La pálida luz de la linterna que el jefe de la expedición sostenía con la mano vagabundeaba cual mancha de mortecino color amarillo por las paredes del túnel, lamía el suelo húmedo, y desaparecía sin dejar rastro cada vez que la linterna apuntaba a la lejanía. Apenas diez pasos más adelante, las profundas tinieblas engullían vorazmente sus rayos. La dresina avanzaba hacia la nada entre monótonos chirridos, e igualmente monótonos eran el pesado aliento y los rítmicos pasos de las botas remachadas.

Habían dejado atrás los puestos de vigilancia del sur. Habían perdido de vista los últimos destellos de luz que brillaban en el túnel. El territorio de la VDNKh había quedado atrás. Y no importaba que el trecho hasta la Rizhskaya se hubiera considerado durante los últimos tiempos como relativamente seguro, debido a la amistad que reinaba entre ambas estaciones: se daba por supuesto que había que estar siempre alerta.

El peligro no procedía siempre del norte o del sur. Podía esconderse en lo alto, en los conductos de ventilación, a derecha o izquierda, en las incontables ramificaciones, tras las puertas selladas de las antiguas instalaciones auxiliares y salidas secretas. Acechaba bajo sus pies, en los misteriosos pozos que los constructores del Metro habían dejado allí, y que los comandos de reparación habían olvidado, o dado por imposibles. Allí, en aquellas profundidades que atemorizaban incluso a los aventureros más osados, habían surgido criaturas horribles, ya desde los tiempos en los que el Metro no era más que un medio de transporte.

Era por eso por lo que la luz de la linterna del jefe de la expedición recorría con tanto nerviosismo las paredes del túnel, y los demás no separaban la mano del seguro de los fusiles, dispuestos en todo momento a abrir fuego e iniciar la retirada. Y por eso mismo apenas si se hablaban: las conversaciones les habrían distraído, y no les habrían permitido auscultar la respiración del túnel.

A pesar del cansancio, Artyom se empleaba a fondo. La palanca subía y bajaba sin cesar, la máquina chirriaba sin descanso, las ruedas giraban una y otra vez. Miraba sin ver nada, y en su cabeza daba vueltas, al ritmo del seco crujido de las ruedas, la frase dura y deprimente que un día antes le había dicho Hunter: que el poder de las tinieblas gobernaba sobre la mayor parte del Metro de Moscú.

Se esforzaba por trazar un plan para llegar hasta la Polis, pero el lacerante dolor que se estaba extendiendo por todos sus músculos, y la fatiga de unas piernas que por fuerza tenía que tener dobladas, le ascendía por el torso y le entumecían las manos. Le impedían concentrarse en ideas más elaboradas. El sudor cálido y salado que al principio le afloraba en pequeñas gotas sobre la frente se había transformado en un torrente que le bajaba por la cara y le escocía en los ojos, y no podía limpiarse, porque al otro extremo de la palanca se encontraba Zhenya, y no podía soltarla y dejar que todo el peso recayera sobre su compañero. La sangre le palpitaba en los oídos cada vez con mayor fuerza, y se acordaba de que, siendo muchacho, a veces se había puesto cabeza abajo para poder oír aquel mismo latido, porque le parecía que su ritmo era idéntico al de la marcha de los soldados en un desfile. Entonces cerraba los ojos y se imaginaba que él mismo era el General que presidía el desfile, y que sus fieles divisiones pasaban frente a él, acompañadas por el rítmico estruendo de las botas, y que los soldados que iban en cabeza tenían los ojos vueltos hacia él… conocía todo eso gracias a las ilustraciones que había visto en libros de temática militar.

Al fin, el jefe de la expedición les dijo, sin volverse:

—Ya está bien, muchachos, bajad. Intercambiad vuestro puesto con los otros. Ya nos encontramos a mitad de camino.

Artyom y Zhenya se miraron, saltaron de la dresina y, como si alguien se lo hubiera ordenado, se sentaron sobre la vía, aun cuando tuvieran la obligación de ocupar sus respectivos puestos delante y detrás del vehículo.

El jefe de la expedición les observó, y les dijo en tono compasivo:

—¡Mira que sois flojos…!

—Sí, lo somos —le respondió de buen grado Zhenya.

—¡Poneos en pie! ¡En pie! Éste no es lugar para sentarse. ¡Adelante! ¡En marcha! Os voy a contar una buena.

—Nosotros también podríamos contarle algo —le respondió Zhenya mientras se levantaba.

—Ya me sé vuestras historias sobre Negros y mutantes, y todo lo demás. Y sobre setas. Pero por aquí hay cosas de las que nunca habéis oído hablar. No sabemos si sólo son historias para no dormir, y, en cualquier caso, nadie ha logrado comprobarlo. Quiero decir que algunos lo intentaron… pero no pudieron explicarnos sus descubrimientos.

A Artyom le bastó este preámbulo para recobrar fuerzas. Estaba muy interesado en informarse sobre lo que ocurría más allá de la estación Prospekt Mira. Se levanto de las vías, empuñó el fusil de asalto y ocupó su puesto tras la dresina.

Un breve empujón, y las ruedas volvieron a entonar su uniforme melodía. El grupo entero avanzó. El jefe de la expedición estaba tenso, con los ojos clavados en la penumbra, cuando empezó a hablar:

—Yo me pregunto qué es lo que vuestra generación sabe en realidad sobre el Metro. Probablemente os explican todos los cuentos imaginables. Uno que estuvo en un lugar, otro que se imaginó no sé qué, el de más allá que cuenta una mentira que le explicó un tercero, que lo que hizo fue apropiarse de la historia de otro e inventarse detalles para que fuera más interesante, y ese otro se la había contado porque un cuarto se la contó a él mientras se tomaban un té… ése es el gran problema del Metro: no disponemos de ningún sistema de comunicación fiable. No tenemos ninguna posibilidad de comunicarnos con rapidez de un extremo a otro. En un sitio no dejan pasar, en el siguiente han puesto una barricada en medio del camino, un poco más allá está todo revuelto y la situación cambia cada día. ¿Alguno de vosotros piensa que el Metro es muy grande? Cuando los trenes funcionaban, se podía ir de un extremo a otro en una hora. Hoy en día el viaje a pie dura semanas, y a menudo es imposible llegar al destino. Porque en realidad nunca se sabe lo que puede esconderse detrás de la siguiente curva. Ahora, por ejemplo, llevamos ayuda humanitaria a Rizhskaya. Pero nadie —ni yo, ni el encargado— podría garantizarnos al cien por cien que no nos pegarán un tiro tan pronto como lleguemos. O que no nos encontraremos con que la estación se ha abrasado y han muerto todos. O que la Rizhskaya no se ha unido a la Hansa y nos quedaremos sin acceso al resto del Metro… ¡y podría ser para siempre! No disponemos de información fiable. Las noticias que llegan por la mañana ya han caducado por la tarde, y al día siguiente ya no merece la pena prestarles atención. Como si alguien tratara de orientarse entre arenas movedizas con un mapa del siglo pasado. Los correos son tan lentos que cuando por fin llegan a su destino su mensaje ya no sirve para nada, o no se corresponde con la realidad. La verdad se desdibuja. Es una situación totalmente nueva para los seres humanos. Por no pensar en lo que sucederá cuando se nos acabe el combustible para los generadores y nos quedemos sin electricidad. ¿Habéis leído La máquina del tiempo de H. G. Wells? Aparecen unas criaturas llamadas Morlocks…

