Artyom estaba seguro de que no podría escapar a un difícil interrogatorio cuando volviera a casa. Su padre adoptivo insistiría en que le contara de qué había estado hablando con Hunter. Pero se llevó una sorpresa: en vez de esperarle para someterle al tercer grado, Sukhoy roncaba plácidamente; había pasado más de veinticuatro horas en pie.

Artyom, por su parte, había pasado la noche de guardia, y luego había dormido durante el día. Por ello, le esperaba un nuevo turno de noche en la fábrica de té.

Durante las décadas que llevaban bajo tierra, en la penumbra, sin otra iluminación que la luz roja y mortecina del sistema de emergencia, los humanos habían ido perdiendo el sentido del día y de la noche. Durante la noche se rebajaba la intensidad de las luces de la estación, igual que se había hecho en otro tiempo en los trenes nocturnos, para que todo el mundo pudiera dormir. Pero, de todos modos, nunca se apagaban del todo, a menos que hubiera alguna incidencia. Aun cuando la capacidad de visión de los seres humanos se hubiera ido acostumbrando a la oscuridad a lo largo de los años, no podía compararse con la de las criaturas que poblaban los túneles y los corredores abandonados.

La división en «día» y «noche» se mantuvo por costumbre, más que por necesidad. Convenía que hubiera una «noche», porque para la mayoría de los habitantes de la estación era más práctico dormir todos a la vez. También el ganado reposaba. Se bajaban las luces y se prohibía hacer ruido. La hora exacta se podía consultar en los dos relojes de la estación, instalados a ambos lados de la entrada al túnel. Era tan grande el significado de aquellos relojes, que a su lado se empequeñecía el de objetos tan importantes desde un punto de vista estratégico como los depósitos de armas, filtros de agua y generadores de corriente eléctrica. Estaban sometidos a observación constante, se reparaban al momento las averías más insignificantes, y cualquier intento de estorbar su funcionamiento, fuera por voluntad expresa de realizar un sabotaje, fuera por mero vandalismo, era objeto de un severo castigo, que podía llegar hasta el punto de que se expulsara de la estación al culpable.

Existía, de hecho, un código penal, que la administración de la VDNKh aplicaba a los infractores en juicios rápidos, y como la estación se hallaba en estado de excepción permanente, la aplicación de dicho código era también inflexible. Los actos que entorpecieran la consecución de objetivos estratégicos conllevaban la pena de muerte. Fumar o hacer fuego en el andén, fuera de las zonas designadas a tal efecto, así como la tenencia ilegal de armas o sustancias explosivas, se castigaban con la expulsión inmediata, así como con la confiscación de la totalidad del patrimonio.

Estas medidas draconianas tenían su explicación: varias estaciones se habían quemado ya hasta las paredes maestras. Los incendios se extendían muy rápidamente por las tiendas y lo devoraban todo. Los alaridos de locura de las víctimas resonaban todavía, muchos meses más tarde, en los oídos de quienes vivían en las estaciones vecinas, y los cadáveres calcinados, cubiertos de plástico fundido y de los restos de lona quemada de las tiendas, enseñaban los dientes, destrozados por las enormes temperaturas, a la luz de las linternas de los mercaderes y de casuales transeúntes.

Para no tener que compartir tan horrible destino, la mayoría de las estaciones castigaban con la muerte el empleo descuidado del fuego.

Se castigaban con el destierro los robos, los sabotajes y el incumplimiento deliberado de la obligación de trabajar. Pero, como los habitantes de la VDNKh, y eran poco más de doscientos, era extraño que se cometieran tales delitos —así como delitos en general—, y sus autores solían ser siempre forasteros.

En la estación se había instaurado el deber de trabajar, y todos sus habitantes, fueran jóvenes o mayores, tenían que cumplir una tarea diaria. En la granja porcina, en el cultivo de setas, en la fábrica de té, en la industria cárnica, en el cuerpo de bomberos, en el servicio técnico, en la fabricación de armas… cada uno tenía un puesto de trabajo, y muchas veces dos. Los hombres, además, tenían la obligación de montar guardia en el túnel cada dos días. Si empezaba un conflicto, o aparecían nuevos peligros en las profundidades del Metro, se reforzaban los puestos de guardia, y una fuerza de combate de reserva se apostaba en las vías durante las veinticuatro horas del día.

No había muchas estaciones donde la vida estuviera organizada con tanta severidad, y la buena fama de que gozaba la VDNKh había tenido como consecuencia que un buen número de personas quisiera vivir allí. Sin embargo, el derecho de residencia se concedía a los forasteros muy raramente y con no pocas reticencias.

