Por fortuna, Artyom no había sacado todavía de la mochila las pocas cosas que llevaba consigo. Su único problema sería pasar con el arma sin que nadie se diera cuenta. Se les había confiado —como se solía hacer en tales expediciones— gigantescos fusiles de asalto del Ejército: calibre 7,62, con culatas de madera.

Artyom se había acostado. Tenía la cabeza escondida bajo la manta. No respondió a la pregunta del sorprendido Zhenya: ¿Por qué se había puesto a dormir? ¡Afuera se lo estaban pasando muy bien! ¿Quizá se encontraba mal? El interior de la tienda era cálido y sofocante, y debía de serlo todavía más bajo la manta. Artyom no lograba dormirse, por mucho que lo intentara, y cuando finalmente dio una cabezada, tuvo visiones borrosas, como si hubiera estado mirando a través de un cristal empañado. Corría hacia algún lugar, hablaba con alguien que no tenía rostro, seguía corriendo.

Una vez más, Zhenya le sacudió el hombro y le susurró:

—Escucha, Artyom, ha venido un tío muy raro… ¿Tienes algún problema? Lo mejor será que despierte a los demás.

—No, no ocurre nada —le replicó Artyom en voz baja, y se puso las botas—. Tengo que ir a hablar con alguien. Ponte a dormir otra vez. Voy a regresar enseguida.

Aguardó hasta que Zhenya se hubo acostado de nuevo. Luego, arrastró cuidadosamente la mochila y el arma hasta la entrada de la tienda. Cuando estaba a punto de marcharse, Zhenya, que había oído el roce del metal sobre el suelo, le preguntó, preocupado:

—¿Estás seguro de que no pasa nada?

Artyom tuvo que inventarse algo. Le dijo que quería enseñarle una cosa a un conocido, que no pasaba nada, etcétera.

—Estás mintiendo —le replicó su amigo—. Bueno, ¿en qué momento tendré que empezar a preocuparme?

—Dentro de un año —le murmuró Artyom, con la esperanza de que Zhenya no hubiera comprendido sus palabras. Apartó un ala de la entrada y salió.

—Te lo has tomado con mucha calma, chaval —le susurró el irritado Bourbon. Llevaba el mismo atuendo que antes, pero venía con una gran mochila a la espalda. Señaló el fusil de asalto de Artyom—. ¡Santo cielo! ¿No se te habrá ocurrido pasar por los puestos de vigilancia con eso a la espalda?

Artyom observó con asombro que Bourbon no llevaba armas.

Había llegado el momento de rebajar la iluminación. Probablemente todo el mundo estaría en la cama, fatigado tras la fiesta. Artyom se dio prisa, porque temía encontrarse con alguien de su grupo, pero, una vez en la entrada del túnel, Bourbon le detuvo y le indicó que fuera más despacio. Los centinelas de las vías les habían visto y les preguntaron desde lejos adonde pensaban ir a la una y media de la noche. Bourbon llamó a uno de ellos por su nombre y le dijo que se marchaban de negocios. Seguidamente encendió una linterna y se volvió hacia Artyom.

—Escúchame bien. Hay centinelas en el metro 100 y en el 250. Tú sólo tienes que cerrar el pico, y yo me encargaré de lo demás. Qué lástima que lleves ese Kalashnikov de la edad de mi abuela. Eso no hay manera de esconderlo. ¿De dónde has sacado esa chatarra?

En el metro 100 no tuvieron ningún problema. Encontraron una pequeña hoguera de acampada. Dos hombres en uniforme de camuflaje[26] estaban sentados junto al fuego. Uno de ellos dormitaba, y el otro le estrechó amigablemente la mano a Bourbon.

—¿De negocios? No hay ningúuun problema —exclamó el centinela, alargando la sílaba, y esbozó una sonrisa de complicidad.

Bourbon no dijo ni una palabra hasta el metro 250. Estaba de mal humor. Era un hombre agresivo, desagradable, y Artyom empezaba a lamentar haberse unido a él. El muchacho se retrasó deliberadamente, tanteó el arma y apoyó un dedo en el seguro.

En el último puesto tuvieron que detenerse. O bien no conocían tanto a Bourbon, o bien lo conocían demasiado. En cualquier caso, el oficial al mando le ordenó que abriera la mochila al lado de la hoguera, y luego se lo llevó a un lado y le interrogó durante largo rato.

Artyom se quedó junto a la hoguera y respondió con monosílabos a las preguntas de los centinelas. Era evidente que éstos se aburrían y que no les habría importado charlar un rato. Artyom sabía por experiencia propia que era buena señal que los centinelas tuvieran ganas de charlar. Si se aburrían, era porque no había problemas a la vista. Si, en cambio, hubiera sucedido algo raro —si alguien hubiera salido arrastrándose de las tinieblas, si alguien hubiera tratado de entrar desde el sur, o hubieran oído sonidos extraños—, los habrían encontrado prietos en torno al fuego, callados, tensos, sin atreverse a perder de vista el túnel. Aquel día no habían encontrado ningún problema, podrían seguir adelante sin temor. Hasta la Prospekt Mira, por lo menos.

Los centinelas miraban a Artyom.

—Tú no eres de aquí. ¿Vienes de la Alexeyevskaya? —le preguntaron.

Artyom se acordó de las indicaciones de Bourbon y murmuró algo incomprensible, algo que los otros pudieran interpretar de cualquier manera. Finalmente, los centinelas se rindieron y pasaron a discutir el relato de un tal Mikhay, que recientemente había ido a comerciar en la Prospekt Mira y había tenido problemas con la Administración.