Artyom conocía ya aquella historia, y por ello no dudó en llevar de nuevo la conversación a su terreno original.

—Y los hombres de su generación, ¿qué saben ellos sobre el Metro?

—Hum… hablar de las criaturas infernales que anidan en los túneles del metro podría traernos mala suerte. ¿Sobre el Metro-2 y los Observadores Invisibles? No. ¿Pero sabíais que la antigua estación Pushkinskaya, la que tiene corredores hasta la Chekhovskaya y la Tverskaya,[20] ha caído en manos de los fascistas?

—¿Qué tipo de fascistas? —preguntó Zhenya.

—Fascistas de verdad. Ya los había cuando vivíamos al aire libre. —El jefe de la expedición señaló hacia arriba con el dedo—. Iban con el cráneo rapado. Estaban en contra de la inmigración de extranjeros. Existía todo tipo de agrupaciones. Ya no recuerdo cómo se llamaban. Fue como una moda. Y luego desaparecieron de pronto. No se volvió a hablar de ellos, ni se les vio. Y de repente, hace algún tiempo, reaparecieron en la Pushkinskaya. «¡El Metro para los rusos!» ¿No lo habéis oído nunca? O también: «¡Un, dos, tres, el Metro será libre otra vez!». O: «¡Que no entren extranjeros, queremos un metro sin forasteros!». Todos los no rusos huyeron de la Pushkinskaya, luego también de la Chekhovskaya, y finalmente de la Tverskaya. Al final se salieron de madre y llevaron a cabo verdaderas masacres. Y ahora han creado allí un «Reich». Creo que es el cuarto o el quinto. Por el momento no se atreven a ir más allá, pero a las gentes de nuestra generación nos traen a la memoria la historia del siglo XX. Por otra parte, ¿qué importan esos fascistas? Los mutantes de la Línea Filyovskaya existen de verdad. Y también nuestros «Negros». Y circulan por ahí sectas muy diversas: satanistas, comunistas… como un caleidoscopio.

Pasaron por delante del marco de una puerta vacío. Indudablemente, conducía a unas dependencias abandonadas. Quizás hubiera sido un retrete, pero también podía tratarse de un búnker. Hacía tiempo que los humanos habían desmontado las instalaciones —el armazón de hierro de las literas, los accesorios— y se las habían llevado, y nadie se atrevía ya a entrar en las habitaciones vacías y oscuras que se encontraban repetidamente por el túnel. Aun cuando se supiera que allí dentro no había nada. Porque, en definitiva, no existía la certeza de que realmente no hubiera nada…

Divisaron un tenue fulgor. Se estaban acercando a la Alexeyevskaya.

Era una estación poco poblada. Tenían un puesto de vigilancia en el metro 50, porque no podían permitirse nada más. Unos cuarenta metros antes de ponerse al alcance del fuego enemigo, el jefe de la expedición ordenó a los demás que se detuvieran. Apagó y encendió varias veces la linterna de acuerdo con un patrón preestablecido. Una silueta oscura se alejó de la hoguera. Alguien se acercaba a ellos para comprobar su identidad. Se oyó a lo lejos:

—¡Quedaos donde estáis! ¡Ni se os ocurra acercaros!

«¿Era posible —se preguntó Artyom— que les recibieran como enemigos en aquella estación con la que siempre habían tenido relaciones amigables?».

El hombre vino a ellos sin prisa alguna. Vestía un uniforme de camuflaje raído y una chaqueta acolchada con una A pintada encima, en letra gruesa. No se había afeitado sus flacas mejillas, en sus ojos brillaba la desconfianza, y sus manos acariciaban nerviosamente el cañón del fusil de asalto que le colgaba del cuello. Escrutó los rostros de los recién llegados, y entonces, al reconocerlos, sonrió, y, como muestra de confianza, se echó el arma a la espalda.

—¡Hola, muchachos! ¿Cómo anda todo? ¿Estáis de camino hacia la Rizhskaya? Lo sabemos, nos han avisado. ¡Venid!

El jefe de la expedición fue a preguntarle algo al centinela, pero en voz tan baja que los demás apenas si pudieron oírlo. Artyom le murmuró a Zhenya.

—A ése lo veo muy hambriento. Quieren federarse con nosotros, pero no será porque les vaya bien.

—Sí, bueno, ¿y qué? —le respondió su amigo—. Nosotros también tenemos nuestros propios intereses. Si nuestra Administración está interesada en ese proyecto, es porque le ven alguna utilidad. Seguro que no los vamos a alimentar por amor al prójimo.

La dresina dejó atrás la hoguera del metro 50, junto a la cual estaba sentado un centinela que vestía igual que el primero, y entró en la estación. La Alexeyevskaya estaba mal iluminada, y sus habitantes transmitían una sensación de abatimiento. Con todo, recibieron con mirada amable a los visitantes de la VDNKh. El grupo se detuvo en mitad de la estación, y el Jefe les concedió una pausa para fumar un cigarrillo. Artyom y Zhenya montaron guardia en la dresina. Los demás fueron invitados a unirse a los nativos en torno a una hoguera.

—Es la primera vez que oigo hablar de los fascistas y del Reich —le dijo Artyom a su amigo.

—A mí ya me habían explicado que había fascistas en el Metro. Pero me habían dicho que estaban en Novokusnetskaya.

—¿Quién te lo contó?

—Lyokha.

Artyom torció el gesto.

—Ése ya te ha contado un montón de historias interesantes.

—¡Pero lo de los fascistas era verdad! Bueno, está bien, se equivocó de estación. ¡Pero no me mintió!

