De hecho, el túnel estaba totalmente vacío y limpio. El suelo estaba seco, una agradable brisa acariciaba sus rostros, y no se veían ratas por ningún lado. No había ramificaciones sospechosas ni túneles oscuros, tan sólo un par de portezuelas cerradas, por las que antaño se había accedido a las instalaciones de mantenimiento. Probablemente, no se habría vivido peor allí que en cualquiera de las estaciones… ninguno de ellos sospechó aquella repentina calma, ni de la no menos insólita limpieza. Todos los temores que hubieran podido albergar se habían esfumado. Las historias de viajeros que desaparecían sin dejar rastro les parecían en aquel momento simples historias para no dormir, y Artyom se estaba preguntando si la salvaje escena con el desgraciado que en teoría había sido víctima de la peste no habría sido tan sólo un sueño, un sueño que hubiera soñado mientras dormía sobre el trozo de lona, junto a la hoguera del filósofo vagabundo.

Kan y él mismo iban a la cola, porque el primero temía que los miembros de la partida irían desertando uno tras otro y finalmente ninguno de ellos llegaría a la Kitay-gorod. Caminaba con largas zancadas junto a Artyom, como si no hubiera pasado nada. Las profundas arrugas que habían atravesado su rostro durante el conflicto de la Sukharevskaya se habían alisado de nuevo. La tormenta había amainado, y Artyom no tenía ya delante de sí un lobo enfurecido y astuto, sino, una vez más, al sabio y prudente Kan. Con todo, el muchacho intuía que la transformación podría producirse de nuevo en cuestión de segundos.

Como presentía que no iba a encontrar otra oportunidad igual para apartar el velo que cubría algunos de los secretos del Metro, no pudo evitar decir:

—¿Sabe usted qué es lo que sucede en este túnel?

—Eso no lo sabe nadie, y yo tampoco —le respondió Kan—. Sí, de verdad, existen asuntos sobre los que no sé nada. Sólo puedo decirte una cosa: se trata de un abismo. Cuando hablo conmigo mismo, llamo a este lugar «agujero negro». Me imagino que no has visto nunca las estrellas. Ah, ¿una vez? Entonces, ¿sabes algo sobre el Universo? A saber: una estrella moribunda se transforma en agujero negro cuando su luz se apaga y empieza a caer bajo la influencia de su propia, increíble fuerza gravitatoria. La materia que se hallaba en la superficie cae hacia el centro, y así se vuelve cada vez más pequeña, pero, al mismo tiempo, densa y pesada. Y cuanto más densa se vuelve, más se intensifica su fuerza de gravedad. Este proceso es irreversible y se parece a una avalancha de nieve: al incrementarse la gravitación, se vuelve mayor la cantidad de materia que se precipita al interior del monstruo. En un momento dado, su fuerza es tan grande que empieza a atraer hacia sí a sus vecinas, junto con el resto de materia que se encuentre en su radio de acción, y finalmente también a las ondas lumínicas. Su poder es tal que puede llegar hasta el punto de capturar los rayos de otros soles. El espacio que la rodea queda muerto, negro, y la materia que cae en su poder no podrá liberarse jamás. Es la estrella de las tinieblas, el sol negro, que difunde en torno a sí tan sólo frío y oscuridad.

Kan enmudeció, y escuchó las conversaciones de los que caminaban más adelante.

Anduvieron durante cinco minutos sin decir nada, y luego, Artyom habló de nuevo.

—¿Pero qué tiene que ver todo eso con el túnel?

—Sabes bien que soy vidente. En ocasiones puedo observar el futuro o el pasado, o transportar mi espíritu a otros lugares. Pero ciertas cosas se me escapan. Así, por ejemplo, todavía no sé cómo terminará tu viaje. Y tu futuro, en general, es un enigma. Tengo una sensación como si mirara en aguas turbias y no reconociese nada. Pero cuando intento descubrir con la mirada qué es lo que sucede en este túnel, y comprender la naturaleza de este lugar, me encuentro con la negrura más opaca, y el rayo de mis pensamientos no consigue regresar de las absolutas tinieblas de este túnel. Por eso, cuando hablo conmigo mismo, lo llamo agujero negro. No te puedo decir más sobre esto. —Kan calló de nuevo, pero al cabo de unos instantes añadió de repente—: Y por eso estoy aquí.

—¿Eso significa que usted no sabe por qué este túnel a veces no representa ningún peligro, y otras engulle sin más a los hombres que lo atraviesan? ¿Ni por qué desaparecen tan sólo los viajeros solitarios?

—No sé nada más que tú, aun cuando ya llevo tres años tratando de desentrañar ese misterio. En vano.

El eco de sus pisadas llegaba hasta muy lejos. El aire de aquel lugar era de gran pureza; la respiración, sorprendentemente fácil; y la oscuridad no infundía el mismo pavor. Las palabras de Kan no inspiraron ningún tipo de desconfianza ni de preocupación en Artyom. Llegó a convencerse de que el motivo del mal humor de su compañero no eran los secretos y peligros de aquel túnel, sino el fracaso de su investigación. Artyom pensaba que las inquietudes de Kan eran exageradas, e incluso ridículas. En aquel trecho no había ningún peligro, era todo recto, y además el túnel estaba vacío. Una animada melodía empezó a sonar en la cabeza de Artyom. Aun cuando el muchacho no se lo propusiera, debió de hacerse audible también fuera de su cuerpo, porque Kan le miró de pronto con sorna y le preguntó:

—Vaya, ¿ahora te has puesto alegre? Esto nos está saliendo muy bien, ¿verdad? Estamos en un lugar muy tranquilo y muy limpio, ¿verdad que sí?

—Mmm —asintió el regocijado Artyom. Se sentía ligero y libre, porque Kan se había contagiado de su humor y parecía compartirlo. Porque estaba sonriendo y no se veía malhumorado, ni sumergido en pensamientos tristes. Porque en aquel momento creía ya en el túnel.

Kan agarró suavemente a Artyom por la muñeca.

—Cierra los ojos. Yo te agarro de la mano para que no tropieces. ¿Ves algo?

Artyom cerró obedientemente los párpados y le respondió, decepcionado:

—No, nada. Sólo el destello de la luz de las linternas.

Pero, de pronto, gritó débilmente.

—Ah, te acaba de capturar —observó Kan, satisfecho—. Es bonito, ¿verdad?

—Es tremendo… como era en el pasado. No hay techo, y todo es tan azul… Dios mío, qué bello es todo esto. ¡Y qué aire tan fresco!

—Lo que ves es el cielo, amigo mío. Interesante, ¿verdad? Muchos de los que cierran los ojos y se relajan en este lugar alcanzan a verlo. Es un fenómeno extraño, de eso no hay duda. Les sucede lo mismo incluso a los que no han estado nunca en la superficie. Una sensación como de estar arriba. Y eso antes de que…

—¿Y usted? ¿Usted también lo está viendo? —le preguntó el maravillado Artyom. No se atrevía abrir los ojos.

—No. Casi todo el mundo lo ve. Yo soy el único que no. Sólo veo una negrura opaca, casi cegadora, en todo el túnel. ¿Entiendes lo que quiero decir? Negrura arriba, abajo, a los lados. Y sólo un menudo rayo de luz atraviesa el túnel, el rayo de luz al que nos agarramos al pasar por este laberinto. Quizás esté ciego. Pero quizá lo estén también todos los demás. Bueno, abre los ojos, no quiero hacerte de perro lazarillo hasta la Kitay-gorod.

Kan le soltó la mano a Artyom.

Artyom trató de seguir caminando sin abrir los ojos, pero tropezó con un travesaño y estuvo a punto de caerse al suelo con la mochila. Abrió de mala gana los párpados y anduvo todavía durante un rato en silencio, con una sonrisa idiota en los labios. Finalmente preguntó:

—¿Qué era eso?

—Fantasías —le respondió Kan—. Sueños. Humores. Todo eso junto. Pero a menudo se transforman. Esos humores y esos sueños no son tuyos. Somos muchos, y por eso no te va a pasar nada, al menos por ahora. Pero ese humor puede transformarse en cualquier momento. A ti te ocurrirá también. Mira, allí está la Turgenevskaya. Hemos ido muy rápidos. De todos modos, no podemos detenernos allí, ni siquiera para una breve pausa. Todos estos rogarán que les dejemos unos momentos para tomar aliento, pero ellos no perciben el túnel. La mayoría de ellos no perciben lo que tú percibes. Tenemos que seguir adelante, aunque nos resulte cada vez más difícil.