Con el alivio de que lo dejaran en paz, Artyom se sentó, y a la luz de las llamas escrutó el túnel sur. Parecía un corredor amplio, sin final visible, como el túnel norte de la VDNKh, en cuyo metro 450 había montado guardia poco antes el propio muchacho. No había ninguna diferencia aparente. Pero tenía algo —quizás un olor especial—, procedente del convoy que se hallaba en el túnel, o tal vez una atmósfera, un aura, que sólo se encontraba allí y le prestaba una especie de individualidad, lo diferenciaba de todos los demás. El padre adoptivo de Artyom había dicho siempre que en el Metro no había dos túneles iguales, y que incluso dentro de un mismo tramo las dos direcciones eran distintas. Había que pasar muchos años en el Metro para adquirir la extrema sensibilidad que permitía distinguirlos. Sukhoy hablaba de «escuchar el túnel», y estaba orgulloso de su afinado «oído». En varias ocasiones le había explicado a Artyom que, gracias a aquel sentido tan desarrollado, había logrado escapar ileso de situaciones peligrosas. Muchos otros no habían desarrollado una sensibilidad comparable, a pesar de sus muchos años de vagabundeos por el Metro. Algunos sentían una inexplicable angustia, otros oían ruidos o voces, y otros perdían el entendimiento, pero todos ellos estaban de acuerdo en algo: no había ningún túnel que se quedara realmente vacío, aun cuando no se encontrara en él ni una sola alma humana. Algo invisible, a duras penas perceptible, fluía en su interior, lento y pertinaz. Llenaba el túnel de vida propia, como sangre pesada y fría en las venas de un pétreo leviatán.

Entonces, en el momento en el que dejó de oír las conversaciones de los centinelas, y trató en vano de divisar algo más allá de la luz de la hoguera, Artyom comprendió lo que había querido decirle su padre adoptivo. Nunca en su vida había sobrepasado el punto en el que se encontraban, y, aun sabiendo que más allá de la frontera vivían seres humanos, le costaba creerlo. Le parecía que la vida terminaría diez zancadas más allá, que más adelante solo encontrarían lúgubres tinieblas que proferían un eco mendaz.

Pero entonces, mientras estaba allí sentado, algo cambió. Abandonó su esfuerzo por escrutar las tinieblas, como si hubiera podido encontrar algo. Pareció que sus ojos quisieran disolverse en la penumbra, fundirse con el túnel, volverse parte de aquel leviatán, una célula de su organismo. Artyom se dio cuenta de que se había tapado los oídos, pero entre los mismos dedos que le aislaban de los sonidos del mundo exterior, sin pasar por los órganos auditivos, directamente hacia el cerebro, empezó a fluir una leve melodía, el irreal murmullo de las entrañas de la tierra, sordo e indistinto. No se trataba del sonido terrorífico y estridente que había brotado de la conducción reventada entre la Alexeyevskaya y la Rizhskaya, no; era otra cosa, pura y profunda.

Cuando llevaba un buen rato inmerso en el tranquilo discurrir de aquella melodía, reconoció de pronto —no tanto con el entendimiento, como con la misma intuición que el murmullo que surgía del tubo había despertado en él— el carácter de aquel fenómeno: el torrente que había escapado de la conducción, y el éter que flotaba perezosamente por el túnel eran una misma cosa. Dentro del tubo había sido una cosa purulenta e infecta, se había hallado en efervescente agitación, hasta que, en el mismo punto por el que la conducción reventó, había escapado violentamente al mundo exterior, y había insuflado melancolía, náuseas y locura en todas las criaturas vivas.

Artyom presintió que le faltaba poco para descubrir algo muy importante, como si en la última media hora, en la que su alma se había entretenido en el impenetrable túnel, hubiera estado a punto de levantarse, el velo que privaba a todas las criaturas racionales de ser conscientes de la verdadera naturaleza de aquel mundo nuevo.

Al instante se apoderó de él un gran temor, como si hubiese mirado a través del ojo de una cerradura, y hubiera encontrado al otro lado tan sólo un insoportable fulgor, un fulgor que abrasara el ojo. Como si, al abrir la puerta, la luz fuera a resplandecer de tal modo que redujera a polvo y cenizas al temerario entrometido. Pero aquella luz era… conocimiento.

Un torbellino de pensamientos y sensaciones diferentes abrumó a Artyom. Éste no había esperado una vehemencia semejante… pero, no, todo aquello había sido pura ficción: no había oído nada, ni olido nada. Una vez más, su imaginación había jugado con él. Entre aliviado y decepcionado, vio cómo la indescriptible perspectiva que por un instante se había abierto en su interior palidecía en cuestión de segundos, se difuminaba, y que la acostumbrada imagen informe se ofrecía de nuevo a su ojo espiritual. El espanto le había hecho retroceder ante el conocimiento, y el velo que había estado a punto de rasgarse cayó de nuevo con todo su peso, quizá para siempre. El huracán que había soplado en su cabeza desapareció con la misma celeridad con la que había aparecido. Aun así, los estragos que había causado en el entendimiento de Artyom fueron suficientes para dejarle sin fuerzas.

Artyom estaba sentado aún en el mismo lugar, conmocionado. Trataba de comprender dónde terminaba la fantasía y empezaba la realidad, en la medida en que fuera posible juzgar como reales aquellas percepciones. Poco a poco se fue apoderando de su alma la amarga sospecha de haberse hallado a un breve paso de una iluminación —sí, de una verdadera iluminación—, y de que al no haber podido decidirse, al no haber tenido el coraje suficiente para dejarse arrastrar por el éter del túnel, tendría que pasarse el resto de su existencia a tientas por la oscuridad. «¿Qué es el saber?», se preguntaba una y otra vez, y trataba de comprender qué era aquello que había dejado marchar tan prematuramente y con tanta cobardía. Inmerso en sus cavilaciones, no se dio cuenta de que había repetido varias veces la pregunta en voz alta.

—El saber es la luz, muchacho, y la ignorancia es la oscuridad —le explicó uno de los centinelas—. ¿Verdad que sí? —El guardia guiñó burlonamente el ojo a sus camaradas.

El desconcertado Artyom volvió la vista hacia él. Pero, en aquel mismo instante, Bourbon regresó, le ayudó a levantarse y empezó a despedirse de los centinelas. Que si habrían querido quedarse más tiempo, que si tenían prisa…

—¡Ten en cuenta una cosa! —gritó el oficial al mando, y señaló el Kalashnikov de Artyom—. Te dejo pasar con el arma. Pero cuando regreses, no podrás volver a entrar con ella. Tengo que cumplir las órdenes que me han dado.

—Yo ya te lo había dicho, idiota —susurró Bourbon, enfurecido, mientras se alejaban a toda velocidad de la hoguera—. Ahora prueba a volver a entrar. Ya puedes pensar en ir luchando. ¡Yo ya lo sabía, ya sabía yo que ocurriría esto, maldita sea!

