mirar en torno a él, descubrió algo nuevo: algunas siluetas oscuras colgaban del paso elevado sobre las vías.
Hunter se marchó en silencio, a grandes zancadas, como si hubiera olvidado que Artyom a duras penas se tenía en pie. Por mucho que se esforzara este último, la distancia entre ambos crecía más y más, y Artyom llegó a temer que el cazador desapareciese y le abandonara en aquella terrible estación, con el suelo cubierto de sangre oscura y resbaladiza. «¿De verdad que merecía la pena todo esto por salvarme a mí?», se preguntaba Artyom. «¿De verdad que mi vida vale tanto como todas estas otras vidas juntas?» Por supuesto que estaba contento porque lo hubieran salvado. Pero todas aquellas personas que yacían a su alrededor como sacos de patatas, unos encima de otros, congelados para siempre con el gesto que tenían cuando la bala de Hunter los alcanzó… ¿Habían muerto tan sólo para que él pudiera vivir? Hunter había realizado aquella transacción con la misma ligereza con que los jugadores de ajedrez sacrifican un par de piezas secundarias para salvar a las más importantes. Era un jugador, y su tablero era la totalidad de la red de metro… y todas las piezas le pertenecían, porque jugaba contra sí mismo. ¿Pero era posible que Artyom fuese una pieza tan importante como para que alguien sacrificara a tantas otras por él? Desde aquel momento, la sangre derramada sobre el frío granito latió en sus venas. Él se la había bebido, la había tomado de los otros, para prolongar su propia vida. Su vida, que no recobraría jamás su anterior calidez.
Se obligó a caminar más rápido para dar alcance a Hunter y preguntarle si, en adelante, las hogueras más cálidas iban a ser frías, tan frías como una tempestuosa noche de invierno en una parada desierta. Pero Hunter le había dejado muy atrás. Quizá fuera porque el cazador corría a cuatro patas, y tenía rostro de animal. Sus movimientos tenían un desagradable parecido con los de… ¿un perro? No, más bien con los de… una rata. ¡Dios mío! Una terrible sospecha asaltó a Artyom. Él mismo se aterrorizó de sus palabras, que parecieron escapársele por sí solas de los labios:
—¿Es usted… una rata?
—No —bramó el otro en respuesta—. La rata eres tú. ¡Eres una rata cobarde!
—¡Una rata cobarde! —le repitió alguien directamente al oído, y carraspeó ruidosamente.
Artyom negó con la cabeza, y al instante se lamentó de haberlo hecho: el dolor sordo y lacerante que venía sintiendo se intensificó con el brusco movimiento. El muchacho sintió que la cabeza le iba a estallar. Artyom perdió todo dominio sobre su propio cuerpo, cayó de bruces, y su frente ardorosa se estrelló contra el frío acero. La superficie estaba estriada y ejercía una desagradable presión sobre los huesos del cráneo, pero la carne enfebrecida se enfrió, y Artyom esperó durante un rato en aquella posición, incapaz de tomar una decisión. Una vez se le hubo acabado el aliento, se arriesgó, con cautela, a abrir el ojo izquierdo.
Se sentó en el suelo, con la cara apoyada contra una reja que subía hasta el techo. La reja cerraba por ambos lados el reducido espacio que quedaba bajo uno de los arcos bajos y estrechos que flanqueaban una estación. Estaba de cara al vestíbulo. A sus espaldas se encontraba uno de los andenes. El resto de los arcos —tanto los que tenía enfrente como los que estaban en su propio lado— se habían transformado en celdas, y en cada una de éstas había un par de personas sentadas. Aquella estación era lo contrario de la otra en la que le habían condenado a muerte. En esta última reinaba cierta elegancia, la estación era agradable, estaba bien aireada, y tenía mucho espacio. Sus columnas eran esbeltas, y los arcos que éstas sostenían, por el contrario, elevados y anchos. A pesar de la mala iluminación, y de las paredes pintarrajeadas, recordaba a un salón para banquetes. Pero la estación en la que se encontraba en aquel momento transmitía únicamente desconsuelo y opresión: tanto por el techo bajo, abovedado como un túnel, poco más alto que un hombre, como por los toscos y enormes bloques que hacían las veces de columnas, y que eran más anchos que los espacios intermedios. Dichos bloques prolongaban el perfil abovedado del techo, y era en la juntura entre ambos donde se habían soldado gruesos barrotes de hierro reforzado. El techo era tan bajo que Artyom habría podido tocarlo con las manos. Pero las tenía atadas a la espalda con alambre.
Artyom compartía su pequeña celda con otros dos prisioneros. Uno de ellos yacía sobre el suelo, con el rostro hundido en un montón de andrajos, y de vez en cuando emitía un breve y sordo gemido. El otro, un hombre de ojos negros, sin afeitar, con el cabello castaño, estaba sentado, con la espalda apoyada en la pared de mármol, y observaba a Artyom con vivo interés.
Afuera deambulaban dos hombres fornidos, ataviados con sendos uniformes de camuflaje, y la ya familiar boina negra en la cabeza. Uno de ellos llevaba un gigantesco perro sujeto con una correa medio enrollada en la mano, y de vez en cuando lo reñía. Debían de ser ellos quienes habían despertado a Artyom.
Todo había sido un sueño. Un sueño. Lo iban a ahorcar.
Artyom miró de reojo al moreno.
—¿Qué hora es? —dijo con la lengua hinchada.
—Las nueve y media —le respondió el otro. Hablaba el mismo dialecto gutural que Artyom había oído en la Kitay-gorod—. Anochece.
Las nueve y media. Faltaban dos horas y media hasta las doce. Y luego cinco hasta… hasta que se procediera. Siete horas y media. No. Mientras Artyom reflexionaba y calculaba, había pasado ya una parte de ese tiempo.
Antaño había tratado de imaginarse lo que podía sentir un condenado a muerte en la noche previa a la ejecución. Qué podía pensar. ¿Miedo? ¿Odio contra el verdugo? ¿Arrepentimiento?
Él sólo sentía un vacío. El corazón le latía con fuerza, sentía un pálpito en las sienes, y la boca se le llenaba de sangre una y otra vez. Sabía a hierro húmedo y herrumbroso. ¿O sería que el metal húmedo olía a sangre fresca?
Lo iban a ahorcar. Iban a matarlo. Dejaría de existir. No conseguía hacerse a la idea. No conseguía imaginárselo.
