El techo estaba cubierto de hollín, hasta el punto de que no se distinguía su color original. Artyom lo miraba fijamente y no entendía nada. ¿Dónde se encontraba?

—¿Estás despierto? —oyó que le decía una voz familiar. El recuerdo del día anterior emergió al instante entre los muchos retazos de pensamientos e imágenes que le rondaban por la cabeza. ¿Había sido de verdad el anterior? Todo le parecía irreal. Las nebulosas del sueño se interponían entre la realidad y sus recuerdos. Basta con dormirse y despertar una sola vez: la realidad de los hechos se confunde. Al pensar en lo ocurrido, se hace extremadamente difícil separar la fantasía de lo que en realidad sucedió. Esto último palidece, igual que los sueños y los pensamientos sobre hechos futuros.

—Buenas noches —le dijo el hombre que lo había encontrado. Estaba sentado al otro lado de una hoguera de acampada, y el juego de las llamas le daba un aire de misterio a su rostro—. Ya es hora de que nos presentemos. Yo tengo un nombre corriente, parecido a los nombres que te rodean a ti en tu vida diaria. Pero es demasiado largo y no revela nada sobre mi persona. Soy la última encarnación de Gengis Kan, y por ello puedes llamarme Kan. Así es más corto.

—¿Gengis Kan? —Artyom le miró con incredulidad. Curiosamente, lo que más le sorprendió fue que el desconocido se presentara como la última encarnación de Gengis Kan, y al mismo tiempo no pareciera creer en la reencarnación.

—Amigo mío, no merece la pena que observes la forma de mis ojos y mi conducta con titubeos tan manifiestos. He pasado por muchas otras encarnaciones dignas de respeto. Pero Gengis Kan es todavía la más destacable en todo mi camino, aun cuando, con gran pena por mi parte, no conserve el más mínimo recuerdo de aquella vida. ¿Y cómo te llamas tú?

—¿Yo? Artyom. Por desgracia, no tengo ni idea de quién fui en mi vida anterior. Quizá tuviera yo también un nombre rimbombante.

—Me alegro de ello —le dijo Kan, visiblemente satisfecho por la respuesta—. Espero que quieras compartir conmigo mi frugal alimento. —Se puso en pie, y colgó sobre el fuego una lata de acero abollada, semejante a la que empleaba la guardia norte de la VDNKh.

Artyom se puso también en pie, buscó dentro de la mochila y sacó un embutido que traía de la VDNKh. Cortó algunas rodajas con el cortaplumas y las distribuyó sobre un paño limpio que también llevaba en la mochila.

—Toma —le ofreció el embutido a su nuevo conocido—. Para el té.

Artyom reconoció enseguida de qué té se trataba. Procedía de su propia estación, de la VDNKh. Mientras bebía de su recipiente de latón esmaltado, repasó una vez más en silencio los acontecimientos del día anterior. Su anfitrión se había sumido visiblemente en sus propios pensamientos y lo dejó en paz durante un rato.

La locura que les había atacado en el túnel había producido efectos claramente distintos a los de la otra vez. Artyom la había percibido tan sólo como un ruido que alteraba su capacidad de concentración y le impedía pensar con claridad, pero no le afectaba al entendimiento. Bourbon, en cambio, no había aguantado el violento ataque y, por ello, había perdido la vida. Artyom no habría imaginado que aquel ruido pudiese matar. Si no, no hubiera dado ni un solo paso por aquel túnel.

En aquella ocasión, les había atacado por sorpresa. Artyom estaba convencido de que primero les había embotado los sentidos. Había amortiguado el resto de sonidos sin hacerse audible él mismo. Luego, había frenado el curso de sus pensamientos hasta que éstos se detuvieron, quedaron paralizados, como si los hubiera recubierto la escarcha. Y sólo entonces habían sufrido el último golpe, el golpe aniquilador…

¿Cómo era posible que no se hubiera dado cuenta de que Bourbon estaba diciendo palabras que no podían salir de él, aun cuando se hubiera leído todas las profecías apocalípticas del mundo entero? Habían avanzado sin cesar, presa de una extraña ebriedad, sin presentir en ningún momento el peligro. Artyom también había tenido pensamientos extraños, había sido presa de un único pensamiento: que no podía callar, que tenía que hablar en todo momento. Pero no había alcanzado a entender qué era lo que les ocurría. Algo se lo había impedido.

Habría querido expulsar toda aquella historia de su mente. Olvidarla. Aún no se la creía del todo. En todos los años que llevaba en la VDNKh, había tenido noticia de tales situaciones tan sólo mediante rumores. Habría sido más fácil creer que cosas como aquélla no eran posibles en este mundo, que no podían tener lugar en él… meneó la cabeza y miró una vez más en derredor.

Se encontró una vez más con la misma opresiva media luz. Artyom tuvo la impresión de que el alumbrado de aquel lugar no podría mejorarse, sino que tan sólo podría empeorar cuando las caravanas dejaran de llevarles leña para el fuego. Los relojes instalados sobre las entradas de los túneles habían dejado de funcionar hacía mucho tiempo. Aquella estación no tenía gobernantes, nadie se preocupaba por aquello, y Artyom se preguntó por qué Kan le habría deseado las buenas noches, si, de acuerdo con sus cálculos, debía de ser ya por la mañana, o incluso el mediodía.

—¿Ahora es de noche? —preguntó, asombrado.

—Para mí, sí —le respondió el meditabundo Kan.

—¿Qué quiere decir con eso?

—Mira, Artyom, está claro que procedes de una estación donde los relojes aún funcionan bien, donde se les trata con respeto, donde cada uno ajusta su propio reloj de acuerdo con las cifras rojas que aparecen sobre la entrada del túnel. Vosotros tenéis una misma hora para todo el mundo. Y sucede lo mismo con la luz. Aquí todo es diferente. Nadie se preocupa por los demás. No hace falta que nadie proporcione luz a todos los que hemos venido a parar aquí. Propónselo a la gente que vive en este sitio: pensarán que es una idea absurda. Todo el que necesite luz tiene que proveerse por sí mismo. Y lo mismo sucede con el tiempo: todo el que necesite saber qué hora es, por miedo al caos, se inventa sus propias horas. Aquí cada uno tiene las suyas, según el momento en el que se ponga a contar. Pero no hay nadie que se equivoque. Cada uno defiende sus propios horarios y establece sus ritmos de acuerdo con ellos. Para mí, ahora es de noche. Para ti, es de mañana. Bueno, ¿y qué? Las personas como tú estáis pendientes del reloj durante los viajes, igual que los hombres de las cavernas llevaban siempre una brasa ardiendo dentro de un cráneo cubierto de hollín, por si podían emplearlo para encender un fuego. Sabes muy bien que en el Metro siempre es de noche, y por ello no tiene ningún sentido atenerse a las horas con exactitud. Destroza ese reloj, y entonces verás cómo el tiempo se transforma. Es una experiencia interesantísima. Se va alterando hasta que dejas de reconocerlo. Ya no está desmenuzado, ya no está dividido en segmentos, horas, minutos, segundos. El tiempo es como el mercurio: aunque intentes dividirlo en partes más pequeñas, se reconstituye al instante, de nuevo entero y sin forma. Los hombres lo han domesticado, lo han encadenado a sus relojes y cronómetros, y fluye igual para todos los que lo han encadenado. Pero déjalo libre, y verás: fluye de manera distinta para cada uno. Para alguien será lento y moroso, y ése lo medirá en cigarrillos fumados, o en respiraciones. Para otro, en cambio, escapa al instante, y su unidad son vidas humanas ya vividas. ¿Piensas que estamos en las horas de la mañana? Existe alguna posibilidad de que tengas razón. Digamos un veinticuatro por ciento. Con todo, esa mañana no tiene ningún sentido, porque sólo está teniendo lugar en la superficie, donde ya no queda vida alguna. Vida humana, por lo menos. ¿Acaso lo que ocurra allá arriba puede significar algo para los que no han estado nunca allí? No. Por eso yo te digo «buenas noches», y tú, si quieres, puedes responderme «buenos días». Y, por lo que respecta a esta estación, no tenemos tiempo alguno, salvo de un tipo muy raro: ahora son cuatrocientos diecinueve días, y se cuentan para atrás.