Artyom calló y se sumergió en sus pensamientos. La pausa para fumar en la Alexeyevskaya iba a durar un buen rato. El jefe de la expedición tenía algo que discutir con las autoridades locales. Probablemente se trataría de algún asunto relacionado con la inminente federación. Luego se pondrían de nuevo en marcha y llegarían unas horas más tarde a la Rizhskaya. Pernoctarían allí y, una vez se hubieran aclarado todas las cuestiones y se hubieran cerciorado de la idoneidad de los cables, mandarían de vuelta a un mensajero en busca de nuevas instrucciones. Cuando tuvieran el cable a punto para montar el sistema de comunicaciones entre estaciones, habría que desenrollarlo e instalarlo. Pero si se encontraban con que no era oportuno, regresarían de inmediato a la VDNKh.

Artyom podría disponer, como máximo, de dos días. En ese tiempo tendría que buscarse una excusa para que los centinelas de Rizhskaya, aún más desconfiados y prepotentes que los de la VDNKh, lo dejaran pasar. Sus recelos eran totalmente comprensibles: allí, en el sur, empezaba el gran Metro, y los puestos avanzados de esa zona sufrían ataques con una frecuencia mucho mayor. Los riesgos que tenían que sufrir los habitantes de la Rizhskaya no eran tan misteriosos y terribles como los de la VDNKh, pero eran más variados, y los centinelas tenían que estar preparados para cualquier eventualidad.

Se podía transitar desde la Rizhskaya hasta la Prospekt Mira por dos túneles distintos. Ignoraban los motivos pero, al parecer, era imposible cegar uno de los túneles. Así pues, había que montar vigilancia en ambos. Esa circunstancia consumía las fuerzas de la estación, por lo que su administración estaba muy interesada en no tener que emplear muchos centinelas en el túnel norte. Si conseguían federarse con la Alexeyevskaya, y, sobre todo, con la VDNKh, les transferirían la tarea de vigilar las amenazas que provenían de más al norte, y tendrían que preocuparse tan sólo de los problemas que surgieran dentro del trecho de túnel inmediato que les conectaba con ellas.

En buena medida como consecuencia de la inminente federación, la Rizhskaya había reforzado más que nunca sus puestos de vigilancia. Tenían que demostrar a sus futuros socios que se podía confiar en ellos para la vigilancia de las fronteras meridionales. Y por ello no sería sencillo pasar por los puntos de control que vigilaban tanto en una como en la otra dirección. Artyom tendría que resolver aquel problema en un solo día, como máximo en dos.

Pero el problema principal era saber lo que haría después. Una vez hubiera dejado atrás los puestos de vigilancia del sur, tendría que encontrar un camino más o menos seguro hasta la Polis. Si se hubiera encontrado en su propia estación, habría podido preguntarle a un mercader por los posibles peligros. Pero la partida había sido demasiado precipitada, y por ello no tenía ninguna idea de la ruta que debía seguir. No podía preguntárselo a Zhenya, ni a ningún otro de los que iban en la caravana. Artyom estaba seguro de que habría despertado sospechas. Zhenya, más que ningún otro, comprendería enseguida que su amigo estaba tramando algo. Artyom no tenía conocidos ni amigos en la Alexeyevskaya ni en la Rizhskaya, y tampoco podía arriesgarse a preguntar a desconocidos.

Artyom aprovechó un momento en el que Zhenya se alejó para hablar con una muchacha que se sentaba cerca de ellos, y sacó el plano que llevaba en la mochila. Estaba impreso al dorso de un folleto de bordes calcinados, con publicidad de un mercadillo que había dejado de existir hacía ya mucho tiempo. Artyom trazó varios círculos en torno a la Polis con un diminuto lápiz.

El camino parecía muy simple. En aquellos tiempos míticos, antiguos, de los que le había hablado el jefe de estación, cuando los seres humanos podían pasearse por el Metro sin armas, porque el camino de una estación a otra no duraba ni una hora, porque convoyes atronadores eran lo único que circulaba por los túneles… en aquellos tiempos había sido posible recorrer el trecho entre la VDNKh y la Polis en poco tiempo y sin encontrar obstáculos.

Tan sólo había que seguir por aquella línea hasta Turgenevskaya, y luego hacer trasbordo hasta la estación Chistiye Prudy —el «Estanque de Aguas Cristalinas», como se llamaba todavía en el viejo plano—, y seguir por la Línea Roja, la Sokolnicheskaya, en línea recta hasta la Polis. En la era de los trenes y de las linternas de luz blanca, el viaje no hubiera durado treinta minutos siquiera. Pero, desde que el nombre de la Línea Roja se escribía de nuevo con «R» mayúscula, la bandera comunista colgaba sobre la entrada del «Estanque de Aguas Cristalinas» y la estación había dejado de existir como tal. No merecía la pena tratar de llegar a la Polis por allí.

La dirección de la Línea Roja había renunciado a imponer la felicidad a todo el Metro mediante la extensión del poder soviético. Pero, a despecho de su aparente voluntad de paz, el carácter paranoide del régimen no se había modificado en lo más mínimo. Centenares de agentes del servicio secreto, que por la fuerza de la costumbre —y quizá también por una cierta nostalgia— se seguía llamando KGB,[21] vigilaban sin cesar la vida de los felices habitantes de la Línea Roja, y su interés por los visitantes que procedían de otras líneas era ciertamente ilimitado. No se podía entrar en sus estaciones sin un permiso especial. Las constantes inspecciones del pasaporte, la incesante vigilancia y la patológica desconfianza que imperaban allí constituían una eficaz barrera tanto para los verdaderos espías como para los viajeros extraviados. Un triste destino aguardaba tanto a unos como a otros.

¡En resumidas cuentas, el camino que llevaba hasta el corazón del Metro, hasta la Polis, no podía ser sencillo! La Polis… cada vez que este nombre aparecía en una conversación, Artyom callaba respetuosamente, y lo mismo les ocurría a la mayoría de ellos. Artyom se acordaba muy bien de la primera vez en que oyó aquel extraño nombre de boca de un huésped de su padre adoptivo. Y después, cuando quiso preguntarle de qué se trataba, éste le respondió, con un deje de melancolía en la voz:

—Debe de ser el último lugar en la tierra donde los seres humanos todavía viven como tales, Artyom. Donde aún se recuerda lo que significa la palabra «humano», y cuál ha de ser su sonido exacto. —Y sonriendo tristemente, su padre adoptivo añadió—: Es una ciudad.

