De repente, unos disparos de pistola interrumpieron el alegre griterío de la multitud. Una mujer chilló, y en algún rincón empezó a crepitar un Kalashnikov. El rechoncho posadero, con inusitada agilidad, sacó un arma corta de debajo de la mesa y corrió hacia la salida. Artyom dejó su vaso de vino medio lleno, se puso en pie y corrió detrás del posadero. Mientras cargaba con la mochila y quitaba el seguro del arma, se arrepintió por unos instantes de haber pagado por adelantado. Habría sido un buen momento para largarse sin pagar. Los dieciocho cartuchos le habrían venido muy bien.

Al llegar a la escalera, se le hizo del todo evidente que ocurría algo terrible. Arrastrado por la curiosidad, forcejeó para abrirse paso por entre una multitud que, presa del pánico, trataba de subir.

Vio algunos cadáveres sobre las vías. Frente a él, en el andén, yacía una mujer muerta, con el rostro hacia abajo, sobre un charco de color rojo brillante que se extendía en todas direcciones. Corrió sobre el charco sin prestarle atención, pero resbaló y estuvo a punto de caer al lado del cadáver. El pánico reinaba por doquier. Hombres a medio vestir salían de las tiendas y miraban confusos en torno a sí. Uno de ellos se detuvo brevemente e hizo un frenético intento de ponerse los pantalones, pero de pronto se llevó las manos a la barriga y, con un movimiento lento, se desplomó.

Artyom no lograba descubrir de dónde procedían los disparos. Se oían nuevas ráfagas. Desde el otro extremo de la sala vinieron corriendo jóvenes musculosos vestidos con chaquetas de cuero, y por el camino apartaron violentamente a las mujeres que chillaban y a los angustiados mercaderes. Pero no eran los atacantes, sino algunos de los bandidos que gobernaban aquel lugar. No se veía a nadie sobre el andén que pudiese detener la carnicería.

Finalmente, Artyom lo entendió: los atacantes se habían apostado en el túnel, del lado donde se encontraba, y desde allí disparaban sus mortíferas ráfagas. Era obvio que no se atrevían a mostrarse. Pero no cabía duda de que asaltarían la estación en cuanto vieran que habían aplacado toda resistencia.

Eso cambiaba la situación: tenía que refugiarse lo antes posible en un lugar seguro. Artyom se agachó y se arrojó al suelo, siempre con el arma bien sujeta. Miró varias veces en derredor. Por culpa del eco que los disparos producían en la bóveda de la estación, no quedaba claro si el fuego procedía del túnel derecho o del izquierdo.

Cuando se hubo alejado lo suficiente, se arriesgó de nuevo a mirar por encima del hombro. A la entrada del túnel izquierdo divisó algunas figuras en uniforme de camuflaje. Cuando vio su rostro negro, se le heló la sangre en las venas. Pasaron unos instantes hasta que se dio cuenta de que los Negros que habían estado asediando la VDNKh no empleaban armas ni llevaban ningún vestido. Los atacantes se habían cubierto el rostro con pasamontañas, como los que vendía cualquier traficante de armas.

Los kaluganos que habían corrido hasta allí se arrojaron al suelo y abrieron fuego a su vez. Se atrincheraron detrás de algunos de los cadáveres que yacían sobre las vías. Alguien rompió a culatazos una lámina de conglomerado que estaba clavada sobre la ventana frontal del tren. Quedó a la vista un camuflado nido de ametralladoras. No tardó en sonar la primera ráfaga.

Artyom se volvió hacia un tablero retroiluminado que se hallaba en el centro de la sala, y que mostraba todas las estaciones de la línea. El ataque procedía de la Tretyakovskaya. Así pues, ese camino podía darse por cerrado. Y para llegar a la Taganskaya habría tenido que recorrer de vuelta la estación entera y pasar por en medio de los que estaban luchando. Sólo quedaba despejado el camino hacia la Kuznetsky.

El dilema quedaba así resuelto. Artyom saltó a las vías y corrió hacia la oscura entrada del único túnel que quedaba libre. No consiguió ver ni a Kan ni a Tus. Sólo llegó a divisar sobre el andén una figura que se parecía al filósofo vagabundo, pero, tras un breve momento de vacilación, Artyom se dio cuenta de que se había equivocado.

No fue el único en buscar refugio en el túnel. Muchos otros corrieron hacia allí. Voces de angustia y gritos de cólera resonaban en el techo, había quien chillaba histéricamente. Aquí y allá se veía el vacilante foco de luz de las linternas y el trémulo reflejo de las humeantes antorchas. Cada cual trataba de alumbrarse su propio camino.

Artyom se sacó del bolsillo el regalo de Kan y apretó las palancas. Apuntó la tenue luz hacia el suelo para no tropezar, y avanzó tan rápido como le fue posible. Iba dejando atrás pequeños grupos de fugitivos. Se trataba en parte de familias enteras, y en parte de individuos solos: mujeres, ancianos, e incluso hombres jóvenes y fuertes. Estos últimos arrastraban sacos que quizá no les pertenecieran.

En ocasiones ayudó a incorporarse a personas que se habían caído al suelo. Se detuvo junto a una de éstas: un hombre mayor, de cabello cano. Tenía en el rostro un rictus de dolor y, apoyado sobre la irregular pared del túnel, se oprimía el pecho con la mano. Un muchacho muy joven estaba a su lado. Artyom dedujo de sus rechonchos rasgos y de sus ojos vidriosos que no era un niño normal. Se estremeció cuando vio a aquella extraña pareja, y aunque había querido evitar toda demora, no se sintió capaz de ignorarlos.

Al notar que alguien les estaba observando, el viejo trató de sonreír y decirle algo a Artyom, pero el aire que tenía en los pulmones no le bastó. Arrugó la frente y cerró los ojos. Artyom se inclinó hacia él para escuchar lo que le susurraba.

Al instante, el muchacho lanzó un grito inarticulado de amenaza. Enseñó sus dientes amarillentos, y Artyom distinguió hilillos de baba. Incapaz de contener su creciente repugnancia, lo apartó a un lado con un fuerte empujón. El muchacho cayó pesadamente sobre la vía y se puso a gimotear y sollozar.

—Jov… ven… —siguió diciendo el anciano—. No pegue… a Vaneshka… él no entiende nada.

Artyom se encogió de hombros.

—Por favor… nitro… glicerina… en la bolsa… una bolita… yo no puedo —masculló el anciano con sus últimas fuerzas.

Artyom buscó dentro de una bolsa de cuero que estaba en el suelo, y encontró un paquete nuevo, sin abrir, rasgó el envoltorio, agarró en el último momento la pastilla que salió rodando y se la dio al anciano.

Éste, con gran esfuerzo, despegó los labios en una sonrisa culpable y gimió:

—No puedo… las manos… bajo la lengua. —Y cerró de nuevo los párpados.

Artyom miró desconfiado las negras manos del anciano, pero luego le puso en la boca la resbaladiza píldora. El hombre asintió débilmente.

Los fugitivos seguían pasando por su lado a toda velocidad, pero Artyom veía tan sólo una inacabable hilera de zapatos y botas, cubiertos de porquería, a menudo con grandes agujeros. A veces tropezaban sobre los mugrientos travesaños y se oían groseras maldiciones. Nadie se preocupaba por las tres personas que se habían detenido junto a la pared del túnel. El muchacho seguía sentado en el mismo lugar y gimoteaba con voz sorda. Sin sentir compasión alguna, e incluso con cierta alegría por el sufrimiento ajeno, Artyom vio que uno de los fugitivos le daba una dolorosa pisada. El niño chilló y se enjugó las lágrimas por encima de la cara con los puños, y empezó a mecer el torso de un lado para otro.

Entretanto, el anciano había abierto de nuevo los ojos. Suspiró hasta lo más hondo y murmuró:

—Le doy las gracias de todo corazón… ahora me encuentro mejor… por favor, ayúdeme a levantarme.

Artyom lo sujetó por el brazo mientras se ponía en pie. Cargó con el arma sobre los hombros y recogió su bolsa. El anciano se acercó al muchacho arrastrando los pies y le habló con cariño. Éste murmuró irritado al ver a Artyom. Una vez más, las babas le resbalaron del labio inferior.