Kan calló y siguió bebiendo su té.

Artyom sonrió al pensar que los dos grandes relojes de la VDNKh eran honrados cual santuarios. ¡Qué habrían pensado los dirigentes de la estación de aquella idea de que el tiempo ya no existía… de que la existencia del tiempo había perdido su sentido!

Al cabo de un rato, Kan le dijo:

—¿No vas a contarme lo que le ocurrió a tu amigo?

Artyom no estaba seguro de hablarle a aquel hombre sobre la muerte de Bourbon ni sobre el misterioso sonido. Pero luego comprendió que, si quería confiarle a alguien todo aquello, el sujeto idóneo sería un hombre que se creía la última encarnación de Gengis Kan y pensaba que el tiempo había dejado de existir. Así, empezó a hablar, confuso y nervioso, sin preocuparse por narrar los acontecimientos en el orden correcto, más atento a sus propias sensaciones que a los hechos en la narración de sus anteriores aventuras.

Cuando hubo terminado, Kan le dijo en voz baja:

—Son las voces de los muertos.

—¿Disculpe?

—Has oído las voces de los muertos. ¿Dices que al principio se oían como susurros y crujidos? Sí, eran ellos.

—¿Qué muertos?

—Todos los que han fallecido en el Metro. También por ese motivo, soy la última encarnación de Gengis Kan. No va a haber más reencarnaciones. El mundo se acerca a su final, amigo mío. No sé cómo hemos llegado hasta este punto, pero la Humanidad se ve impotente ante ello. No existe ya ningún paraíso, y tampoco ningún infierno. Ningún purgatorio. Cuando el alma deja el cuerpo —espero que por lo menos creas en la inmortalidad del alma—, no encuentra ya ningún refugio. ¿Cuántos megatones se necesitaron para reducir a polvo la noosfera? Y eso que era tan real como esta tetera. Como siempre, no nos hemos andado con chiquitas. Hemos destruido a la vez el paraíso y el infierno. Y ahora tenemos que vivir en un mundo muy extraño, en un mundo donde el alma, tras la muerte, tiene que quedarse en el mismo lugar donde se encontraba. ¿Me entiendes? Tú te mueres, pero tu alma atormentada deja de reencarnarse, y, como ya no existe ningún paraíso, tampoco encuentra la paz. Está condenada a quedarse en el mismo sitio donde ha pasado la totalidad de su vida: en el Metro. Aunque no pueda darte una explicación teosófica exacta de los motivos por los que es así, de todos modos lo sé muy bien: en nuestro mundo, el alma se queda en el Metro después de la muerte. Deambulará por estas criptas subterráneas hasta el fin de los tiempos. El Metro unifica en su interior la vida material y los dos supuestos del más allá: tanto el jardín del Edén como el infierno. Vivimos entre las almas de los difuntos. Ellas nos han encerrado con un férreo cerco. Todos los que murieron atropellados por los trenes, acribillados, asfixiados, devorados por los monstruos, abrasados, o de alguna otra muerte extraña. Me he preguntado durante mucho tiempo hacia dónde iban al desaparecer, por qué su presencia no se hacía notar en el día a día, por qué no notamos siempre esta mirada ligera y fría que proviene de la oscuridad. ¿Sabes lo que es la tunelofobia? Yo antes pensaba que los muertos nos seguían por el túnel sin ser vistos, paso a paso, y que se disolvían en la oscuridad tan pronto como nos dábamos la vuelta. Que los ojos no servían para nada. Que con ellos no podíamos ver a los muertos. Pero que cuando sentimos un escalofrío en la espalda, cuando se nos eriza el cabello, cuando se nos queda helado el cuerpo… es que nos persigue una criatura invisible. Esto es lo que yo pensaba antes. Pero, gracias a tu narración, ahora lo veo todo claro. Por caminos que no podemos comprender, se introducen en los conductos de mantenimiento. Hace mucho tiempo, antes de que naciera mi padre, e incluso mi abuelo, cruzaba esta ciudad un pequeño río, que ahora, allí arriba, no existe ya.[27] Los habitantes de la ciudad pudieron contener el río y desviarlo hasta el subsuelo, donde seguramente sigue fluyendo todavía. Ahora, todo parece apuntar a que alguien ha desviado hacia las conducciones el río de los muertos. Tu camarada dijo palabras extrañas, y en realidad no fue él quien habló. Fueron las voces de los muertos, él las oyó dentro de su cabeza y las repitió… y finalmente se lo llevaron consigo.

Artyom tenía los ojos clavados en su interlocutor. Mientras le explicaba todo aquello, no había apartado los ojos de él ni una sola vez. Sobre el rostro de Kan fluctuaban las luces. En sus ojos ardía un fuego infernal. Era evidente que estaba loco. Probablemente, las voces de los tubos también le habían susurrado algo a él. Y, aunque Kan le hubiese salvado la vida y le hubiera tratado de manera tan amigable, la sola idea de quedarse más tiempo con él se le hacía horrible. Tenía que pensar la manera de reanudar el viaje, en esta ocasión por el más peligroso de todos los túneles: el que enlazaba la Sukharevskaya con la Turgenevskaya. Y luego seguir más allá.

—Siento haberte mentido —añadió Kan tras una breve pausa—: El alma de tu amigo no ha ido con el Hacedor, como te dije antes, no se ha transformado ni ha vuelto a la vida bajo una nueva forma. No. Se ha unido a todas esas almas desgraciadas que moran dentro de los tubos.

Entonces, Artyom pensó que estaría bien regresar en busca del cadáver de Bourbon y llevarlo hasta la estación. Bourbon le había dicho que allí tenía amigos que le ayudarían en el camino de vuelta si el viaje terminaba bien. Artyom estaba interesado también en la mochila del difunto, que aún no había abierto, y en la que, aparte de los cartuchos para el Kalashnikov de Bourbon, encontraría seguramente algo que le fuera de utilidad. Le causaba cierto reparo buscar allí dentro —era un poquito supersticioso—, y por ello estuvo mirando unos instantes sin atreverse a tocar nada.

—No temas —le dijo Kan, al notar sus dudas—. Ahora, todo lo que hay ahí dentro te pertenece.

—Yo entiendo que lo que usted ha hecho es expoliar un cadáver —le respondió Artyom en voz baja.

—No tengas miedo. No se va a vengar. No volverá a tener cuerpo… ¿sabes?, pienso que los muertos, al meterse en ese tubo, desaparecen. Pasan a formar parte del todo, su voluntad se disuelve en la voluntad de los demás, y su entendimiento se extingue. Ya no son personas independientes. Pero, si los que te dan miedo son los vivos, ya te digo yo que sólo tienes que vaciar la mochila en el suelo, en medio de la estación. Así, nadie te acusará de robo, y tendrás tu conciencia tranquila. Habías intentado salvar a ese hombre, y seguro que, si viviera, te estaría agradecido por ello. Puedes pensar que esta mochila es la recompensa por lo que has hecho.