La Polis se encontraba en el trasbordo más importante del Metro de Moscú, en el cruce de cuatro líneas distintas, y constaba de cuatro estaciones enteras: Alexandrovsky Sad,[22] Arbatskaya, Borovitskaya[23] y Biblioteka Imeni Lenina. También controlaban los corredores intermedios. Aquel gigantesco territorio era el último verdadero reducto de la civilización, el último lugar donde vivían hombres y mujeres en número suficiente para que las gentes de provincias que habían estado allí la llamasen «la Ciudad». Entonces, a alguien se le había ocurrido designarla con la palabra griega que significaba ciudad: Polis. Y quizá fuese por el eco de una antigua y poderosa cultura que aún vibraba en ese nombre, que ofrecía protección a sus habitantes… el caso es que el nombre foráneo adquirió carta de naturaleza.

La Polis era un fenómeno único en el Metro. Allí, y sólo allí, era posible encontrarse con los guardianes de la antigua sabiduría, que en el nuevo y severo mundo, con sus leyes totalmente distintas, no tenía ya ningún ámbito de aplicación. Mientras el metro se hundía en un torbellino de caos e ignorancia, los portadores del antiguo e inútil saber encontraron un refugio en la Polis. Allí se les recibía con los brazos abiertos, porque sus hermanos espirituales estaban al mando. Sólo en la Polis vivían aún profesores universitarios, ya seniles, que en otro tiempo habían tenido cátedras en universidades famosas. Sólo allí vivían aún artistas, actores y poetas, físicos, químicos y biólogos. Hombres que guardaban en el recuerdo todo lo que la humanidad había conseguido y había descubierto a lo largo de los siglos. Hombres cuya muerte significaría la desaparición definitiva de aquel legado.

La Polis se encontraba en el mismo sitio donde antaño se había hallado el centro de la ciudad. Sobre ella se erguía el edificio de la Biblioteca de Lenin, el archivo de saberes más extenso de una época ya pasada. Cientos de miles de libros, en docenas de idiomas, que probablemente abarcaban todas las disciplinas en las cuales se hubiera ejercitado el espíritu humano. Cientos de toneladas de papel adornado con letras, signos, jeroglíficos, algunos de los cuales ya nadie comprendía. Y, con todo, aún era posible leer y comprender un grandísimo número de libros, y sus autores, que habían muerto hacía siglos, aún podían explicar algo a los vivos.

Entre todas las estaciones que disponían de los medios necesarios para mandar expediciones a la superficie, la Polis era la única que enviaba a sus Stalkers a buscar libros. Aquél era el único sitio donde el saber se apreciaba hasta el punto de poner vidas en peligro, pagar sumas considerables a los mercenarios y renunciar a bienes materiales con tal de acumular bienes espirituales.

Y, a pesar de su aparente inconsciencia de las realidades de la vida, y del idealismo de sus mandatarios, la Polis se sostenía un año tras otro, las catástrofes no la afectaban, y cuando algún desastre ponía en peligro su seguridad, parecía que el Metro entero estuviera dispuesto a acudir en su auxilio como un solo hombre. El eco de los últimos combates en la guerra entre la Línea Roja y la Hansa se había extinguido, y un aura mágica de invulnerabilidad y bienestar la envolvía de nuevo.

Artyom estaba pensando en aquel maravilloso lugar, y no le parecía en absoluto extraño que el camino hasta allí no fuera fácil, porque tenía que ser laberíntico, estar lleno de peligros y pruebas. En el caso contrario, la meta de su viaje se habría visto desprovista de una parte de su misterio y su interés.

El camino por Kirovskaya y por la Línea Roja hasta Biblioteka imeni Lenina le pareció imposible y demasiado peligroso, por lo que más le valdría tratar de esquivar a las patrullas de la Hansa y moverse por la Línea de Circunvalación. Artyom estudió el plano más atentamente todavía. Si lograba introducirse en el territorio de la Hansa, el camino hasta la Polis sería relativamente corto. Pasó el dedo sobre las líneas del plano. Si giraba en la Prospekt Mira y proseguía hacia el sur por la Línea de Circunvalación, sólo tendría que recorrer dos estaciones de la Hansa hasta llegar a la Kurskaya. Una vez allí, cambiaría a la Línea Arbatsko-Pokrovskaya,[24] y se encontraría a tan sólo un salto de la estación Arbatskaya, que pertenecía a la Polis. Claro que en su camino se encontraría con la Plaza de la Revolución, que la Línea Roja había recibido a cambio de la Biblioteca de Lenin, pero los rojos tenían que dejar el paso libre a cualquiera que llegase hasta allí. Esa había sido una de las condiciones del tratado de paz. Y como Artyom no tenía ningún interés en quedarse en la estación, sino que tan sólo quería pasar de largo, no tendrían más remedio que permitirle el tránsito.

Después de pensarlo un rato, se decidió a seguir aquel plan, al menos por el momento. Intentaría informarse durante el viaje acerca de las estaciones que se encontraban en su camino. Se decía que, si algo le salía mal, siempre podría hallar una ruta alternativa. Al examinar el entramado de líneas y el gran número de posibilidades de trasbordo, se le ocurrió que el jefe de la expedición había exagerado cuando habló de las dificultades que se encontraban incluso en los trayectos más cortos por el Metro. Una vez en la Proskpekt Mira, podría dirigirse, no solamente hacia el trecho sur de la Hansa, sino también hacia el norte —Artyom estaba recorriendo la Línea de Circunvalación con el dedo—, hasta la Kievskaya. Desde allí podría llegar hasta la Polis por la línea Filyovskaya-Pokrovskaya, o por la Arbatsko-Pokrovskaya. La misión ya no le parecía imposible. Su pequeño ejercicio con el plano le había infundido confianza en sí mismo. Sabía lo que tenía que hacer, y dejó de vacilar: cuando la caravana llegara a la Rizhskaya, no regresaría a la VDNKh con su grupo, sino que continuaría el viaje hasta la Polis.

—¿Estás trazando planes? —Le resonó directamente en el oído la voz de Zhenya.

Artyom estaba tan inmerso en sus cavilaciones que no se había dado cuenta del regreso de su amigo. Sorprendido, se levantó de un salto e hizo un torpe intento por esconder el plano.

—No, no… yo… sólo quería ver las estaciones, para saber dónde se encuentra ese Reich del que nos hablaba el jefe de la expedición.

—¿Y lo has encontrado? ¿No? Venga, dame eso que te lo voy a enseñar. —Zhenya conocía el Metro mucho mejor que Artyom y estaba orgulloso de ello. Le indicó al instante con el dedo el triple sistema de corredores que enlazaba las estaciones Chekhovskaya, Pushkinskaya y Tverskaya. Artyom suspiró, aliviado, y Zhenya debió de pensar que se trataba de un arranque de envidia, porque le dijo—: Ah, seguro que en alguna otra cosa eres igual de entendido que yo en esta.