—Entiéndalo usted, acababa de comprar el medicamento —exclamó el anciano, que sólo entonces volvió enteramente en sí—. Sólo por eso había recorrido todo el camino hasta aquí. En el lugar donde vivimos nosotros no se encuentra, ¿sabe usted? Nadie nos lo trae. Mi provisión estaba a punto de acabarse. De camino hacia aquí había tomado las últimas pastillas, cuando en la Pushkinskaya no quisieron dejarnos pasar. ¿Sabe usted?, ahora gobiernan allí los fascistas, un disparate inimaginable, algo increíble: ¡fascistas en la Pushkinskaya! Por lo que he oído, se les había ocurrido incluso cambiarle el nombre a la estación y llamarla Hitlerovskaya o Schillerovskaya, si no recuerdo mal. Aunque por supuesto no tienen ni idea de quién fue Schiller. Imagíneselo: esos tíos de la cruz gamada no nos querían dejar pasar y empezaron a meterse con Vaneshka, ¿y qué les iba a contestar el pobre crío, enfermo como está? Yo me enfadé muchísimo, y sólo nos dejaron pasar porque empecé a tener problemas en el corazón. ¿Por qué se lo cuento? Ah, sí: entiéndalo usted, yo lo había escondido tanto como había podido, para que no lo viesen en los controles. No todo el mundo sabe para qué sirve ese medicamento, podría haber algún malentendido… ¡Y de repente esos disparos! Me he echado a correr tan rápido como he podido, y he arrastrado conmigo a Vaneshka, él que había visto los pinchos de pollo y no quería marcharse de ninguna manera. Al principio la cosa ha ido bien, y se me ha ocurrido que quizás estuviera mejorando, aunque no tomara la medicina. Hoy en día vale su peso en oro. Pero luego he visto que se me acababan las fuerzas. Quería sacar una pastilla cuando me ha venido el desmayo. Y Vaneshka no comprende nada. En innumerables ocasiones he tratado de enseñarle a darme la pastilla cuando me encuentro mal, pero él no lo entiende. O se la come él, o me la saca cuando no la necesito. Yo le doy las gracias, cómo no, y le sonrió, y él sonríe, ¿sabe usted?, la mar de feliz, y entonces se pone a parlotear muy contento. Pero ni una sola vez he conseguido que me la diera cuando la necesitaba. Imagínese lo que le ocurriría si a mí me pasara algo. Nadie va a cuidar de él. No me atrevo a pensar en lo que le sucederá cuando yo muera…

El viejo hablaba y hablaba. En todo momento miraba a Artyom a los ojos, hasta el punto de que éste empezó a sentirse incómodo. El anciano, a pesar de su cojera, empleaba todas sus fuerzas en caminar. Pero Artyom tenía la sensación de que iban demasiado lentos. Las personas que pasaban de largo junto a ellos eran cada vez menos. No tardarían en quedarse los últimos. Vaneshka caminaba con dificultad al lado del anciano, cuya mano derecha agarraba con fuerza. Su rostro reflejaba la misma indiferencia que antes. De vez en cuando alargaba la otra mano y parloteaba con agitación, cuando descubría algún objeto que otra persona había desechado o perdido durante la fuga. Pero, a veces, no hacía más que gritar en la oscuridad que se estaba volviendo cada vez más opaca.

—¿Puedo preguntarle cómo se llama usted, joven? Estamos hablando todo el rato sin habernos presentado… ¿Artyom? Encantado. Yo me llamo Mikhail Porfiryevich. Sí, Porfiryevich, exacto. Mi padre se llamaba Porfiri. No es un nombre muy común. En tiempos de la Unión Soviética había ciertas organizaciones que llegaron a cuestionarnos por ello. En esa época estaban de moda otros nombres: Vladilen, Stalina, y otros… ¿Y de dónde procede usted? ¿De la VDNKh? Vaneshka y yo procedemos de la Barrikadnaya.[38] En otros tiempos había vivido no muy lejos de esa estación. —El anciano sonrió con abatimiento—. En otro tiempo había allí un edificio al lado del Metro… pero es posible que no sepa usted lo que era un edificio. ¿Puedo preguntarle cuántos años tiene usted? Sí, claro, eso no tiene importancia. Yo tenía un pequeño apartamento de dos habitaciones, en la zona alta, con buenas vistas del centro de la ciudad. No era grande, pero sí muy cómodo, con entarimado de madera de roble, por supuesto, como en todos los apartamentos que había allí, y una cocina de gas. Dios mío… hoy me doy cuenta del lujo que tenía: una cocina de gas. Yo quería a toda costa comprarme una cocina eléctrica. Pero mis ahorros no llegaron a tanto… tenía colgada una lámina de Tintoretto en un bonito marco dorado en la pared derecha del recibidor. Y también había una cama de verdad, con almohada y sábanas, siempre limpias, y una mesa de trabajo grande con una lámpara de pie con plumas. ¡Cuánta luz daba! Y los estantes llenos de libros llegaban hasta el techo. Había heredado una gran biblioteca de mi padre y yo mismo había adquirido un gran número de ejemplares, por mi profesión y también por interés… pero no sé por qué le cuento a usted todo esto, no le interesa a usted para nada, sólo son cosas de viejos. Pero no puedo evitar acordarme, echo de menos todo aquello, entiéndalo usted, especialmente la mesa y los libros, y en estos últimos tiempos añoro sobre todo la cama. Aquí abajo tenemos que llevar una vida más austera. En la Barrikadnaya tenemos camastros de madera que nos hemos hecho nosotros mismos, ¿sabe usted? A veces tengo que dormir en el suelo, sobre andrajos. Pero no me importa —Mikhail Porfiryevich se señaló al pecho—. Lo que importa está en nuestro interior, y no fuera. Lo principal es seguir siendo uno mismo por dentro. Lo principal es conservar cierto nivel. Por lo que respecta a las condiciones de vida… ¡al diablo con las condiciones de vida! Aunque, ¿sabe usted?, lo de la cama es especialmente… —No callaba ni un instante, y Artyom le escuchaba con interés, aunque no se veía capaz de imaginarse cómo podía ser la vida en un edificio, ni en qué consistía tener vistas de algo, ni cómo podía ser que alguien llegara arriba en pocos segundos porque no subía por la escalera, sino con un ascensor.

Mikhail Porfiryevich calló un instante para tomar aliento, y Artyom aprovechó la pausa para guiar la conversación en la dirección correcta. Para bien o para mal, su camino lo llevaría hasta la Pushkinskaya —¿o se llamaba Hitlerovskaya?—, y desde allí tendría que tratar de llegar a la Polis. Así que le preguntó:

—¿De verdad hay fascistas en la Pushkinskaya?

—¿Qué me dice usted? —resopló el anciano, algo confuso—. ¿Fascistas? Sí, ¿sabe usted?, llevan el pelo rapado al cero y se ponen unos brazales… es horrible. Su emblema cuelga sobre la entrada a la estación, y por todas partes: una figura negra dentro de un círculo rojo atravesada por una línea. Antes tenía significado: prohibida la entrada. Al principio pensé que era una equivocación. Había demasiados carteles de aquellos. Y cuando tuve la imprudencia de preguntar, me encontré con que era su nuevo símbolo. Significa que la entrada está prohibida a los Negros, o que los propios Negros están prohibidos, yo qué sé, en todo caso es una idiotez.

Al escuchar las últimas palabras del viejo, Artyom se estremeció. Miró angustiado a Mikhail Porfiryevich.

—¿De verdad que allí hay Negros? ¿Han llegado tan lejos?

En su cabeza daban vueltas las ideas como en un tiovivo enloquecido: ¿Cómo era posible? ¡No hacía ni una semana que se había marchado! ¿Acaso la VDNKh había caído, y los Negros se habían adueñado de la Pushkinskaya? ¿Había terminado su misión? No, era imposible, habría llegado a sus oídos algún rumor…

Mikhail Porfiryevich le miró con preocupación, dio un paso hacia él y le preguntó con gran precaución:

—¿Puedo preguntarle a qué ideología se adhiere usted?

—¿Yo? Ah, pues… en realidad, a ninguna —balbuceó Artyom—. ¿Por qué?

—¿Y qué piensa usted de los otros pueblos? Por ejemplo, de los pueblos caucásicos.

—¿Qué tienen que ver con esto los caucásicos? En todo caso no sé gran cosa sobre nacionalidades. Estaban los franceses y los alemanes, antes había también los americanos, pero es probable que no haya sobrevivido ninguno. Pero le voy a decir la verdad, no conozco a ningún caucásico.

—Ellos llaman Negros a los caucásicos —le explicó Mikhail Porfiryevich—. En realidad son personas totalmente normales. Sólo esos asesinos piensan que se diferencian de ellos, y a veces incluso los persiguen. ¡Actúan como bestias! Imagínese usted que al borde de las vías han puesto ganchos. De uno de ellos colgaba un hombre, un hombre de carne y hueso. Vaneshka se alteró, por supuesto, lo señalaba con el dedo y se puso a mascullar algo, y es entonces cuando esas criaturas inhumanas se fijaron en él.