Entraron en la estación. El mármol brillante que recubría las paredes apenas si se diferenciaba del de la Prospekt Mira y la Sukharevskaya, pero en estas últimas estaciones estaba tan tiznado y sucio que apenas si se podía ver. Allí, en cambio, se había conservado en toda su belleza, hasta el punto de que era difícil apartar la vista. Los humanos habían abandonado aquel lugar desde hacía tanto tiempo que ya no quedaba nada que remitiera a su anterior presencia. Por otra parte, la estación se hallaba en perfecto estado. Era evidente que no había sufrido inundaciones ni incendios. Si no hubiera sido por la absoluta oscuridad y por la gruesa capa de polvo que cubría el suelo, los bancos y las paredes, uno habría tenido la impresión de que en cualquier momento una multitud de pasajeros aparecería en el andén, o que un tren saldría del túnel, acompañado por la melodiosa señal de advertencia. En todos aquellos años no había cambiado casi nada; el padre adoptivo de Artyom le había hablado con pavor de aquel sitio.

En la Turgenevskaya no había columnas. Los arcos por los que se accedía al andén eran bajos y habían sido tallados en la gruesa pared de mármol. Las linternas de la caravana no eran lo bastante potentes como para atravesar la oscuridad de la sala e iluminar lo que había al otro lado, y por eso todos ellos tenían la sensación de que detrás de los arcos no había nada, tan sólo negra oscuridad. Como si se hubieran encontrado en los límites del Universo, en el abismo donde terminaban las formas del mundo.

Pese a los temores de Kan, a nadie se le ocurrió proponer un alto, y no tardaron en llegar al otro extremo de la estación. Los hombres parecían preocupados, y cada vez con mayor frecuencia decían que querían llegar a un lugar habitado.

—¿Lo percibes? Los ánimos están cambiando —dijo Kan en voz baja. Levantó un dedo, como si hubiese querido averiguar la dirección del viento—. Tenemos que marcharnos enseguida. Ellos lo sienten en su pellejo, igual que yo con mi intuición. Pero hay algo que me impide seguir adelante. Espera un momento…

Sacó con precaución de un bolsillo interior el plano que había llamado Mentor, ordenó a los demás que no se alejaran, apagó sin motivo aparente la linterna, dio un par de pasos y desapareció en la oscuridad.

Una vez se hubo marchado, uno de los que iban delante se separó de los demás y se acercó lentamente a Artyom, casi con reticencia. Y cuando le habló, había tanta timidez en su voz que Artyom tuvo problemas para reconocer al pendenciero barbudo y de miembros nudosos que le había amenazado en la Sukharevskaya.

—Escúchame, muchacho, no es buena cosa que nos quedemos aquí. Dile que tenemos miedo. Claro que somos muchos, pero quién sabe… este túnel está maldito, y también la estación. Dile que tenemos que seguir adelante. ¿Me oyes? Díselo… por favor. —El hombre volvió la mirada y se marchó a toda prisa.

Este último «por favor» fue una sorpresa desagradable para Artyom. Le hizo estremecerse. Dio un par de zancadas hacia delante para estar más cerca del grupo y oír su conversación. Repentinamente se dio cuenta de que el buen humor había desaparecido. Su cabeza, en la que poco antes una pequeña orquesta había tocado música marcial, había quedado vacía y silenciosa hasta extremos opresivos. Tan sólo se oía el eco del viento gemir en las proximidades del túnel en el que estaban a punto de adentrarse. Todo el ser de Artyom se heló en la opresiva espera, con el presentimiento de cambios inevitables. En una fracción de segundo le pareció que sombras invisibles se posaban sobre él. Se sintió frío e incómodo. La calma y la seguridad que le habían acompañado en todo momento desde que entró en el túnel se habían esfumado. Se acordaba de las palabras de Kan: que aquellos sentimientos no le pertenecían —que aquella alegría no era suya—, y que las alteraciones de su estado no dependían de él. Nervioso, examinó el entorno con la linterna, porque tenía el desagradable presentimiento de que había alguien cerca. El mármol blanco, cubierto de polvo, refulgía bajo una luz turbia, pero el grueso telón negro que pendía entre los arcos permaneció intacto, impenetrable, a pesar de que el aterrado Artyom tratara repetidamente de perforarlo con la linterna. Por ello, la ilusión de que al otro lado de los arcos se acababa el mundo se reforzó aún más. Finalmente, Artyom no pudo soportarlo, y fue con los otros, casi corriendo.

—Ven con nosotros, ven, muchacho —le dijo alguien cuyo rostro no alcanzó a reconocer. Estaba claro que trataban de ahorrar batería—. No tengas miedo. Eres humano como nosotros. Y en una situación como ésta los humanos tenemos que apoyarnos. ¿Lo estás sintiendo tú también?

Artyom estuvo de acuerdo en que, ciertamente, había algo en el aire. El miedo le desató la lengua, y se puso a discutir celosamente con los demás acerca de sus percepciones. Con todo, sus pensamientos daban vueltas en torno a una única cuestión: ¿Adonde había ido Kan? ¿Por qué no le habían visto ni le habían oído durante más de diez minutos? Pero a duras penas se había puesto a reflexionar sobre ello cuando Kan emergió de las tinieblas sin hacer ruido, y los demás se repusieron también de su abatimiento.

—No quieren quedarse aquí —le dijo Artyom en tono de súplica—. Tienen miedo. Sigamos adelante. Yo percibo lo mismo que ellos.

—Lo que sienten no es miedo —le aseguró Kan, y miró a su alrededor. Luego, cuando prosiguió, Artyom creyó notar que su voz, antes tan segura, y algo ronca, se había suavizado ligeramente—. Y tú tampoco sientes miedo, y no merece la pena que os quejéis tanto. El miedo es lo que siento yo. No es que lo digo por darme importancia. He penetrado en las tinieblas que se encuentran más allá de la estación. El Mentor me ha prohibido dar el paso siguiente. Si no, me habría perdido sin remedio. No podemos seguir adelante. Hay algo oculto. Pero mi mirada no puede ir más allá, no sé qué es exactamente lo que nos aguarda. ¡Mira! —Con un rápido movimiento, le puso el plano frente a los ojos a Artyom—. ¿Lo ves? ¡Ilumínalo! Mira el túnel que va de aquí hasta la Kitay-gorod. ¿No ves nada?

Artyom se esforzó por ver las pequeñas figuras que aparecían en el plano, hasta el punto de que los ojos le dolieron. No encontró nada extraño, pero tampoco se atrevió a admitirlo.

—¡Gallina cegata! —le susurró Kan—. ¿De verdad que no ves nada? ¡Está totalmente negro! ¡Es la muerte! —Impaciente, le arrebató el plano de las manos.

Artyom le miró de mal humor. Una vez más, pensó que Kan estaba loco. Se acordó de la historia que le había contado Zhenya sobre el hombre que se había adentrado en solitario por los túneles. Había sobrevivido, pero el miedo le había hecho enloquecer. ¿Era posible que a Kan le hubiera ocurrido lo mismo?

—Pero tampoco podemos volver atrás —le cuchicheó Kan—. Durante la primera etapa hemos cazado un instante en el que reinaba el buen humor. Pero ahora se está concentrando la oscuridad, y se prepara una tormenta. Lo único que podemos hacer es seguir adelante, pero no por este túnel, sino por el que está al otro lado del vestíbulo. Quizás esté todavía libre. —Se volvió hacia los demás—. ¡Eh! Teníais razón. Hemos de seguir adelante. Pero no por este camino. Más adelante nos espera la muerte.

—Pues entonces, ¿cómo? —le preguntó alguien tímidamente.

—Tendremos que ir por el túnel paralelo que está al otro lado de la estación. Lo más rápido posible.

—Ah, no —replicó otro—. Eso lo sabe todo el mundo: ¡Entrar por el otro túnel cuando el propio está libre es un mal augurio! ¡Es motivo de muerte! ¡No vamos a ir por el izquierdo!

Se oyó un murmullo de aprobación. Algunos pies retumbaron contra el suelo.

—¿De qué está hablando? —preguntó el asombrado Artyom.

Kan frunció el ceño.

—De una superstición, evidentemente. ¡Diablos! Ahora no tenemos tiempo para convencerlos, y a mí se me acaban las fuerzas… ¡escuchad! Yo iré por el túnel paralelo. Quien me crea, puede venir conmigo. Me despido de los demás. Para siempre. ¡Vamos!