Artyom le puso cara de agradecimiento y cambió inmediatamente de tema.

—¡En pie, muchachos! —gritó en aquel momento la poderosa voz de bajo del jefe de la expedición. El reposo había terminado… y Artyom aún no había probado bocado siquiera.

Trepó a la dresina junto con Zhenya, la palanca chirrió, las botas de falso cuero resonaron sobre el hormigón… y así entraron de nuevo en el túnel.

Esta vez, el grupo avanzó en silencio. Solo hubo una conversación: el jefe de la expedición llamó a Kiril y le consultó en voz baja mientras caminaban. Artyom no tenía el deseo ni las fuerzas necesarios para escucharles. La maldita dresina le consumía todas las energías.

El que iba detrás estaba solo, y se sentía incómodo. Volvía la cabeza una y otra vez, angustiado. Artyom se hallaba en lo alto de la dresina, mirando para atrás. No les acechaba ningún peligro. Con todo, sintió un irrefrenable deseo de darse la vuelta y mirar adelante. El miedo y la inseguridad le perseguían constantemente, y no sólo a él. Todos los que viajaban en solitario por el Metro conocían aquel sentimiento. Existía incluso un término específico para ello: «tunelofobia». El viajero que recorre un túnel —sobre todo si lleva una linterna de mala calidad— piensa en todo momento que el peligro acecha a sus espaldas. A saber lo que hay ahí, a saber quién está ahí, y cuál es su percepción del mundo… al fin, la tensión se vuelve tan insoportable que el viajero se vuelve como un rayo, escudriña la penumbra con la luz de su linterna… y no encuentra nada. El silencio. El vacío. Al parecer, todo está tranquilo. Pero cuando el viajero mira hacia atrás, y clava los ojos en las tinieblas hasta que le empiezan a doler, las tinieblas se encuentran entonces una vez más a sus espaldas, y el viajero siente de nuevo el anhelo de volverse de pronto y arrojar la luz de la linterna en otra dirección. Podría ser que, mientras miraba hacia atrás, un enemigo se le hubiera acercado furtivamente por delante. En esos casos, lo más importante es no perder el dominio sobre uno mismo, no dejarse vencer a la ansiedad, tener claro en todo momento que todo es una ilusión, que no hay ningún motivo para ceder al pánico; que, al fin y al cabo, no se ha oído nada.

Pero eso es lo más difícil: no perder el control. Sobre todo cuando se viaja solo. Algunos habían llegado a perder la razón de esta manera. No lograban tranquilizarse, ni siquiera después de llegar a una estación habitada. Luego, por supuesto, volvían en sí, pero no podían volver a pisar el túnel. De repente, el grupo entero se sintió presa del opresivo pánico que todos los habitantes del Metro conocían, pero que en su caso amenazaba con provocarles un serio trastorno.

—¡No tengas miedo, yo vigilo! —le gritó Artyom al que iba detrás. Este asintió, pero, al cabo de un par de minutos, no pudo resistir más y se volvió de nuevo. La angustia era demasiado poderosa…

—Un conocido de Seryoga se volvió loco de esta manera —dijo Zhenya en voz baja, cuando entendió en qué estaba pensando Artyom—. De todos modos, no le faltaron motivos. Imagínate que quería atravesar él solo el túnel de la Sukharevskaya, ese del que te hablaba. El tío sobrevivió. ¿Y sabes por qué? —le dijo Zhenya con una sonrisa malévola—. Porque no se atrevió a ir más allá del metro 100. Cuando partió, era un hombre animoso y resuelto. Ja ja. Regresó al cabo de veinte minutos, con los ojos desorbitados, el cabello erizado de puro miedo, y fue incapaz de decir una sóla palabra. No lograron que les contara nada. Desde entonces, sólo dice frases totalmente inconexas. De hecho, normalmente solo berrea. Y no ha vuelto a poner pie en ningún túnel. Se pasea por la Sukharevskaya y va mendigando. Allí lo tienen como payaso de la estación. ¿Te ha quedado claro?

—Sí —le respondió Artyom, inseguro.

Durante un rato, el grupo caminó en absoluto silencio. Artyom seguía empujando la palanca, y al mismo tiempo buscaba un pretexto creíble para poder pasar el puesto de vigilancia de la Rizhskaya. De repente se dio cuenta de que un sonido, que había ido intensificándose lentamente, le impedía pensar bien. Ese sonido procedía del trecho de túnel que aún les quedaba por recorrer. Al principio había sido apenas audible. Debía de estar cerca de la inasible frontera entre las frecuencias audibles y los ultrasonidos. De manera casi imperceptible, se había ido volviendo más fuerte, y Artyom no habría sabido indicar el momento exacto en el que había empezado a oírlo. Para entonces ya era relativamente intenso, y parecía como un siseo incomprensible e inhumano.

Miró a los demás. Todos ellos caminaban al mismo ritmo y en silencio. El jefe de la expedición había dejado de hablar con Kiril, Zhenya estaba pensando en algo, y el que cerraba la marcha miraba tranquilamente hacia delante. Había dejado de volverse nerviosamente hacia atrás cada pocos instantes. En ninguno de ellos se apreciaba el menor signo de inquietud. Era evidente que no oían nada. ¡Nada! Artyom sintió pavor. La tranquilidad y el silencio del grupo entero eran incomprensibles, eran motivo de temor. Soltó la palanca de la dresina y se puso en pie.

Zhenya le miró sorprendido.

—¿Qué te sucede? ¿Estás cansado? Podrías haberlo dicho, en vez de parar de esta manera.

—¿No lo oyes? —le preguntó Artyom, incrédulo, y había algo en su voz que hizo que el rostro de Zhenya se pusiera serio.

Éste escuchó, sin dejar de empujar la palanca. La dresina iba más lenta, porque Artyom seguía de pie, con el pasmo pintado en la cara, y escuchaba el enigmático sonido.

El jefe de la expedición se volvió.

—¿Qué os pasa ahí atrás? ¿Es que se os han acabado las pilas?

—¿Usted no oye nada? —preguntó Artyom. Y, en aquel momento, le asaltó la terrible sospecha de que en realidad no había ningún sonido, y que por eso nadie lo oía. Simplemente se había vuelto loco, y tenía alucinaciones de pura angustia.

El jefe de la expedición les ordenó que se detuvieran, para que los chirridos de la dresina y el ruido de las botas no estorbaran, y se quedó quieto. Tentó el fusil con ambas manos. Estaba esforzándose por captar todos los sonidos del túnel.