Todo el mundo sabe que la muerte es inevitable. En el Metro, la muerte era una presencia cotidiana, pero, también allí, todo el mundo pensaba que no le llegaría a uno mismo, que las balas atravesarían a otro, que la enfermedad no acudiría. Y la vejez estaba tan lejos, que un muchacho como Artyom no pensaba en ella. Al cabo, no hay nadie que pueda instalarse en la conciencia permanente de su propia mortalidad. Todo el mundo tenía que olvidarla, y, si a uno le asaltaban esos pensamientos, había que expulsarlos, había que sofocarlos, para que no echaran raíces, para que no crecieran, para que sus venenosas esporas no transformaran la vida en un infierno. No estaba permitido pensar en que la muerte era inevitable, porque entonces se corría el riesgo de perder la razón. Había una sola cosa que protegiera al hombre de la locura: la incertidumbre. La vida de un condenado a muerte, que sabe que al cabo de un año será ejecutado, la vida de un enfermo terminal, a quien los médicos han comunicado ya cuánto tiempo le queda, se diferencian de la de un hombre normal en un único aspecto: los unos saben más o menos cuándo van a morir, mientras que los otros permanecen en la incertidumbre, y por ello creen que podrían vivir para siempre, aunque no se pueda descartar la posibilidad de morir al cabo de un día en un accidente. No es la muerte lo que es terrible. Lo terrible es esperarla.
Al cabo de siete horas.
¿Cómo lo harían? Artyom no tenía una idea muy clara de cómo podía ser un ahorcamiento. En su estación habían fusilado una vez a un traidor, pero en aquella época Artyom era muy pequeño todavía y apenas si había pensado en ello. Además, en la VDNKh las ejecuciones no eran públicas.
Probablemente lo colgarían del cuello al extremo de una cuerda y lo subirían hasta el techo, o le pondrían un taburete bajo los pies… no, no debía pensar en ello.
Tenía sed.
Con gran esfuerzo, logró pulsar un conmutador herrumbroso, y la vagoneta de sus pensamientos se encaminó hacia otra vía. Hacia el oficial al que había matado. Su primer asesinato. Vio de nuevo cómo las balas invisibles se hundían en el amplio pecho atravesado por la correa, y cómo cada una de ellas dejaba un agujero negro que al instante se llenaba de sangre. No sentía ningún remordimiento, y se sorprendió de ello. En cierta ocasión había leído que todos y cada uno de los asesinados pesan sobre la conciencia del asesino, se le aparecen en sueños, lo persiguen hasta su edad avanzada y atraen sus pensamientos como un imán. Era evidente que aquello no se le podía aplicar a él. Ninguna compasión. Ningún arrepentimiento. Tan sólo triste satisfacción. Artyom estaba seguro: si algún día se le aparecía su víctima en sueños, prescindiría de ella con total indiferencia, y la aparición desaparecería sin dejar rastro. ¿Y en la vejez? Ah, no llegaría a viejo.
Una vez más había pasado el tiempo. Seguramente lo pondrían sobre un taburete… no. Ya que le quedaba muy poco tiempo de vida, tenía que pensar en algo importante, algo a lo que nunca hubiera dedicado el tiempo necesario, que siempre hubiera aplazado. Algo en lo que se hubiera equivocado durante toda su vida, y que haría de una manera distinta si se le daba la oportunidad… no, no habría otra vida, y eso no podía cambiarse. A lo sumo: Cuando el oficial disparó a la cabeza de Vaneshka, ¿habría sido preferible no empuñar el arma, sino quedarse a un lado? No. No habría servido para nada. A Vaneshka y a Mikhail Porfiryevich no habría podido expulsarlos jamás de sus sueños… ¿Y qué había sido del anciano? ¡Diablos, lo que habría dado por un trago de agua!
Primero lo sacarían de la celda. Si tenía suerte, lo llevarían por el pasillo hasta la otra estación. Eso duraría algún tiempo. Si no volvían a ponerle la maldita capucha, aún podría ver algo aparte de las malditas rejas y de la inacabable hilera de celdas… Artyom se levantó de un salto, miró a sus vecinos y abrió su boca reseca.
—¿En qué estación nos encontramos?
—En la Tverskaya —le respondió el hombre—. Oye, ¿y por qué estás aquí?
—He matado a un oficial —dijo lentamente Artyom. Le costaba hablar.
—Ah… —El moreno asintió a modo de aprobación—. ¿Y ahora tendrás que ir al patíbulo?
Artyom se encogió de hombros, se volvió y se recostó nuevamente en la reja.
Su vecino asintió una vez más.
—Está claro que sí.
Sí, estaba claro que sí. Muy pronto. Y allí mismo. Nadie se lo iba a llevar a otra parte…
Algo para beber. Para quitarse de la boca el sabor a óxido, para humedecer su garganta reseca. Así quizás habría podido hablar durante más de un minuto. En la celda no había agua, en su otro extremo había tan sólo un balde de latón que olía mal. ¿Y si preguntaba a los guardias? ¿Y si resulta que se les hacía algún tipo de concesiones a los condenados a muerte? Si tan sólo hubiera podido sacar la mano por entre los barrotes para hacerles señas… Pero tenía las manos atadas a la espalda, el alambre se le clavaba en las muñecas, tenía las manos hinchadas e insensibles. Trató de gritar, pero tan sólo consiguió emitir un cloqueo, que terminó en un espantoso ataque de tos.
Sin embargo, los guardias advirtieron que estaba tratando de llamarles y se acercaron a la celda.
—La rata se ha despertado —dijo, burlón, el que llevaba el perro.
Artyom echó la cabeza hacia atrás para poder mirarle a la cara y susurró con voz enronquecida:
—Beber. Agua.
—¿Beber? —El hombre que llevaba al perro parecía sorprendido—. Pero ¿para qué? De todos modos te vamos a ahorcar. No. No vamos a malgastar agua en ti. A ver si así te mueres antes.
Artyom, fatigado, cerró los ojos. Sin embargo, los guardias de la prisión tenían ganas de seguir hablando. El otro vigilante le preguntó:
—¿Has comprendido de quién es el cadáver que pesa sobre tu conciencia, cerdo asqueroso? ¡Y eso que eres ruso! Por culpa de gilipollas como tú que apuñalan por la espalda a los suyos, será gentuza como ésa —y señaló con la cabeza a su compañero de celda, que se había retirado hasta el fondo— quienes pronto invadan el Metro entero y nos dejen a los rusos sin aire para respirar.
El moreno cerró los ojos. Artyom sólo atinó a encogerse de hombros.
—Pero ya se cargaron al engendro idiota —añadió el primero de los guardias—. Sidorov decía que medio túnel ha quedado manchado de sangre. ¡Ya les vale! ¡Chusma es lo que son! A gente como ésta hay que aniquilarla. Son ellos los que destruyen nuestra… esto, como se llamaba aquello… ah, sí, nuestra herencia genética. También se han cargado al abuelo.
Artyom sollozó. Había tenido miedo desde el principio, pero siempre con la esperanza de que no hubieran matado a Mikhail Porfiryevich, y de que éste se hallara en una de las celdas vecinas. Desesperado, preguntó:
—¿Cómo?