Kan hablaba con tanta seguridad en sí mismo y tanta convicción, que Artyom se atrevió a meter la mano en la mochila y exponer su contenido a la luz de la hoguera, sobre un trozo de lona. Encontró cuatro cargadores más —antes, Bourbon le había entregado dos junto con el arma. ¡Era sorprendente que Bourbon, a quien Artyom había tomado por un mercader, necesitara aquel arsenal! Artyom envolvió cuidadosamente cinco de los cargadores en un trozo de lona y se los metió en su propia mochila, y cargó el sexto en el arma de Bourbon. Se encontraba en muy buen estado: engrasada con esmero, de acero brillante y bruñido. El gatillo se movía con facilidad y hacía un chasquido apagado, mientras que la pequeña palanca del seguro se desplazaba con cierta dificultad. Todo apuntaba a que se trataba de un arma nueva. La empuñadura encajaba bien en la mano y el cañón había sido minuciosamente pulimentado. El arma le transmitía una sensación de calma, seguridad y confianza en sí mismo. Artyom lo supo al instante: si tomaba algo de las cosas de Bourbon, sería el arma.

De todos modos, no encontró el cargador calibre 7,62 que le había prometido para su «máquina del infierno». Se preguntó cómo habría querido pagarle Bourbon. Quizá no hubiera tenido en ningún momento la intención de darle nada, tan sólo de pegarle un tiro en la nuca tan pronto como hubieran pasado la zona de peligro, arrojarlo a un pozo y olvidarlo para siempre.

Aparte de ropa, un plano del Metro lleno de garabatos que sólo su difunto propietario habría sido capaz de descifrar, y cien gramos de dur, encontró en el fondo de la mochila algunas raciones de carne ahumada envuelta en bolsas de plástico y un cuaderno de notas. Artyom no quiso leer este último, y, por lo demás, se sintió defraudado por sus hallazgos. En el fondo de su alma había abrigado la esperanza de encontrar algún objeto misterioso, algo de gran valor… el motivo por el que Bourbon estaba tan decidido a recorrer el túnel hasta la Sukharevskaya. Había creído firmemente que Bourbon hacía de correo, o era contrabandista o algo parecido. Ésa era la suposición que explicaba sobre su obstinación en pasar por el túnel y su disposición a pagar por ello. Pero Artyom había sacado las últimas mudas de la mochila, y, pese al afán con el que siguió buscando, no encontró nada más. Resultó evidente que la perseverancia de Bourbon debía de tener otras motivaciones. El muchacho se rompía la cabeza pensando qué era lo que Bourbon habría buscado en la Sukharevskaya, pero no se le ocurrió ningún motivo plausible.

Dejó de lado sus especulaciones al pensar que el infortunado se hallaba todavía en el túnel a merced de las ratas, aunque desde luego el muchacho hubiera pensado en ir por él y hacerse cargo del cadáver. De todos modos, no tenía ninguna idea clara de cómo rendirle un último homenaje al mercader, ni de lo que podía hacer con su cuerpo. ¿Quemarlo? Para esa tarea se necesitaban nervios de acero. Además, el sofocante humo y el hedor de la carne quemada llegarían a la estación y causarían cierto malestar. Por otra parte, arrastrar el cadáver hasta la estación habría sido fatigoso y sumamente desagradable. Una cosa era arrastrar a un hombre por la muñeca con la esperanza de que aún viviera, y cerrarse a la insistente percepción de que ya no respiraba ni se le notaba el pulso. Otra muy distinta, agarrar la mano de un muerto. ¿Y luego, qué? Si Bourbon le había mentido acerca de la paga, también era posible que los amigos que le esperaban allí fueran igualmente ficticios. Y entonces, si se presentaba en la estación con un cadáver desconocido, su situación iba a ser aún peor. Tras largas cavilaciones, le preguntó a Kan:

—¿Qué se hace aquí con los que mueren?

—¿A qué te refieres, amigo mío? ¿Me hablas del alma, o del cuerpo perecedero?

—Le hablo de los cadáveres —murmuró Artyom, cada vez más nervioso por culpa del palabreo sobre el Más Allá.

—Entre la Prospekt Mira y la Sukharevskaya hay dos túneles, pero sólo se puede pasar por uno. En el segundo túnel, no muy lejos de nuestra estación, el suelo se hundió, y se abrió un profundo abismo en el que, como suele decirse, podría desaparecer un tren entero. Desde uno de sus márgenes no se alcanza a ver el otro, y ni siquiera las linternas más potentes llegan hasta el fondo. Por ello, algunos necios han hecho correr el rumor de que se trata de un abismo sin fondo. Lo empleamos como cementerio. Arrojamos en él todos los cadáveres, como tú los llamas.

A Artyom no le gustó la idea de regresar hasta el sitio donde Kan le había encontrado, arrastrar el cadáver de Bourbon —que ya debía de estar algo rígido— hasta la estación, y desde ésta llevarlo hasta el abismo. Se convenció de que venía a ser lo mismo arrojar al muerto en un agujero que dejarlo en el túnel. En ninguno de los dos casos se podía hablar propiamente de un sepelio. Pero, cuando estaba a punto de persuadirse a sí mismo de que lo mejor sería dejarlo todo tal como estaba, vio de pronto, con estremecedora agudeza, el rostro de Bourbon delante de sus ojos. Éste le dijo: «Estoy muerto». Artyom sintió que el sudor le cubría el rostro. Se puso en pie con gran dificultad, cargó a hombros con la nueva arma y dijo:

—Voy a ir ahora mismo. Se lo había prometido. Cerramos un trato. Tengo que cumplirlo.

Anduvo torpemente por el andén, con las piernas envaradas, hasta la escalera de hierro por la que se bajaba a la vía.

Se vio obligado a encender la linterna cuando aún se encontraba en la escalera. Después de bajar saltando por los escalones, se detuvo un instante, indeciso. Una corriente de aire fuerte, con un olor como de podredumbre, le dio en la cara. Por un momento, sus músculos se negaron a obedecerle, aun cuando se esforzara en dar el siguiente paso. Entonces, cuando por fin hubo dominado el temor y el asco y quiso ponerse en marcha, se dio cuenta de que una pesada mano se había posado sobre su hombro. La sorpresa le hizo chillar, y se dio la vuelta. Algo se revolvió en su interior, y se dio cuenta de que no lograría empuñar el Kalashnikov que llevaba al hombro, de que no podría hacer nada…

Era Kan.

—No tengas miedo —le dijo a Artyom en tono tranquilizador—. Tan sólo te he puesto a prueba. No tienes por qué ir allí. El cuerpo de tu camarada ya no está. —Artyom le miró sin entender nada—. Mientras dormías, he ejecutado un rito fúnebre. No tienes ningún motivo para volver allí. El túnel está vacío.

Kan le dio la espalda a Artyom y volvió pausadamente a los arcos de acceso al vestíbulo.

Aliviado en lo más profundo, Artyom se dispuso a seguirlo. Al cabo de diez pasos, le dio alcance, y le preguntó, irritado:

—Pero ¿cómo es posible que lo haya hecho y no me haya dicho nada? Usted decía que daba lo mismo que se quedara en el túnel o que yo lo llevara a la estación.

Kan se encogió de hombros.

—De hecho, todo esto no significa nada para mí. Pero para ti era importante. Sé que tu viaje tiene un objetivo, y que recorres un camino largo y tortuoso. No sé cuál es exactamente tu misión, pero soportas una carga demasiado pesada para tus hombros, y por ello decidí ayudarte al menos en esto.

Miró sonriente a Artyom.

En cuanto llegaron a donde se encontraba la hoguera y se hubieron recostado sobre los trozos arrugados de lona, Artyom no pudo contenerse más:

—¿Por qué piensa usted que tengo una misión? ¿He hablado en sueños?

—No, amigo mío, has callado en sueños. Pero tuve una visión. En ella, un hombre me pedía ayuda. Me informó de que vendrías, y por ello fui en tu busca y te rescaté cuando andabas por el túnel con el cadáver de tu amigo.