Al oír que decían su nombre, el muchacho se dio la vuelta y le echó una larga y triste mirada al viejo. Artyom tuvo la impresión de que estaba escuchando, e incluso de que comprendía en parte lo que estaban diciendo.

—Y ya que hablamos de pueblos —siguió diciendo Mikhail Porfiryevich—, ellos sienten una especial veneración por los alemanes. Porque son los alemanes quienes crearon su ideología, pero eso ya debe de saberlo usted, ¿para qué se lo cuento? —Artyom asintió, inseguro, en un intento por no parecer muy inculto—. Por todas partes cuelgan águilas alemanas, cruces gamadas, todo tipo de frases en alemán, citas de Hitler sobre el heroísmo y el orgullo y cosas de ese tipo. También hacen desfiles y paradas. Cuando estaba allí tratando de convencerlos para que dejasen en paz a Vaneshka, pasó una tropa desfilando por la estación y cantando canciones alemanas. Algo sobre la grandeza de espíritu y el menosprecio de la muerte. La verdad es que aciertan al emplear la lengua alemana, el alemán parece una lengua creada para decir cosas de ese tipo. Yo lo hablo un poco, ¿sabe usted?… mire, he escrito algo aquí… —Mikhail Porfiryevich sacó del bolsillo interior de la chaqueta una libreta de notas lleno de manchas. Tuvo que detenerse—. Espere un segundo, deme un poco de luz, si le parece bien… ¿dónde estaba? Ah, sí, aquí.

Artyom vio bajo la luz amarilla unas letras latinas hechas con trazo nervioso, perfectamente alineadas sobre el papel, y adornadas incluso con un marco de conmovedores dibujos:

Besitz stirbt, Sippen sterben,

du selbst stirbst wie sie;

Eins weiss ich, das eivig lebt:

des Toten Tatenruhm.

Artyom sabía leer las letras latinas. Había aprendido con un viejo libro escolar que encontró en la biblioteca de la estación. Volvió la cabeza, inquieto, e iluminó una vez más el bloc. Naturalmente, no entendió nada.

—¿Qué es esto? —preguntó, e hizo caminar a Mikhail Porfiryevich, quien, por su parte, se apresuró a meter la libreta en la bolsa y trató de darle prisa a Vaneshka. Pero éste, por lo que fuera, se resistía, y se puso a gruñir malhumorado.

—Un poema —le respondió el anciano. Artyom tuvo la impresión de que se había ofendido—. En recuerdo de los soldados muertos. Escuche usted cómo suena en alemán: «Des Toten Tatenruhm». Se le ponen a uno los pelos de punta… —De repente, calló, quizá avergonzado de su entusiasmo.

Siguieron avanzando durante un rato. Artyom estaba furioso: se habían quedado los últimos —sin tener ni idea de lo que estaba ocurriendo a sus espaldas—, y tan sólo porque se habían detenido para leer un poema. Pero las últimas palabras siguieron sonando en su lengua sin que él lo quisiera, y no pudo evitar acordarse de Vitalik. Vitalik el criticón, con quien habían ido aquella vez hasta el Jardín Botánico. Vitalik, a quien habían asesinado unos bandidos en el curso de un asalto desde el túnel sur. Siempre se había considerado que aquel túnel era seguro, y por eso habían enviado allí a Vitalik, aunque en aquella época sólo tuviera dieciocho años, y Artyom nada más que dieciséis. Aquel día habían planeado ir por la noche a visitar a Zhenya, que le había comprado a un mercader una porción de dur fresco y, a todas luces, muy especial. A Vitalik le habían disparado en la cabeza. El agujero de la frente era muy pequeño, pero la bala le había reventado el cráneo por detrás. Con eso había sido suficiente. «Vas a morir…» Sin saber por qué, Artyom se acordó de la conversación entre Hunter y Sukhoy, y le pareció oír de nuevo que su padre adoptivo decía: «Quizá no haya nada». Vas a morir, y no habrá ninguna continuación. Punto final. No quedará nada. Alguien se acordará de ti, pero no por mucho tiempo. Deine Sippen sterben. ¿Era eso lo que decía exactamente? Artyom se estremeció, y cuando, al cabo de poco rato, Mikhail Porfiryevich rompió de nuevo el silencio, sintió una gran alegría.

—¿Quizá tiene que ir usted por el mismo camino que nosotros? ¿Sólo hasta Pushkinskaya? ¿No se le habrá ocurrido apearse… digo, abandonar la vía en esa estación? Yo no se lo recomendaría a usted bajo ningún concepto. No puede usted imaginarse lo que ocurre allí. ¿No querría usted ir con nosotros hasta Barrikadnaya? ¡Sería un gran placer poder ir charlando con usted!

Una vez más, Artyom sólo acertó a asentir y a murmurar unas palabras incomprensibles. Al fin y al cabo, no podía contarle el objetivo de su viaje al primero que encontrase, ni siquiera a un viejo inofensivo. Al ver que no hallaba respuesta, Mikhail Porfiryevich volvió a callar.

Caminaron durante un buen rato sin que nadie dijera nada. Parecía que todo estuviera en calma a sus espaldas, y Artyom acabó por bajar la guardia. Finalmente, vieron luces en la lejanía, primero mortecinas, y luego cada vez más brillantes. Estaban cerca de la estación Kuznetsky Most.

Artyom no conocía las normas por las que se regía ésta, y optó por esconder el arma lo mejor que pudo. La envolvió en una camisa a rayas y la metió en el fondo de la mochila.

La Kuznetsky Most estaba habitada, y a unos cincuenta metros del acceso al andén, sobre las vías, había un puesto de control muy vistoso. De todos modos era el único, con un reflector —que no estaba funcionando— y un nido de ametralladora bien equipado. El arma estaba cubierta, y a su lado se sentaba un hombre obeso con un uniforme verde raído. Se tomaba a cucharadas una sopa de naturaleza indefinible, servida en un plato del ejército, lleno de rayazos. Otros dos hombres, vestidos con uniformes similares, y con toscas armas del ejército al hombro, examinaban minuciosamente los pasaportes de los que iban llegando. Había una cola de poca longitud: los últimos fugitivos de la Kitay-gorod que se habían adelantado a Artyom, mientras él ayudaba a Mikhail Porfiryevich y a Vaneshka.

Los soldados concedían los permisos de entrada con mucha parsimonia, y de mala gana. Habían llegado al extremo de negarle el acceso a un joven, y éste permanecía a un lado del puesto de control, confuso y sin saber qué hacer, e intentaba una y otra vez acercarse al controlador, que una y otra vez lo apartaba de un empujón y llamaba al siguiente. Se registraba minuciosamente a cada uno de los recién llegados. A un hombre le encontraron un Makarov, lo obligaron a abandonar la hilera y, cuando quiso protestar, lo tomaron bajo custodia policial y se lo llevaron.

Artyom miraba en torno a si con evidente nerviosismo, porque todo aquello no hacía presagiar nada bueno. Mikhail Porfiryevich se volvió hacia él, sorprendido, y Artyom le confesó que llevaba un arma. Pero Mikhail Porfiryevich le respondió con un asentimiento tranquilizador y le prometió que no tendría ningún problema. Artyom miró desconcertado al anciano. Éste le sonrió y se encerró en un enigmático silencio.

No tardaron en ponerse a la cola. Los guardias fronterizos estaban vaciando la bolsa de plástico de una pobre mujer de unos cincuenta años. Ella se puso a insultarlos, los llamó monstruos y vergüenza de la humanidad. En su fuero interno, Artyom le dio la razón. Cuando llevaba un rato revolviendo lo que había en la bolsa, el centinela silbó con satisfacción: había encontrado una granada de infantería escondida entre un montón de bragas sucias. Miró interrogativamente a la mujer.

Artyom estaba convencido de que les iba a contar una historia lacrimosa sobre un nieto que necesitaba artilugios como aquél para su trabajo como soldador, o alguna otra cosa semejante. Pero, en cambio, la mujer retrocedió unos pasos, murmuró un insulto y corrió túnel adentro hasta desaparecer en la oscuridad. El encargado de la ametralladora destapó la máquina y se dispuso a utilizarla, pero uno de los guardias —sin duda alguna, el oficial al mando— le ordenó con un gesto que se detuviera. Mientras el otro resoplaba y volvía a tomar sopa, Mikhail Porfiryevich dio un paso adelante y enseñó su pasaporte.