—Pues muy sencillo. La ha diñado él solo. Los muchachos le han sacado brillo a la dentadura, pero es él quien la ha espichado.
El encargado del perro parecía muy satisfecho.
Artyom, por el contrario, sintió que se le desgarraba el corazón. «Los linajes mueren, y tú, igual que ellos, vas a morir…» Se acordó de que Mikhail Porfiryevich se había olvidado de lo que ocurría a su alrededor y se había detenido en el túnel, había pasado las páginas de su libreta de notas y, conmovido, había repetido estas últimas líneas. ¿Qué decía luego? La fama que por sus hechos deja el muerto. No, el poeta se equivocaba. Las gestas heroicas no perduraban. Nada perduraba.
Se acordó de la nostalgia que Mikhail Porfiryevich había sentido por su apartamento, y sobre todo por su cama. Luego sus pensamientos fluyeron más lentamente, hasta que por fin se helaron y quedaron inmóviles. Una vez más apretó la frente contra la reja y miró estúpidamente el brazalete de uno de los dos guardias. Una cruz gamada con tres ganchos. Extraño símbolo. Como una estrella, o una araña mutilada.
—¿Por qué tiene sólo tres ganchos? —preguntó— ¿Por qué sólo tres?
Tuvo que señalarles el brazalete con un gesto de la cabeza para que los dos guardias supieran de qué les estaba hablando.
—¿Pues cuántos quieres que tenga? —le dijo el del perro, irritado—. Un gancho para cada estación, idiota. Como símbolo de unidad. ¡Y cuando por fin conquistemos la Polis, entonces se les añadirá el cuarto!
—Eso mismo —gruñó el segundo—. Es un viejo símbolo eslavo. Se llama rueda solar. Los boches nos lo copiaron. ¡Representa las estaciones!
—Pero si ya no tenemos Sol… —siguió discutiendo Artyom. Sintió como si de nuevo un velo le cubriera los ojos, como si el significado de la palabra se le escapara y el propio muchacho cayera en la oscuridad.
—Bueno, ya basta. Ése no sabe ni lo que dice —añadió el del perro, satisfecho—. Vamos, Senya, con ése no merece la pena ni hablar.
Artyom se quedó medio inconsciente. Su inconsciencia se veía interrumpida tan sólo, de vez en cuando, por imágenes indistintas que sabían y olían a sangre. Con todo, sintió gratitud. Sus facultades intelectuales estaban fuera de juego, y eso impedía que su entendimiento cayera en la autocompasión, y en la melancolía.
—Eh, hermano. —Su compañero de celda le sacudió el hombro—. Duermes demasiado.
Exhausto, como si hubiera tenido un peso de hierro sobre los pies, Artyom emergió de los abismos de su conciencia. La realidad no se le presentó de pronto, se le fue apareciendo poco a poco, con perfiles difusos, como una película durante el revelado. Masculló:
—¿Qué hora es?
—Son las cuatro menos diez.
Las cuatro menos diez. Cuarenta minutos más tarde se lo iban a llevar. Y al cabo de una hora y diez minutos… de una hora y diez minutos… una hora y nueve minutos… una hora y ocho minutos…
—¿Cómo te llamas? —le preguntó su vecino.
—Artyom.
—Y yo, Ruslan. Mi hermano se llamaba Ahmed. Ésos le pegaron un tiro. Pero no saben lo que van a hacer conmigo. Tengo nombre ruso, y no quieren equivocarse.
El hombre de ojos oscuros estaba visiblemente contento de haber encontrado, por fin, un tema de conversación.
—¿De dónde eres? —No es que Artyom estuviera muy interesado en saberlo. Pero la charla de aquel hombre le ayudaba a distraerse y a no tener que pensar en otras cosas. Ni en la VDNKh, ni en su misión. Y tampoco en lo que iba a ocurrir con el Metro. En nada.
__ Procedo de la Kievskaya. ¿Sabes dónde está? La llamamos Kievskaya la soleada. —Ruslan sonrió. Una hilera de dientes blancos quedó a la vista—. Allí viven muchos de los nuestros. Casi todos. Mi mujer sigue allí con nuestros tres hijos. ¿Sabes una cosa?, ¡el mayor de los tres tiene seis dedos en una mano!
Beber. Tan sólo un trago. Habría bebido aunque fuera agua caliente. En aquellos momentos le habría venido bien. Aunque no estuviera filtrada. Daba igual. Tan sólo un trago. Y luego olvidar de nuevo hasta que los verdugos vinieran a buscarlo. Para que su cabeza quedara vacía de nuevo y no le importase nada. Para que dentro de su cabeza dejara de dar vueltas, de dolerle, de retumbar, la idea de que había cometido un error. De que no había tenido derecho a hacer aquello. De que habría tenido que marcharse. Darse la vuelta. Dejar de escuchar. Seguir adelante. Hacia la Chekhovskaya. Y una vez allí le habría faltado sólo un túnel. Habría sido muy sencillo. Un túnel, y lo habría conseguido, habría llevado a cabo la misión. Y habría seguido viviendo…
Beber. Tenía las manos tan hinchadas que ya no las sentía.
¡Cuán fácil es la muerte de los que creen en algo! De los que están convencidos de que la muerte no es el fin. De los que dividen el mundo en blanco y negro, y saben con exactitud qué es lo que hay que hacer, y llevan en la mano las antorchas de la ideología o de la fe. La muerte de los que no dudan de nada, ni se lamentan de nada. Personas como ésas mueren con el corazón ligero. Mueren con una sonrisa en los labios.
—¡Antiguamente teníamos fruta! ¡Y qué grande era! Y qué bellas flores. Yo se las ofrecía a las muchachas, y ellas me sonreían. —Las palabras llegaron a oídos de Artyom, pero no consiguieron que se diera la vuelta.
Se oyeron pasos a un extremo de la sala. El corazón de Artyom se encogió, se transformó en un pequeño coágulo que palpitaba intranquilo. ¿Venían a buscarle? ¿Ya? Había pensado que tardarían todavía otros cuarenta minutos. ¿O quizá le había engañado el imbécil aquel? No, era más bien…
Ante sus ojos se detuvieron tres pares de botas. Quedaban medio cubiertos, dos de ellos, por sendos pantalones de camuflaje, y el otro par por unos pantalones negros. El cerrojo chirrió, y Artyom se levantó, apenas a tiempo para no caerse al suelo cuando retrocedió la reja.
—Ponedlo en pie —bramó una voz chillona.
Lo agarraron al instante por las axilas, y fue como si volara hasta el techo.
—¡Ve con la cabeza bien alta! —le gritó Ruslan mientras se lo llevaban.