—¿De verdad? Yo pensaba que habría oído usted el disparo.

—Eso también. Aquí el eco es muy fuerte. Pero no creerás en serio que me meto en el túnel cada vez que oigo disparos. Si así fuera, el camino de mi vida habría encontrado su final mucho antes y, sin duda, privado de fama.

—¿Y cómo era ese hombre?

—No sabría decirte quién era. Nunca lo había visto, ni había hablado con él. Pero al instante sentí su enorme fuerza. Me indicó que tenía que ayudar a un joven que aparecería por el túnel norte, y entonces me mostró tu imagen. Sólo fue una visión, pero la sensación de realidad era tan fuerte que, al despertar, a duras penas pude distinguir entre realidad y sueño. Era un hombre grande y fuerte, con el cráneo rasurado y reluciente, vestido de pies a cabeza de color blanco. ¿Lo conoces?

Artyom se estremeció. Todo lo que tenía alrededor se volvió borroso, y apareció ante sus ojos la imagen que Kan le había descrito. Era Hunter. La misma visión.

—Sí, lo conozco.

—Se metió dentro de mis sueños. Normalmente no se lo perdono a nadie. Pero su caso fue distinto. Necesitaba mi ayuda, igual que tú. No me ordenó nada, no me exigió que me sometiera a su voluntad. Se trató, más bien, de un insistente ruego. No sabía influir en la voluntad de un extraño ni deambular por pensamientos ajenos. Se encontraba, simplemente, en una situación difícil, muy difícil, pensaba en ti con desesperación, y buscó una mano amiga, un hombro sobre el que poder apoyarse. Yo le tendí la mano, y le permití que se apoyara sobre mi hombro. Y luego fui en tu busca.

Artyom se vio sumergido por una oleada de pensamientos, de pensamientos que se revolvían, que emergían uno tras otro a la superficie de su conciencia y se disolvían de nuevo antes de que pudiera traducirlos en palabras. Tenía la lengua como paralizada. Durante largo rato no fue capaz de decir palabra. ¿Podía ser verdad que aquel hombre hubiera tenido noticia de su llegada? ¿Hunter estaba vivo? ¿O había sido su sombra la que le había hablado? Si creía en lo que decía Kan, tendría que creer también en las espantosas descripciones de la vida de ultratumba que éste le había descrito. Habría sido mucho más reconfortante convencerse de que aquel hombre estaba loco… pero lo más importante: sabía algo de la misión que Artyom tenía que llevar a cabo. Lo llamaba misión, y, aun cuando no comprendiera del todo su sentido, sí entendía su peso e importancia, se compadecía de Artyom, quería aligerarle la carga que le había impuesto el destino.

—¿A dónde te diriges? —le preguntó Kan en voz baja, como si hubiera leído sus pensamientos. Al mismo tiempo, miró serenamente a los ojos a Artyom—. Explícame a dónde te lleva tu camino, y yo te ayudaré a dar el siguiente paso, si puedo. Él me lo pidió.

—A la Polis —le replicó Artyom—. Tengo que ir a la Polis.

—¿Y cómo quieres llegar hasta allí desde esta estación dejada de la mano de Dios? Amigo mío, tendrías que haber ido por la Línea de Circunvalación desde la Prospekt Mira hasta la Kurskaya, o la Kievskaya.

—Esas estaciones se encuentran en los dominios de la Hansa. Yo no conozco a nadie allí. No habría podido pasar. Da igual, de todos modos tampoco puedo regresar a la Prospekt Mira. Sería incapaz de volver a pasar por ese túnel. Quiero ir hasta la Turgenevskaya. He visto en un viejo plano que hay un corredor desde allí hasta la Sretensky Bulvar. En esta última empieza una línea que no llegó a funcionar, por la que se llega hasta la Trubnaya. —Artyom sacó el papel chamuscado con el plano al dorso—. En el plano aparece un enlace con la Zvetnoy Bulvar, y si todo anda bien, podré ir directamente desde allí hasta la Polis.

Kan negó tristemente con la cabeza.

—No, así no vas a llegar hasta la Polis. Esos planos mienten. Se imprimieron mucho antes de que todo ocurriera. En ellos aparecen líneas que no se llegaron a terminar, y estaciones que se vinieron abajo y sepultaron a cientos de personas inocentes. No dicen nada de los terribles peligros que acechan a lo largo del camino, y que hacen que muchas de las rutas no sean transitables. Ese plano es estúpido e ingenuo como un niño de tres años. Dámelo. —Le tendió la mano.

Artyom le obedeció y se lo dio. Kan lo arrugó y lo arrojó a la hoguera con desprecio. Luego le dijo:

—Y ahora enséñame el plano que has encontrado en la mochila de tu compañero.

Artyom tardó un rato en encontrarlo, y luego dudó en dárselo. No quería perderlo también. Kan se dio cuenta.

—No pienso hacerle nada, no tengas miedo —le dijo en tono conciliador—. Tienes que creerme: no hago nada porque sí. Podría parecerte que algunos de mis actos son absurdos, e, incluso, propios de un loco. Pero tienen un sentido que tú ahora no puedes comprender, porque tu percepción y tu comprensión del mundo son limitadas. Te encuentras al inicio del camino. Todavía eres demasiado joven para entender según qué cosas.

Incapaz de replicarle nada, Artyom le entregó a Kan el plano que había encontrado entre las cosas de Bourbon: un cuadrado de cartón, del tamaño de una postal. Le recordó una vieja tarjeta de felicitación, amarillenta, con maravillosas bolitas de colores y escarcha pintada, y la frase «FELIZ AÑO 2007», que Vitalik le había dado a Artyom años atrás, a cambio de una gastada estrella amarilla, procedente de una hombrera militar, que Artyom le había cogido a su padre adoptivo.

—Cuánto pesa —le dijo Kan con voz ronca, y Artyom se dio cuenta de que la mano de Kan reaccionaba como si hubiera sufrido un tirón hacia abajo, como si el plano hubiera pesado un kilo, o más. Hacía un segundo, al agarrar el plano, no había notado nada raro. Era un trozo de cartón, nada más—. Este plano es mucho más sabio que el tuyo. En él se ocultan conocimientos que me hacen dudar que perteneciese al hombre que lo llevaba. No me refiero a todas estas observaciones y trazos que se encuentran en él, aunque estos últimos también podrían explicarte muchas cosas. No, este plano tiene algo…

De pronto, Kan enmudeció. Artyom se volvió hacia él y le observó con atención. Profundas arrugas atravesaron su frente, y el mismo fuego de antes le ardió de nuevo en los ojos. Sí, su rostro había cambiado mucho, hasta el punto de que Artyom sintió de nuevo temor, y, una vez más, la urgencia de marcharse cuanto antes de aquella estación. Si era necesario, se adentraría de nuevo en el peligrosísimo túnel del que había escapado con tantos esfuerzos.

—Déjamelo a mí —le dijo Kan, no en tono de petición, sino de orden—. Te voy a dar otro, y no notarás la diferencia. Y también te voy a dar otra cosa… lo que siempre has deseado.

—Por favor. Ahora es suyo —le respondió Artyom, aliviado. Escupió estas últimas palabras como si se le hubieran atragantado en la boca y le hubieran estorbado en la lengua. Habían estado esperando allí desde el mismo momento en el que Kan le había dicho «déjamelo a mí», y, cuando por fin se hubo liberado de ellas, Artyom se sintió como si las palabras no hubieran sido suyas, sino ajenas, dictadas…

Repentinamente, Kan se alejó de la hoguera. Su rostro desapareció en la oscuridad. Artyom imaginó que quería ocultarle la pugna interior que estaba vibrando en su interior.