Para gran sorpresa de Artyom, el centinela pasó rápidamente las hojas del documento del anciano y no prestó ninguna atención a Vaneshka, como si éste no existiera. El siguiente de la cola era Artyom. Le mostró sus papeles al flaco y bigotudo guardia, y este los examinó minuciosamente por todos lados. Se pasó mucho tiempo, sobre todo, inspeccionando los sellos con la linterna. Al fin, comparó cinco veces los rasgos faciales de Artyom con la foto y carraspeó con suspicacia. Entretanto, Artyom sonreía amistosamente y trataba de poner cara de inocencia.

—Este pasaporte es de modelo soviético. ¿Por qué? —le preguntó el guardia con voz severa. Estaba claro que no había encontrado ningún otro motivo para ponerle pegas.

—En la época en la que aún se emitían pasaportes de verdad, yo era demasiado pequeño —le explicó Artyom—. Y luego nuestra administración recurrió al primer modelo que encontró.

El bigotudo arrugó la frente.

—Esto no es regular. Abra usted la mochila.

Artyom pensó que, tan pronto como el otro encontrara el arma, tendría que volver por donde había venido. Pero si se la confiscaban… tuvo que enjugarse el sudor de la frente.

Mikhail Porfiryevich se acercó al centinela y le susurró:

—Konstantin Alexeyevich, yo conozco a este muchacho. Es totalmente digno de confianza. Respondo por él.

El guardia había abierto ya la mochila de Artyom, y, con gran horror por parte de éste, había metido la mano dentro. Entonces dijo secamente: «Cinco», y mientras Artyom trataba de imaginar lo que había querido decir, Mikhail Porfiryevich sacó un puñado de cartuchos y echó cinco en el macuto medio abierto del centinela.

Pero, entretanto, la mano de Konstantin Alexeyevich había seguido buscando por la mochila. La codicia afloró a su rostro. «Quince», dijo, sin dar su brazo a torcer.

Artyom asintió, le entregó otros diez cartuchos y se conformó con que fueran a parar a aquel mismo macuto. El centinela no hizo ni un solo gesto. Se limitó a apartarse. El camino hasta Kuznetsky Most estaba libre. Profundamente impresionado por la pétrea expresión del hombre, Artyom pasó a su lado.

Empleó los siguientes quince minutos en una animada discusión con Mikhail Porfiryevich, quien se negó rotundamente a que Artyom le reembolsara los cinco cartuchos, porque la deuda más grande era la que él tenía con el muchacho, etcétera.

Kuznetsky Most no era muy distinta de la mayoría de estaciones que Artyom había visto a lo largo de su viaje. El mismo mármol en las paredes, el mismo suelo de granito. Tan sólo los arcos eran más altos y más anchos, por lo que la estación parecía también más grande.

Lo más sorprendente se hallaba sobre ambas vías: dos trenes completos, increíblemente grandes y largos. Casi llegaban de un extremo a otro de la estación. Sus ventanas estaban iluminadas por una luz cálida que atravesaba cortinas de distintos colores. Las puertas estaban abiertas. Parecía que les estuvieran invitando a entrar.

Artyom no recordaba haber visto nunca nada semejante. Ciertamente, tenía recuerdos vagos de trenes con ventanas de forma cuadrada, iluminadas, que pasaban aullando por su lado. Pero se trataba de reminiscencias infantiles muy lejanas, borrosas, igual que todo su recuerdo del pasado. Tan pronto como intentaba imaginar algo con detalle y reconstruir los pormenores en su memoria, la nebulosa imagen se disolvía de nuevo y se le escapaba como agua entre los dedos, hasta que finalmente no quedaba nada. Desde entonces había visto tan sólo el tren que se encontraba en el túnel de la Rizhskaya, así como los vagones sueltos de la Kitay-gorod y la Prospekt Mira.

Artyom se quedó allí, como si se hubiera vuelto de piedra. Contempló los trenes y fue contando los vagones del que tenía enfrente, hasta llegar al túnel donde éstos desaparecían, junto al pasillo que conducía a la Línea Roja. Allí colgaba del techo una bandera del mismo color, arrebatada a la oscuridad por un exacto círculo de luz eléctrica. Bajo ella montaban guardia dos soldados armados, vestidos con uniformes verdes. Desde la lejanía se veían pequeños y algo cómicos, como soldaditos de juguete.

Artyom había tenido tres de estos últimos, hacía mucho tiempo, cuando aún vivía con su madre. Uno de ellos, un oficial, estaba agachado y sostenía una pistola, y gritaba algo hacia atrás. Seguramente llamaba a sus soldados para que le siguieran a la batalla. Los otros dos estaban firmes con el arma en el pecho. Probablemente provenían de colecciones diferentes, porque no se podía jugar con ellos: el oficial se arrojaba con valor al combate, mientras que sus valerosos guerreros se quedaban en reposo, envarados —como los dos soldados de la línea roja—, y no querían saber nada de la guerra. Qué raro: se acordaba bien de las caras de aquellos juguetes, pero, en cambio, el rostro de su madre había desaparecido totalmente de su memoria.

La Kuznetsky Most estaba relativamente bien cuidada. Igual que en la VDNKh, empleaba la iluminación de emergencia. A lo largo del techo había una curiosa estructura de acero. Quizás hubiera servido mucho antes para la iluminación del andén. Aparte de los dos trenes, no había en aquella estación nada que fuera extraordinario. Artyom no pudo ocultarle su decepción a Mikhail Porfiryevich.

—Siempre había oído que en el Metro se encontraban estaciones maravillosas. Pero, por lo que estoy viendo, son casi todas iguales.

—¡Por favor, joven! ¡Sí que hay estaciones magníficas, aunque usted no se lo crea! Por ejemplo, la Komsomolskaya, una de las estaciones de la Línea de Circunvalación, es como un palacio. Tiene pinturas gigantescas en el techo, con Lenin y toda esa chusma… ¡pero qué estoy diciendo! —Mikhail Porfiryevich bajó la voz—. Debe usted saber que aquí abundan los chivatos, los agentes de la línea Sokolnicheskaya, ah, de los rojos, por supuesto… disculpe usted, es que estoy habituado a los nombres antiguos. En cualquier caso, tenemos que andar con cuidado. Las autoridades locales son nominalmente independientes, pero no quieren tener problemas con los rojos. Si estos últimos exigen la captura de alguien, quizá se la concedan. Por no hablar de posibles atentados. —Miró angustiado en todas direcciones—. Venga, vamos a buscar un sitio donde podamos descansar. Si le digo la verdad, estoy tremendamente fatigado, y me parece que también a usted le convendría dormir un poco. Pasaremos aquí la noche, y mañana seguiremos adelante.

Artyom asintió. Aquel día había sido inacabablemente largo y desquiciante. Necesitaba con urgencia una pausa. Tras echar una mirada de envidia a los trenes, siguió a Mikhail Porfiryevich. En los vagones se oían risas alegres y conversaciones en voz alta. En las puertas abiertas que iban dejando atrás había hombres cansados de trabajar. Fumaban, y charlaban educadamente con sus vecinos sobre los acontecimientos del día que había terminado.

Varias mujeres mayores se habían sentado en torno a una mesa y bebían té a la luz de una pequeña bombilla que colgaba de un cable deteriorado. Los niños alborotaban alrededor. Aquella escena tampoco le resultó nada familiar a Artyom, porque la VDNKh se hallaba siempre en máxima alerta, y todo el mundo esperaba en todo momento lo peor. En la VDNKh se celebraban también reuniones. Pero no se les habría ocurrido tener las puertas abiertas para que pudiera visitarlos quien quisiera, ni hubieran permitido que los niños corretearan a su antojo. Podía decirse que los habitantes de aquel lugar vivían demasiado bien. Finalmente, Artyom preguntó:

—¿De qué vive la gente de aquí?

—Ah, ¿no lo sabe usted? Estamos en Kuznetsky Most. Aquí se encuentran los mejores técnicos y los talleres más grandes del Metro. La Línea Sokolnicheskaya envía aquí todos los aparatos que hay que reparar, e incluso los de la Línea de Circunvalación recurren a ellos. Esta estación vive un auge económico continuado. ¡Habría que vivir aquí! —Mikhail Porfiryevich suspiró ensoñado—. Pero son muy estrictos con eso…

Las esperanzas que albergaba Artyom de poder dormir en uno de los vagones se mostraron vanas. En medio de la sala había una hilera de grandes tiendas, parecidas a las de la VDNKh, y en la primera de ellas estaba escrito en mayúsculas, pintadas con un patrón, la palabra HOTEL. Una larga cola de fugitivos aguardaba a su entrada, pero Mikhail Porfiryevich llamó aparte al administrador, jugueteó con el metal que llevaba en el bolsillo, le susurró alguna frase cómplice al oído que empezaba por «Konstantin Alexeyevich»… y el problema quedó solventado.