Dos de sus acompañantes eran policías militares. El tercero, el del uniforme negro, se cubría la cabeza con una boina pequeña, y lucía un mostacho muy tieso y unos ojos lagrimosos, de color azul claro. «Sígueme», le ordenó, y los otros dos se pusieron a arrastrar a Artyom hacia el otro extremo del andén.
El muchacho trató de caminar solo, porque no quería que lo llevaran como a un muñeco. Si tenía que despedirse de la vida, lo haría con dignidad. Pero las piernas no le obedecían. Se le doblaron, y Artyom cayó torpemente al suelo.
Las celdas no iban de un extremo al otro de la estación, sino que terminaban poco antes de la mitad, en el lugar donde las escaleras mecánicas llevaban hacia abajo. Allí, en la penumbra, ardían antorchas que arrojaban lúgubres destellos purpúreos sobre la pared, y se oían gemidos de dolor. Por un instante, Artyom creyó que aquello era el infierno, y sintió alivio al ver que pasaban de largo. Desde la última de las celdas, alguien le gritó: «¡Adiós, camarada!», pero no le prestó atención. Le parecía ver un vaso de agua que danzaba ante sus ojos.
En la pared de enfrente había un puesto de vigilancia, compuesto de una mesa de tosca factura con dos sillas, y de otro ejemplar, iluminado, del signo de prohibición que Artyom ya conocía. No se veía ningún cadalso, y por un breve instante el muchacho tuvo la absurda esperanza de que tan sólo hubieran querido asustarle, y de que no iban a colgarle, sino que lo llevarían hasta los límites de la estación y lo liberarían donde no pudieran verlo los otros presos.
El bigotudo salió por el último de los arcos por los que se abandonaba el vestíbulo. Sobre las vías se alzaba un pequeño tablado de madera sobre ruedas. Estaba construido para que su superficie quedara a la misma altura que el andén. Encima de éste, un hombre achaparrado, de uniforme moteado, estaba revisando la soga, que colgaba de un gancho atornillado al techo. Se diferenciaba de los demás tan sólo por las mangas cortadas, de las que sobresalía un par de antebrazos cortos y musculosos, y por el pasamontañas que le cubría la cabeza, y que tenía una abertura para los ojos.
—¿Todo está a punto? —masculló el de uniforme negro.
El verdugo asintió.
—Esta construcción no me gusta —dijo entonces—. ¿Por qué no volvemos a utilizar el taburete de toda la vida? Una patada —se dio un puñetazo en la palma de la mano—, un crujido en las vértebras cervicales, y el cliente ya está servido. Pero esta cosa… mientras no la diñan, no paran de moverse como un gusano en el anzuelo. Y cuando por fin la palman, hay que limpiarlo todo. Siempre se lo hacen en los pantalones y…
—¡Silencio! —gritó el bigotudo. Se llevó aparte al verdugo y le abroncó en voz baja.
Tan pronto como el oficial estuvo demasiado lejos para oírles, los policías militares reanudaron una conversación que obviamente habían interrumpido.
—Y entonces, ¿qué? —preguntó, impaciente, el que se encontraba a la izquierda de Artyom.
—Bueno —cuchicheó el otro—, la había arrinconado contra una columna y le había metido la mano bajo la falda, y de repente se había ablandado y…
No se oyó nada más, y entonces regresó el bigotudo. Estaba hablando todavía con el verdugo.
—¡Y eso que es ruso! ¡Es un traidor, un separatista, un degenerado! Y los traidores se merecen una muerte dolorosa.
Quitaron las ataduras de las manos entumecidas de Artyom y lo despojaron de la chaqueta y el pullóver. Se quedó tan sólo con una camiseta sucia. Luego, el verdugo le arrancó el casquillo que llevaba al cuello —regalo de Hunter— y le preguntó:
—¿Un amuleto? Bueno, pues te lo voy a meter en el bolsillo. Quizás aún te sirva para algo. —En su voz no había maldad. Le hablaba en un tono que incluso tenía un efecto tranquilizador.
Le ataron las manos a la espalda y lo arrastraron al patíbulo. Los soldados se quedaron aparte. No eran necesarios. De todas maneras, Artyom no habría podido escapar. Necesitaba de todas sus fuerzas para sostenerse en pie mientras el verdugo le ponía la soga al cuello y apretaba levemente. Sostenerse en pie, no caerse, callar. Beber. No pensaba en ninguna otra cosa. Agua.
—Agua… —susurró con voz ronca.
—¿Agua? —el verdugo levantó la mano como para disculparse—. ¿Y para qué quieres que te demos agua? Eso no puede ser, amigo mío. Ahora ya es demasiado tarde. Sólo te pido un poco de paciencia.
Saltó pesadamente a las vías, se escupió en las manos y tomó una cuerda sujeta al entarimado móvil.
Los soldados seguían firmes, envarados, y una expresión notable, en cierto modo triunfal, apareció en el rostro del capitán. Entonces empezó a decir:
—Al tratarse de un espía enemigo que ha traicionado alevosamente a su pueblo, ha renegado de…
Dentro de la cabeza de Artyom empezaron a dar vueltas, a un ritmo acelerado, retazos de pensamientos e imágenes. Esperad, aún es temprano, no es el momento, antes tengo que… y entonces veía de pronto ante sus ojos el severo rostro de Hunter, que se disolvía de nuevo a la purpúrea media luz de la estación… los ojos de Sukhoy le miraban con dulzura y luego se apagaban… Mikhail Porfiryevich… vas a morir… los Negros… no se merecen… ¡esperad! Y, por encima de todo lo demás, se encontraba la sed. Ésta recubría todos sus recuerdos, palabras, deseos, los envolvía como un espeso vaho. Beber…
—…una criatura degenerada, una vergüenza para su nación…
De repente, se oyeron gritos en el túnel, una ametralladora disparó una ráfaga, y luego resonó una fuerte detonación, y todo quedó en silencio. Los soldados agarraron los fusiles de asalto, el oficial miró inquieto en derredor y al instante concluyó:
—¡…va a morir! ¡Procedan!
Le hizo una seña con la mano al verdugo. Éste, al verla, suspiró, apoyó los pies en la traviesa y tiró de la soga.
Poco a poco, el entarimado se alejó de los pies de Artyom. El muchacho aún no había perdido todo contacto con el suelo, pero lo sentía cada vez más lejos, perdió el equilibrio, la soga se le clavó en el cuello y lo arrastró hacia atrás, hacia la muerte, pero él no quería ir, no quería de ningún modo… entonces perdió todo contacto con el suelo, y el peso de su cuerpo tiró de la horca hacia abajo, le cerró las vías respiratorias, las bloqueó, y de su garganta emergió un gorgoteo, se le nubló la vista, todo empezó a dar vueltas, todas las pequeñas células de su cuerpo empezaron a rogarle que les diera aire, pero le era totalmente imposible respirar, y así su cuerpo empezó a dar vueltas, inconsciente, agarrotado, y en el bajo vientre empezaba a realizarse una repugnante necesidad fisiológica…
En aquel instante, la estación se llenó de pronto de un venenoso humo amarillo. Se oyeron disparos.