Arrojó la mochila sobre el andén, tiró de sí con ambos brazos y trepó hasta arriba.

Artyom no se decidía. Por una parte, tenía en cuenta que Kan había demostrado un gran conocimiento sobre aquel túnel y sobre el Metro en su conjunto, un conocimiento que iba mucho más allá de los límites del entendimiento humano. Estaba claro que se podía confiar en él. Pero, por otra parte, seguía vigente la ley inalterable de que había que ir siempre con el grupo más numeroso, porque eso era siempre lo más seguro.

Kan miró a Artyom.

—¿Qué te ocurre? ¿No te quedan fuerzas? ¡Yo te voy a ayudar!

Se arrodilló sobre una sola pierna y le tendió la mano.

Artyom evitó mirarle a los ojos, porque tenía miedo de encontrar el destello de locura que lo había aterrorizado en aquella otra ocasión. ¿De verdad sabía Kan lo que hacía, al desafiar no sólo a los miembros del grupo, sino también a la esencia misma del túnel? ¿Estaba realmente informado sobre ello? ¿Lo percibía? El trecho que figuraba sobre el plano del Metro —el Mentor— no era de color negro. Artyom habría jurado que era de color naranja claro, igual que el resto de la línea. La pregunta era: ¿Quién de los dos estaba ciego?

—¡Ven! ¿A qué esperas? ¿No entiendes que el menor retraso nos puede costar la vida? ¡La mano! ¡Dame de una vez la mano! —Kan estaba gritando, pero Artyom se alejó de él muy despacio, con pasos breves. Miró en todo momento al suelo mientras se reunía con el grupo.

—Ven, muchacho —oyó que le decía uno de los miembros de este—, ven con nosotros. No te enredes con ese loco. Es lo más sano que puedes hacer.

—¡Imbécil! —le gritaba Kan—. ¡Vas a morir con ellos! ¡Aunque tu propia vida no te importe, piensa al menos en tu misión!

Finalmente, Artyom se atrevió a levantar la mirada. Se topó con los ojos desorbitados de Kan. No descubrió en ellos ni el más mínimo atisbo de locura, sino tan sólo desesperación y cansancio. Se detuvo… pero en ese mismo instante una mano se posó sobre su hombro y tiró suavemente de él:

—¡Vámonos! Mejor que la palme él solo en vez de arrastrarte a ti también a la tumba.

Artyom tuvo cierta dificultad para entender el sentido de aquellas palabras. Le costaba pensar, y al cabo de un instante de vacilación dejó que el otro lo arrastrara.

El grupo se puso en marcha. Se acercó a las fauces del túnel sur. Avanzaban con pasmosa lentitud, como si hubieran estado luchando contra algún tipo de resistencia, como si caminaran bajo el agua.

De repente, Kan saltó con sorprendente agilidad, de nuevo a la vía, y recorrió con un par de zancadas la distancia que le separaba del grupo. Derribó de un puñetazo al hombre que sujetaba a Artyom, agarró al joven por el tronco y tiró de él con todas sus fuerzas.

Artyom vivió todo aquello a cámara lenta. Había presenciado con mudo asombro el salto de Kan —que pareció durar varios segundos—, y con la misma estúpida sorpresa presenció cómo el hombre con mostachos vestido con la chaqueta de lona caía pesadamente al suelo.

Pero en el mismo instante en el que Kan se marchó con él, el tiempo se aceleró de nuevo, y la reacción de los demás, que se habían girado después del golpe, le pareció casi tan veloz como un rayo. Estaban dando los primeros pasos hacia Kan, armas en ristre, mientras éste escapaba a paso ligero. Oprimía contra su cuerpo a un todavía inmóvil Artyom, lo mantenía detrás de sí, lo protegía con su cuerpo. Tenía la otra mano alzada, y en ella se mecía el nuevo fusil de asalto de Artyom, en el que se reflejaba la pálida luz.

—¡Marchaos! —les gritó Kan con voz ronca—. No veo que tenga ningún sentido mataros. En menos de una hora habréis muerto todos igualmente. Dejadnos en paz. ¡Marchaos!

Paso a paso se fue retirando hacia el andén, mientras que los hombres, indecisos, se quedaron donde estaban, y sus siluetas empezaron a desdibujarse en la oscuridad.

Sólo entonces, Kan bajó el arma y le ordenó a Artyom en tono brusco que subiera a la plataforma.

—Un poco más y conseguirás que pierda las ganas de salvarte, mi joven amigo —le susurró amenazante.

Artyom se encaramó torpemente al andén, seguido de cerca por Kan. En cuanto éste hubo recogido la mochila, atravesó la negrura que reinaba bajo uno de los arcos y tiró de Artyom tras de sí.

El vestíbulo de la Turgenevskaya no era largo. A mano izquierda terminaba en una pared de mármol, mientras que, al otro extremo —por lo poco que les permitieron ver las linternas— había una plancha de chapa ondulada. Las paredes estaban recubiertas de mármol parduzco. Pero los tres grandes arcos del corredor que llevaba a la estación Chistiye Prudy —que los comunistas llamaban Kirovskaya— estaban cerrados con grandes bloques de hormigón. La estación estaba totalmente vacía, no había nada por el suelo. No se veía ni rastro de vida humana, ni de ratas, ni de cucarachas. Mientras miraba alrededor, Artyom recordó las palabras de Bourbon: no había que tener ningún miedo de las ratas. La cosa empezaba a ir mal cuando no había ninguna.

Kan lo agarró por el hombro y se lo llevó a toda velocidad por la sala. Artyom notó a través de la chaqueta que la mano de Kan temblaba, como si hubiera sentido escalofríos. Entonces, cuando hubieron dejado los paquetes al borde del andén y se disponían a saltar a las vías, sintieron de pronto un rayo de luz a sus espaldas. Una vez más, Artyom se sorprendió de la rapidez con la que su acompañante reaccionaba a los peligros. En tan sólo unas fracciones de segundo, Kan se arrojó al suelo y apuntó con la mira al origen de la luz. No era una luz especialmente fuerte, pero les iba directa a los ojos, y por ello no tenían manera de saber quién era el que los perseguía. Aunque algo tarde, Artyom también se dejó caer al suelo como un saco. Se arrastró hasta su mochila y sacó de ella el arma antigua. Aun cuando fuera grande, y poco práctica, abriría igualmente impecables orificios del calibre 7,62, y no había casi nadie que pudiera mantener sus funciones orgánicas con semejante boquete en el organismo.

—¿Quién es? —bramó Kan.

Artyom pensó que si el sujeto en cuestión hubiese querido matarles lo habría hecho ya. Se imaginó con suma plasticidad cómo debía de verle el otro: estaba agachado, a la luz de la linterna, en la mira de su atacante. Se volvía a uno y otro lado como un caracol bajo una bota. Sí, si el otro hubiera querido matarle, Artyom se encontraría ya en un charco de sangre.

—¡No disparéis! —gritó una voz.

—¡Apaga la luz! —le exigió Kan, que había aprovechado la breve pausa para apostarse tras uno de los arcos y encender su propia linterna.

Artyom había logrado, por fin, escapar de su incómoda posición. Siempre con el cañón del arma bien sujeto con la mano, rodó de costado hasta salir de la línea de tiro, y se atrincheró también detrás de uno de los arcos. En aquel momento se hallaba en disposición de acercarse al desconocido por un lado y abatirlo con una descarga, si se le ocurría abrir fuego.

Pero el inesperado visitante obedeció, y entonces Kan le ordenó con voz más calmada:

—Bien. ¡Ahora deja el arma sobre el suelo! ¡Venga!

Algo cayó sobre las baldosas de granito. Artyom entró en la sala con el cuerpo pegado al suelo y el arma en ristre. No se había equivocado: a quince pasos de distancia se encontraba, iluminado por la linterna de Kan, con los brazos en alto, el barbudo con el que habían lidiado en la Sukharevskaya.

—No disparéis —les rogaba de nuevo con voz temblorosa—. No quiero haceros ningún daño. Dejadme que vaya con vosotros. Antes decíais que quien quisiera podía ir con vosotros. Yo… yo te creo. Yo también percibo que hay algo en el túnel derecho. Se han marchado ya. Se han marchado todos. Sólo quedo yo. Quiero intentarlo con vosotros.