—Entren por aquí —les indicó el administrador, acompañándose con un solícito ademán, y Vaneshka balbució alegremente.

Incluso les dieron té, aun cuando no hubieran pagado nada. Los colchones que había por el suelo eran tan blandos que Artyom se echó sobre el suyo y no quiso levantarse de nuevo. Medio tumbado, tuvo la prudencia de soplar la infusión que tenía en la taza, y escuchó con atención al viejo de ojos ardientes, que le seguía contando:

—No es que dominen la línea entera. Nadie se atreve a decirlo, y los rojos no lo reconocerán jamás, pero la Universidad ha escapado a su control, ¡y todo lo que se encuentra después, también! Sí, desde luego, la Línea Roja llega tan sólo hasta Sportivnaya. Luego se encuentra un trecho especialmente largo, ¿sabe usted? Hace mucho tiempo hubo allí una estación que se llamaba Leninskiye gory,[39] y le cambiaron el nombre, pero yo sigo utilizando el antiguo. En cualquier caso, tras las montañas de Lenin, las vías emergen a la superficie y continúan hacia un puente que pasa sobre un río. Cuando cayó la bomba, el puente quedó seriamente dañado y se desplomó enseguida. El contacto con la Universidad se perdió casi desde el primer momento.

Artyom tomó un trago y gozó de una dulce sensación de anticipación. Iba a enterarse de las cosas enigmáticas y extraordinarias que habían empezado al otro extremo de aquellas vías de la Línea Roja que se cernían sobre el abismo, allá lejos, en el sudoeste de la ciudad. Vaneshka se afanaba en morderse las uñas y se detenía de vez en cuando para inspeccionar el fruto de sus actividades, y luego volvía al instante a su ocupación. Artyom le contemplaba ya casi con simpatía. Se dio cuenta de que le estaba agradecido a aquella ingenua criatura, porque no decía nada.

—¿Sabe usted?, en la Barrikadnaya hemos fundado un pequeño círculo. Nos reunimos de noche, y a veces acuden también algunos de la Ulitsa 1905 goda. Todos los disidentes de la Pushkinskaya han tenido que marcharse, y por ello Antón Petrovich ha venido también con nosotros. Por supuesto, no se trata de nada especial, solamente tertulias sobre literatura, sí, y en ocasiones también sobre política, por decirlo de algún modo… pero en la Barrikadnaya las personas cultas no son especialmente queridas, ¿sabe usted? Eso es lo que tenemos que oír: que somos una cuadrilla de intelectuales piojosos, o bien una quinta columna. Por ello no nos hacemos notar… en cualquier caso, Yakov Iossifovich dice que la Universidad no se ha venido abajo. Que los que estaban allí lograron cerrar el túnel con barricadas, y que todavía está habitada. Y no se trata de personas sencillas, sino de… tiene usted que saber que allí se encontró en otro tiempo la Universidad Estatal de Moscú, que fue la que le dio su nombre a la estación. Parece que cierto número de profesores y estudiantes se escondió allí para salvarse. Bajo la Universidad se encuentran gigantescos búnkeres, construidos en tiempos de Stalin, y tengo entendido que unos corredores especiales los conectan con el Metro. Parece que se ha fundado allí una especie de núcleo intelectual. Bah, seguro que todo eso son leyendas. Se dice que allí el poder se encuentra en manos de personas cultas. Un rector gobierna las tres estaciones que se encuentran hasta el final de la línea, y que éstas tienen un decano en cada una. También se cuenta que en esa zona la ciencia sigue avanzando. Hay estudiantes, doctorandos, docentes. Dicen que allí el legado cultural no está cayendo en el olvido como aquí. Antón Petrovich ha llegado a decir que un ingeniero amigo suyo le contó una vez en secreto que han descubierto un método para salir a la superficie. Han inventado unos trajes protectores, y por eso sus exploradores llegan a veces hasta la red de Metro. Pero todo eso parece inverosímil, ¿verdad?

Mikhail Porfiryevich miró a los ojos a Artyom, y este descubrió en su mirada un punto de melancolía, una sobria y fatigada esperanza. Carraspeó brevemente, y le respondió, tratando de aparentar convicción:

—¿Por qué? A mí me parece muy posible. Tomemos como ejemplo la Polis. Por lo que he oído, ellos también…

—Ah, sí, es un lugar maravilloso, pero ¿cómo se podría llegar hasta allí? Además, me han contado que el consejo que la gobierna ha caído de nuevo en manos de los militares.

Artyom enarcó las cejas:

—¿Qué consejo?

—El Gobierno de la Polis es un consejo integrado por las personas más influyentes. Y, en la Polis, los más influyentes son los bibliotecarios y los militares. Seguramente ha oído hablar usted de la Biblioteca, no hace falta que le cuente más, pero otro de los accesos a la Polis se hallaba antiguamente en el edificio del Ministerio de Defensa, si no recuerdo mal, o por lo menos muy cerca de éste. Por ello, una parte de los generales se refugió allí. Muy al principio, los militares se hicieron con el poder, y la Polis fue gobernada durante mucho tiempo por una especie de Junta. Pero, por el motivo que fuera, sus habitantes no estuvieron satisfechos con aquel Gobierno y se produjeron disturbios bastante sangrientos. Eso sucedió mucho antes de la guerra con los rojos. Finalmente se llegó a un compromiso y establecieron el consejo. Y dentro de éste se constituyeron dos facciones: los bibliotecarios y los militares. Una extraña combinación. ¿Sabe usted?, antes de que eso ocurriera los militares apenas si tenían trato con ningún bibliotecario. Pero el caso es que empezaron a tenerlo. Y, por supuesto, reina entre ambas facciones una eterna división: unas veces mandan unos, y otras veces los otros. Cuando empezó la guerra contra los rojos, la defensa se volvió más importante que la cultura, y por ello los militares tuvieron más peso. Al llegar la paz, los bibliotecarios recobraron su influencia. Y así anda la cosa: como un péndulo, de un lado para otro. Últimamente se dice que los militares han recuperado sus posiciones y que vuelve a reinar la disciplina, con toques de queda y otras alegrías de la vida. —Mikhail Porfiryevich sonrió afablemente—. Llegar hasta allí es tan difícil como ir a la Ciudad Esmeralda… así es como llamamos, en plan de broma, a la estación de la Universidad y a las otras que están conectadas con ella. Porque hay que ir, o bien por la Línea Roja, o bien por la Hansa, pero por supuesto esas vías están cerradas, como usted ya se puede imaginar. Antes de que apareciesen los fascistas existía la posibilidad de pasar por la Pushkinskaya hasta la Chekhovskaya, y desde allí sólo queda un túnel hasta la Borovitskaya. No es recomendable, pero, cuando todavía era joven, había ido a veces por allí.

Artyom no dejó pasar la oportunidad de preguntarle cuál era el problema con ese túnel, y el anciano le respondió:

—¿Sabe usted?, a medio túnel se encuentra un tren calcinado. No sé cómo estará ahora —hace mucho tiempo que no paso por allí—, pero antes había cadáveres humanos carbonizados en su interior. Algunos han llegado a decir que daba miedo. No sé qué ocurrió. He preguntado a mis conocidos qué es lo que sucedió, pero nadie ha sabido explicármelo… sea como fuere, es muy difícil pasar por dentro del tren, y tampoco se puede pasar por fuera, porque se produjo un derrumbe parcial, y a ambos lados de los vagones está todo repleto de escombros. Dentro del propio tren —quiero decir, en los vagones— ocurren cosas malas, pero no puedo explicar de qué se trata, ¿sabe usted?, yo soy ateo y no creo en todas esas tonterías sobre las brujas, por ello en esa época pensaba que todo se debía a las ratas y a otras bestias por el estilo. Pero hoy en día ya no estoy tan seguro.

Estas últimas palabras hicieron que Artyom se acordara del tétrico sonido que se oía en los túneles. Y entonces, finalmente, le explicó lo que había sucedido con su grupo, y luego con Bourbon. Aunque con ciertas vacilaciones, trató de contarle también la explicación que le había dado Kan.