Faltaban algunas horas para el turno de noche en la fábrica de té. Artyom no sabía qué hacer con ese tiempo, y por ello dio un paseo hasta la tienda de su mejor amigo, Zhenya. Era el mismo Zhenya con el que, hacía tiempo, se había aventurado a salir a la superficie.

Zhenya tenía la misma edad que él, pero, a diferencia de Artyom, vivía con su verdadera familia: su padre, su madre y su hermana pequeña. Apenas si se daba el caso de que una familia entera se hubiese podido salvar sin ningún muerto, y Artyom, en lo más hondo, envidiaba a su amigo. Por supuesto que amaba a su padre adoptivo y sentía un gran respeto por él, incluso en un momento como aquél, después de haberle visto a punto de perder los estribos. Pero sabía muy bien que Sukhoy no era su padre, que no les unía ningún parentesco, y por eso mismo nunca le había llamado «padre».

El propio Sukhoy había querido siempre que Artyom le llamara tío Sasha. Pero había llegado a lamentarlo. Habían pasado los años sin que el viejo lobo tunelero hubiera logrado formar una verdadera familia. No tenía una mujer que lo esperara cuando regresaba de sus viajes. Se le encogía el corazón cada vez que veía a una madre con niños pequeños, y soñaba en el día en el que se acabaría su obligación de emprender viajes por las tinieblas, siempre con la conciencia de que iba a alejarse durante varias semanas —o tal vez para siempre— de la vida cotidiana de su estación. Tenía la esperanza de que para entonces encontraría a una mujer que aceptara ser su mujer, y que traerían niños al mundo que no le llamarían tío Sasha, sino «papá».

Pero la vejez y la decadencia física eran cada vez más patentes. Su tiempo se acababa. Habría tenido que retirarse gradualmente, pero, por el motivo que fuera, no lograba poner punto final. Aceptaba una misión tras otra, y hasta el momento no se había encontrado a nadie en quien delegar una parte de su trabajo, nadie a quien hubiera podido presentar a sus contactos, nadie a quien hubiera podido revelarle los secretos del oficio, para poder dejarlo y dedicarse a un oficio menos duro. Hacía tiempo que estaba reflexionando sobre la posibilidad de llevar una vida más tranquila, y sabía bien que, a causa de su autoridad, de su inmaculado curriculum y de sus amistosas relaciones con la administración, tendría que ocupar siempre algún cargo directivo. Pero no había descubierto ningún sucesor digno, y por ello vivía al día, consolándose con la idea de un futuro feliz. Retrasaba una y otra vez la decisión, y entretanto iba dejando sudor y sangre sobre el granito de estaciones extranjeras, sobre el granito de túneles lejanos.

Artyom sabía que su padre adoptivo, aun queriéndole mucho, no le veía como posible sucesor, que en realidad le consideraba un inútil —por supuesto sin razón—. Nunca se llevaba a Artyom a las misiones de reconocimiento más largas, aunque el muchacho se estuviera haciendo mayor, y ya no pudiese alegar como pretexto que todavía era demasiado joven, que los Negros lo iban a raptar, o que las ratas lo devorarían. Pero Sukhoy no entendía que era él mismo, con su falta de confianza en Artyom, quien le empujaba a las temerarias aventuras por las que después le castigaba con azotes. Habría visto con buenos ojos que Artyom se hubiera abstenido de arriesgar la vida en absurdos vagabundeos y hubiera vivido lo que el propio Sukhoy soñaba con vivir: un trabajo tranquilo y seguro, niños a los que educar. Pero olvidaba que él mismo, de joven, había hecho frente a todo tipo de dificultades, había vivido cientos de aventuras y había tenido que esperar a una edad avanzada para hartarse de ello. Sukhoy no hablaba con la voz de la sabiduría y de la experiencia, sino de la edad y de la fatiga. Artyom, en cambio, estaba lleno de energía. Se hallaba al inicio de su vida, y la sola idea de pasársela vegetando, de no tener otra ocupación que cortar y secar setas, de cambiar pañales y no arriesgarse nunca más allá del metro 500 le parecía totalmente absurda. Cada nuevo día crecía en él el deseo de marcharse de la estación, porque iba vislumbrando con mayor claridad cuál era el destino que le reservaba su padre adoptivo. No había en este mundo nada que lo aterrorizase tanto como la perspectiva de trabajar en la fábrica de té y cuidar de varios hijos. Hunter había reconocido su ansia de aventuras, su anhelo de meterse por el sistema de ventilación de los túneles en rumbo hacia lo desconocido, y por ello le había confiado aquella misión tan sumamente arriesgada. Él, el Cazador, era un buen conocedor de hombres, y durante la breve conversación que había tenido con Artyom se había dado cuenta de que podía confiar en él.