—Tienes buenos instintos —le dijo Kan, al mismo tiempo que le observaba con atención—. Pero no me inspiras ninguna confianza. No sé por qué. De todos modos, aceptaremos tu propuesta, con la única condición de que me entregues de inmediato todo tu arsenal. Cuando nos encontremos en el túnel, irás delante. Y no se te ocurra gastarnos ninguna broma estúpida, porque entonces lo vas a pasar mal.

El barbudo le dio una patada a su propia pistola para hacérsela llegar a Kan, y, con gran precaución, dejó un par de cargadores en el suelo, a su lado.

Artyom se levantó y fue hacia él, con el arma a punto para disparar.

—¡Yo lo vigilo! —gritó.

—Adelante, con las manos siempre en alto —le gritó Kan—. Venga, salta a la vía. ¡Y ahora quieto! ¡Siempre con la espalda hacia nosotros!

Un par de minutos después de entrar en el túnel, mientras avanzaban rápidamente en formación triangular —el barbudo, llamado Tus, cinco pasos más adelante, y detrás de él Kan y Artyom— oyeron de repente, a la derecha, a través de una capa de tierra de varios metros de grosor, un sordo aullido. Se interrumpió tan súbitamente como había empezado.

Tus se volvió hacia los otros dos, angustiado, olvidándose incluso de sujetar bien la linterna. Ésta brincó en sus manos e iluminó desde abajo el rostro del barbudo, desfigurado por una mueca que horrorizó a Artyom más que el grito en sí.

Kan asintió en silencio.

—Los demás se equivocaron. Está claro. De todos modos aún no podemos estar seguros de que nosotros vayamos por buen camino.

Siguieron adelante a toda prisa. De vez en cuando, Artyom miraba a su protector y apreciaba en él signos de fatiga cada vez más claros: manos temblorosas, zancadas irregulares, el rostro perlado de sudor. Sin embargo, no hacía mucho rato que se habían puesto en camino. Era evidente que aquel camino le resultaba mucho más difícil a Kan que a él. Mientras observaba cómo las fuerzas de su compañero iban menguando, cayó en la cuenta de cómo le había salvado. Si Artyom se hubiera marchado con los demás por el túnel de la derecha, también habría sido víctima de aquella oscura muerte. Habría desaparecido sin dejar rastro alguno.

Aquel grupo era numeroso. Unos seis, o algo así. La regla de oro había fallado. Kan lo había presentido, o bien el mágico Mentor se lo había susurrado. Y, con todo, se trataba tan sólo de un trozo de papel de colores. ¿Lo había ayudado de verdad? El trecho entre la Turgenevskaya y la Kitay-gorod aparecía de color naranja. ¿O quizás era negro?

—¿Qué es eso? —preguntó Tus de repente. Se detuvo y miró intranquilo a Kan—. ¿Lo has notado? Detrás de nosotros…

Artyom estaba a punto de hacer un comentario sarcástico sobre los frágiles nervios de Tus. Él no había notado nada. Incluso la pesada sensación de congoja y peligro que le había asaltado en la Sukharevskaya le había abandonado ya. Pero vio con gran sorpresa que Kan se detenía al instante, les ordenaba silencio con la mano y se volvía hacia atrás.

—¡Qué olfato! —dijo Kan, tras medio minuto de apreciación—. Estamos encantados. La Reina está encantada[30] —añadió entonces, por algún motivo—. Si salimos de aquí, tendremos que hablarlo con más detalle. —Le preguntó a Artyom—: ¿No oyes nada?

—No, todo está en silencio. —Habría costado saber cuál era el sentimiento que se apoderaba de Artyom: ¿Celos? ¿Humillación? Sentía rabia de que su protector se expresara de manera tan halagüeña sobre aquel tosco diablo barbudo, que hacía tan sólo un par de minutos había estado a punto de matarlos.

—Qué raro. Yo pensaba que el don de escuchar el túnel se estaba desarrollando en ti. Ah, puede que aún no se haya desarrollado del todo. —Kan negó con la cabeza y se volvió hacia Tus—. Tienes razón. Está viniendo. Tenemos que seguir adelante, y más deprisa que antes. —Escuchó, y husmeó, intranquilo, como un lobo—. Se está precipitando sobre nosotros como una oleada. ¡Tenemos que seguir adelante! Si nos alcanza, el juego habrá terminado. —Tras decir estas palabras, se puso en marcha.

Artyom le siguió, pegado a sus talones, y casi tuvo que echarse a correr para no quedarse atrás. El barbudo caminaba junto a ellos, y por culpa de sus cortas piernas tenía que dar pasos muy rápidos y respiraba con dificultad.

Así anduvieron, quizá, durante diez minutos, y durante todo ese tiempo Artyom no alcanzó a comprender por qué se daban tanta prisa, sin resuello, entre traspiés. El túnel que quedaba a sus espaldas estaba vacío y tranquilo, no se veía ningún indicio de persecución. Pero de repente lo percibió. Había algo que les pisaba los talones, que se les acercaba a cada paso. No era una oleada, sino más bien un torbellino que agrandaba el vacío. Si no conseguían escapar, si aquello alcanzaba al pequeño grupo, sufrirían el mismo destino que los otros seis, y que tantos otros exploradores e idiotas que en algún momento habían entrado en un túnel en el que soplaban huracanes diabólicos, huracanes que se llevaban consigo a todos los seres vivos. Artyom sintió que le asaltaba un ígneo torrente de presentimientos, y se volvió hacia Kan. Éste le encontró la mirada y comprendió:

—Ah, ¿ahora tú también lo percibes? —exclamó—. Mal asunto. Eso significa que ya está muy cerca.

—¡Deprisa! —gritó Artyom con voz ronca—. ¡Antes de que sea demasiado tarde!

Kan aceleró y siguió adelante, prácticamente a saltos. La fatiga que el joven había creído descubrir en él había desaparecido por completo, en su lugar habían aflorado de nuevo en su rostro rasgos de animal. Artyom tuvo que echarse a correr para no quedarse atrás. Por el espacio de un segundo, pareció que podrían librarse de su implacable perseguidor, pero de repente Tus tropezó sobre un travesaño y cayó cuan largo era sobre la vía. Su rostro y manos quedaron cubiertos de sangre.

Dieron todavía algunas zancadas antes de detenerse, y, al darse cuenta de que el barbudo había caído, Artyom pensó, como por casualidad, que no quería demorarse allí, ni volver atrás, sino mandar al infierno a aquel pico de oro de piernas cortas junto con su, ¡oh!, maravillosa intuición, y seguir corriendo antes de que aquella cosa les alcanzara.

Artyom se avergonzó de sus propios pensamientos, pero la furia que le inspiraba Tus, que seguía sobre las vías y gemía sin fuerzas, era tan fuerte que acalló su conciencia. En cierto modo, le decepcionó ver cómo Kan retrocedía y, con un vigoroso movimiento, ayudaba al barbudo a ponerse en pie. En su fuero interno, Artyom había tenido la esperanza de que Kan, siempre desdeñoso de la vida y la muerte ajenas, abandonara en el túnel a aquel hombre.

Pero Kan le ordenó bruscamente a Artyom que sostuviera por un lado al renqueante Tus, lo agarró él mismo por el otro brazo y tiró de ambos. Correr les resultó aún más difícil que antes. El dolor hacía que Tus gimiera y le rechinaran los dientes con cada paso que daba, pero lo único que Artyom sentía por él era una rabia creciente. Su largo y pesado fusil de asalto le golpeaba dolorosamente las piernas, porque no le quedaba ninguna mano libre para sujetarlo. Tenía la angustiosa sensación de que llegaría tarde a algún lugar. Todo aquello le inspiraba, no miedo ante el negro vacío que les estaba siguiendo, sino rabia y rebeldía.

La muerte se hallaba muy cerca. A Artyom le habría bastado con detenerse y esperar medio minuto para que el funesto torbellino le alcanzara, le arrastrara en su seno y le hiciera pedazos. En unas pocas fracciones de segundo habría desaparecido de este universo. Pero sus pensamientos no le frenaban, no, sino que le daban nuevo vigor, reforzado por la cólera y la rabia. Un vigor que crecía a cada paso.