—¡Pero bueno, todo eso es absurdo! —Mikhail Porfiryevich frunció las cejas—. Ya me habían contado historias como ésas. Le voy a decir algo que me explicó Yakov Iossifovich. Él es físico, y una vez me contó que existen ciertas alteraciones de la psique que provocan que las personas se dejen influir por sonidos de frecuencia extremadamente baja, normalmente inaudibles. Si no me acuerdo mal, se encuentran sobre los siete hertzios… Y ese murmullo puede tener causas naturales, como el movimiento de las placas tectónicas o cosas por el estilo. La verdad es que no lo entendí muy bien. Pero ¿las almas de los muertos? Por favor…

Era muy interesante conversar con el anciano. Artyom no había oído jamás nada de lo que le estaba contando. Aquel hombre entendía el Metro de acuerdo con otra perspectiva, una perspectiva propia y más antigua. Era evidente que su corazón se había quedado arriba. Allí abajo se sentía tan incómodo como en los primeros tiempos. Artyom se acordó una vez más de la discusión entre Sukhoy y Hunter, y le preguntó:

—¿Qué piensa usted? ¿Cree que nosotros —es decir, los seres humanos— podremos regresar algún día? ¿Allí arriba? ¿Sobreviviremos y volveremos allí?

Al instante se arrepintió de haberlo preguntado, porque pareció que hubiera cortado a través de toda la nostalgia del anciano. Éste se derrumbó, y respondió sílaba a sílaba, con voz débil y exánime:

—No lo creo. No lo creo.

—Pero también deben de existir otras redes de Metro. Eso es lo que he oído. En San Petersburgo, en Minsk, en Novgorod —Artyom recitaba de memoria estos nombres, porque para él no eran más que cáscaras vacías, un recipiente que no se había llenado nunca de significado.

Mikhail Porfiryevich suspiró hasta lo más hondo.

—¡Ah, qué bella era la ciudad de San Petersburgo! La catedral de San Isaac… y el Almirantazgo con su aguja… ¡cuánta gracia, cuánta elegancia! ¡Y de noche, la Nevsky Prospekt! Gente por todas partes, el fragor de la multitud, risas, niños con helados en la mano, muchachas jóvenes y delgadas, música… sobre todo en verano, aunque el clima que hace allí en verano no suele ser bueno, pero cuando el sol brilla y hay un cielo límpido, un cielo de color azul claro… allí, ¿sabe usted?, se respira bien. —Había vuelto los ojos hacia Artyom, pero su mirada no se detenía en él, sino que buscaba una lejanía espectral, donde emergían, envueltas en la niebla de la primera mañana, las siluetas señoriales, medio transparentes de aquellos edificios de los que ya sólo quedaba el polvo. Artyom tuvo la sensación de que, si se daba la vuelta, contemplaría él también aquella fabulosa escena. El anciano suspiró de nuevo, y Artyom no se atrevió a arrancarlo de sus recuerdos—. Sí, existían otros Metros, aparte del de Moscú.[40] Puede que también en ellos se hayan salvado seres humanos. ¡Pero piénselo bien, joven! —Mikhail Porfiryevich levantó su nudoso dedo—. Cuántos años han pasado, y nada. ¡No tenemos noticia de ningún otro ser humano! ¿No era posible encontrar a otros en un período de tiempo tan largo? No, yo me temo… —Mikhail Porfiryevich calló durante un rato, y luego, quizás al cabo de cinco minutos, dijo, más para sí mismo que para Artyom—: ¡Dios mío, qué maravilloso mundo destruimos!

Un pesado silencio se adueñó de la tienda. Vaneshka se había cansado de oírles hablar en voz baja y dormía con la boca abierta. Roncaba suavemente y de vez en cuando gimoteaba como un perro. Mikhail Porfiryevich no dijo nada más. Artyom estaba seguro de que el anciano seguía despierto, pero no quiso molestarle, cerró los ojos y trató de dormir.

Pensó que, después de todo lo que había vivido en aquel día inacabable, se dormiría al instante. Pero el tiempo se le hacía cada vez más lento. El colchón que poco antes le había parecido tan blando le molestaba en el costado, por lo que tuvo que darse varias veces la vuelta hasta encontrar una posición cómoda. Y en sus oídos resonaban todavía las últimas y tristes palabras del anciano: «No… no lo creo… no volveremos a contemplar las deslumbrantes avenidas, los grandiosos edificios, la brisa ligera y refrescante de una cálida noche de verano, esa brisa que se cuela entre los cabellos y acaricia el rostro. Y el cielo tampoco volverá a ser el mismo».

Su único cielo era el techo cubierto de tubos podridos, el techo abovedado, el techo estriado del túnel. Y lo sería por siempre. Antiguamente había sido… ¿cómo había sido? ¿Azul claro? ¿Límpido? Debía de haber sido un cielo raro, como el que había visto el propio Artyom en el Jardín Botánico, tachonado de estrellas, pero no aterciopelado, sino brillante, refulgente, alegre… y los edificios eran ciertamente gigantescos, pero no oprimían con su masa, no, eran brillantes y ligeros, como si hubieran estado hechos de delicioso aire, se balanceaban, casi se despegaban del suelo, y sus contornos se perdían en la inescrutable altitud. ¿Y cuánta gente había allí? Artyom nunca había visto a tantas personas juntas. La vez que más, en la Kitay-gorod. Pero en aquel otro tiempo habían sido muchas más, y los amplios espacios que se hallaban al pie de los ciclópeos edificios, y el terreno que quedaba libre entre uno y otro, estaban ocupados por seres humanos. Pululaban por todas partes, y había entre ellos un número nada frecuente de niños que comían algo, como ese helado del que Artyom había oído hablar. Habría querido pedir uno, poder probarlo, porque nunca se había comido un helado de verdad. Pero los niñitos que lamían su dulzura pasaban corriendo ante él, sonrientes, y le evitaban, para que Artyom no pudiese verles la cara. Artyom no sabía ya qué quería exactamente: si probar un helado, o mirar a la cara de un niño, asegurarse de que realmente tuvieran rostro… y de repente le asaltó la angustia.

Los contornos de los edificios empezaron a solidificarse y oscurecerse, hasta que pendieron amenazadoramente sobre él. Artyom seguía corriendo a la zaga de los niños, pero le pareció que su risa ya no sonaba alegre, sino malévola, como a la espera de algo. Entonces hizo acopio de fuerzas y agarró a un muchacho por la manga. Éste trataba de soltarse y graznaba como un diablo, pero Artyom lo sujetaba con mano de hierro por la garganta y le miraba al rostro: era Vaneshka.

Éste se ponía a chillar, le enseñaba los dientes, torcía el pescuezo, trataba de morder en la mano a Artyom, y Artyom, presa del pánico, lo arrojaba al suelo de un empujón. Vaneshka quedaba de rodillas, pero entonces se levantaba de repente, echaba la cabeza hacia atrás y profería aquel aullido tremendo y prolongado del que Artyom había huido en la VDNKh. Los niños, que hasta entonces habían estado correteando, se detenían y se le iban acercando poco a poco, siempre con el rostro vuelto a un lado y sin mirarle. Tras ellos se erguían gigantescos edificios de un color negro profundo que también parecían avanzar hacia el joven. Finalmente los niños, que ya llenaban todo el espacio que quedaba libre entre las enormes moles, se unían al aullido de Vaneshka, un aullido lleno de odio animal y opresiva tristeza. Y entonces se volvían hacia él. No tenían rostro, tan sólo máscaras de piel negra, con bocas agrietadas y ojos refulgentes, oscuros, sin pupilas…

Y de repente Artyom oyó una voz que no reconoció. No era fuerte, y los tremendos aullidos apenas si le permitían entenderla, pero le estaba repitiendo una misma cosa sin cesar, y cuando la escuchó, y se esforzó por no prestar atención a los niños que se le seguían acercando, comprendió por fin qué era lo que le decía: «Tienes que marcharte». Y se lo repetía una vez más. Y otra. Y finalmente Artyom reconoció la voz.

Era la voz de Hunter…

Abrió los ojos y apartó la manta. Dentro de la tienda estaba oscuro, y el aire era sofocante. La cabeza le pesaba como plomo, y pensar le resultaba difícil y laborioso. No sabía cuánto tiempo había dormido, ni si había llegado la hora de levantarse y ponerse en camino, o si aún podría tenderse de nuevo sobre un costado y echarse a dormir con la esperanza de tener sueños mejores.

Un ala de la entrada se levantó, y apareció la cabeza del guardia fronterizo que les había controlado a la entrada. Konstantin… ¿cómo era el patronímico?