Por suerte, Zhenya estaba en casa. Artyom pudo compartir con él un té muy fuerte y comentar los últimos rumores y conversaciones sobre el futuro.

—¿Esta noche estarás en la fábrica? —le dijo su amigo en cuanto se hubieron saludado—. ¡Estupendo! A mí también me toca. Quería preguntarles si podía cambiar de día, pero si tú estás en el mismo turno no lo haré. ¿Has ido hoy a montar guardia? ¿En el puesto exterior? ¡Cuéntame! He oído que os había ocurrido algo. ¿Qué ha pasado?

Artyom miró expresivamente a la hermana pequeña de Zhenya, que estaba tan fascinada con la conversación de los dos jóvenes que había abandonado la labor de rellenar su muñeca de trapo con restos de setas. Les observaba desde un rincón de la tienda sin apenas respirar y con los ojos abiertos como platos.

—Escucha, pequeña —le dijo Zhenya con ojos severos cuando entendió lo que Artyom quería decirle—. Recoge tus cosas y vete a jugar a casa de los vecinos. Creo que Katya quería que fueras a visitarlos. Ya sabes que hay que ser siempre simpático con los vecinos. ¡Así que agarra las muñecas y lárgate de aquí!

Impotente ante el destino, la muchacha empezó a recoger sus cosas. Al mismo tiempo se lo explicaba a la muñeca, que con los ojos medio borrados miraba estúpidamente a la parte de arriba de la tienda.

—¡Os creéis que sois muy importantes! De todas maneras ya lo sé todo. Vais a hablar otra vez de vuestras setas venenosas —les reprochó con desprecio mientras salía.

—Y tú, Lena, eres demasiado pequeña para hablar de las setas esas. ¡Te veo muy verde! —le replicó merecidamente Artyom.

—¿Cómo? —le preguntó la niña sin comprender nada, y quiso asegurarse de que lo que había dicho Artyom era cierto. Pero ninguno de los dos muchachos le dio más explicaciones, y la pregunta quedó sin respuesta.

En cuanto Lena se hubo marchado, Zhenya cerró la tienda desde dentro y miró a Artyom.

—Bueno, ¿qué sucedió? ¡Cuéntamelo de una vez! Ya he oído algo. Unos dicen que una gigantesca rata salió del túnel, otros que asustasteis a un espía de los Negros, e incluso que lo heristeis. ¿A quién tengo que creer?

—A nadie —le respondió Artyom—. Era un perro. Un perro muy pequeño. Andrey, el que había estado en la infantería de marina, lo ha atrapado. Quiere criarlo para tener un pastor alemán. —Sólo con pensarlo, la sonrisa le afloró a los labios.

—¡Pero si el propio Andrey me ha dicho que era una rata! ¿Ahora resulta que me ha tomado el pelo?

—¿Es que no lo sabes? Ésa es su historia favorita: la de las ratas que son tan grandes como cerdos. Ése siempre se está riendo de todo el mundo.

¿Y qué novedades puedes contarme tú? ¿Qué se sabe de los muchachos?

Los amigos de Zhenya eran mercaderes. Vendían té y carne de cerdo en el mercado de la Prospekt Mira. Regresaban con pastillas vitamínicas, ropa y todo tipo de trastos. A veces venían también con libros muy sucios, a menudo con páginas arrancadas. Habían ido a parar a la Prospekt Mira después de recorrer la mitad de la red de metro, de un bolsillo a otro, de un mercader a otro, hasta que por fin acababan en las manos de su dueño definitivo. En la VDNKh estaban orgullosos porque, aun hallándose lejos del centro y de las principales rutas comerciales, no se preocupaban tan sólo por la supervivencia —en condiciones cada día más difíciles—, sino que habían preservado cierta cultura humanística que en el resto del Metro estaba desapareciendo con pavorosa rapidez.

Los propios dirigentes de la estación le daban un valor altísimo. Todo el mundo estaba obligado a enseñar a leer a sus hijos. La estación disponía de una pequeña biblioteca a la que iban a parar todos los libros que se habían podido adquirir en los mercados. El problema era que, dada la escasez de material impreso, compraban todo lo que encontraban, y así la biblioteca se les había ido llenando de morralla.

Sin embargo, la relación de los habitantes de aquella estación con los libros era tal que nunca nadie arrancaba ni una sola página, ni tan siquiera del novelucho más burdo. Los libros se consideraban un objeto sagrado, porque eran el último recuerdo de un mundo maravilloso que había caído en el olvido. Los adultos disfrutaban de todos los instantes de remembranza que la lectura les pudiese aportar. Y transmitían a sus hijos la misma estrecha relación con los libros, aun cuando éstos, por supuesto, no pudieran acordarse de aquel mundo.