Y entonces, de repente, todo terminó. Aquella cosa desapareció. La sensación de peligro cesó de manera tan repentina que dejó en la conciencia de Artyom un lugar extrañamente vacío, un hueco, como si alguien le hubiera arrancado una muela enferma. Se quedó en donde estaba, como para tantearse el nuevo agujero con la punta de la lengua. A sus espaldas no había nada más, simplemente un túnel, un túnel limpio, seco, vacío, totalmente desprovisto de peligros. Todo el correr, los miedos y fantasías paranoicas, la superflua creencia que habían empleado en aquellas sensaciones fuera de lo común, le parecieron a Artyom tan ridículos, que se le escapó una carcajada. Tus estaba a su lado y lo miró con asombro, pero al fin afloró su rostro esbozó una sonrisa burlona y se puso igualmente a reír.

Kan les miró a los dos, descontento, y finalmente les dijo:

—Bueno, ¿anda todo bien? Éste lugar es bonito, ¿verdad que sí? ¡Tan tranquilo y tan limpio…!

Siguió adelante en solitario.

Artyom se dio cuenta de que al final del túnel se distinguía una luz, y de que quizá les quedaran unos cincuenta pasos hasta la estación siguiente.

Kan los esperaba a la entrada, sobre una escalera de acero. Mientras Artyom y Tus, riendo de nuevo, totalmente relajados, recorrían los últimos cincuenta metros, Kan lió un cigarrillo de algún tipo de hierba.

Entretanto, Artyom había llegado a sentir algo así como simpatía y compasión por Tus, que cojeaba, y que aún gemía entre risa y risa. Se avergonzaba de lo que había pensado anteriormente al caerse el barbudo. Había recuperado el buen humor, y el aspecto fatigado y magro de Kan, así como su mirada extrañamente desdeñosa, le hicieron sentir, incluso, una cierta incomodidad.

—¡Gracias! —gritó Tus, mientras subía por la escalera hacia donde estaba Kan—. Si no hubieras… si no hubierais estado vosotros ahí, habría muerto. Pero no me habéis abandonado. ¡Gracias! No lo olvidaré.

—No tienes por qué agradecérnoslo —le replicó Kan, sin más.

—Pero ¿por qué me habéis llevado con vosotros? —preguntó el barbudo.

Kan arrojó la colilla al suelo y se encogió de hombros.

—Me interesas como compañero de conversación. Nada más.

Tan pronto como estuvieron al final de la escalera, Artyom entendió los motivos por los que Kan no había querido quedarse en las vías. A la salida del túnel por el que se accedía a la Kitay-gorod había un montón de sacos de arena de la altura de un hombre. Detrás de la barricada estaban tres hombres medio agazapados sobre taburetes de madera. Su aspecto le inspiró cierto respeto. Cabellos muy cortos, hombros anchos bajo chaquetas de cuero raídas, y pantalones de chándal gastados, todo ello con apariencia de uniforme. Hacían resonar sus naipes sobre un cuarto taburete que estaba en medio. Maldecían de tal manera que Artyom no pudo encontrar en toda su conversación una sola palabra decente.

Para acceder a la estación había que pasar por una pasarela muy estrecha y por una reja que se encontraba antes de ésta. Pero allí tropezaron con una figura no menos impresionante: el cuarto centinela. Artyom le observó brevemente: los cabellos casi rapados, ojos grises y serosos, una nariz tirando a aguileña, orejas destrozadas. Llevaba una pesada Tokarev[31] en el cinturón. Era evidente que estaba borracho de vodka y que éste le nublaba el cerebro.

—¿Qué se os ofrece? —graznó el hombre, alargando las sílabas, y miró de pies a cabeza a Kan, y a Artyom, que estaba ya detrás del otro—. ¿Turistas o mercaderes?

—No somos mercaderes —le explicó Kan—. Estamos tan sólo de paso. No transportamos mercancía.

—De paso por si se da el caso —rimó el gorila, se puso a reír, y se volvió hacia los jugadores—. ¿Lo has oído, Kolya? «De paso, por si se da el caso.»

Kan sonrió pacientemente.

El oso, indolente, se apoyaba en la pared con el brazo. Mientras estuviera allí, no parecía posible pasar.

—Cobramos un… peaje, ¿entendéis? —explicó—. Id sacando la guita. Si queréis pasar, tendréis que pagar. ¡Y si no, largo!

—¿Y por qué, si se puede saber? —le dijo Artyom, irritado, aunque al instante se arrepintiera de ello.

Probablemente, el oso no había entendido bien las palabras de Artyom, pero la entonación no le había gustado. Apartó a Kan, dio un rotundo paso adelante y se encaró con Artyom. Con la barbilla baja, le clavó la mirada. Tenía los ojos totalmente vacíos. Parecían casi transparentes. Irradiaban estupidez y maldad. Artyom se esforzó por sostenerle la mirada, y la misma tensión le hizo parpadear. En ese momento sintió que, por una parte, le asaltaba el miedo, y, por la otra, el odio contra la criatura que se agazapaba tras aquellas gafas ahumadas y a través de éstas contemplaba el mundo.

—¿Qué te pasa, chaval? —le preguntó el centinela en tono amenazador. Le sacaba más de una cabeza a Artyom, y quizá le triplicaba en anchura de hombros.

El joven recordó la saga de David y Goliat. Lástima que no se acordara de quién era quién en aquella historia. En cualquier caso, terminaba bien para el pequeño y débil, y eso le dio confianza.

—¡No me pasa nada! —replicó, sorprendido de su propia insolencia.

Como era de esperar, el centinela se enfureció. Desplegó sus dedos cortos y gruesos, se arrojó sobre Artyom y le puso una mano sobre la frente. La piel de la palma estaba amarilla, callosa, y olía a una mezcla de tabaco con aceite de máquina. Artyom no tuvo tiempo de analizar los componentes exactos del cóctel, porque el fortachón lo empujó con fuerza hacia atrás.

Probablemente no había tenido que emplearse a fondo. Artyom salió disparado a un metro y medio de distancia, y derribó también a Tus, que estaba detrás de él. Ambos cayeron torpemente sobre la reja de acero, mientras que aquel gigante regresaba sin prisas a su puesto. Pero allí le esperaba una sorpresa. Kan había abierto su mochila, estaba allí plantado y sujetaba fuertemente con ambas manos el fusil de asalto de Artyom. Retiró ostensiblemente el seguro y dijo con voz suave:

—Vaya, vaya, ¿por qué eres tan brusco?

Artyom, rojo de vergüenza, se debatía aún en el suelo y luchaba por levantarse. Esta última pregunta le sonó como un sordo gruñido de advertencia, y al oírla dio el salto definitivo y se puso en pie. Por fin estaba erguido sobre ambas piernas. Tomó la vieja arma que llevaba a hombros, la empleó para apuntar al gorila, le quitó el seguro y la cargó. Estaba listo para apretar el gatillo. El corazón le latía acelerado, el odio se imponía claramente al temor, y le preguntó a Kan:

—¿Puedo…?

El propio Artyom se asombró: estaba a punto de matar, sin apenas vacilar, a un hombre que simplemente le había empujado. La calva empapada de sudor saltaba a la vista, y la tentación de disparar, muy fuerte. No importaba lo que ocurriera después. En aquel momento, lo más importante era matar a aquel gilipollas, hacer que se bañara en su propia sangre.

—¡Alerta! —gritó el fortachón cuando se dio cuenta de lo que estaba ocurriendo.

Veloz como el rayo, Kan le arrebató la pistola del cinturón, se puso a su lado y apuntó con la mira a los centinelas que en aquel momento acudían.

—¡No dispares! —le gritó a Artyom, y la escena, que un momento antes se había puesto en movimiento, se detuvo nuevamente: sobre la pasarela se hallaban el toro, inmóvil, con las manos en alto, y Kan, que apuntaba a los tres hombres. Éstos no habrían podido llegar hasta las armas que tenían apiladas—. Nada de derramamiento de sangre —gritó Kan, tranquilo, y su voz no sonó a ruego, sino a orden—. Tenemos que seguir unas normas, Artyom. —No perdió de vista en ningún momento a aquellas tres máquinas de luchar vivientes, los cuales, por su parte, sabían muy bien cuál era la potencia de fuego de un Kalashnikov a aquella distancia. Era evidente que no deseaban irritar a Kan—. Esas normas nos obligan a pagar un peaje al entrar en la estación. ¿A cuánto asciende la tarifa?

—Tres balas por barba —dijo el que se hallaba sobre la pasarela.

—Eso es mucho —observó Artyom, y apuntó hacia la región lumbar del gorila con el cañón del rifle.