El extraño sonido no se interrumpía. Artyom lo oía ya claramente, y cuanto mayor era la intensidad, aumentaba la atención con la que el muchacho observaba el rostro del jefe expedicionario. ¿Estaría oyendo el mismo sonido que a él le intranquilizaba cada vez más? Pero el rostro del jefe de la expedición se fue relajando, y Artyom se sintió morir de la vergüenza: había detenido al grupo, había perdido visiblemente los nervios, y para postre había puesto nerviosos a los demás.

Estaba claro que Zhenya tampoco oía nada, aun cuando escuchara con gran atención. Le sonrió burlonamente a Artyom y le preguntó:

—¿Estás colocado?

—¡Cierra la boca! —le respondió Artyom, enfadado—. ¿Es que estáis todos sordos, o qué?

—Está colocado —replicó Zhenya, satisfecho.

—No es nada. Seguramente te lo estás imaginando —le dijo el jefe de la expedición, y tuvo el tacto de añadir—: No te preocupes, Artyom, estas cosas ocurren. Tranquilízate, y prosigamos con nuestro camino.

Mientras decía estas palabras se había puesto de nuevo al frente, y Artyom no pudo hacer otra cosa que volver a su tarea. Trató de convencerse a sí mismo de que lo había imaginado todo, trató de no pensar en nada, con la esperanza de que aquel sonido del diablo desaparecería junto con sus pensamientos extraviados. Durante un rato, logró sacárselo de la cabeza, pero el sonido resonó de nuevo en ella, y se volvió más fuerte y más claro a medida que avanzaban hacia el sur. En el momento en el que parecía oírse por el Metro entero, Artyom se dio cuenta de que Zhenya trabajaba con una sola mano y que con la otra se frotaba el oído.

—¿Qué haces? —le susurró Artyom.

—No lo sé —murmuró Zhenya—. Es como si… me picara.

—¿Pero no oyes nada?

—No, pero siento como una presión —La ironía había desaparecido de la voz de Zhenya.

Entonces, cuando el sonido llegó a su punto máximo, Artyom entendió de dónde procedía. Uno de los tubos instalados a lo largo del túnel había reventado por un lugar, y las negras fauces que se habían abierto como consecuencia del reventón, rodeadas de jirones de metal desgarrados y abiertos en todas las direcciones, eran el origen de aquel murmullo. Provenía de dentro del tubo, y Artyom se estaba preguntando por qué dentro de éste no había ninguna conducción, cómo era que por dentro estaba vacío y negro, cuando el jefe de la expedición se detuvo y lentamente, en tono de fatiga, dijo:

—Muchachos… quedémonos aquí a descansar… no me encuentro bien… estoy un poco mareado.

Fue dando traspiés hasta la dresina con la intención de sentarse en el borde, pero cuando le faltaba un solo paso para llegar, inesperadamente, se desplomó. Zhenya le miró desconcertado, se frotó los oídos con ambas manos y no se movió de donde estaba. Kiril siguió adelante como si nada hubiera ocurrido, sin atender a los gritos de Artyom. El hombre que se encontraba detrás de la dresina se sentó sobre las vías y empezó a llorar, indefenso como un niño. La luz de la linterna se volvió hacia la bóveda del túnel. La escena, iluminada desde abajo, parecía todavía más siniestra.

Artyom fue presa del pánico. Era el único miembro del grupo que no había perdido el entendimiento. El sonido era ya totalmente insoportable, hasta el punto de que se había vuelto imposible pensar con claridad. Artyom se tapó las orejas, desesperado, y con ello obtuvo un cierto alivio. Luego le dio una sonora bofetada a Zhenya, que aún estaba sentado, con la estupidez dibujada en su rostro, y le gritó, sin pensar que él era el único que oía el sonido:

—¡Agarra al jefe y ponlo sobre la dresina! ¡No podemos quedarnos aquí!

Artyom cogió la linterna y corrió detrás de Kiril, que seguía adelante, a ciegas, como un sonámbulo, sin poder ver nada en la oscuridad. Por fortuna, no caminaba muy rápido. Artyom le dio alcance con un par de zancadas y le arreó una palmada en el hombro, pero Kiril siguió adelante sin inmutarse. Artyom se le adelantó y le apuntó a los ojos con la linterna. Kiril los tenía cerrados, pero arrugó la frente y se detuvo. Sin saber lo que hacía, Artyom le levantó uno de los párpados con la mano y le iluminó directamente la pupila. Kiril dio un grito, parpadeó, meneó la cabeza y, en una fracción de segundo, volvió en sí y miró a Artyom sin comprender nada. El rayo de luz lo había cegado, de tal manera que apenas si podía ver nada, Artyom tuvo que guiarlo de vuelta.

Encontraron el cuerpo inmóvil del jefe de la expedición sobre la dresina; a su lado estaba sentado Zhenya, siempre con la misma expresión de apatía en el rostro. Artyom dejó a Kiril en la dresina y corrió hacia el hombre que iba detrás. Estaba acurrucado sobre las vías y lloraba. Al mirarlo a la cara, Artyom vio un dolor y pena dibujados en su rostro tan fuertes, que le hicieron retroceder. Se dio cuenta de que él también tenía lágrimas en los ojos.

—Han muerto todos… les ha hecho un daño terrible —decía el hombre entre sollozos. Artyom intentó ponerlo en pie, pero el otro le rechazó, y gritó de pronto, con voz encolerizada—: ¡Cerdos! ¡Criaturas inhumanas! ¡No pienso ir con vosotros, quiero quedarme aquí! ¡Están tan solos aquí, les duele tanto, ¿y vosotros queréis que me marche?! ¡Vosotros tenéis la culpa de todo! No pienso ir a ninguna parte. ¡A ninguna parte! ¡Dejadme!

Artyom pensó en darle también a él una bofetada para que volviera en sí, pero tuvo miedo de que el hombre, en su agitación, le atacara a su vez. Por ello, se arrodilló a su lado y le habló con voz suave, esforzándose por no sucumbir al estruendo que resonaba en su cabeza, y sin comprender qué era lo que estaba sucediendo.

—Pero ¿no quieres ayudarles? ¿No querrías que dejaran de sufrir?

El hombre, con los ojos empañados en lágrimas, le sonrió en su abatimiento, y le susurró:

—Naturalmente… naturalmente que quiero ayudarlos.

—Entonces, tendrás que empezar por ayudarme a mí. Ellos querrían que lo hicieras. Sube a la dresina y agarra la palanca. Tienes que ayudarme a llegar a la estación.