A continuación, Artyom cayó inconsciente.
—¡Eh, condenado! Despierta de una vez, no te quedes así. ¡El corazón aún te palpita, deja de disimular! —Una sonora bofetada le hizo volver en sí.
—Le voy a hacer el boca a boca —decía otra voz.
Artyom estaba convencido de que se trataba de un sueño, quizás en los segundos de inconsciencia que precedían al final. La muerte estaba muy cerca, su puño de acero le oprimía la garganta. La sentía, igual que en el momento en el que sus piernas habían dejado de tocar el suelo y habían empezado a bambolearse sobre las vías.
La primera voz que había oído seguía hablando con la misma dureza.
—¡Deja de hacer la marmota! ¡Ya dormirás luego! ¡Te hemos salvado de la horca, disfruta de la vida!
Artyom sintió una fuerte sacudida. Abrió tímidamente un ojo y lo volvió a cerrar enseguida. ¿Aquello era el más allá? Una criatura semejante a un hombre se había arrodillado junto a él, pero era tan rara que se acordó al instante de la teoría de Kan sobre el destino que corren las almas cuando se liberan del cuerpo. La piel de aquella criatura era de color amarillo pálido, eso se veía bien a la luz de la linterna, y en vez de ojos tenía estrechas ranuras, como si un escultor hubiera hecho una imagen de madera, pero al llegar a los ojos se hubiera limitado a esbozar unas marcas y luego se hubiese olvidado de acabarlos. Era un rostro redondo, de pómulos prominentes. Artyom no había visto nunca nada semejante.
—No, esto no se puede hacer así —decía alguien en lo alto.
Entonces, le rociaron algo en la cara.
Artyom sollozó, presa de espasmos, y agarró la mano que sujetaba la botella. Luego, después de beber un largo trago, levantó medio cuerpo y miró alrededor.
Se encontraba sobre una dresina de por lo menos dos metros de largo, que avanzaba a ritmo vertiginoso por un túnel oscuro. En el aire había un ligero olor a quemado, y Artyom se preguntó, atónito, si podía tratarse de un vehículo impulsado con gasolina. A su lado se sentaban cuatro hombres y un perro grande, de color pardo, con manchas negras. El primero de los hombres era el de los ojos rasgados. A su lado había un barbudo que llevaba una gorra de piel con una estrella roja, y una chaqueta acolchada. De su espalda colgaba un gran fusil de asalto semejante al que había empleado Artyom, con la diferencia de que éste llevaba una bayoneta en el cañón. El tercero era un forzudo cuyo rostro Artyom no reconoció al principio. Pero al ver su piel oscura, estuvo a punto de saltar a las vías de puro miedo. Sólo cuando lo hubo mirado con mayor atención, se tranquilizó: no era ningún intruso del mundo de arriba, el color de su piel era totalmente distinto, y su rostro era el de un hombre normal; solo tenía los labios como vueltos hacia fuera y la nariz más chata, como un boxeador. El último de los cuatro tenía un aspecto relativamente normal. Su rostro bello y animoso, y su rotundo mentón, le recordaron a Artyom, de lejos, el cartel de la Pushkinskaya. Vestía una magnífica chaqueta de cuero con correas de oficial sobre los hombros, y un cinturón ancho, de dos agujeros, del que colgaba una voluminosa pistolera. En la parte de atrás de la dresina relucía una ametralladora Degtyaryov,[43] y, al lado de ésta, una bandera roja ondeaba al viento. Cuando una de las linternas la iluminó por casualidad, Artyom se dio cuenta de que no se trataba de una bandera de verdad, sino de un trapo deshilachado con el retrato de un hombre barbudo en negro y rojo.
Todo aquello se parecía a un sueño provocado por la fiebre. Mucho más que aquella fantasía en la que Hunter acudía en su auxilio y luego se marchaba corriendo.
—¡Ha despertado! —gritó, alegre, el de los ojos rasgados—. Eh, condenado, cuéntanos, ¿por qué te querían ahorcar?
El hombre en cuestión hablaba sin acento. Tenía la misma pronunciación que Artyom y Sukhoy. Era extraño oír un ruso tan puro de labios de una criatura tan extraña. Artyom no se libraba de la sospecha de que aquello era una especie de farsa. Era probable que el de ojos rasgados tan sólo abriera y cerrara la boca, y que en su lugar hablara el barbudo, o el de la chaqueta de cuero.
Artyom carraspeó.
—Había… matado de un tiro a uno de sus oficiales.
El otro sonrió de una mejilla a otra.
—¡Bravo! ¡Siempre contra ellos! Eso es lo que nos gusta.
El fortachón de piel oscura, que se sentaba delante, se volvió al oír aquellas palabras, enarcó las cejas en señal de respeto y le dijo, sonriente:
—Así pues, no los hemos masacrado en vano.
Su pronunciación también era perfecta. Artyom no salía de su estupefacción.
Entonces le habló el hombre apuesto de la chaqueta de cuero.
—¿Cómo te llamas, héroe? —Y, cuando Artyom se hubo presentado, le siguió diciendo—: Yo soy el camarada Russakov. Ese de ahí —señaló al de los ojos rasgados— es el camarada Bansai, y el de ahí es el camarada Maxim —el oscuro sonrió de nuevo—. Yo soy el camarada Fyodor.
El perro fue el último. Artyom no se habría sorprendido si se lo hubieran presentado también como «camarada», pero le llamaron simplemente Karatsyupa.[44]
Artyom les fue estrechando la mano: primero la mano robusta y seca de Russakov; luego la delgada, pero fuerte, de Bansai; después, la negra garra del camarada Maxim, y la pala de carne del camarada Fyodor. Trató de llamarles por su nombre, pero enseguida se dio cuenta de que entre ellos se llamaban de otra manera. A su capitán lo llamaban «camarada comisario», el de piel oscura se llamaba a ratos Maxim, y a ratos Lumumba, el de ojos rasgados era siempre Bansai, y el barbudo de la gorra, tío Fyodor.
—¡Bienvenido a la Primera Brigada Roja e Internacional de Combate Ernesto Che Guevara de la Red Metropolitana de Moscú! —le dijo solemnemente el camarada Russakov.
Artyom le dio las gracias y calló. El nombre era muy largo y no había entendido bien las últimas palabras. Hacía ya algún tiempo que cuando veía algo de color rojo reaccionaba como un toro, y la palabra «brigada» suscitaba en él asociaciones nada agradables desde que Zhenya le había contado una incursión de bandidos en la Chabolovskaya. Por lo demás, le fascinaba el rostro impreso en el paño que ondeaba al viento.