—Dos —dijo éste, y miró con odio a Artyom, pero no se atrevió a hacer nada.

—Págale —le dijo Kan a Tus—. Así habremos cumplido.

Tus buscó afanosamente en el fondo de su mochila, se acercó al centinela y le puso en la mano seis cartuchos relucientes y puntiagudos. El centinela cerró el puño al instante y se metió los cartuchos en el holgado bolsillo de la chaqueta. Luego alzó de nuevo los brazos y miró a Kan, a la espera de lo que pudiese decirle.

Éste enarcó una ceja interrogativamente.

—¿Podemos dar la deuda por saldada?

El gordo asintió de mal humor, sin apartar los ojos del arma.

—¿Y el incidente quedará olvidado?

El gorila callaba. Kan sacó cinco cartuchos del cargador de repuesto, que estaban sujetos con cinta aislante al cargador principal, y los metió también en el bolsillo del centinela. El roce del metal borró de su rostro la tensa mueca, y reapareció la habitual expresión de indolencia y menosprecio.

—Esto es una indemnización por los daños morales sufridos —le explicó Kan, pero sus palabras no suscitaron reacción alguna. Parecía que su oponente no entendiese otro lenguaje que el del dinero y la violencia—. Ya puedes bajar las manos —le dijo Kan, y levantó el cañón del rifle con el que había mantenido en jaque a los jugadores.

Artyom hizo lo mismo, pero retorciendo los dedos de puro nerviosismo. Estaba dispuesto a apuntar de nuevo, cuando fuera necesario, contra el cráneo rapado de aquel tipo. No se fiaba de aquellos hombres. Pero su agitación fue en vano: el centinela bajó ambos brazos y susurró a los demás que ya no había ningún problema. Luego se recostó contra la pared y dejó pasar a los viajeros con afectada indiferencia.

Al pasar por su lado, Artyom hizo una vez más acopio de valor y le miró a los ojos, pero el gorila no se dio por enterado de su desafío y siguió mirando a algún punto en la lejanía. Pero, cuando ya estuvieron unos pasos más allá, el muchacho oyó que alguien mascullaba «mariquitas», y luego escupía ruidosamente al suelo. Estuvo a punto de volverse, pero Kan, que iba un paso más adelante, lo agarró por el brazo y lo arrastró tras de sí. Artyom sintió una mezcla de enfado por tener que soportar aquella ofensa, y alivio por ver que su desafío no era aceptado.

Pisaban ya el suelo de granito de la estación cuando resonó a sus espaldas un alarido: «¡Ehhhhh, devuélveme el arma!»

Kan se detuvo, sacó los largos cartuchos con las redondeadas balas del cargador del TT, volvió a cerrarlo y le arrojó la pistola al gordo. Éste la cazó al vuelo y se la guardó en los pantalones con un gesto mecánico. Al mismo tiempo, contempló con ira cómo Kan esparcía los cartuchos por el suelo.

—Disculpa —le dijo Kan, con los brazos abiertos—. Solo era una medida de precaución. Podemos decirlo así, ¿verdad? —Le guiñó el ojo a Tus.

La Kitay-gorod era distinta de todas las otras estaciones que Artyom hubiera visto en su vida. La sala central producía una insólita sensación de amplitud, casi inquietante. Sólo en algunos lugares estaba iluminada por bombillas que colgaban del techo. No había ninguna hoguera. Era evidente que estaban prohibidas. Pero, en el centro de la sala, una lámpara de mercurio proyectaba con generosidad su luz blanca. A Artyom le pareció una maravilla. Pero el tumulto que reinaba a su alrededor le distrajo de tal modo que no tuvo mucho tiempo para fijarse en aquel detalle.

—La estación es gigantesca —exclamó con asombro.

—Pues sólo estás viendo la mitad —le dijo Kan, mientras miraba en derredor y observaba al afanoso gentío—. La Kitay-gorod es el doble de lo que estás viendo. Desde luego se trata de uno de los lugares más extraños que se encuentran en el Metro. Ya habrás oído que aquí se cruzan varias líneas. Las vías que están allí, a la derecha, pertenecen a la línea Tagansko-Krasnopresnenskaya,[32] donde reinan una indescriptible locura y el caos más absoluto. Aquí se encuentra con tu línea, la Kaluzhsko-Rizhskaya, la de color naranja. Pero la Kitay-gorod no pertenece a ninguna de las federaciones, y por ello sus habitantes viven por sus propios medios. Es un lugar sumamente interesante. Yo lo llamo Babilonia. Pero en el sentido positivo del término.

En verdad, aquella estación era como un gran hormiguero. En cierta medida, se parecía a la Prospekt Mira, pero esta última, a pesar de todo, era un espacio organizado y sujeto a control. Artyom se acordó de las palabras de Bourbon: que en el Metro había sitios mejores que aquel bazar decadente por el que se habían paseado juntos.

Los puestos se alineaban junto a las vías en interminables hileras. La sala entera estaba repleta de tiendas y de construcciones abiertas semejantes a éstas. Algunas de ellas se habían transformado en puestos de comercio, mientras que otras servían como vivienda. Sobre otra, alguien había escrito con pincel «SE ALQUILA». Parecía evidente que se las ofrecían a los viajeros para pernoctar. Mientras caminaba, fatigado, por entre la multitud, mirando en todas las direcciones, Artyom descubrió la enormidad de un tren de color azul grisáceo, del que sólo quedaban tres vagones.

Un indescriptible barullo reinaba en la estación. Parecía como si ninguno de sus habitantes callara ni un solo segundo, que todos ellos tuvieran siempre algo que decir, gritar, cantar, que en todo momento se pelearan, rieran o lloraran por algo. En varios lugares la música se imponía incluso al griterío de la multitud. Por ello, reinaba un humor festivo impropio de la vida en el subsuelo.

En la VDNKh había personas a quienes les gustaba cantar, pero siempre en tono moderado y suave. Debía de haber tan sólo un puñado de guitarras en toda la estación. A veces se hacían reuniones en tiendas privadas para relajarse después del trabajo. En ocasiones se oía música también en el puesto de vigilancia del metro 300, en el que no era necesario dejarse los oídos para escuchar los ruidos que procedían del túnel norte. En tales casos, cantaban discretamente, acompañados por el instrumento de cuerda, pero a menudo sobre temas que Artyom no acababa de comprender: sobre guerras en las que no había tomado parte, guerras en las que se luchaba de manera diferente y extraña, o sobre la vida que antaño, en otros tiempos, se había vivido allá arriba.

Siempre le habían impresionado, sobre todo, las canciones sobre «Afganistán», que Andrey, antiguo infante de marina, tanto amaba. Se las habían enseñado compañeros del ejército mayores que él. Pero no entendía casi nada de ellas, aparte del dolor por los compañeros caídos y el odio contra el enemigo.

Andrey les había explicado en cierta ocasión a los jóvenes que «Afganistán» era un país. Les hablaba siempre de montañas, puertos de montaña, arroyos susurrantes, sobre los kishlaks,[33] la Vertushka[34] y los ataúdes de cinc.

Artyom entendía bastante bien lo que era un país. No en vano, Sukhoy se lo había explicado en el pasado. Pero, aunque supiera también algo acerca de los Estados y su historia, las montañas, ríos y valles no pasaban de ser conceptos abstractos; esas palabras tan sólo evocaban el recuerdo de estampas descoloridas en libros de geografía que su padre adoptivo conseguía durante sus viajes.

En cualquier caso, Artyom no había oído nunca música como aquélla en la VDNKh. Comparó las reflexivas y melancólicas baladas de Andrey con las alegres y caprichosas melodías que llegaban a sus oídos desde distintos lugares, y se dio cuenta de que la música podía alterar en gran medida el estado de ánimo de un ser humano.

Se sintió atraído por los músicos más cercanos, y así se juntó una vez más con un pequeño grupo de personas. Se fijó menos en las insolentes palabras de la canción —que hablaba de la aventura que había vivido alguien en un túnel después de tomarse la pertinente ración de dur —, que en la melodía, y contempló con curiosidad a los dos que estaban tocando. Uno de ellos llevaba sus largos y grasientos cabellos sujetos a la frente con una cinta de cuero. Vestía andrajos de colores y rasgueaba una guitarra. El otro, un hombre de edad avanzada, lucía una calva resplandeciente, unas gafas reparadas varias veces y sujetas con cinta aislante, y una chaqueta vieja y holgada. Tocaba un instrumento de viento que Kan llamó «saxofón».