El hombre miró a Artyom con desconfianza.

—¿Te lo han dicho ellos?

—Sí.

—¿Y luego me dejarás volver?

—Te doy mi palabra. Si quieres regresar, te dejaré ir —le aseguró Artyom, y subió al hombre a la dresina antes de que tuviera tiempo para cambiar de opinión.

Consiguió que Kiril, el hombre que había cerrado la marcha, y Zhenya —que le obedecía mecánicamente— agarraran la palanca. Arrastró al jefe de la expedición, todavía inconsciente, hasta el centro de la dresina. Él mismo se puso al frente, apuntando con el arma a las tinieblas. Oyó con gran alivio cómo la dresina se ponía en marcha a sus espaldas. Era consciente de estar corriendo un tremendo peligro al dejar la retaguardia sin vigilancia, pero en aquel momento sólo pensaba en salir de allí lo antes posible.

Eran tres los hombres que manejaban la palanca, con lo que el grupo avanzó con mayor rapidez que antes, y Artyom constató que el espantoso ruido iba disminuyendo poco a poco, y la sensación de peligro inmediato desaparecía con él. Les gritaba sin cesar a los demás que no se detuvieran, cuando, de pronto, oyó a sus espaldas la voz totalmente sobria y atónita de Zhenya:

—¿Qué haces tú dándonos órdenes?

Artyom comprendió que habían dejado atrás la zona de peligro. Hizo un signo para que se detuvieran, y, totalmente rendido, se sentó, con la espalda apoyada en la dresina. Los demás estaban volviendo en sí. El hombre que había ido detrás dejó de llorar, se frotó las sienes y miró alrededor, estupefacto. También el jefe de la expedición se puso en pie, entre ahogados gimoteos, y empezó a quejarse de un punzante dolor de cabeza.

Al cabo de media hora, se pusieron de nuevo en camino. Aparte de Artyom, nadie más recordaba el incidente.

—¿Sabes?, de repente he sentido como una pesadez —explicaba el jefe de la expedición—. Se me ha nublado la visión, y luego… he perdido el conocimiento. Ya me había ocurrido una vez, muy lejos de aquí, en un túnel en el que había gas. Pero si aquí también había gas, habría tenido que afectarnos a todos nosotros por igual… ¿Dices que has visto un tubo reventado? ¿Y que el sonido salía de allí? ¿Sabes una cosa, Artyom?, eso es que nosotros somos una cuadrilla de ineptos. Parece que tú tienes un olfato especial para esa mierda. ¡Qué suerte la tuya, muchacho!

La Rizhskaya no les quedaba ya muy lejos. A lo lejos titilaba el fulgor de la hoguera que iluminaba el puesto fronterizo. El jefe de estación les ordenó que fueran más despacio e hizo la señal acordada con la linterna. Los centinelas les dejaron pasar enseguida y sin complicaciones, y así llegaron hasta la estación.

La Rizhskaya se encontraba en un estado mucho mejor que la Alexeyevskaya. Hacía tiempo, había funcionado un gran mercado a la salida de la estación, y por ello, entre las personas que se habían puesto a salvo allí había un gran número de mercaderes con espíritu de empresa. La cercanía de la Prospekt Mira —y, por tanto, de la Hansa—, así como de las principales rutas de comercio, también había contribuido al bienestar de la estación. Al igual que la VDNKh, estaba iluminada con el sistema de emergencia. Las patrullas vestían uniformes de camuflaje viejos y raídos, los cuales, sin embargo, causaban una impresión mucho mejor que la chaqueta acolchada con la A pintada de la Alexeyevskaya.

Los huéspedes se alojaron en una tienda sólo para ellos. No podían regresar de inmediato. No estaba claro cuál era el peligro que acechaba en el túnel, ni cómo podrían combatirlo. Los dirigentes de la estación se reunieron con el jefe de la expedición para hablar de ello. Entretanto, los demás tendrían tiempo libre. Los nervios de Artyom ya no daban para más, y a la primera ocasión se dejó caer sobre el camastro. Se había planeado una cena solemne en honor de los huéspedes para dos horas después. A juzgar por los guiños y cuchicheos de los anfitriones, se podía contar incluso con que se sirviera carne. Pero, durante un rato, no tendrían nada que hacer, aparte de descansar y, en la medida de lo posible, no pensar en nada.

Se oía barullo fuera de la tienda. El curioso Artyom se asomó a la entrada. El ágape tendría lugar en el centro de la sala,[25] donde ardía la hoguera principal. Había unos cuantos que fregaban el suelo y desmontaban las tiendas; no muy lejos de allí, sobre las vías, se estaba descuartizando un cerdo al que acababan de matar; y alguien cortaba tiras de alambre con unas tenazas. Así pues, también iban a comer shashlik. Las paredes de aquella estación eran extrañas: no eran de mármol como las de la VDNKh y la Alexeyevskaya, sino que estaban recubiertas de azulejos amarillos y rojos. La alegre impresión que en otro tiempo debían de haber causado aquellos colores se veía enturbiada por una gruesa capa de hollín y grasa que se había ido sobreponiendo tanto a los azulejos como al revestimiento del techo. Con todo, la estación había retenido algo de su carácter acogedor. Y lo más importante: sobre la otra vía se hallaba, medio escondido en el túnel, un tren de verdad, aunque sin cristales en las ventanas y las puertas abiertas.

No se encontraban trenes en todos los tramos de vía, ni en todas las estaciones. A lo largo de las últimas dos décadas, muchos de ellos —especialmente los que se habían quedado en los túneles y, por ello, no servían como alojamiento— habían sido desmontados con el objetivo de aprovechar las piezas. Las ruedas, arandelas y acolchados se empleaban en todas partes para usos muy diversos. El padre adoptivo de Artyom había contado una vez que en la Hansa se habían retirado todos los convoyes de una de las vías, para que las dresinas que transportaban mercancías y pasajeros no tuvieran problema para transitar entre estaciones. Se decía que en la Línea Roja se había hecho lo mismo.

Los habitantes de la estación se estaban reuniendo. Zhenya salió también de la tienda. Al cabo de media hora, los dirigentes de la estación se presentaron junto con el jefe de la expedición de la VDNKh, y los primeros trozos de carne empezaron a asarse sobre el carbón. El jefe y el presidente de la estación se reían y bromeaban. Estaban visiblemente satisfechos con los resultados de las negociaciones. Alguien se presentó con una gran botella de un mejunje procedente de estaciones lejanas. Brindaron, y finalmente se pusieron todos del mejor humor. Artyom roía la carne de un pincho, lamía la grasa caliente que se le iba quedando en los dedos, y contemplaba los carbones encendidos, que no sólo irradiaban calor, sino también una sensación de tranquilidad y placidez hogareña.