—Tienes que comprender, joven amigo mío —la voz que se oyó en la oscuridad era débil, vacilante. Habían desaparecido el poder y la fuerza de voluntad que poco antes habían inspirado un temor tan grande en Artyom—, que esto no es un plano. O, mejor dicho: no es solamente un plano. Es el indicador que podría guiarnos por el Metro. Sí, desde luego, sin duda. Lo es. Quien sepa interpretarlo podría atravesar el sistema entero en dos días, porque este plano… podríamos decir que está «vivo». Te dirá a dónde tienes que ir, y cómo. Te advertirá de los peligros. En resumen: te indicará el camino. Es por eso por lo que lo llaman «Mentor». —El rostro de Kan se acercó una vez más a la hoguera—. Había oído hablar de él. Existen unos pocos en la totalidad de la red de metro. Puede que éste sea el último que aún exista. Yo tengo un plano normal de la línea. Si quieres, copiaré en él todas las anotaciones del Mentor y te lo daré. Y además… —estuvo buscando entre sus cosas— puedo ofrecerte esto. —Sacó una linterna pequeña, de forma extraña—. No necesita baterías. Tiene esta forma como de aparatito para hacer ejercicio con las manos, ¿ves las dos palancas? Tienes que juntarlas, entonces el aparato genera su propia energía y se enciende. Su luz es muy débil, desde luego, pero existen situaciones en las que esta luz mortecina brillará más que las lámparas de mercurio de la Polis. A mí me ha salvado la vida varias veces. Espero que también te sea útil a ti. Llévatela, es tuya. Venga, tómala. De todos modos, es un trueque desigual. Quedo en deuda contigo.

Artyom, en cambio, pensaba que el trueque le había salido muy a cuenta. ¿Para qué quería las propiedades mágicas de aquel plano, si él mismo no era capaz de detectarlas? Probablemente lo habría tirado después de emplearlo un par de veces, y de haberse esforzado en vano por descifrar sus garabatos.

—La ruta que habías elegido te llevaría al abismo —le siguió diciendo Kan, quien, precavido, aún sostenía la tarjeta con una mano—. Toma mi viejo plano y estúdiatelo de nuevo. —Le entregó a Artyom uno pequeño, impreso sobre el dorso de un viejo calendario de bolsillo—. Me habías hablado del corredor desde la Turgenevskaya hasta la Sretensky Bulvar. ¿No has oído hablar de la mala fama que tiene esa estación, ni del largo túnel que va desde aquí hasta la Kitay-gorod?[28]

—Sí, me habían dicho que no se puede ir solo, que únicamente es seguro para las caravanas. Así que había pensado en unirme a una caravana que fuera a la Turgenevskaya, y una vez allí marcharme por el corredor. ¿No me iban a perseguir, verdad? —Artyom sintió que en su cabeza se agitaba un pensamiento vago, que éste le escocía, le turbaba. ¿Qué era lo que le sucedía?

—Allí no hay ningún corredor. Los accesos están tapiados.

¡Sí! ¿Cómo había podido olvidarlo? Por supuesto, se lo habían explicado hacía tiempo, pero él lo había olvidado. Los rojos habían tenido miedo de alguna criatura diabólica que merodeaba por el túnel y habían cerrado el único acceso a Turgenevskaya.

—Pero ¿no hay ninguna otra salida? —preguntó el precavido Artyom.

—No. Por lo menos, en los planos no aparece ninguna. Pero, aun cuando hubiera un corredor abierto, no creo que tuvieras suficiente coraje para separarte del grupo y entrar en él. Sobre todo si te quedas aquí a esperar que pase una caravana y mientras tanto oyes los últimos rumores que se cuentan sobre ese lugar encantador.

—Pero entonces, ¿qué voy a hacer? —Artyom, presa del desaliento, miró el pequeño calendario que tenía en la mano.

—Puedes ir hasta la Kitay-gorod. Es una estación interesante, y las costumbres que priman ahí son muy divertidas, pero al menos no desaparecerás sin dejar rastro. En cambio, sería muy verosímil que eso te ocurriera en la Turgenevskaya. Y cuando dejes atrás la Kitay-gorod… mira… —Kan le marcó la ruta con el dedo sobre el plano— sólo te quedarán dos estaciones hasta la Pushkinskaya, y de allí pasarás a la Chekhovskaya, luego seguirás por el túnel, y por fin llegarás a la Polis. Ese camino es incluso más corto que el que habías previsto originalmente.

Moviendo los labios, Artyom contó las estaciones y corredores de las dos rutas. Sí, era cierto. Por muchas pegas que se le buscaran, el camino trazado por Kan era más corto. No entendía por qué no se le había ocurrido antes a él. Pero es que, además, no parecía que le quedara otra opción.

—Tiene usted razón —dijo por fin—. ¿Las caravanas recorren ese camino muy a menudo?

—Por desgracia, no. Hay que contar con un pequeño, pero irritante detalle: para ir desde nuestra estación hasta la Kitay-gorod, esto es, en dirección sur, hay que venir hasta aquí desde el norte. Ya me dirás si te parece un camino sencillo. —Kan señaló el túnel—. En cualquier caso, ha pasado cierto tiempo desde que la última caravana se puso en camino hacia el sur. Es muy posible que desde entonces se haya formado un nuevo grupo. Habla con la gente, pregúntales, pero no demasiado. Por aquí rondan también bandidos de los que no se puede uno fiar… bueno, lo mejor será que te acompañe, para que no hagas ninguna tontería. —Artyom había agarrado ya la mochila, pero Kan le detuvo con un gesto—. No te preocupes por tus cosas. La gente de aquí me tiene tanto miedo que no habrá nadie que se atreva a acercarse al lugar donde yo vivo. Mientras estés aquí, te hallarás bajo mi protección.

Artyom dejó la mochila junto a la hoguera, pero de todos modos se llevó el fusil de asalto. Aquel nuevo tesoro era demasiado valioso. Luego siguió a Kan. Éste anduvo con grandes zancadas, pero sin prisas, hasta las hogueras que ardían al otro extremo de la sala. Artyom comprobó con asombro que los vagabundos hambrientos y envueltos en andrajos malolientes retrocedían asustados ante ellos. De hecho, parecía que le tuvieran miedo a Kan. Pero ¿por qué?

Dejaron atrás la primera hoguera sin que Kan se detuviera. Era un fuego insignificante. A duras penas ardía. A su lado se sentaban, muy juntos, un hombre y una mujer. Se les oía hablar en voz baja, susurrante, en una lengua desconocida, pero las palabras no llegaban a oídos de Artyom. Éste, llevado por la curiosidad, estuvo a punto de torcerse el cuello. Le costó alejarse de aquella extraña pareja.

La siguiente hoguera era grande y luminosa, y a su lado se encontraba un campamento entero. En torno al fuego se sentaban hombres grandes y fuertes, de aspecto tirando a salvaje. Resonó una risa fuerte, y las violentas maldiciones que desgarraron el aire amedrentaron a Artyom. Kan, sin embargo, pasó tranquilamente, confiado, por un lado de la hoguera, saludó y ocupó un lugar. Artyom no tuvo otro remedio que seguir su ejemplo y acurrucarse a su lado.