Artyom callaba. Apenas si prestaba atención a la bronca de Bourbon. En cambio, se acordaba de su padre adoptivo, y de lo que éste le había dicho: que cada túnel tenía su melodía, y que era posible aprender a escucharla. Puede que Sukhoy se hubiera permitido tan sólo una licencia poética, pero Artyom creía haberlo conseguido: había escuchado la melodía del túnel. Pero el recuerdo se difuminó enseguida, y al cabo de media hora Artyom ya no estaba seguro de que todo aquello no hubiera sido una fantasía generada por el crepitar de las llamas.

Entretanto, Bourbon se había calmado.

—Bueno, dejémoslo correr —dijo—. No lo has hecho con mala intención. Simplemente, no tenías ni idea. Disculpa que a veces sea un poco brusco. Mi trabajo es muy estresante. De todos modos, hemos logrado salir. Ya es algo. Y ahora caminaremos a toda prisa hasta la Prospekt, sin pararnos a descansar. Ya descansaremos allí. Si no encontramos ningún obstáculo, el viaje no será largo. Pero cuando pasemos de allí todo va a ser más problemático.

—¿Y no nos pasará nada por ir así? —le preguntó Artyom, y miró a sus espaldas—. Lo digo porque los de la VDNKh vamos siempre como mínimo en grupos de tres, con una persona vigilando la retaguardia…

—Sí, claro, eso tiene sus ventajas. Pero también inconvenientes. No hay nadie que se dé cuenta de ello a la primera. Hay que aprenderlo por uno mismo. Al principio, yo también tenía miedo. No salíamos en grupos de menos de cinco, y en ocasiones llegábamos a ser seis, o más. ¿Te crees que sirve de algo? ¡En absoluto! En cierta ocasión teníamos que llevar un cargamento y salimos con escolta: dos delante, tres en medio y uno detrás, como reza el manual. Salimos de la Tretyakovskaya en dirección… hacia una que antes se llamaba Marksistkaya. El túnel estaba así asá. A mí no me gustaba especialmente. Olía como a podrido. Y había como una especie de vaho en el aire. La visibilidad era una mierda, no se veía ni a cinco pasos, la linterna no nos servía para nada. Le atamos una cuerda en el cinturón al que iba detrás, la hicimos pasar por el del que iba en medio y el otro extremo lo atamos al jefe de expedición, que iba delante. Así no habría nadie que se perdiera en la niebla. Fuimos avanzando sin problema alguno, sin prisas, y por fortuna no nos encontramos con nadie. Y yo que pensaba: llegaremos en menos de cuarenta minutos. Habríamos llegado en menos todavía. —Bourbon se estremeció y calló durante un rato. Luego prosiguió—: Hacia la mitad del camino, Tolya, que iba en medio, le preguntó algo al que iba detrás. El de detrás no respondió. Tolya esperó, y le preguntó de nuevo. Una vez más, el otro no respondió. Tolya tiró de la cuerda, y se encontró con el cabo suelto en la mano. Alguna criatura lo había cortado con los dientes. Si lo había cortado con los dientes, aún se podía palpar la humedad… y el tío aquel había desaparecido. Ninguno de nosotros había oído nada. ¡Nada! Yo mismo iba en medio con Tolya. Me enseñó el cabo de cuerda, tenía las rodillas temblorosas. Llamamos una vez más, siguiendo los protocolos habituales, pero, por supuesto, nadie nos respondió. Porque no había nadie. Nos miramos todos… y echamos a correr. Cuando llegamos a la Marksistkaya, parecíamos muertos vivientes.

—¿Y si resulta que quiso gastaros una broma?

—¿Una broma? Quizás. Pero nadie lo volvió a ver. De todas maneras, comprendí lo siguiente: si marchas en hilera, lo único que ocurre es que eres el siguiente en la hilera. No te servirá de nada la escolta, ni habrá nada que te sirva de nada. Lo único que se consigue es ir más despacio. Desde entonces voy siempre en pareja, salvo en un único túnel, el que enlaza la Sukharevskaya con la Turgenevskaya, pero eso es otra historia… si ocurre algo, será el otro quien me salve. Lo principal es ir rápido, ¿comprendes?

—Sí, lo he comprendido. Pero ¿nos dejarán entrar en la Prospekt Mira? Todavía llevo esto. —Artyom señaló su fusil de asalto.

—En nuestra línea, sí. Pero en la Línea de Circunvalación, seguro que no. Allí no te dejarían entrar ni siquiera desarmado. Pero de todos modos no hace falta que entremos allí. Y, por otra parte, tampoco podremos quedarnos mucho tiempo. Descansaremos un rato y seguiremos adelante. Oye… ¿has estado alguna vez en la Prospekt?

—Sólo cuando era muy pequeño. Luego ya no.

—Pues entonces, aguza el oído. Allí no hay guardia fronteriza. La estación entera es un mercado, y no tiene verdaderos habitantes. Pero allí se encuentra el enlace con la Línea de Circunvalación, esto es, con la Hansa. La estación que forma parte del sistema radial es tierra de nadie, pero los soldados de la Hansa patrullan por esa zona para mantener el orden. Eso significa que tendremos que pasar sin llamar la atención, ¿está claro? Si no, vendrán por nosotros, nos prohibirán el acceso, y nos tendremos que fastidiar. Así, tan pronto como lleguemos, vas a trepar al andén y te quedarás allí sentado, y que no se te ocurra ir meneando esa máquina del infierno. —Bourbon señaló al sufrido Kalashnikov—. Una vez allí, tendré que… hablar de algo con alguien, es decir, que tendrás que esperarme. Entonces veremos cómo podemos recorrer el maldito tramo hasta la Sukharevskaya.

Bourbon calló, y Artyom se perdió en sus propios pensamientos. El túnel no era malo, tan sólo algo húmedo, y por el lado de las vías pasaba un arroyuelo negro y pequeño. Pero, al cabo de un rato, oyeron leves roces y gemidos que a Artyom le sonaron como una uña chirriando sobre el metal, y le provocaron cierta repugnancia. Las pequeñas criaturas aún no eran visibles, pero su presencia se estaba haciendo cada vez más evidente.

—¡Ratas!