—¿Eres tú el que ha salvado a los demás? —le preguntó de repente un desconocido que se sentaba a su lado, y que le había estado observando desde hacía varios minutos.

Artyom se asustó.

—¿Quién se lo ha contado?

Observó al desconocido. Llevaba el pelo muy corto e iba mal afeitado. Bajo una chaqueta de cuero aparentemente basta, pero de buena calidad, asomaba una camisa de la infantería de marina. Artyom no pensó que tuviera nada sospechoso. Parecía más bien un mercader como tantos otros que había en la Rizhskaya.

—¿Quién? Ah, vuestro brigadier, el que está allí.

El hombre se volvió hacia el jefe de la expedición, que algo más allá discutía animadamente con sus colegas.

—Sí, es verdad —le respondió Artyom de mala gana. Poco antes había planeado buscar contactos en la Rizhskaya que pudieran serle de utilidad. Pero en aquel momento, en el que se le presentaba la ocasión, se sentía incómodo.

—Me llamo Bourbon. ¿Y tú?

—¿Bourbon? ¿Qué nombre es ése?

—¿No lo sabes? Es un tipo de bebida alcohólica. Aguardiente, ¿entiendes? Parece que en otro tiempo ponía a la gente de buen humor. Bueno, ¿y cómo te llamas tú?

—Artyom.

—Escúchame, Artyom, ¿cuándo vas a regresar a tu estación?

—No lo sé —le respondió el muchacho, receloso—. De momento no lo sabemos con certeza. Si ha oído usted hablar de lo que nos ha ocurrido en el túnel, comprenderá muy bien por qué.

—Puedes tutearme, no soy mucho mayor que tú… De todas maneras, te voy a explicar por qué te lo he preguntado: quiero proponerte un negocio. No a todos vosotros, sino sólo a ti. Un negocio personal, por decirlo de algún modo. Necesito que me ayudes, ¿entiendes? Por lo menos durante un tiempo.

Artyom no comprendía nada. Aquel sujeto iba hablando sin llegar a ninguna parte, y había algo en su manera de expresarse que le revolvía las entrañas. Quería poner fin cuanto antes a aquella conversación.

—Cálmate —Bourbon se apresuró a despejar las dudas de Artyom, como si las hubiera percibido—. Esto no comporta ningún riesgo, no hay nada turbio… bueno, casi nada… Se trata de lo siguiente: anteayer, nuestra gente partió hacia la Sukharevskaya, ya sabes dónde, siguiendo la línea. Pero no han llegado allí. Sólo uno de ellos ha vuelto. No se acuerda de nada. Ha aparecido en la Prospekt Mira, llorando con la cara llena de lágrimas y mocos, como ese otro del que nos ha hablado vuestro brigadier. Los demás no han vuelto. Quizás hayan llegado a la Sukharevskaya, quizá no, porque hace tres días que no viene a la Prospekt Mira ninguna persona procedente de allí. Y, por supuesto, en la Prospekt no hay nadie que quiera intentar de nuevo el viaje. Es demasiado peligroso. Yo creo que debieron de encontrar la misma mierda que os atacó a vosotros. Al oír a vuestro brigadier, lo he… comprendido muy bien. Se trata de la misma línea. Y esos tubos… —Bourbon miró a sus espaldas, con la clara intención de asegurarse de que nadie le escuchara, y luego siguió diciendo en voz baja—: Pero a ti esa porquería no te afecta. ¿Entiendes?

—Solo a medias —le respondió Artyom, inseguro.

—En cualquier caso, yo tengo que ir hasta la Sukharevskaya. Sin falta. ¡Sin falta! Pero es probable que enloquezca durante el camino, igual que enloquecieron nuestros hombres, y enloqueció tu brigada entera… exceptuándote a ti.

—¿Quieres…? —Artyom vacilaba en hablar. Había paladeado el sabor de aquella primera palabra, y se había encontrado con que se le hacía incómodo tutear a un hombre como aquél—. ¿Quieres que te acompañe por el túnel hasta la Sukharevskaya?

—Sí, más o menos —Bourbon asintió, aliviado—. No sé si lo has oído, pero el túnel que se encuentra detrás de la Sukharevskaya es todavía más peligroso que éste, es un túnel de los horrores, pero de todos modos tengo que recorrerlo hasta la estación siguiente. Aunque después de esta mierda con los muchachos… pero no, no caigamos en el pánico. Si me llevas por el túnel, sabré demostrarte mi agradecimiento. Yo tendré que continuar el viaje hacia el sur, pero en la Sukharevskaya tengo a mi gente. Ellos te traerán de vuelta y se encargarán de protegerte.

Aunque Bourbon y su oferta no le gustaran, Artyom se dio cuenta de que aquello podía ser una oportunidad de pasar el punto de control meridional de la Rizhskaya sin tener que pelearse, ni sufrir ningún otro inconveniente e incluso le valdría para llegar más allá. Bourbon le había dicho que quería ir al sur de la Sukharevskaya, esto es, a Turgenevskaya. Una vez allí, Artyom tendría la oportunidad de seguir adelante. Turgenevskaya, Trubnaya, Tsvetnoy Bulvar, Chekhovskaya… y finalmente se encontraría a un solo paso de la Arbatskaya. De la Polis.

—¿Cuál será el pago? —Artyom quería hacerse rogar.

—Lo que tú quieras. Te pagaré con divisas. —Bourbon miró dubitativo a Artyom, como preguntándose si el muchacho entendería lo que le estaba diciendo—. Con cartuchos para el Kalashnikov. Pero, si tú quieres, también con alimentos, alcohol o dur. —Le guiñó el ojo—. Sea lo que sea, podemos arreglarlo.

—No, con los cartuchos será suficiente. Dos cargadores. Y la comida para los viajes de ida y vuelta. No creáis que haréis negocio a mi costa —Artyom trataba de aparentar firmeza y sostener la mirada inquisitiva de Bourbon.

—Ah, estás hecho todo un comerciante —observó éste, con un retintín difícil de interpretar—. Está bien. Dos cargadores para el Kalashnikov. Y la comida. A mí me está bien. Esto me saldrá a cuenta… Bueno, Artyom, ahora vete a dormir. Iré a buscarte cuando este gentío se haya marchado a la cama. Empaqueta tus cosas. Si sabes escribir, déjales una nota para que no nos sigan. Procura estar listo cuando pase a recogerte.