—¿Quién es ese que… que está pintado en la bandera? —preguntó por fin, con gran precaución.
—Ése es Che Guevara, hermano —le explicó Bansai.
-¿Tscheguebara? ¿Y quién es ese? —Artyom vio que los ojos del camarada Russakov enrojecían, y que Maxim le miraba con una sonrisa burlona. Se dio cuenta de que había tocado una fibra sensible.
—El-ca-ma-ra-da-Er-nes-to-Che-Gue-va-ra. El gran revolucionario cubano.
Por fin, Artyom entendió el nombre, aunque no le sonara de nada. Pero le pareció que lo más apropiado sería quedarse en silencio con los ojos llenos de admiración. Después de todo, aquellos hombres le habían salvado la vida, y no habría sido educado irritarlos con su ignorancia.
Las juntas que unían los segmentos del túnel pasaban ante sus ojos a una velocidad increíble. Mientras iban hablando, dejaron atrás una estación casi abandonada, y frenaron a la media luz del trecho que empezaba a continuación. Allí había un ramal sin salida.
—Vamos a ver si esos cerdos fascistas nos persiguen.
Se pusieron a hablar en voz muy baja, mientras el camarada Russakov y Karatsyupa retrocedían para detectar posibles ruidos sospechosos.
—¿Por qué lo habéis hecho? ¿Por qué… me habéis salvado? —preguntó Artyom.
Bansai le sonrió de manera enigmática.
—Este ataque estaba planeado. Nos llegó información.
—¿Sobre mí? —le preguntó Artyom con grandes esperanzas. Después de oír lo que Kan le había dicho sobre su misión, Artyom se había aficionado a tomarse a sí mismo por una persona especial.
Bansai hizo un gesto vago.
—No, no fue por eso. Lo hicimos porque ellos habían planeado varios crímenes. El camarada comisario decidió que teníamos que frenarlos. Por otra parte, nuestro deber es atacar siempre que podamos a esos asquerosos.
—Por este lado no tienen barricadas —añadió Maxim—. Ni siquiera reflectores. Tan sólo puestos de guardia con hogueras. Habíamos llegado hasta allí sin problemas. La lástima es que hemos tenido que valernos de la ametralladora. Luego hemos encendido una bomba de humo, y hemos entrado con máscaras de gas, todavía a tiempo para bajarte de allí. Le hemos dado su merecido a esa pretensión de miembro de las SS y nos hemos marchado de nuevo.
En ese momento intervino también el tío Fyodor, que había estado callado, fumándose una hierba que le hacía llorar un ojo.
—Sí, pequeño, te han sacado de una buena. ¿Quieres un trago? —De dentro de una caja metálica que reposaba sobre la dresina sacó una botella, llena hasta la mitad de un caldo turbio. La agitó y se la ofreció a Artyom.
Éste se armó de valor y bebió. Le supo a papel de lija, pero de todos modos le aflojó el nudo que desde hacía largo rato se sentía en el estómago.
—Así pues, ¿vosotros sois… rojos? —preguntó cautelosamente.
—Somos comunistas. ¡Revolucionarios! —le replicó el orgulloso Bansai.
—¿De la Línea Roja?
—No, sólo nos pertenecemos a nosotros mismos. Pero quien mejor te lo explicará es el camarada Russakov. Él es nuestro ideólogo.
Al cabo de un rato, el camarada Russakov regresó con cara de satisfacción.
—Todo está tranquilo. Ahora podremos descansar —dijo.
No había nada con lo que se pudiera hacer fuego. Por ello, pusieron una tetera sobre un infiernillo y comieron porciones de muslo de cerdo frías. Para tratarse de unos revolucionarios, comían sorprendentemente bien.
—No, camarada Artyom, no procedemos de la Línea Roja —le explicó el camarada Russakov, muy serio, después de que Bansai le hubiera transmitido la pregunta del muchacho—. Al renunciar a la revolución en la totalidad de la red de metro, desligarse de la Interestacional y retirar todo apoyo a la actividad revolucionaria, el camarada Moskvin ha adoptado posiciones estalinistas. Es un renegado y un oportunista. Los camaradas y yo mismo, por el contrario, nos adherimos a la línea trotskista. Podríamos establecer también un paralelismo con Fidel Castro y Che Guevara. Por eso mismo, el Che figura en nuestra bandera —señaló con un mayestático gesto el trapo que colgaba inerte—. Nosotros somos fieles a las ideas revolucionarias, a diferencia del colaboracionista Moskvin. Los camaradas y yo mismo condenamos su línea.
—Ajá, ¿y quién te proporciona la gasolina? —le reprochó el tío Fyodor, que seguía fumándose el cigarro que había liado.
El camarada Russakov se levantó de un salto y le lanzó una mirada asesina al tío Fyodor. Éste se rió, burlón, y se envolvió aún mejor en la chaqueta.
Artyom no había entendido nada de lo que le decía el comisario, salvo lo principal: aquellos hombres tenían muy poco en común con los rojos que habían querido clavar los intestinos de Mikhail Porfiryevich en una pica y pegarle un tiro a él mismo. Se tranquilizó. Trató de causar buena impresión.
—Stalin es ese que está en el Mausoleo, ¿verdad?
Se dio cuenta al instante de que se había equivocado. Los armoniosos rasgos del camarada Russakov se desfiguraron, Bansai se volvió encolerizado hacia él, e incluso el tío Fyodor arrugó la frente. Artyom se corrigió al instante:
—¡Ah, no, el del Mausoleo es Lenin!
Las profundas arrugas que habían aparecido en la frente del camarada Russakov se alisaron de nuevo.
—¡Vamos a tener mucho trabajo con usted, camarada Artyom!
A Artyom no le gustaba nada la idea de que el camarada Russakov tuviera trabajo con él. No sabía nada de política, pero estaba empezando a interesarse por el tema. Se arriesgó con una nueva pregunta.
—¿Y por qué estáis en contra de los fascistas? Bueno, yo también estoy en contra, pero vosotros sois revolucionarios, y…
Al camarada Russakov le rechinaron los dientes.
—¡Es lo que se merecen esos puercos por España, Ernst Thálmann y la segunda guerra mundial!
Artyom, que una vez más no había entendido nada, optó por no seguir demostrando su ignorancia.
El agua caliente pasó de mano en mano y todos se reanimaron. Bansai empezó a hacerle preguntas idiotas al tío Fyodor, tan sólo por hacerle enfadar, mientras que Maxim se sentaba al lado del camarada Russakov y le preguntaba en voz baja:
—Dígame, camarada Russakov, ¿qué nos explica el marxismo-leninismo sobre los mutantes sin cabeza? Ése es un tema que me preocupa desde hace tiempo. Quiero consolidarme ideológicamente, pero en este caso tengo una laguna.