—…se miró, y vio que tenía la misma erupción en las manos, y una hinchazón en las axilas, y sentía un dolor atroz. ¡Imaginaos qué horror! Ante una situación como ésa, cada uno reacciona de una manera diferente. Uno se pega un tiro en el mismo instante, otro enloquece y se arroja sobre los demás: trata de contagiar a alguien para no ser el único que estira la pata. Un tercero se marcha por un túnel dejado de la mano de Dios, fuera de la Línea de Circunvalación, para no contagiar a nadie. Cada uno actúa de una manera distinta. De todos modos, ese que ahora os decía vio lo que le había sucedido, y le preguntó a nuestro médico: ¿Tengo alguna esperanza de recobrar la salud? El médico le dijo sin rodeos: «Ni la más mínima. Una vez comienza la erupción, te quedan dos semanas de vida». Veo que el comandante del batallón prepara el Makarov[29] por si el enfermo enloquece…

Aquella voz quebrada por la emoción provenía de un hombre pequeño, flaco, de cabello desgreñado, que vestía una chaqueta forrada de algodón. Contemplaba a los allí reunidos con ojos grises y serosos.

Artyom no entendía de qué iba todo aquello, pero el tono de la narración y el silencio de los presentes, que poco antes habían reído con fuerza, le obligaron a estar atento. Para no llamar la atención, le preguntó en voz baja a Kan:

—¿De qué está hablando?

—De la peste —le respondió el melancólico Kan.

Al escuchar estas palabras, Artyom creyó sentir el hedor de los cuerpos podridos y los cadáveres quemados. Le pareció que oía el sonido de las alarmas y el aullido de las sirenas.

La VDNKh y su entorno no sabían nada de epidemias. Los transmisores más importantes —las ratas— habían sido aniquilados, y además había algunos médicos competentes en la estación. Artyom sólo conocía las epidemias mortales a través de los libros. Algunos de éstos habían llegado a sus manos cuando aún era muy pequeño y habían quedado impresos en su memoria, y habían reinado sobre el mundo de sus sueños y temores a lo largo de toda su niñez. Cuando oyó la palabra «peste», un sudor frío le recorrió la espalda, y empezó a marearse. No preguntó más, sino que escuchó con ardiente interés la narración del hombre flaco con la chaqueta forrada en algodón.

—Pero el rojo no estaba tan mal. Debió de esperar como un minuto, y luego dijo: «Dadme un par de cartuchos, y me marcho. No puedo quedarme con vosotros». El comandante respiró aliviado, yo mismo lo oí. ¡Cómo no!, tener que matar a uno de tus propios hombres no debe de ser ninguna alegría, aunque esté enfermo. Los muchachos reunieron lo que tenían y le dieron un par de cargadores enteros al rojo. Entonces se marchó en dirección nordeste, más allá de la Aviamotornaya. No volvimos a verlo. El comandante le preguntó al médico cuánto tiempo podía pasar hasta que la enfermedad se manifestara. El otro le contestó que el período de incubación era de una semana. Si no tienes nada durante la semana después del contacto, es que no te has contagiado. Entonces, el comandante se decidió: volvemos a la estación, nos quedamos allí una semana y luego pasamos una revisión. No podíamos atravesar la Línea de Circunvalación en dirección al centro. Si la enfermedad se propagaba, el Metro entero moriría. Y fue así como nos quedamos allí durante una semana. Apenas si tuvimos contacto entre nosotros. Nadie sabía quién podía contagiar a los demás, y quién no. Y, además, teníamos a un tío al que siempre habíamos llamado «Jarra» por lo mucho que le gustaba la bebida. Siempre nos daba miedo, porque era colega del rojo. Si se acercaba demasiado, escapábamos hasta el otro extremo de la estación. A veces había alguien que desenfundaba el arma, y repetía la consigna: «¡Ni se te ocurra acercarte!». Cuando se quedó sin agua, los muchachos le dieron de la suya, pero se la dejaban en un lugar convenido y luego se alejaban. Nadie le permitía que se acercara. Al cabo de una semana, desapareció. Cada uno dio su opinión. Algunos llegaron a decir que se lo habría llevado alguna especie de monstruo. Pero los túneles de aquella zona son seguros. Yo, personalmente, creo que debió de notarse una erupción, o una hinchazón en las axilas. Y por eso se marchó. El resto de los miembros del grupo no nos contagiamos. Esperamos todavía algún tiempo, y luego el comandante nos examinó. Estábamos todos sanos.

Artyom se fijó en que los otros hombres se mantenían a cierta distancia del narrador, aun cuando no hubiera mucho espacio en torno al fuego.

—¿Tu camino hasta aquí ha sido muy largo, hermano? —preguntó en voz baja un hombre de apariencia ruda, barbudo, en chaqueta de cuero.

—Habrán pasado unos treinta días desde que partimos de la Aviamotornaya —le respondió el flaco.

—Vaya, pues tengo que darte una noticia. En la Aviamotornaya ha empezado una epidemia de peste. De peste. ¿Lo has entendido? La Hansa ha cerrado también la Taganskaya y la Kurskaya. Eso se llama cuarentena. Tengo conocidos allí. Ciudadanos de la Hansa. Se han apostado con lanzallamas en los túneles tanto de la Taganskaya como de la Kurskaya. Queman vivo a todo el que se les ponga a tiro. Entendámoslo como un sistema de desinfección. Parece que el período de incubación sólo dura una semana en algunas personas, pero para otras debe de durar más, porque si no la peste no habría llegado hasta allí.

—¿Y eso a qué viene, muchachos? ¡Estoy sano! ¡Podéis verlo vosotros mismos!

El hombre se puso en pie de un salto y empezó a quitarse desesperadamente la chaqueta, y luego una camisa increíblemente sucia. Se dio mucha prisa, como si tuviera miedo de no poder demostrar a tiempo su salud.

La tensión creció. Todos se agolpaban al otro lado de la hoguera, hablaban nerviosamente entre sí, y Artyom oyó un pequeño chasquido. Interrogó con la mirada a Kan, agarró el nuevo fusil de asalto que llevaba al hombro y lo empuñó, dispuesto a luchar.

Kan calló, pero le indicó por señas a Artyom que no hiciera nada. De pronto se levantó, se alejó silenciosamente de la hoguera e hizo que el muchacho le siguiera. Se detuvo a diez pasos de allí y aguardo a ver lo que ocurría.

A la luz de la hoguera, los movimientos del hombre que se estaba desnudando se asemejaban a una danza primitiva y demencial. Los murmullos se habían ido acallando y el drama prosiguió en aciago silencio. Finalmente, el hombre se quitó los calzoncillos y gritó, triunfante:

—¡Mirad! ¡Estoy bien! ¡Estoy sano! ¡No tengo nada! ¡Estoy sano!

El barbudo del chaleco sacó de la hoguera un tizón que ardía tan sólo por un extremo, se acercó con gran precaución al hombre flaco y, con visible asco, empezó a examinarlo. La piel de aquel hombre que había hablado demasiado estaba negra de pura suciedad y tenía como un brillo grasiento, pero el barbudo, a pesar de todos sus esfuerzos, no consiguió encontrar ni un solo indicio de erupción, por lo cual le ordenó:

—¡Alza los brazos!

El desgraciado levantó los brazos al instante. Todos los presentes contemplaron sus magras axilas. El barbudo se tapó ostentosamente la nariz con la mano que tenía libre y se le acercó, miró con suma atención, buscó hinchazones, pero fue incapaz de encontrar ningún síntoma.

—¡Estoy sano! ¡Sano! ¿Me creéis ahora? —gritó el hombre con voz casi histérica.

Los demás empezaron a susurrar en tono hostil. El barbudo tomó la palabra por todos los demás y le explicó:

—Está bien, puede que estés sano. ¡Pero eso no significa nada!

—¿Cómo que no significa nada?

—Es muy sencillo: puede ser que no estés enfermo. Quizá seas inmune a la infección. Pero podrías llevarla igualmente dentro de tu cuerpo. ¿Habías tenido contacto con aquel rojo? ¿Te encontraste en la misma unidad que él? ¿Hablaste con él? ¿Y si bebisteis de la misma botella? ¿Le estrechaste la mano? ¿Lo hiciste, hermano? Sé sincero.