Artyom no había visto nunca nada parecido. Los únicos instrumentos de viento que conocía eran las siringas que algunos habilidosos de la VDNKh se habían hecho con tubos de plástico de anchuras diversas, pero tan sólo para venderlas, porque en su estación no gustaban. Lo más parecido al saxofón que él conocía era la bocina que habían empleado para dar las alarmas desde que la sirena, por el motivo que fuera, dejó de funcionar.

Enfrente de los músicos, en el suelo, estaba puesta la funda de la guitarra, abierta, y en su interior había ya una docena de cartuchos. El melenudo cantaba a voz en grito, y cada vez que decía algo especialmente divertido y hacía muecas cómicas, la multitud estallaba en carcajadas, aplaudía, y un nuevo cartucho iba a parar a la funda.

Al terminar la canción, el melenudo hizo una pausa y se reclinó para descansar. Entonces, el saxofonista hizo una brillante interpretación de un tema que Artyom no conocía, pero que allí era visiblemente popular. El gentío aplaudió una vez más, y un par de relucientes cartuchos volaron por los aires y aterrizaron sobre el gastado terciopelo de la funda.

Kan y Tus estaban frente al escaparate de al lado y charlaban. Dejaron solo a Artyom, quien probablemente habría sido capaz de quedarse allí durante una hora entera y seguir escuchando las sencillas canciones, si no hubiera sido porque, de repente, la escena tuvo un brusco final. Dos fornidos individuos con aire de gánsteres se acercaron a los músicos. Se asemejaban a los centinelas que habían encontrado al entrar en la estación, y vestían también de manera parecida. Uno de ellos se agachó, y, sin más preámbulos, empezó a recoger los cartuchos que se encontraban en la funda de la guitarra y a guardárselos en los bolsillos. El guitarrista melenudo se arrojó sobre él para impedírselo, pero el otro lo rechazó de un empujón en el hombro, le arrancó la guitarra de las manos y la levantó, como si hubiera querido destrozar el instrumento contra el canto de una de las columnas. El segundo bandido arrojó sin gran esfuerzo al viejo saxofonista contra la pared, al notar que pretendía ayudar a su amigo.

Ninguno de los que contemplaban la escena se atrevió a intervenir. Ya no había tantas personas alrededor, y los pocos que se habían quedado miraban en otra dirección, o examinaban con gran interés las mercancías del puesto de al lado. Artyom sintió una gran vergüenza por ellos y por sí mismo, pero tampoco se atrevió a intervenir.

—Pero si ya habíais pasado… —argumentó el melenudo entre sollozos. Se sujetaba el hombro con la mano.

—Escúchame bien. Si vosotros tenéis un buen día, nuestro día también será bueno. ¿Lo has entendido? Oye, ¿y qué haces discutiendo conmigo? ¿Tienes ganas de pasar un rato en el vagón, grandísimo hijo de puta? —gritó aquel sujeto, y dejó la guitarra en el suelo. Era evidente que la había agarrado tan sólo para asustarle.

Al oír la palabra «vagón», el melenudo calló de pronto, y se apresuró a negar con la cabeza.

—Así está bien… ¡cabrón! —El gorila escupió a los pies del músico, que lo sufrió en silencio. Cuando se hubieron convencido de que la resistencia había terminado, los dos individuos se marcharon tranquilamente, en busca de otra víctima.

Artyom miró a su alrededor, confuso, y se dio cuenta de que Tus estaba a su lado. Había observado atentamente aquella escena.

—¿Quiénes eran? —preguntó Artyom.

—¿A ti qué te parece? Matones. ¿Qué iban a ser, si no? En la Kitay-gorod no hay gobierno. Se halla bajo el control de dos bandas. En esta mitad de la estación mandan los hermanos eslavos. Toda la escoria de la línea Kaluzhsko-Rizhskaya se ha reunido aquí. Todos ellos son asesinos y bandidos. Se hacen llamar «hombres de Kaluga», o «de Riga», aunque por supuesto no tienen nada que ver ni con Kaluga ni con Riga. Allí, ¿ves?, al final de aquel acceso —Tus le indicó una escalera que desde la mitad de la estación subía hacia la derecha—, allí hay otra sala que tiene exactamente el mismo aspecto que ésta. Allí reina el mismo caos, pero los que mandan en el caos son musulmanes del Cáucaso, especialmente azerbaijanos y chechenos. En otro tiempo hubo aquí una guerra. Ambas bandas querían quitarle el máximo territorio posible a la otra. Al final dividieron la estación en dos mitades.

Artyom no preguntó qué significaban aquellos nombres tan difíciles de pronunciar. Se imaginaba que corresponderían a estaciones del Metro que él no conocía, y que de ellas procederían todos aquellos hampones.

—Últimamente esto está relativamente pacífico —le siguió diciendo Tus—. Las bandas se enriquecen a base de cobrarle a todo el que se detiene en la Kitay-gorod, y exigen una tarifa aduanera a los que están de paso. La tarifa es la misma en las dos salas: tres cartuchos. Tampoco importa desde dónde se venga. Aquí no hay leyes, ni falta que hace. Tan sólo está estrictamente prohibido encender hogueras. Si te apetece comprar dur, te lo venderán con mucho gusto, y también cuentan con una amplia selección de aguardientes. Aquí puedes abastecerte de armas. Con todo lo que tienen, podrías acabar con la mitad de la red metropolitana. También encontrarás mucha prostitución. De todas maneras, no te lo recomiendo… —Tus le murmuró tímidamente lo que le había ocurrido a él.

—¿Y qué es eso del vagón? —le preguntó Artyom.

—¿El vagón? Es una especie de cuartel general que tienen. Si alguien les molesta, no quiere pagar, les debe algo, lo que sea, lo llevan al vagón. Allí tienen una cárcel y una cámara de tortura. Digamos que es como una prisión para morosos, si te apetece decirlo así. Un sitio que hay que evitar a cualquier precio. Pero dime, ¿tienes hambre?

Artyom asintió. ¡El diablo sabría cuánto tiempo había pasado desde que, en la Sukharevskaya, había bebido té y charlado con Kan! Al no llevar reloj, había perdido todo sentido del tiempo. La carrera por el túnel y la aventura que había vivido luego debía de haberles llevado varias horas. O tal vez hubiera durado tan sólo unos minutos. Por lo demás, también cabía la posibilidad de que el tiempo no transcurriera igual en los túneles y en otros lugares. En cualquier caso, tenía hambre. Miró alrededor.

—¡Shashlik! ¡Shashlik recién hecho! —gritaba un moreno tendero de nariz aguileña, y mostacho grueso y negro que estaba a su lado. Tenía un acento extraño que Artyom no había oído nunca.

En la VDNKh se cocinaba shashlik a menudo, y con gran afición. De carne de cerdo, por supuesto. Lo que les estaba ofreciendo el tendero no tenía apenas nada que ver con el verdadero shashlik. Tras una minuciosa observación, Artyom identificó los trocitos de carne trinchados en sus pinchos herrumbrosos como cuerpos de rata requemados, con las patas retorcidas. Al instante se mareó.

—¿No te gustan las ratas? —le preguntó Tus, compasivo, y señaló al tendero—. Ellos no comen carne de cerdo. El Corán se lo prohíbe. Pero en realidad las ratas no saben tan mal. —Miró con fruición el humeante brasero—. A mí, al principio, también me daban asco, pero acabé por acostumbrarme. Es verdad que están duras y tienen demasiados huesecillos, y además siempre huelen. Pero estos abrekes[35] saben preparar bien la carne de rata. Se puede confiar en ellos. Primero la adoban de no sé qué manera que la carne queda muy tierna, como un poema. ¡Y luego le ponen especias! ¡Y es mucho más barata!

Artyom cerró la boca, respiró hondo y trató de pensar en otra cosa, pero seguía teniendo delante de los ojos el negro cuerpo de la rata atravesado por el pincho. El pincho de acero que penetraba por la parte de atrás del cuerpo y salía por la boca abierta.

—Bueno, pues haz lo que quieras. Yo voy a comer de todos modos. Tendrías que probarlo tú también. ¡Cada pincho cuesta solamente tres balas!

Tras este último argumento, Tus hincó el diente en el shashlik.