Artyom había escupido la asquerosa palabra. Sintió que el frío le subía por la espalda. En sus pesadillas nocturnas le perseguían todavía, aunque el recuerdo de aquel terrible día en el que su madre y toda la estación Timiryasevskaya habían muerto bajo la marea de ratas casi se hubiera desvanecido. ¿Desvanecido? No. El recuerdo se había escondido en lo más profundo, igual que un alfiler se hunde en la carne cuando no se le saca a tiempo. Igual que la astilla que un cirujano torpe no ha visto. Al principio se esconde y permanece inactiva, sin producir dolor ni hacerse notar de ningún otro modo. Pero, cierto día, una fuerza desconocida la pone en movimiento, y así inicia su destructivo viaje por las arterias y los nodos nerviosos, desgarra órganos vitales e inflige con dolor insoportable. De la misma manera, el recuerdo de aquel día, de la ciega locura y la absurda crueldad de los insaciables animales, había quedado enterrado en lo más profundo del subconsciente de Artyom. De noche lo perseguía, lo azotaba con descargas eléctricas, le sobresaltaba tan sólo el recuerdo de la imagen, e incluso el recuerdo del olor de aquellas criaturas. Las ratas inspiraban en Artyom y en su padre adoptivo, y quizá también en los otros cuatro que se habían salvado en la dresina, un pánico y un asco incomparablemente superiores al que provocaban en el resto de los habitantes del Metro.

En la VDNKh apenas había ratas. Por todas partes había trampas, y se les ponía también veneno, por lo que Artyom había pasado mucho tiempo sin ver ninguna. Sin embargo, pululaban por el resto del Metro, y Artyom, al iniciar su viaje, había olvidado o reprimido aquella certeza.

—¿Te habían asustado? —le preguntó Bourbon, en tono burlón—. ¿No te gustan? Sí que eres sensible. Más te valdrá acostumbrarte. Aquí hay ratas por todas partes. Pero eso tiene su lado bueno: no pasaremos hambre. —Rió con malicia—. Ahora en serio: tendrías que preocuparte mucho más si no hubiera ratas. En un lugar donde las ratas no quieran vivir, tienes que contar siempre con algo peor. Y si lo peor en cuestión no es humano, entonces, muchacho, hay que tener miedo de verdad. Pero en los lugares por donde corren las ratas todo está en orden. ¿Lo entiendes?

Artyom no quería confiarle su más íntimo temor a aquel sujeto, y por ello se limitó a callar y a asentir con la cabeza. De todas maneras, no eran muchas ratas. Escapaban del fulgor de la linterna, y apenas si se dejaban ver. Con todo, una se le puso bajo los pies. El muchacho pisó inesperadamente un cuerpo blando y viscoso, y un penetrante chillido le resonó en los oídos. De pura sorpresa, Artyom perdió el equilibrio y estuvo a punto de desplomarse sobre las vías con todo su armamento.

—No te dejes llevar por el pánico, chaval —le dijo Bourbon para animarle—. No pasa nada. En esta pocilga hay un par de corredores donde se amontonan las unas sobre las otras. Si te metes por ellos, tienes que pasarles por encima. De vez en cuando sus huesos te crujen bajo los pies.

Rió fuertemente, satisfecho porque había creado el efecto que pretendía.

Artyom se estremeció. Calló y siguió adelante, pero había cerrado los puños. Cuánto le habría gustado pegar fuerte en las sonrientes mandíbulas de Bourbon.

De pronto, se oyó a lo lejos un indefinible murmullo. Artyom olvidó al instante las humillaciones, agarró la empuñadura del arma y miró interrogativamente a su compañero.

Éste le dio una palmada paternal en el hombro.

—No te pongas nervioso. Todo está en orden. Ya hemos llegado a la Prospekt.

Artyom no estaba acostumbrado a entrar de manera directa en una estación foránea sin haber visto antes el resplandor del fuego que marcaba la frontera, ni haber encontrado ningún obstáculo. Cuando se acercaron a la salida del túnel, el murmullo se hizo más fuerte, y divisaron una tenue luz.

Finalmente encontraron a mano izquierda una escalera de hierro colado, así como un pequeño puente con pasamanos. Estaba montado en la pared del túnel y permitía subir desde las vías hasta el andén. Las botas remachadas de Bourbon resonaron sobre los peldaños de hierro. Apenas si habían dado unos pocos pasos cuando el túnel giró hacia la izquierda y se encontraron a la entrada de la estación.

Al instante les golpeó en la cara un rayo de una luz intensa y blanca. Descubrieron una mesita, invisible desde el túnel, frente a la que estaba sentado un hombre, ataviado con un uniforme desconocido y con una vieja gorra de plato con filigranas.

—¡Bienvenidos! —dijo éste a modo de saludo, y desvió hacia un lado el rayo de luz—. ¿Comercio? ¿Tránsito?

Mientras Bourbon le explicaba el objetivo de la visita, Artyom echó una mirada a la estación, que se llamaba Prospekt Mira, esto es, «Avenida de la Paz». Los andenes, al lado de las vías, se hallaban en penumbra, pero en los arcos por los que se accedía al vestíbulo refulgía una débil luz amarilla. Al verla, Artyom sintió que se le encogía el corazón. Sintió el deseo de acabar cuanto antes con las formalidades, para poder ver qué se hacía en la estación, allí, tras los arcos, de los que procedía aquella luz dolorosamente conocida y familiar. Aun cuando Artyom estuviera convencido de no haber visto nunca ninguna igual, la visión de aquella luz le transportaba por un instante al pasado remoto, y frente a su ojo interior aparecía una extraña imagen: una pequeña habitación, traspasada por luz cálida y amarilla. En la habitación había un amplio lecho, sobre el que una joven, cuyo rostro no alcanzaba a reconocer, medio sentada, medio tumbada, leía un libro. En el centro de la pared empapelada en colores pastel, se reconocía el rectángulo de color azul oscuro de una ventana… al cabo de un instante, la visión desapareció y dejó a Artyom sorprendido e intranquilo. ¿Qué era lo que había visto? ¿Acaso la luz amarilla había despertado una imagen de su niñez almacenada en el inconsciente y la había proyectado en una invisible pantalla? ¿Aquella joven que leía apaciblemente sobre el confortable lecho podía ser su madre?