Mostró sus dientes de deslumbrante color blanco en una sonrisa pretenciosa.
El comisario tardó un tiempo en contestarle.
—¿Sabes, camarada Maxim?, esa pregunta no es fácil de responder.
Artyom también estaba muy interesado en saber qué representaban los mutantes desde un punto de vista político, y si realmente existían. Pero el camarada Russakov callaba, y los pensamientos del muchacho volvieron a centrarse en la misma cuestión que no le había abandonado durante todo el día. ¡Tenía que llegar a la Polis! Un milagro le había salvado. Tenía una nueva oportunidad, quizá la última. Todo el cuerpo le dolía, le costaba respirar —si respiraba demasiado hondo, le venía un acceso de tos—, y seguía sin poder abrir uno de sus ojos. ¡Cuánto le habría gustado quedarse con aquellos hombres! Con ellos se sentía mucho más tranquilo y seguro, y las opacas tinieblas que le rodeaban no le oprimían de igual modo. Los crujidos y chirridos que surgían de las entrañas de la tierra no le inquietaban, y habría deseado que aquel momento de reposo se prolongara por siempre. Aun cuando la muerte hubiera puesto sobre él su zarpa de hierro, el viscoso miedo que poco antes le había paralizado tanto el cuerpo como los pensamientos se había desvanecido. La infernal bebida del tío Fyodor había abrasado los últimos restos que aún tenía escondidos en el corazón y en el vientre. Al lado de Fyodor, del despreocupado Bansai, de la seriedad del comisario y del fornido Maxim-Lumumba sentía una calma que no había sentido desde que —cien años atrás— se había marchado de la VDNKh. No le quedaba ninguna de sus anteriores pertenencias. El arma, cinco cargadores casi llenos, el pasaporte, los víveres, el té, dos linternas… los fascistas se lo habían quedado todo. Sólo le quedaban la chaqueta, los pantalones y el casquillo que el verdugo le había metido en el bolsillo. Quizás aún te sirva para algo… ¿Qué tenía que hacer ahora? ¿Quedarse allí, con los luchadores de la Internacional, en nombre de Dios y de la Brigada Che… Che… bueno, lo que fuera? ¿Compartir la vida de los revolucionarios y olvidar la suya propia?
No. No podía hacerlo. No podía quedarse allí ni un minuto más, no le era lícito relajarse. No tenía ningún derecho. Su vida ya no era suya. Desde que había aceptado la misión de Hunter, su destino ya no le pertenecía. Era demasiado tarde. Tenía que ponerse en camino. No le quedaba otra salida.
Durante largo rato guardó silencio y trató de no pensar en nada, pero a cada segundo crecía en él una oscura resolución. No tanto en su conciencia, como en sus miembros fatigados. Un anhelo prolongado y doloroso. Como si alguien hubiera vaciado una muñeca rellena de serrín y hubiera vuelto a darle forma con un esqueleto de alambre. Ya no era él mismo, su antigua personalidad se había hecho añicos, se le había escapado como serrín, arrastrada por la corriente de aire del túnel. Y en la cáscara que había quedado atrás se había instalado otra persona, que no quería escuchar el desesperado ruego de su cadáver desollado y sangriento. Alguien que pisoteaba hasta lo más hondo con talones de hierro todo deseo de rendirse, de quedarse en aquel sitio, de reposar, de no hacer nada. Lo pisoteaba aun antes de que aflorara a la consciencia. Esa otra persona tomaba las decisiones en el plano de los instintos, de los reflejos musculares, de la médula espinal, y no en el de la consciencia, en el que reinaban el silencio y el vacío. Y de repente, su eterno diálogo interior quedó interrumpido a la mitad.
Fue como si dentro de Artyom una pluma doblada se hubiera enderezado de pronto. Se puso torpemente en pie, de tal manera que el comisario le miró con sorpresa, y Maxim llegó al extremo de llevar la mano al arma.
—Camarada comisario, ¿podríamos… hablar? —le preguntó Artyom con una voz en la que apenas si había entonación.
Entonces, Bansai soltó también el brazo del tío Fyodor y se volvió, intranquilo.
—Hable usted, camarada Artyom —le respondió el comisario en tono de circunspección—. No tengo ningún secreto para con mis luchadores.
—Tiene que entender usted… que les estoy muy agradecido a todos por haberme salvado. Estaría encantado de quedarme aquí con ustedes. Pero no puedo. Tengo que seguir adelante. No me queda… otro remedio.
El comisario calló.
—¿Adónde tienes que ir? —le preguntó el tío Fyodor.
Artyom frunció los labios y miró al suelo. Se creó un incómodo silencio, y le pareció que los otros le miraban tensos y desconfiados, y que intentaban discernir sus verdaderas intenciones. ¿Un espía? ¿Un traidor? ¿Por qué tanto misterio?
—Bueno, si no quieres explicarlo, no hace falta —dijo el apaciguador tío Fyodor.
—A la Polis —exclamó Artyom. A pesar de todo, no quería perder la confianza ni la simpatía de aquellos hombres.
—¿Por negocios?
Artyom asintió en silencio.
—¿Urgentes?
Artyom asintió de nuevo.
—Bueno, vamos a ver, muchacho. Nosotros no vamos a retenerte. Si no quieres contarnos nada sobre tu situación, es cosa tuya. ¡Pero no podemos dejarte marchar así como así por el túnel! —El tío Fyodor se volvió hacia los otros—. No podemos permitírselo, ¿verdad, muchachos?
Bansai movió resueltamente la cabeza. Maxim apartó la mano del arma y confirmó que tampoco podía aceptarlo bajo ningún concepto. En cambio, el camarada Russakov le preguntó con severidad:
—¿Está usted dispuesto, camarada Artyom, a jurar ante los luchadores de nuestra brigada, los mismos que le han salvado la vida, que su misión no tiene como objetivo estorbar de ningún modo el progreso de la causa revolucionaria?
—Sí, lo juro —replicó Artyom de buen grado. Era cierto que no pensaba estorbar el curso de la revolución. Tenía cosas más importantes que hacer.
El camarada Russakov le miró a los ojos durante largo rato, con atención, y al fin manifestó su juicio:
—¡Camaradas, combatientes! Yo, personalmente, creo en el camarada Artyom. Os ruego que estéis de acuerdo en ayudarle a llegar a la Polis.
El tío Fyodor fue el primero en levantar la mano, y Artyom tuvo el involuntario pensamiento de que había sido él quien lo había sacado de la horca. Luego, Maxim expresó su acuerdo, y también Bansai asintió con la cabeza.