Artyom no pudo hacer nada, salvo decirle a Kan que se iba un rato por su cuenta y marcharse en busca de algo que pudiese comer. Recorrió la estación entera, probó por cortesía el aguardiente de elaboración propia que unos fastidiosos tenderos le ofrecieron dentro de los envases más increíbles, y contempló con curiosidad, pero también con desconfianza, a las seductoras, casi desnudas mujeres que estaban de pie a la entrada de sus tiendas medio abiertas mientras lanzaban lujuriosas miradas a los paseantes. Se las veía vulgares, pero al mismo tiempo desenfadadas y libres, muy distintas de las reservadas mujeres de la VDNKh, marcadas por una vida dura. También se detuvo en los puestos de libros, pero no vio nada interesante. A lo sumo, noveluchas baratas, con el papel muy dañado. Las que iban dirigidas a mujeres hablaban de amores grandes y puros, y las que eran para hombres trataban de asesinatos y dinero.

La estación debía de tener unas doscientas zancadas de largo. Era más larga que la mayoría. Las paredes, así como los curiosos pilares en forma de acordeón, estaban revestidos de mármol, de color amarillo grisáceo en su mayoría, otros de color rosa. A lo largo de las vías colgaban pesadas placas metálicas, que en origen debían de haber sido amarillas. Apenas si se podía reconocer en ellas las insignias de un tiempo pasado.

Pero toda aquella maravilla se encontraba en un estado deplorable. Había dejado tras de sí tan sólo un suspiro triste, la insinuación de grandezas pasadas. Las hogueras de carbón habían cubierto de hollín el techo, las paredes estaban emborronadas en varios puntos con dibujos primitivos, a menudo obscenos, hechos con color o con herrumbre. Algunas piezas de mármol estaban rotas, y los ornamentos de metal, doblados y rayados.

En el centro de la sala había una escalera corta, pero amplia, que subía hacia la derecha y enlazaba con el otro vestíbulo. Artyom empezó a subir, pero se encontró con una barrera de acero, construida con una mezcla de elementos diversos, semejante a la que había visto en la Prospekt Mira.

Solo quedaba abierto un paso muy angosto, vigilado por varios hombres. En el lado de Artyom se encontraban los ya habituales bulldozers con pantalones de chándal, y en el otro unos hombres morenos con mostacho. Aunque su constitución física no fuera tan impresionante como la de los otros, tampoco parecían prestarse a burlas. Los bandidos charlaban unos con otros, y era difícil creer que en otro tiempo hubieran luchado como enemigos. Con cierto grado de educación, le explicaron a Artyom que el paso a la estación vecina le costaría dos cartuchos, y que cuando regresara tendría que pagar la misma suma. A raíz de sus experiencias anteriores, Artyom no discutió con ellos, y se marchó por donde había venido.

En cuanto hubo completado su recorrido por la sala y examinado todos los puestos de venta, regresó al extremo de la estación por el que habían entrado. Se dio cuenta de que la sala no terminaba allí. Había otra escalera para subir, y al final de ésta se encontraba un pequeño vestíbulo. Este último estaba igualmente dividido en dos partes por una barrera; era evidente que la frontera entre ambos imperios pasaba también por allí. Descubrió con gran sorpresa un verdadero monumento a la derecha, como los que hasta entonces había visto tan sólo en reproducciones. De todas maneras, no representaba a un hombre entero de tamaño natural, sino sólo su cabeza.[36]

¡Pero cuán grande era ésta! Debía de medir, por lo menos, dos metros. Aunque la parte de arriba estuviera hecha una porquería —mientras que la nariz, que la gente debía de tocar a menudo, relucía de manera casi estúpida—, Artyom sintió respeto ante ella, e incluso pavor. Le hizo pensar de inmediato en un gigante a quien le hubieran cortado la cabeza en el campo de batalla. Ésta, recubierta de bronce, adornaba el marmóreo vestíbulo de aquella Sodoma que los seres humanos habían excavado en las entrañas de la tierra para ocultarse de los ojos omnividentes del Señor y escapar del castigo. El rostro de la cabeza cortada era triste, y Artyom imaginó primero que debía de pertenecer a San Juan Bautista, el personaje del Nuevo Testamento. Lo había hojeado una vez. Pero luego llegó a la conclusión de que tales dimensiones solo podían corresponder a uno de los héroes de la historia de David y Goliat, de la que se acababa de acordar. Uno de los dos había sido grande y fuerte, literalmente un gigante, pero al final le cortaban la cabeza. Ninguno de los habitantes de la estación que se afanaban alrededor de Artyom pudo explicarle a quién correspondía en realidad. El muchacho sintió cierta decepción.

Por otra parte, encontró un lugar maravilloso al lado del monumento: un verdadero kabak, dentro de una tienda espaciosa y limpia, de agradable color verde mate, igual que la suya en la VDNKh. En el interior había flores de plástico y hojas de papel en los rincones —no se entendía muy bien por qué, pero de todos modos era bello—, y un par de mesas en buen estado con lámparas de aceite que arrojaban una cálida luz por toda la tienda. Y además, la oferta era digna de Lóculo: jugosa carne de cerdo guisada con setas. Artyom comprobó que aquel manjar se deshacía en la boca. En su estación sólo se podía comer algo parecido en los días de fiesta, y de todas maneras el aroma no era tan delicioso.

En torno a las mesas se sentaban algunos hombres bien vestidos. Sin duda alguna se trataba de influyentes mercaderes. Estaban cortando en trozos regulares aquella carne crujiente, que olía a grasa caliente. Masticaban sin prisa y charlaban en voz baja, con cortesía, sobre sus negocios. Cada cierto tiempo miraban a Artyom con educada curiosidad.

Por supuesto que se trataba de un placer caro: Artyom tuvo que sacar quince cartuchos de su cargador de repuesto y ponerlos sobre la ancha mano del orondo posadero. Se estaba lamentando ya de haber cedido a la tentación, pero el bienestar, la placidez y el calor que sentía en el estómago eran tan grandes que la voz de la razón, apaciguada, calló.

Y luego una jarra de brashka, un vino suave, ligeramente afrutado, que inspiraba una placentera euforia, pero no era tan fuerte como el turbio aguardiente de elaboración propia que se vendía en sucias botellas y recipientes de vidrio. El olor de este último, por sí solo, hacía que flaquearan las rodillas. Bien, faltaban todavía tres cartuchos —pero ¿qué eran tres miserables cartuchos en comparación con un cuenco de aquel centelleante elixir, que lo reconciliaba a uno con las imperfecciones de este mundo y ayudaba a recobrar la armonía interior?

Artyom se bebió la brashka en breves tragos. Por primera vez en los últimos días, se sintió tranquilo y seguro. Pensó en los acontecimientos recientes, y trató de entender qué era lo que había conseguido hasta aquel momento, y hacia dónde tendría que encaminar sus pasos. Había recorrido un buen trecho, y se encontraba de nuevo en una encrucijada.

Igual que el héroe[37] de aquel cuento casi olvidado de su infancia… hacía tanto tiempo que no era capaz de recordar quién se lo había contado: Sukhoy, el padre de Zhenya, o su propia madre. Lo que más le gustaba era pensar que lo había oído de labios de su madre, porque entonces, por unos instantes, le parecía que el rostro de ella emergía de entre las brumas, y oía una voz lenta y mesurada que le leía: «Había una vez…»

Igual que el mítico héroe, Artyom se encontraba frente a una piedra de la que partían tres caminos: hacia la Kusnetski Most, hacia la Tretyakovskaya, y hacia la Taganskaya. Fue bebiendo a tragos, con gran afición, la bebida embriagante, y se apoderó de él una beatífica languidez, le resultó cada vez más difícil pensar, y empezaron a darle vueltas en la cabeza las palabras: «Si vas todo recto, perderás la vida. Si vas a la izquierda, perderás el corcel…»

Habría podido quedarse por siempre en aquel estado. Después de tantas emociones, Artyom necesitaba desesperadamente un poco de tranquilidad. Valía la pena quedarse un tiempo en la Kitay-gorod, ver el panorama y preguntar a la población local por los diferentes caminos. También tendría que preguntarle a Kan si éste querría acompañarle más allá, o si sus caminos se separarían en aquella extraña estación…

Pero, por mucho que la indolente fantasía de Artyom le pintara las cosas de aquella manera, por mucho que el joven, exhausto, se entretuviera contemplando la pequeña llama que danzaba en la lámpara de mesa, de repente ocurrió algo que transformó totalmente sus esperanzas.