Impaciente, entregó su pasaporte al empleado de aduanas, y, pese a todas las objeciones de Bourbon, también le confió su fusil de asalto para que se lo guardaran en el depósito hasta el final de su estancia. Luego, atraído cual polilla por el fulgor, se marchó por entre las columnas hasta el lugar donde se oía el griterío del mercado.

La Prospekt Mira era tan distinta de la VDNKh como de la Alexeyevskaya y de la Rizhskaya. La próspera Hansa podía permitirse una iluminación mejor que el sistema de emergencia que se empleaba en las estaciones conocidas por Artyom. No se trataba de un verdadero sistema de iluminación como el que antaño había funcionado en el Metro, sino de bombillas de bajo consumo que a cada veinte pasos colgaban del techo al extremo de un cable. Pero Artyom, que estaba acostumbrado al rojo turbio de las luces de emergencia, al parpadeo de las hogueras de acampada, al débil resplandor de las pequeñas bombillas de las linternas, creía hallarse ante un prodigio. Era la misma luz que había iluminado su primera infancia… allí arriba. Le embrujaba, le traía a la memoria algo que llevaba mucho tiempo olvidado. En vez de ponerse a la cola de uno de los comercios, como hacían todos los demás, Artyom apoyó la espalda contra una columna, se protegió los ojos con la mano y contempló las lámparas, una y otra vez, hasta que le dolieron las pupilas.

—Dime, ¿es que te has vuelto loco? —tronó a sus espaldas la voz de Bourbon—. ¿Cómo se te ocurre mirarlas así? ¿Quieres estropearte los ojos? Al final caminarás a tientas como un cachorrillo ciego, ¿y qué haré entonces contigo? Ya que les has dejado a ellos el arma, por lo menos podrías fijarte en lo que se hace aquí… ¿Por qué te interesan tanto esas lámparas?

Artyom le echó una mirada de antipatía a Bourbon, pero le siguió. En realidad no eran tantas las personas que había en la estación, pero hablaban con fuerza, negociaban, se engañaban, trataban de gritar más que los demás, de tal manera que el estruendo era considerable. Sobre las dos vías reposaban otros tantos vagones transformados en alojamiento. Había en el vestíbulo dos hileras de puestos, en los cuales se hallaba a la venta todo tipo de equipamientos, clasificados en ocasiones de manera ordenada, y en otras amontonados de cualquier modo. A un lado, una persiana de hierro sellaba la estación —allí se encontraba la antigua salida a la superficie—, mientras que, al otro extremo, tras una barrera metálica, se amontonaban sacos grises, obviamente a modo de barricada. Del techo colgaba una sábana desplegada sobre la que se había pintado un círculo marrón, el símbolo de la Línea de Circunvalación. Tras la barrera había cuatro escaleras mecánicas que subían hacia dicha línea. Allí empezaba el territorio de la poderosa Hansa, que no autorizaba el paso a forasteros. Detrás de la barrera, y también en la estación, patrullaban de un lado para otro los centinelas de la Hansa. Vestían monos de buena calidad, impermeabilizados, con el habitual diseño de camuflaje, pero, por el motivo que fuera, en color gris. También llevaban capuchas del mismo color y armas automáticas al hombro.

—¿Por qué visten de gris? —le preguntó Artyom a Bourbon.

—Porque las cosas les van demasiado bien. Por eso —le respondió el otro con desdén—. Bueno, ahora te puedes ir a pasear, yo tengo que hablar con alguien.

Artyom no vio en los puestos de venta nada que despertara un especial interés. Había té, salami, baterías para las linternas, chaquetas y abrigos de cuero porcino, libros y revistas —sobre todo pornográficas— con páginas arrancadas, así como botellas de medio litro repletas de sustancias sospechosas, con etiquetas caseras donde se leía: «Elaboración propia». De hecho, no se vendía dur en ninguna de las tiendas. En otros tiempos, se había podido encontrar allí sin problema alguno. Incluso el hombrecillo macilento de nariz azulada y ojos llorosos que ofrecía el dudoso brebaje le ordenó con voz chillona a Artyom que se marchara cuando el muchacho le preguntó si tenía «eso». Naturalmente, también había un puesto que vendía leña: las nudosas ramas que los Stalkers traían desde la superficie ardían durante períodos de tiempo sorprendentemente largos y apenas si humeaban. Se pagaba con cartuchos que brillaban con luz pálida, acabados en punta, para el Kalashnikov, que en otro tiempo había sido el arma más apreciada y usada en el mundo entero. Cien gramos de té costaban cinco cartuchos; un salami, quince; una botella de aguardiente de elaboración propia, veinte. Normalmente contaban en balas.

—Oye, tío, mira esto, mira qué chaqueta más fantástica tengo, y no es nada cara: ¡solo 300 balas, y será tuya! ¡Bueno, vale, 250, trato hecho!

Al contemplar las perfectas hileras de balas sobre las mesas de los puestos, Artyom se acordó de las palabras de su padre adoptivo: «He leído que Kalashnikov estaba muy orgulloso de que su fusil de asalto fuera el más apreciado en el mundo entero. Decía que se sentía feliz de que, gracias a su invento, las fronteras de Rusia fuesen seguras… no sé. Creo que, si lo hubiera inventado yo, me habría vuelto loco. ¡Sólo con pensar que, gracias a mi invento, se llevaría a cabo la mayoría de los asesinatos de este mundo…! Esto es aún más terrible que haber inventado la guillotina».

Cada cartucho, un muerto. Una vida arrebatada a un ser humano. Cien gramos de té costaban cinco vidas humanas. ¿Un salami? Baratísimo, por favor: tan sólo quince vidas. Una chaqueta de cuero bien cortada se hallaba de oferta aquel día: 250 en vez de 300. Así pues, se habían salvado cincuenta vidas… los beneficios diarios de aquel mercado habrían bastado para acabar con todos los supervivientes que vivían en el Metro.

—Bueno, ¿has encontrado algo? —le preguntó Bourbon cuando regresó.

Artyom negó con la cabeza.

—Aquí no hay nada interesante.

—Mmh, es cierto. Solo porquería. En esta pocilga había lugares donde podías comprar todo lo que quisieras. —Bourbon suspiró—. Armas, drogas, chicas, documentos falsos. Pero esos idiotas —señaló con la cabeza a la bandera de la Hansa— han convertido este mercado en un parvulario: eso no se puede, lo otro tampoco… bueno, da igual, vamos a recoger tu arma, tenemos que continuar. El túnel maldito nos aguarda.