—¡Mikhal Porfirich! ¡Mikhal Porfirich! ¡Levántate, Mikhal Porfirich! ¿Es que ahora ha estirado la pata, o qué?

Sin prestarle atención a Artyom, que le miraba con pavor, el funcionario entró en la tienda y se puso a sacudir al anciano.

Vaneshka se despertó primero y, enfadado, se puso a hacer pucheros. El recién llegado no se dignó a mirarle, y cuando Vaneshka trató de agarrarlo con la mano el otro le arreó una sonora bofetada. Finalmente, el viejo también despertó.

—¡Mikhal Porfirich! ¡Levántate enseguida! —susurró el guardia fronterizo—. ¡Tenéis que marcharos! Los rojos quieren que te entreguemos por calumniador y agente propagandista del enemigo. Yo ya te lo había dicho: ¡Por lo menos aquí, por lo menos en nuestra piojosa estación, no hables de tu dichosa Universidad! ¿No me habías oído?

—Con permiso, Konstantin Alexeyevich, ¿qué me estás diciendo? —El viejo negó con la cabeza, confuso, y se levantó del lecho sin dejar de quejarse—. Yo no he dicho nada, no he hecho propaganda de nada, ¡Dios me libre!, sólo se lo he contado a este joven, pero en voz baja, sin testigos…

—¡El joven este ya te lo puedes llevar donde tú quieras! Sabes muy bien cómo es la estación de aquí al lado. Os llevarán a la Lubyanka y os pondrán a caldo, y al chico este lo fusilarán el mismo día para que no vaya contando nada. Venga, rápido, ¿a qué esperas?, están a punto de llegar. ¡Los nuestros están discutiendo qué les van a pedir a los rojos a cambio de este favor, así que daos prisa!

Artyom se había puesto en pie y ya tenía la mochila a la espalda. No sabía si habría de llevarse el arma, o si podría apañárselas sin ella. El anciano también se puso en marcha por fin, y un minuto más tarde corrían ya por la vía. Konstantin Alexeyevich, con heroica expresión de sufrimiento, le tapaba la boca a Vaneshka, mientras que Mikhail Porfiryevich les iba mirando una y otra vez como para asegurarse de que el centinela no desnucara al crío.

En el túnel que llevaba a la Pushkinskaya, la estación estaba mucho mejor guardada. Dejaron atrás dos puestos de guardia en los metros 100 y 200. El primero consistía en un muro de hormigón colocado sobre las vías, que servía como parapeto y dejaba tan sólo un estrecho paso junto a la pared. Detrás de este, a la izquierda, había un aparato telefónico con enlace directo con la estación —probablemente con el cuartel general—. También tenían varias cajas de municiones y una dresina con la que recorrían los cien metros hasta el punto de control. En el puesto siguiente había los habituales sacos de arena, una ametralladora y un reflector, igual que al otro lado. En ambos puestos había vigilancia, pero Konstantin Alexeyevich no tuvo problemas para hacerlos pasar, y los llevó hasta la frontera.

—Venga, os acompañaré algunos minutos más —dijo, y mientras caminaban lentamente en dirección hacia la Pushkinskaya, añadió—: Me temo que no podrás volver a venir aquí, Mikhal Porfirich. No te han perdonado los pecadillos de aquella época. ¿Lo sabías?, si hasta el camarada Moskvin en persona se ha informado sobre ese asunto. Ah, ya pensaremos una manera de salir de ésta. ¡Tened mucho cuidado en la Pushkinskaya! —Entonces se detuvo, y los otros, al alejarse, lo fueron perdiendo de vista en la oscuridad. Les gritó aún—: ¡Tienes que ir muy rápido! Ya has visto que les tenemos miedo. ¡Que te vaya bien!

Los tres fugitivos no tenían ningún motivo inmediato para darse prisa, y por ello siguieron caminando pausadamente.

Artyom miró al anciano con curiosidad.

—¿Qué tienen esos contra usted?

—Bueno, es que no me gustan, y durante la guerra… entiéndalo usted, los de nuestro círculo escribimos algunos textos… y Antón Petrovich, que por aquellos tiempos aún vivía en la Pushkinskaya, tenía acceso a una imprenta… sí, en esa época teníamos una imprenta en la estación. Algunos locos se la habían llevado del edificio del Izvestia.[41] y entonces Antón Petrovich imprimió una serie de cosas.

—Pero no parece que la frontera con los rojos pueda ser muy peligrosa. Había dos hombres y una bandera, pero no tenían fortificaciones como las de la Hansa.

Mikhail Porfiryevich sonrió con sorna.

—¡No es de extrañar! El asalto más violento contra su frontera no vino de fuera, sino de dentro. Por la parte de dentro tienen un gran número de barreras, mientras que por fuera tan sólo un par de guardias.

Siguieron caminando en silencio, y Artyom se puso a escuchar, para saber cuáles eran las sensaciones que le provocaba aquel túnel. Pero, curiosamente, tanto aquél como el que habían recorrido anteriormente desde la Kitay-gorod hasta la Kuznetsky Most estaban totalmente vacíos. No percibía nada. Allí sólo había construcciones sin vida.

Entonces, sus pensamientos volvieron a la pesadilla de antes. Los detalles se estaban desdibujando en su memoria, tan sólo perduraba un recuerdo borroso y triste. Niños sin rostro, y gigantescos edificios negros. Pero la voz…

No siguió pensando en ello. Oyó unos familiares y repulsivos grititos, así como el arañazo de pequeñas zarpas. El empalagoso hedor de la carne podrida se le metió en la nariz, y cuando por fin alumbró el origen de los ruidos con la tenue luz de la linterna, descubrió una imagen que le provocó el deseo de volver cuanto antes sobre sus pasos. Con los rojos, si era necesario.

Junto a la pared del túnel yacían tres cadáveres en hilera, de cara al suelo, abotargados. Tenían las manos atadas a la espalda con alambre, pero las ratas se las habían estado devorando. Artyom se tapó la nariz con la manga de la chaqueta, para protegerse del dulzón y venenoso aroma. Se agachó, y arrojó luz sobre los cadáveres. Estaban en calzoncillos, y no se apreciaban mutilaciones. Pero tenían los cabellos pegajosos de sangre seca, sobre todo en torno al punto negro por el que había entrado la bala.

—Un tiro en la nuca —constató Artyom. Trató de aparentar tranquilidad, aunque sintiera que las náuseas se adueñaban de él.

Mikhail Porfiryevich se tapó la boca con la mano, y los ojos le relampaguearon mientras decía, conmovido:

—¡Qué cosas pueden llegar a hacer, Dios mío, qué cosas pueden llegar a hacer! ¡No mires, Vaneshka, ven conmigo!

Pero Vaneshka, sin alterarse en lo más mínimo, se había agachado junto al primer muerto y estaba concentrado en clavarle los dedos en la piel. Nervioso, mascullaba palabras incomprensibles.

El rayo de luz se volvió hacia arriba e iluminó un pedazo de tosco papel de embalaje, pegado a la pared sobre los cadáveres, a la altura de los ojos. En él se leían unas palabras en lengua alemana, escritas con letra gótica, adornadas con unos dibujos de águilas con las alas extendidas: VIERTES REICH (IV Reich). Debajo estaba escrito en ruso: «¡Los cerdos morenos no pueden acercarse a menos de trescientos metros del Gran Reich!» Y, como remate, un grueso sello con la ya mencionada señal de prohibición: una figura negra dentro de un círculo, atravesada por una línea.

—¡Asesinos! —exclamó Artyom—. ¡Sólo porque tenían el cabello de un color diferente!

El anciano negaba con la cabeza, abatido, y agarró por el cuello de la camisa a Vaneshka, que estaba mirando a los muertos con gran interés y no quería levantarse. Entonces, cuando por fin se pusieron en marcha, el melancólico Mikhail Porfiryevich dijo:

—Por lo que veo, nuestra imprenta aún funciona.

Anduvieron sin prisas, por lo que tardaron todavía en llegar al águila pintada en rojo sobre la pared, con la inscripción «300 m». El intranquilo Artyom oyó los ladridos de unos perros en la lejanía.

A unos cien metros de la estación, una luz intensa les dio en la cara. Se detuvieron. Una voz procedente de un megáfono bramó:

—¡Las manos detrás de la cabeza! ¡No se muevan!

Artyom llevó obedientemente las dos manos a la nuca. Mikhail Porfiryevich levantó ambos brazos. Al instante, la voz ladró de nuevo:

—¡He dicho que las manos detrás de la cabeza! ¡Acérquense poco a poco! ¡No se les ocurra hacer ningún movimiento brusco!