—Tiene que saber usted, camarada Artyom —dijo el comisario— que cerca de aquí existe un trecho inexplorado que conecta la Línea Samoskvoretskaya[45] con la Roja. Podríamos llevarle por allí…
No dijo más, porque Karatsyupa, que hasta aquel momento había estado pacíficamente echado a sus pies, se incorporó de repente y empezó a soltar unos ladridos atronadores. Con movimientos veloces como el rayo, el camarada Russakov sacó una brillante TT-33[46] de la cartuchera. En el mismo instante, Bansai tiró de un cable para poner en marcha el motor de la dresina, Maxim ocupó su puesto en la parte de atrás del vehículo, y el tío Fyodor sacó, de la misma caja de metal donde guardaba el aguardiente, una botella de cuyo cuello asomaba una mecha.
En aquel trecho, el túnel descendía, y por ello no se podía ver mucho más allá, pero el perro ladraba con todas sus fuerzas, y Artyom vio que, sin lugar a dudas, estaba muy tenso.
—Dadme un arma también a mí —les pidió con un susurro.
No muy lejos de ellos se encendió un poderoso reflector, y volvió a apagarse, y entonces oyeron una voz que ladraba breves órdenes. Unas pesadas botas golpearon las traviesas, alguien maldijo en voz baja. El comisario sujetaba las fauces de Karatsyupa para impedir que las abriera, pero el perro se soltó y ladró de nuevo con fuerza.
—No consigo arrancar —murmuró Bansai en voz baja—. Alguien tendrá que empujar la dresina.
Artyom fue el primero en bajar a las vías. Después de él saltó el tío Fyodor, y luego Maxim, y con gran esfuerzo, apoyando con fuerza las suelas de las botas contra las resbaladizas traviesas, lograron empujar la máquina. Esta se puso en marcha con mucha lentitud. Cuando por fin el motor despertó, con un ruido semejante a la tos, las botas que se oían a sus espaldas estaban ya muy cerca.
—¡Fuego! —La orden resonó en la oscuridad, y el angosto túnel se llenó de estruendo. Por lo menos cuatro armas dispararon al mismo tiempo, las balas zumbaron en desorden, centellearon al estrellarse contra las paredes del túnel y tintinearon al rebotar en los tubos.
Artyom tuvo miedo de no poder salir de allí, pero entonces Maxim se irguió en toda su estatura, con la ametralladora en la mano, y disparó una larga ráfaga. Las armas que los perseguían enmudecieron. La dresina estaba cogiendo velocidad, y tuvieron que correr, incluso, para saltar a tiempo sobre la plataforma.
—¡Se están escapando! ¡Adelante! —oyeron a sus espaldas, y sus perseguidores abrieron fuego una vez más, con triple fuerza. Sin embargo, la mayoría de las balas fue a parar a las paredes y a la bóveda del túnel.
Con gesto indolente, el tío Fyodor acercó la colilla a la mecha —ésta se encendió con un siseo—, envolvió la botella en un trapo y la arrojó sobre la vía. Al cabo de pocos segundos, todo lo que se hallaba a sus espaldas se alumbró con el resplandor del incendio, y se oyó la misma detonación que había oído Artyom mientras le echaban la soga al cuello.
—¡Todavía una! ¡Y humo! —ordenó el camarada Russakov.
Una dresina motorizada es un artefacto maravilloso, pensó Artyom, mientras los perseguidores se debatían en medio de la humareda. La máquina se marchó a toda velocidad y atravesó —con gran pavor por parte de quienes la vieron— la Novokusnetskaya. Pasaron a tal velocidad que Artyom no pudo ver bien la estación. Así, no llegó a distinguir nada desacostumbrado, salvo la luz, que era escasa, aun cuando vivieran allí no pocos seres humanos. Bansai le susurró que aquella estación era mala, y que sus habitantes eran muy raros. La última vez que se habían detenido allí, habían llegado a lamentarlo, y se habían marchado al instante…
—Lo siento mucho, camarada, pero ahora no podemos ayudarte. —El camarada Russakov había pasado mientras tanto al tuteo—. Tardaremos un tiempo en poder volver atrás. Por ello nos retiraremos a nuestra base de reserva en la Avtosavodskaya. Ven con nosotros, si quieres.
Una vez más, Artyom tuvo que contenerse y rechazar el ofrecimiento. Pero en esta ocasión le resultó más fácil. Una gozosa desesperación se había adueñado de él. Parecía que el mundo entero se hubiera conjurado en su contra. Todo le salía mal. Se estaba alejando del centro, de la meta de su viaje, y, con cada segundo que pasaba, aquella meta perdía su nitidez, se desvanecía en la oscuridad, se volvía irreal, abstracta, inalcanzable. La manifiesta hostilidad con la que el mundo obstaculizaba su misión le inspiraba una ira obstinada, que penetraba en sus músculos e inflamaba un fuego rebelde en sus ojos pálidos, que acababa con todo miedo, con toda sensación de peligro, así como con todo raciocinio.
—No —dijo con voz firme y tranquila—. Tengo que irme.
Tras un breve silencio, el comisario le respondió:
—Entonces, iremos juntos hasta la Paveletskaya y nos separaremos allí. Es una lástima, camarada Artyom. Nos vendría bien contar con más luchadores.
No muy lejos de la Novokusnetskaya, el túnel se bifurcaba, y la dresina se marchó por la izquierda. Cuando Artyom preguntó por lo que había en el túnel de la derecha, le respondieron que allí el camino estaba cerrado: unos doscientos metros más allá se encontraba un puesto avanzado de la Hansa, una verdadera fortificación. Era un túnel poco visible, por el que se podía acceder a tres estaciones de la Línea de Circunvalación: la Oktyabrskaya, la Dobryninskaya y la Paveletskaya. No habría sido razonable destruir aquel túnel secundario —útil como vía de ventilación—. Pero sólo lo empleaban los agentes secretos de la Hansa. Si un extraño trataba de acercarse al puesto avanzado, lo mataban antes de que tuviera tiempo de explicar sus intenciones.
Al cabo de un tiempo divisaron la Paveletskaya. Artyom pensó en lo increíblemente veloz que era el viaje en una dresina como aquélla. Casi tan veloz como lo habían sido en otro tiempo los trenes. Pero en realidad un vehículo como aquél le habría servido de poco. No quedaban muchos lugares por los que se pudiera transitar sin problemas, sobre todo si se encontraba uno en los dominios de la Hansa, o en aquel mismo trecho donde se hallaban.
No, no tenía motivos para soñar. En aquel mundo, cada paso se cobraba inimaginables esfuerzos, acarreaba dolores tremendos. Los tiempos pasados no regresarían. Aquel mundo maravilloso y magnífico había muerto. No existía ya. Y no tenía ningún sentido pasarse la vida echándolo de menos.
Tenía que escupir sobre su tumba y no volver a pensar en él.