Tan pronto como Artyom hubo recuperado el fusil de asalto, se sentaron en un banco de piedra que se hallaba frente a la entrada del túnel sur.

Allí estaban a media luz. Bourbon había elegido aquel lugar para ir acostumbrando los ojos a la oscuridad.

—Te voy a decir una cosa, Artyom: no puedo responder por lo que me ocurra. Nunca me había encontrado en una situación como ésta, y por eso no sé qué es lo que me puede ocurrir si nos encontramos con esa mierda. He tocado madera tres veces, por supuesto, pero si nos encontramos con eso… digamos que, si de repente me pongo a aullar, o si dejo de oír, no será nada muy grave. Pero, por lo que he oído, al entrar ahí se puede caer en una locura de otro tipo. Nuestros muchachos no han regresado a la Prospekt, y creo que tropezaremos con ellos ahí dentro. ¡Así que prepárate, porque te veo demasiado blando! En cualquier caso, si empiezo a alucinar, o a gritar, o si de repente trato de matarte… entonces tendremos un problema de verdad, ¿lo entiendes? No sé muy bien si… —Bourbon reflexionó por unos instantes—. ¡Ah, no! Me parece que no eres mal tío. No me dispararás por la espalda. Mientras estemos en el túnel, llevarás mi arma. ¡Pero ándate con cuidado! —Miró a los ojos a Artyom—. ¡No se te ocurra gastar bromas! Los bromistas lo tienen crudo conmigo.

Bourbon sacó un fardo de su mochila y, de dentro de éste, una bolsa de plástico estropeada en cuyo interior había un arma de fuego. Se trataba de un Kalashnikov, pero del modelo corto, como los que se empleaban en las fronteras de la Hansa, con soporte plegable para el hombro y cañón más corto, cónico, en vez del cañón largo y la mira externa del arma de Artyom. Bourbon tomó el cargador de repuesto, lo metió en la mochila y lo cubrió con ropa interior. Luego le entregó el arma a Artyom.

—Toma. Y no lo escondas mucho, no vaya a ser que lo necesitemos. Aunque el túnel está tranquilo, eso sí… —saltó a la vía—. ¡Bueno, pongámonos en marcha! Así llegaremos antes.

Aquello era espantoso. Artyom sabía que les habría podido ocurrir de todo mientras caminaban desde la VDNKh hasta la Rizhskaya. Pero cada día pasaba alguien por aquel túnel, tanto en una como en otra dirección, y la meta de su viaje había sido una estación habitada, donde ya los esperaban. Simplemente habían tenido que pasar un rato desagradable, como cuando no queda otro remedio que abandonar un sitio bien iluminado y tranquilo. E incluso durante el camino entre la Rizhskaya y la Prospekt Mira, pese a todas las vacilaciones, había podido consolarse con el pensamiento de que más adelante se hallaba una estación de la Hansa. En aquel momento habían sabido a dónde iban, y luego les había sido posible descansar fuera de peligro.

Pero la situación actual era simplemente espantosa. El túnel en el que se adentraban se hallaba a oscuras en su totalidad. Reinaba en él una desacostumbrada, absoluta oscuridad, tan densa que parecía posible palparla. Porosa cual esponja, sorbía ávidamente la luz de sus linternas, que apenas alcanzaban a iluminar el suelo un paso más adelante. Artyom escuchaba, con extrema tensión, por si cazaba al vuelo un primer indicio del extraño y doloroso murmullo. Pero todo fue en vano. Los ruidos recorrían aquellas tinieblas con la misma lentitud y morosidad que la luz. Incluso las botas remachadas de Bourbon, que habían marcado el ritmo durante todo el camino, arrancaban tan sólo ecos débiles y apagados.

De repente, a la derecha, apareció un vacío en la pared. La luz de las linternas se sumergió en una mancha negra. Artyom no comprendió a la primera que se trataba de una ramificación del túnel principal, y miró interrogativamente a Bourbon.

—No tengas miedo. Es un túnel de enlace —le aclaró este último—. Para que los trenes pudieran pasar directamente desde aquí a la Línea de Circunvalación. Pero la Hansa lo ha cegado. No son tan imbéciles como para dejar un túnel abierto en este sitio.

Y siguieron adelante, durante largo rato, sin decir nada. Pero el silencio le pesaba cada vez más a Artyom. Al fin, no pudo más, y exclamó:

—Escúchame, Bourbon, ¿es cierto que aquí, hace poco, unos cabrones atacaron una caravana?

Bourbon tardó en responder. Artyom llegó a pensar que no habría oído la pregunta, y se la quiso hacer una segunda vez. Pero antes, Bourbon le respondió:

—Yo también lo he oído. Pero entonces no estaba aquí, y por eso no puedo decírtelo.

Tampoco estas últimas palabras se oyeron con claridad, y Artyom tuvo que esforzarse en comprender lo que le había dicho. Trató de separar el significado de estas palabras y sus propios pensamientos, que no hacían más que dar vueltas en torno a una misma pregunta: por qué allí le resultaba tan difícil oír nada.

—¿Pero cómo es posible que nadie haya visto nada? A un extremo del túnel hay una estación, y en el otro extremo, también hay otra. ¿Adónde han ido a parar?

Artyom siguió hablando, no porque la conversación le interesara especialmente, sino para poder oír su propia voz.

Pasaron de nuevo unos minutos hasta que Bourbon le respondió, pero esta vez Artyom no tuvo la sensación de que su compañero quisiera animarle. En su cabeza resonaba el eco de las palabras que él mismo acababa de decir, y mientras escuchaba ese eco no oía nada más.

—Por aquí tiene que haber en algún lugar… una especie de tragaluz —dijo Bourbon, con un tono irritado impropio en su voz—. Camuflado. Aquí no se ve nada… en esta oscuridad es imposible ver nada.

Artyom necesitó algún tiempo para acordarse de lo que acababan de decir. Con penas y esfuerzos, trató de agarrarse a sus últimos restos de conciencia y formular otra pregunta… su único objetivo era que la conversación no se interrumpiese. Por torpe y lenta que fuese, era lo único que les impedía caer en el silencio.