Artyom no alcanzaba a ver quién les estaba hablando, porque la luz le daba directamente en los ojos, y el muchacho parpadeaba de dolor.

Avanzaron un poco más con pasos breves, y entonces se quedaron quietos, hasta que, por fin, la luz del reflector se apartó a un lado.

Se encontraron frente a una barricada. En ella montaban guardia dos centinelas de anchos hombros, con sus respectivas ametralladoras, y un tercero con pistolera. Todos ellos vestían uniforme de camuflaje y se cubrían el cráneo rapado con boinas negras. Lucían en la manga bandas blancas con un símbolo muy parecido a la esvástica alemana, pero de tres ganchos, en vez de cuatro. Más atrás se distinguían varias siluetas de contornos borrosos, y a los pies de éstas, un perro que gimoteaba. Las paredes estaban cubiertas de cruces, águilas, eslóganes e insultos contra los no rusos, y en el lugar más visible, bajo un trozo de tela algo quemado en el que figuraba un águila con la misma esvástica, aparecía dentro de un marco de plástico el mismo signo, iluminado, con la imagen del desdichado hombre negro. Aquello parecía una especie de rincón de los iconos.[42]

Uno de los centinelas dio un paso adelante y encendió una linterna inusitadamente larga, como un bastón. La sostenía en alto con sus manos sarmentosas. Sin prisa alguna, dio una vuelta en torno a los tres recién llegados. Les miró el rostro con suspicacia. Era evidente que buscaba rasgos no eslavos. Pero los tres tenían aspecto de ruso, con la posible excepción de Vaneshka, cuyo rostro acusaba su enfermedad. Así, el controlador bajó la linterna y, defraudado, se encogió de hombros.

—¡Los papeles! —exigió.

Artyom le entregó solícitamente el pasaporte, mientras que Mikhail Porfiryevich vaciló unos instantes, y luego empezó a buscar en su bolsa. Finalmente sacó la documentación.

El controlador, enfadado, señaló a Vaneshka:

—¿Y los papeles de ése?

—Entiéndalo usted, es que resulta que el muchacho… —empezó a explicarle Mikhail Porfiryevich.

—¡Siiiiilencio! —ladró el controlador, y la linterna bailó en su mano—. Haga el favor de llamarme «señor oficial». ¡Y responda a mis preguntas!

—Verá usted, señor oficial, este muchacho está enfermo, no tiene pasaporte, todavía es muy joven. Pero verá usted, figura en el mío… —Mikhail Porfiryevich miraba solícitamente a los ojos del controlador. Trató de descubrir en ellos, por lo menos, un atisbo de compasión. Pero éste se mantuvo duro como una roca, su rostro parecía de piedra, y, una vez más, Artyom sintió el deseo de matar a alguien.

—¿Dónde está la foto? —exclamó el oficial, tan pronto como hubo encontrado la correspondiente página.

Hasta aquel momento, Vaneshka se había mantenido al margen. Sus ojos recorrían con gran atención la silueta del perro, y, de vez en cuando, parloteaba con entusiasmo. Pero entonces se volvió hacia el guardia, le enseñó los dientes y gruñó de mal humor. Y, de repente, Artyom sintió tanto miedo por el crío que se olvidó de la aversión que éste le inspiraba. Ya no se acordaba de que él mismo había tenido que reprimir varias veces el deseo de arrearle un enérgico puntapié.

El controlador dio inesperadamente un paso hacia atrás, miró irritado a Vaneshka y masculló:

—Hágalo callar. Ahora mismo. Si no, lo haré callar yo.

—Disculpe, señor oficial —se oyó decir a sí mismo un asombrado Artyom—, ese muchacho no sabe lo que hace.

Mikhail Porfiryevich le dirigió una mirada de agradecimiento.

El controlador hojeó rápidamente el pasaporte de Artyom, se lo devolvió y le dijo fríamente:

—No tengo más preguntas. Usted puede pasar.

Artyom dio unos pasos adelante y se detuvo. Fue como si las piernas no le obedecieran. El controlador se había vuelto con indiferencia y había preguntado de nuevo por la foto del muchacho.

—Le explicaré lo que ocurre —explicó de nuevo Mikhail Porfiryevich—. Nosotros no tenemos fotógrafos, señor oficial, y en el resto de estaciones las fotos son muy caras. No tengo dinero para hacer…

—¡Desnúdense! —le interrumpió el controlador.

—¿Disculpe? —De súbito, la voz de Mikhail Porfiryevich perdió fuerza, y le temblaron las piernas.

Sin pensar en lo que hacía, Artyom se quitó la mochila y la dejó sobre el suelo. Hay cosas que uno no quiere hacer, que ha jurado no hacer jamás, que uno se prohíbe a sí mismo, pero que, de todos modos, acaban por hacerse. Llega el momento en el que es imposible reflexionar, en el que los centros del pensamiento no reaccionan, y lo único que queda por hacer es observarse a uno mismo, atónito, porque se está haciendo algo de lo que uno mismo no tiene ninguna culpa, porque son cosas que ocurren por sí mismas.

Si los guardias desnudaban a aquellos dos hombres y los llevaban hacia el metro 300 —igual que a los otros—, Artyom sacaría su fusil de asalto, lo pondría en modo automático y trataría de matar a aquellos monstruos de uniforme, a tantos como le fuera posible, hasta que lo mataran a él. No había nada más que tuviera ningún sentido. No le importaba que hubiera conocido al anciano y a Vaneshka tan sólo un día antes. Ni tampoco que pudieran matarle… ¿y qué sería de la VDNKh? No podía pensar en ello. Hay cosas en las que es mejor no pensar.

—¡Des–nu–den–se! —silabeó una vez más el controlador—. ¡Esto es un registro!

—Pero permítame usted que… —tartamudeó Mikhail Porfiryevich.

—¡Siiilencio! ¡Venga, deprisa! —Como para dar más énfasis a sus palabras, el controlador desenfundó la pistola.

Mikhail Porfiryevich empezó a desabrocharse los botones de la chaqueta. El centinela sostuvo la pistola a un lado y contempló, en silencio cómo el anciano se quitaba la chaqueta, se sostenía torpemente sobre una sola pierna para quitarse las botas, y luego se quedaba quieto, sin saber si tenía que quitarse también el cinturón.

—¡Más rápido! —masculló el furioso controlador.

—Pero… esto me da vergüenza… entiéndalo usted —dijo Mikhail Porfiryevich. El soldado, fuera de sí, le golpeó en la boca con todas sus fuerzas.

Artyom saltó hacia ellos, pero, al instante, dos manos robustas lo sujetaron por detrás, y por mucho que trató de liberarse, fue en vano.

En aquel momento sucedió algo que no estaba previsto. Vaneshka, que debía de pesar la mitad que el asesino de la gorra negra, enseñó una vez más los dientes y se arrojó resoplando sobre el guardia. Al pillarle por sorpresa, Vaneshka logró clavarle los dientes en la mano izquierda, e incluso golpearle el pecho. Pero, en escasos segundos, el controlador volvió en sí, apartó a Vaneshka de un empujón, dio un paso hacia atrás, levantó la pistola y apretó el gatillo.

Los tímpanos de Artyom estaban ensordecidos por culpa del disparo y de los ecos que éste había arrancado al túnel. Pero igualmente le pareció oír el débil sollozo del niño que se caía al suelo. Allí se quedó, sentado, presa de violentas convulsiones, oprimiéndose el estómago con ambas manos. El controlador empleó la punta de la bota para obligarlo a tumbarse, le miró con la repugnancia pintada en el rostro, y entonces le apuntó a la cabeza con la pistola y apretó el gatillo por segunda vez.

—Le había advertido —dijo el controlador a Mikhail Porfiryevich, quien, como si le hubiera caído un rayo encima, miraba a Vaneshka, boquiabierto, y emitía ruidos roncos con la garganta.

En aquel mismo instante, Artyom perdió de vista el mundo. Se libró violentamente de las manos que lo sujetaban, descubriendo tal fuerza en sí mismo que el soldado que lo sujetaba por detrás estuvo a punto de caerse de pura sorpresa. Artyom sintió que el tiempo pasaba con mayor lentitud, y eso fue suficiente para agarrar el arma, quitarle el seguro y, a través de la mochila, disparar una ráfaga al pecho del controlador.

Artyom llegó a ver con satisfacción el punto negro que aparecía sobre el color verde del uniforme de camuflaje.