—Sí, bueno, ¿y qué? No estoy enfermo… —gritó el otro, desesperado. Indefenso, miró a los demás.

—Eso no significa que no estés infectado, hermano. Lo sentimos, pero el riesgo es demasiado alto. Tenemos que ser precavidos, ¿lo entiendes? —El barbudo se desabrochó el chaleco. Bajo éste se ocultaba una funda de cuero. Entre los que estaban reunidos al otro lado de la hoguera se oyeron gritos de aprobación, y, una vez más, el chasquido de las armas.

—¡No, muchachos! ¡Estoy sano! No me he contagiado. ¡Mirad! —El flaco levantó una vez más los brazos, pero esta vez arrugaron todos ellos la nariz, con desprecio, visiblemente asqueados.

El barbudo desenfundó la pistola y apuntó al hombre. Este parecía no entender lo que ocurría, y siguió murmurando que estaba sano. Al mismo tiempo, se envolvió con la raída chaqueta y la ciñó contra su cuerpo. Hacía frío, y estaba empezando a helarse.

Artyom no pudo contenerse. Quitó el seguro del arma y dio un paso hacia los hombres, sin saber de verdad lo que hacía. Sintió que se le encogía el estómago, y se le hizo un nudo en la garganta que le impidió hablar. Pero había algo en aquel hombre, en sus ojos vacíos y desesperados, en sus murmullos mecánicos y sin sentido, que le roía por dentro y le obligaba a dar aquel paso. ¡Quién sabe lo que habría hecho… pero entonces una mano se posó sobre su hombro! ¡Y qué pesada era la mano esta vez!

—No te muevas —le ordenó Kan con voz calmosa. Artyom se quedó quieto, y sintió, literalmente, que su fuerza de voluntad se destrozaba contra la pared de granito de aquella voluntad ajena—. No puedes ayudarle. Solo conseguirás morir tú mismo, o que desvíen su ira hacia ti. En cualquiera de los dos casos, tu misión quedaría sin cumplir.

En el mismo instante, el hombrecito dio un respingo, gritó, y de repente, envuelto todavía en la chaqueta, saltó a la vía y corrió, con sorprendente velocidad, chillando casi como un animal, hasta la entrada del túnel sur. El barbudo saltó detrás de él y apuntó a su espalda, pero luego dio a entender por señas que no dispararía. Ya no era necesario. Todos cuantos se hallaban en el andén lo sabían. Lo único que no sabían era si el fugitivo alcanzaba a comprender hacia dónde estaba corriendo, si esperaba un milagro, o si de puro miedo no sabía ya lo que hacía.

Al cabo de unos pocos minutos, tanto su aullido como el eco de sus pasos terminaron de repente. Como si alguien hubiera bajado de pronto el volumen. Incluso el eco cesó de pronto, y se hizo el silencio. Aquello resultó tan raro y desacostumbrado para el entendimiento y para el oído de los presentes, que trataron de llenar el vacío que parecía haberse formado de pronto y se imaginaron que aún se oía un grito a lo lejos. Pero todos ellos sabían que se trataba tan sólo de una ilusión.

—Las jaurías de chacales no tienen problemas para descubrir a un animal enfermo, amigo mío —dijo Kan, y Artyom se estremeció, porque vio en sus ojos el fuego del animal de presa—. El enfermo es una carga para la jauría y un peligro para la salud de todos los demás. Por ello lo matan a mordiscos y lo trocean.

Artyom empleó un tiempo en reunir el valor necesario para responderle.

—Pero esos hombres no son chacales. —En aquel momento empezó a pensar que tal vez se tratara de verdad de una reencarnación de Gengis Kan—. ¡Son seres humanos!

—La humanidad se degrada. Nuestra medicina se encuentra ya en el nivel de los chacales. Y lo mismo podemos decir de la propia humanidad. Por eso…

Artyom sabía muy bien lo que le podía replicar, pero le pareció que pelearse con el único defensor que tenía en aquella salvaje estación no habría sido muy inteligente.

Kan cambió de tema.

—Y ahora que nuestros amigos sufren todavía la impresión de lo ocurrido y tienen miedo de las enfermedades infecciosas, deberíamos forjar el acero antes de que se enfríe. Si no, podrían pasar semanas hasta que se decidieran a partir. Quizá puedas ponerte en marcha ahora mismo.

Los hombres que se hallaban en torno a la hoguera discutían agitadamente sobre lo que había ocurrido. Todos ellos estaban tensos y confusos. Un terrible peligro había arrojado sobre ellos su sombra fantasmal, y se esforzaban por decidir qué se haría. Pero sus pensamientos se movían en círculo como un ratón de laboratorio en un laberinto, se arrojaban impotentes contra las paredes, iban absurdamente de un lado para otro, incapaces de encontrar una salida.

—Nuestros amigos están a punto de caer en el pánico —dijo Kan, satisfecho, y miró a Artyom con regocijo—. Por otra parte, se dan cuenta de que acaban de linchar a un inocente, y una acción como ésa no favorece precisamente el pensamiento racional. No nos las vemos con un grupo de personas, sino con una jauría. ¡Un estado mental idóneo para las manipulaciones psíquicas! Las circunstancias nos favorecen más de lo esperado.

El rostro triunfal de Kan incomodó de nuevo a Artyom. Éste trató de responderle con una sonrisa —al fin y al cabo, Kan quería ayudarle—, pero solamente logró esbozar una expresión lastimera y no muy convincente.

—Ahora, lo más importante es la autoridad. El poder. Toda jauría respeta el poder, y no los argumentos lógicos —siguió diciendo Kan, y le hizo señas con la cabeza a Artyom—. No te muevas y obsérvalos. Hoy mismo podrás reanudar el viaje. —Dio un par de largas zancadas y se puso en medio del grupo—. ¡No podemos quedarnos aquí! —gritó su atronadora voz.

Al instante se extinguieron los murmullos. Los hombres escucharon a Kan con precavida curiosidad. Este último tenía dotes retóricas poderosas, casi hipnóticas, y las estaba empleando. Sólo con oír sus primeras palabras, Artyom fue presa de una fuerte sensación de peligro, del peligro que acechaba a cualquiera que permaneciese en aquella estación.

—¡Ha apestado el aire de la estación entera! ¡Si seguimos respirándolo, será nuestro fin! Esas bacterias están por todas partes, y cuanto más tiempo nos quedemos aquí, más grande será el peligro de contagiarnos. Vamos a morir como las moscas, y nos pudriremos aquí, en medio de esta sala. Por aquí no pasará nadie que nos ayude. No alberguéis esperanzas. Solo podemos confiar en nosotros mismos. Así pues, tenemos que marcharnos de esta estación maldita. Si nos vamos ahora, todos juntos, no va a ser difícil llegar al otro extremo del túnel. ¡Pero no podemos esperar más!

Se oyeron gritos y murmullos de aprobación. Igual que Artyom, la mayoría no podía sustraerse al enorme poder de convicción de Kan. El muchacho, guiado por sus palabras, pasó por todos los estados y sensaciones que el discurso de éste contenía: peligro, temor, pánico, desesperación, y luego una débil esperanza que se hacía cada vez más grande, a medida que Kan les explicaba la solución que les estaba proponiendo.

—¿Cuántos sois?

Al instante, varias personas empezaron a contar cuántos eran los miembros del grupo. Aparte de Kan y Artyom, había ocho personas junto a la hoguera.