—¿Y aquí siempre está igual de… oscuro? —Artyom notó con terror cuán débiles sonaban sus palabras, como si se hubiera estado tapando los oídos con las manos.

—¿Oscuro? Aquí siempre… todo oscuro —alcanzó a decir Bourbon. Estaba haciendo pausas extrañas—. Llegará… una gran oscuridad… y cubrirá el mundo entero… y reinará por siempre.

—¿Qué es eso? ¿Un libro? —exclamó Artyom. Tenía que esforzarse constantemente por oír sus propias palabras. También se apercibió de que el lenguaje de Bourbon había experimentado una inquietante transformación. Pero no le quedaban fuerzas para pensar en ello.

—Un libro… temores… la verdad en antiguos… tomos en folios, en los que… las palabras están marcadas en oro y el papel… negro como la pizarra… no se corrompe —masculló Bourbon con gran dificultad, y Artyom se asustó, porque su compañero ya no se giraba cuando él le hablaba.

—¡Qué bonito! —dijo Artyom, casi chillando—. ¿De dónde ha salido eso?

—Y la belleza… es abatida y pisoteada con los pies —siguió diciendo Bourbon con voz apagada y hueca—. Y… se acabará el vano esfuerzo de los profetas por hablar en profecías… porque el día futuro… será… más negro que sus más insanos… temores, y lo que ven… les envenenará el raciocinio… —De pronto se detuvo, y volvió la cabeza con tanta violencia que Artyom llegó a oír cómo le crujían las vértebras, y miró directamente a los ojos al joven.

Artyom retrocedió. Por puro instinto, palpó el seguro del arma. Bourbon le miraba con los ojos fuera de su órbita, pero con las pupilas, en cambio, contraídas de manera extraña, transformadas en dos puntitos, aun cuando hubieran tenido que ensancharse en la negra oscuridad, para absorber toda la luz posible. En su rostro se reflejaba una extraña calma.

No tenía ni un solo músculo en tensión. Incluso le había desaparecido de los labios su perpetua sonrisa burlona.

—He muerto —exclamó—. Ya no existo.

Cayó de bruces, rígido como un leño.

Entonces, Artyom volvió a oír aquel terrible sonido, pero en esta ocasión no fue creciendo gradualmente como la otra vez, no, en esta ocasión trepidó en el mismo instante, con todas sus fuerzas, tan ensordecedor que al momento le derribó. El sonido era todavía más fuerte que la última vez, y Artyom se sintió aplastado contra el suelo por una fuerza de varias toneladas, y, al mismo tiempo, le faltó la fuerza de voluntad para volver a levantarse. Finalmente se tapó los oídos, gritó tan fuerte como pudo, hizo un violento esfuerzo y se puso en pie. Luego agarró la linterna que se había caído de la mano de Bourbon y se puso a iluminar febrilmente las paredes en busca del origen del sonido. Pero en aquel lugar las conducciones estaban intactas… el sonido venía de arriba.

Bourbon estaba todavía en el suelo sin moverse. Artyom le puso boca arriba y vio que tenía los ojos abiertos. Hizo grandes esfuerzos por acordarse de lo que se hacía en una situación como aquélla. Finalmente agarró a Bourbon por la muñeca para buscarle el pulso… al menos, unos latidos débiles e irregulares… ¡Pero no! Agarró a Bourbon por las manos y se puso a tirar de su pesado cuerpo, hacia delante, para salir de allí. Un intento que le hizo sudar, porque se había olvidado de quitarle la mochila a su compañero.

Tras dar algunos pasos, Artyom pisó algo blando. Al instante un olor asqueroso y dulzón ascendió hasta su nariz. Entonces recordó lo que le había dicho Bourbon: «Creo que tropezaremos con ellos ahí dentro». Artyom hizo todo lo posible por no mirar hacia abajo, sacó fuerzas de flaqueza… y dejó atrás los cadáveres sobre las vías.

Siguió tirando de Bourbon. La cabeza de este colgaba sin vida, y sus manos frías y entumecidas se escurrían una y otra vez de entre las del muchacho, empapadas de sudor. ¡Pero Artyom no se preocupaba por ello, no quería preocuparse, tenía que sacar de allí a Bourbon, se lo había prometido, lo habían acordado!

Poco a poco, el ruido fue perdiendo fuerza y al fin, de pronto, desapareció. Reinó de nuevo un silencio de muerte. Artyom, aliviado, se sentó sobre las vías para tomar aliento. Bourbon estaba inmóvil a su lado. Desesperado, y todavía jadeante, Artyom examinó su pálido rostro. Y luego, al cabo de, quizá, cinco minutos, se obligó a sí mismo a levantarse, tomó a Bourbon de la muñeca y siguió adelante, entre traspiés, caminando de espaldas. Tenía la cabeza vacía, le dominaba una loca decisión de arrastrar a aquel hombre hasta la siguiente estación, al precio que fuera.

Las rodillas se le doblaron, se desplomó sobre las traviesas, pero, al cabo de unos minutos, agarró a Bourbon por el cuello de la camisa y siguió arrastrándolo. «Lo conseguiré, lo conseguiré conseguiréconseguiré», murmuraba para sí, aunque a duras penas lo creyera. Sin fuerzas ya, empuñó el arma que llevaba al hombro, la puso en modo de disparo único, apuntó con ella hacia el sur, disparó una vez y gritó: «¿Hay alguien?». Pero el murmullo que oyó no era la voz de un ser humano, sino el correteo de las ratas y sus chillidos de hambre.

No sabía cuánto tiempo llevaba de aquella manera, con una mano en el cuello de la camisa de Bourbon, y con la otra agarrotada sobre la empuñadura del Kalashnikov, cuando de pronto un rayo de luz le cegó. Ante él se erguía un hombre desconocido, mayor que él, con una linterna y una extraña arma en la mano.

—¡Mi joven amigo! —dijo el hombre, con voz agradable y sonora—. Ya puedes dejar a tu acompañante. Está tan muerto como Ramsés II. ¿Quieres quedarte aquí para acompañarle luego hasta el cielo, o prefieres que tenga que esperarte todavía algún tiempo?

—Ayúdeme a llevarlo hasta la siguiente estación —le ordenó Artyom con voz débil, protegiéndose los ojos con una mano.