—¿A qué estamos esperando? ¡Somos diez! ¡Podemos conseguirlo! Recoged vuestras cosas, tenemos que marcharnos dentro de una hora como máximo… —Kan se volvió, y le susurró a Artyom—: Date prisa, vuelve junto a la hoguera, recoge también tus propiedades. Ahora es importante que no les dejemos tiempo para reflexionar. Si ven que vacilamos, empezarán a dudar que realmente les convenga acompañarnos hasta la Chistiye Prudy. Algunos de ellos viajaban, de hecho, en la dirección contraria, y también los hay que viven en esta estación y no saben hacia dónde tienen que ir. Yo habré de acompañarte hasta la Kitay-gorod. Tengo miedo de que, si no lo hago, pierdan su entusiasmo a la mitad del túnel, y simplemente olviden hacia dónde se dirigen, y por qué.

Artyom metió rápidamente en su mochila las cosas de Bourbon que había escogido. Kan lió un fardo con su trozo de lona y apagó la hoguera. Mientras hacían todo esto, Artyom iba mirando de reojo lo que sucedía al otro extremo de la sala. Así como al principio todo el mundo se había empeñado con gran afán en recoger sus cuatro cosas, luego sus movimientos se habían vuelto mucho más lentos y menos coordinados. Uno se sentaba junto al fuego, el otro se paseaba sin motivo aparente por el centro de la sala, donde otros dos se habían encontrado y empezaban a charlar. Artyom se imaginó lo que estaba ocurriendo. Tiró de la manga de Kan.

—Están hablando entre sí —le advirtió.

—Por desgracia, el trato con sus semejantes es un rasgo inmutable de las criaturas humanas —le respondió Kan—. Aun cuando se quiebre su voluntad, y estén hipnotizados, tratarán siempre de entrar en contacto los unos con los otros. El ser humano es un animal social. Ahí no se puede hacer nada. En cualquier otra situación, pensaría que tales impulsos humanos son un don de la divinidad. Y aún lo pienso, según con quién converse. En este caso tendremos que mezclarnos con ellos, mi joven amigo, y guiar sus pensamientos en la dirección correcta.

Tras decir estas palabras, Kan cargó su enorme mochila a la espalda. El fuego se apagó, y tinieblas densas, casi tangibles, cayeron desde todos lados sobre ellos. Artyom sacó la linterna de bolsillo, regalo de Kan, y oprimió la empuñadura. Algo empezó a zumbar en su interior y la bombilla cobró vida. Arrojaba una luz irregular, temblorosa.

—Aprieta más —le indicó Kan—. Así funcionará mejor.

Cuando llegaron a donde estaban los otros, éstos habían perdido ya toda fe en la veracidad de Kan. Una vez más, se adelantó el forzudo de la barba que antes había llevado a cabo la inspección médica.

—Escúchame, hermano —le dijo con desenfado a Kan.

Artyom no tuvo que mirar para darse cuenta de que la atmósfera que rodeaba a Kan se estaba cargando de electricidad. Se veía a las claras que aquella cuadrilla lo estaba llevando a la exasperación. Entre todas las personas que Artyom había conocido hasta aquel momento, Kan era el último al que querría ver furioso.

—Lo hemos discutido —dijo el barbudo—, y pensamos que todo lo que has dicho era absurdo. A mí, por ejemplo, no me conviene en absoluto ir hacia la Kitay-gorod. Y los muchachos están en contra. ¿Verdad que sí, Semyonich? —Se volvió hacia los demás y buscó aprobación. Alguien asintió, aunque de todos modos con bastante timidez—. Lo que queremos es ir a la Prospekt Mira, a la Hansa, ahora que ese túnel todavía está normal. Así pues, vamos a esperar un tiempo, y luego nos pondremos en marcha. Aquí no nos va a pasar nada. Hemos quemado sus cosas. Y no nos cuentes historias sobre el aire. Esa peste no es neumónica. Y si ya nos hubiéramos contagiado, tampoco podríamos hacer nada. Está prohibido extender la infección por el Metro. ¡Pero probablemente no hay ninguna infección, así que ya puedes largarte con tus propuestas!

Artyom se sintió confuso frente a aquella vehemente resistencia. Pero, al mirar a su compañero, comprendió que el barbudo no tardaría en lamentar amargamente sus palabras. En los ojos de Kan refulgía de nuevo el anaranjado fuego infernal. Surgía de su interior una especie de rabia y fuerza animales que hicieron que Artyom se echara a temblar, que se le erizara el cabello… el propio muchacho sintió el deseo de enseñar él mismo los dientes y ponerse a gritar.

—¿Por qué lo has tratado tan mal, si no estaba infectado? —le preguntó Kan en tono lisonjero, con voz marcadamente suave.

—Como medida preventiva.

—No, amigo mío, lo que has hecho no tenía nada que ver con la medicina. Más bien con la desvergüenza. ¿Con qué derecho has podido tratarlo de esa manera?

—Por favor, no me llames «amigo», ¿lo has entendido? ¿Que con qué derecho? ¡Con el derecho del más fuerte! ¿No has oído hablar de ese derecho? Y ahora lárgate ahora mismo, si no quieres que os peguemos un tiro a ti y al mocoso que te acompaña. Ha sido una medida preventiva. ¿Lo entiendes? —Con el movimiento que Artyom ya conocía, el barbudo desabrochó el chaleco y llevó la mano a la funda.

En esta ocasión, Kan no tuvo tiempo de detener a Artyom. Antes de que el barbudo hubiera podido abrir la funda, se encontró con el cañón de un fusil de asalto. Artyom respiraba pesadamente, oía los latidos de su propio corazón, la sangre le golpeaba las sienes, en su cerebro se proyectaban pensamientos sin sentido. Solo entendía una cosa: si el barbudo decía una palabra más, o agarraba la empuñadura de la pistola, le dispararía al instante. Artyom no tenía ninguna intención de huir de los perros como antes había hecho el flaco. No iba a permitir que la jauría lo despedazara.

El barbudo se detuvo a la mitad del movimiento y echó relámpagos de ira por sus ojos oscuros. Y entonces sucedió algo inimaginable. Kan, que hasta aquel momento se había mantenido aparte, dio un gran paso hacia delante, hasta encontrarse frente al rostro de su enemigo. Le miró a los ojos y le dijo en voz baja:

—Déjalo. Obedéceme. Si no, morirás.

La amenazadora mirada del barbudo se enturbió, sus brazos quedaron colgando sin fuerzas, cual trenzas, a ambos lados del cuerpo. Su movimiento tuvo tan poca naturalidad que Artyom no dudó ni un momento: si algo había influido sobre aquel hombre, no había sido su arma, sino las palabras de Kan.

—No me hables del derecho del más fuerte. Eres demasiado débil —dijo Kan, y se volvió hacia Artyom, quien se maravillaba de que Kan no hubiera intentado desarmar a su oponente.

El barbudo estaba inmóvil e iba mirando hacia todos lados, presa de la confusión. Las conversaciones cesaron. Todo el mundo estaba esperando a saber qué más diría Kan. El control sobre la situación se había restablecido.

—Entiendo que la discusión ha llegado a su fin, y que estamos todos de acuerdo. Dentro de quince minutos, nos pondremos en marcha —les dijo Kan. Luego se volvió hacia Artyom—: ¿Y tú me decías que eran seres humanos? No, amigo mío, son bestias. Una jauría de chacales. Querían despedazarnos. Y lo habrían hecho. Pero se olvidaban de algo: ellos serán chacales, pero yo soy un lobo. En algunas estaciones se me conoce tan sólo por este último nombre.

Artyom calló, abrumado por lo que acababa de presenciar. Por fin descubrió qué era lo que le resultaba familiar en Kan.

—Y según me parece, tú debes de ser… un lobezno —añadió poco después, sin darse la vuelta. Y Artyom creyó distinguir cierta calidez en su voz.