—Mucho me temo que habrá que abandonar tales pensamientos —le respondió el hombre, entristecido—. Estoy decididamente en contra de que la Sukharevskaya se convierta en un cementerio. Ahora ya cuesta vivir allí. Además, aunque les lleváramos el cuerpo sin vida de tu amigo, difícilmente encontrarías a alguien que estuviera dispuesto a enterrarlo con toda la pompa correspondiente a su rango. ¿Acaso es muy importante que se pudra aquí o en la estación, cuando su alma inmortal se ha reunido ya con el Hacedor? O quizás ha encontrado un lugar en otro cuerpo. Eso depende de las creencias de cada uno. Aunque, en esto, todas las religiones se equivocan en igual medida.

—Se lo había prometido —gimoteó Artyom—. Habíamos cerrado un trato…

El desconocido arrugó la frente.

—¡Amigo mío! Se me está acabando la paciencia. Mis protocolos no me obligan a ayudar a los muertos, porque son muchos los vivos que viven en este mundo y necesitan ayuda. Y ahora pienso regresar a la Sukharevskaya. Estas estancias demasiado largas en el túnel me agravan el reuma. Si quieres volver a ver pronto a tu amigo, te recomiendo que te quedes aquí. Las ratas y otras criaturas igualmente amistosas te ayudarán. Por lo demás, en lo que respecta a los aspectos jurídicos de este caso, hay que decir que todos los contratos se dan por inválidos tan pronto como una de las dos partes contratantes fallece, siempre y cuando ninguna otra parte esté vinculada por el mismo contrato.

—Pero no podemos dejarlo aquí. Hace un momento estaba vivo. ¿Tenemos que dejárselo a las ratas?

El hombre contempló el cadáver de Bourbon con mirada escéptica.

—A juzgar por las apariencias, estaba vivo, en efecto. Pero ahora, más allá de toda duda, ha muerto. Y eso ya no es lo mismo. Bueno, de acuerdo, si estás decidido, puedes venir más tarde a encenderle una pira funeraria, o lo que hagáis normalmente en tales casos. ¡Pero ahora, pongámonos en marcha!

Artyom se incorporó de mala gana.

Pese a todas sus protestas, el desconocido, con movimientos resueltos, le quitó la mochila al cadáver de Bourbon, cargó con ella a hombros, agarró a Artyom por el brazo y se puso en marcha a toda velocidad. Al principio, Artyom tenía dificultades para seguirle el paso, pero a medida que fueron avanzando le pareció que la desbordante energía de aquel hombre se transmitía a su propio cuerpo. El dolor que sentía en las piernas estaba disminuyendo, y la razón se le aclaraba. Contempló el rostro de su acompañante. Sin lugar a dudas tenía más de cincuenta años, pero parecía un hombre extraordinariamente vigoroso y dinámico. La mano con la que sujetaba a Artyom era fuerte, y en todo el camino no mostró ningún indicio de fatiga. Los cabellos algo grises y bien cortados, y el mentón chato y minuciosamente afeitado despertaron dudas en Artyom. Aquel hombre tenía un aspecto demasiado cuidado para un habitante del Metro, sobre todo para aquella zona abandonada en la que parecía vivir.

—¿Qué le ha ocurrido a tu amigo? —le preguntó el desconocido al cabo de un rato—. No parece que esto sea el resultado de un ataque. Como mucho, de un envenenamiento. Espero que no fuera esto último.

—No. Se ha muerto solo. —Artyom no sabía de qué otra manera podía explicar la muerte de Bourbon. Él mismo apenas si empezaba a comprender cuál había sido el motivo—. Es una larga historia.

En aquel momento, el túnel se ensanchó inesperadamente, y entraron en la estación. Artyom pensó que allí había algo raro, desacostumbrado, y tuvieron que pasar algunos segundos hasta que se dio cuenta de lo que era.

—¿Aquí no hay… ninguna luz? —preguntó con desaliento.

—No tenemos electricidad. No hay nadie que pueda proporcionar luz a los que viven aquí. Por ello, todo el que quiera luz tiene que conseguirla por sus propios medios. Algunos pueden, y otros no. Pero no te preocupes. Por fortuna, pertenezco al primero de los dos grupos. —El hombre se encaramó hábilmente al andén y le tendió una mano a Artyom.

Pasaron por los primeros arcos hasta el vestíbulo. Se trataba de una sala de gran longitud, con columnas y arcos a ambos lados, y la habitual persiana metálica que impedía el acceso a las escaleras mecánicas. En según qué lugares, las escasas hogueras de acampada proyectaban una luz mortecina, pero, por lo demás, la Sukharevskaya estaba sumida en la mayor oscuridad. Era una visión desoladora. En torno a las hogueras se amontonaban pequeños grupos de seres humanos. Algunos dormían sobre el suelo, y entre las hogueras vagabundeaban extrañas figuras, envueltas en andrajos, con la cabeza gacha. Tendían a congregarse en el centro de la sala, lo más alejados posible de los túneles.

El hombre guió a Artyom hasta una hoguera que, visiblemente, brillaba con más fuerza que las demás, y estaba algo apartada de éstas.

—Algún día habrá un incendio y se quemará la estación entera —murmuró Artyom, mientras contemplaba la sala, todavía con abatimiento.

—Sí, dentro de cuatrocientos veinte días —le replicó tranquilamente su acompañante—. Te convendría marcharte antes. Yo también pienso hacerlo.

—¿Y cómo lo sabe usted? —le preguntó el estupefacto Artyom. Al instante se acordó de todas las historias sobre magos y curanderos. Observó el rostro de su interlocutor en busca de indicios de sabiduría ultraterrena.

El hombre le sonrió.

—El corazón de madre, que todo lo ve, está inquieto… ahora tienes que dormir. Luego nos presentaremos y podremos charlar.

Al oír estas palabras, Artyom sintió una vez más el tremendo cansancio que se había ido acumulando como consecuencia de su estancia en la Rizhskaya, de sus pesadillas y de aquella última prueba que había sufrido su voluntad. Sin fuerzas ya para resistirse, se derrumbó sobre un trozo de lona extendido al lado de la hoguera, se puso la mochila bajo la cabeza y se sumió en un sueño largo, pesado, vacío.