En el metro había pocos lugares en los que se venerara de tal modo la palabra impresa, y los habitantes de la VDNKh afirmaban con orgullo que su estación era el último baluarte de la cultura, el puesto avanzado de la civilización en el norte, en la línea Kaluzhsko-Rizhskaya.[[[[]]]]

También Artyom y Zhenya eran lectores apasionados. Zhenya aguardaba siempre con entusiasmo el momento en el que sus amigos regresarían de los mercados e iba el primero a recibirlos, para enterarse de si habían venido con algo nuevo. Si éste era el caso, el libro pasaba primero por las manos de Zhenya, y luego iba a la biblioteca.

De vez en cuando, el padre adoptivo de Artyom regresaba de sus misiones también con libros, y los guardaba en la estantería de su tienda. Allí se quedaban, amarillentos, carcomidos en ocasiones por el moho o por las ratas, cubiertos a veces de manchas parduzcas de sangre. Obras que nadie más poseía en aquella estación, y quizás en la totalidad de la red de metro: García Márquez, Kafka, Borges, Vian y algunos autores clásicos rusos.

—Esta vez no han traído nada —le explicó Zhenya—. Pero Lyokha dice que uno de los comerciantes va a venir dentro de un mes con un cargamento de libros procedentes de la Polis. Nos ha prometido que nos dará un par.

Artyom negó con la cabeza.

—No te estoy preguntando si hay libros. ¿Qué es lo que se cuenta? ¿Cómo andan las cosas?

—¿Que cómo andan las cosas? Nada mal, por lo que se ve. Circulan todos los rumores imaginables, pero eso ha sido siempre así. Sabes muy bien que los comerciantes no pueden prescindir de los rumores. Los necesitan. Aunque no les des de comer, estarán mucho más contentos si les cuentas historias. ¿Tenemos que creernos sus cuentos? Eso ya es otra cuestión. Pero, por el momento, parece que todo está tranquilo. En comparación con lo de antes, por supuesto. Con la época en que la Hansa luchaba contra los rojos. Ah, ahora en la Prospekt Mira está prohibido vender dur[18]. Si sorprenden a un mercader con dur, se lo quitan todo, y a él lo expulsan de la estación y lo ponen en una lista. Lyokha me ha dicho que si lo pillan por segunda vez con dur no podrá pisar la Hansa durante dos años. ¡La Hansa entera! Hacerle eso a un mercader es acabar con él.

—¡No me digas! ¿Lo han prohibido así, sin más? ¿Pero por qué, así de repente?

—Se dice que han llegado a la conclusión de que se trata de una droga, porque provoca visiones. Y que la persona que toma dur durante mucho tiempo destruye lentamente su cerebro. Esa prohibición es una medida puramente preventiva.

—Ah, ¿y ahora, de pronto, se preocupan tanto por nuestra salud? ¡Más les valdría ocuparse de la suya!

—¿Sabes una cosa? —le dijo Zhenya en voz más baja—. Lyokha me ha explicado que ese riesgo sanitario no es más que una excusa. Fue más allá de la Prospekt Mira. Llegó hasta la Sukharevskaya. Un negocio le llevó hasta esa estación. Y una vez allí conoció a un personaje interesante: un mago.

—¿Qué has dicho? —Artyom apenas si pudo contener la risa—. ¿Un mago? ¿En la Sukharevskaya? ¡Vaya fantasmada! ¿Y el mago le ha regalado una varita mágica? ¿O una flor que hace milagros?

—¡Idiota! —le replicó Zhenya, ofendido—. ¿Es que te crees que lo sabes todo? Aunque tú no hayas visto nunca ningún mago, ni hayas oído nada sobre ninguno, eso no significa que no existan. En los mutantes de la Filyovskaya sí que crees, ¿verdad?

—¿Y por qué no iba a creer en ellos? Está muy claro que existen. Mi padre adoptivo me lo ha contado. Pero nunca había oído hablar de ninguno.

—Perdona, pero es que ni siquiera tu querido Sukhoy lo sabe todo. O tal vez quiera ahorrarte preocupaciones. Me da igual. Si no piensas escucharme, por mí puedes irte al diablo.

Artyom sonrió, burlón.

—Venga, Zhenya, cuéntamelo. Parece interesante. Aunque también me suena bastante cómico…

—Bueno. Estaban pasando la noche en torno a la hoguera. La Sukharevskaya no está habitada. Tan sólo los mercaderes de otras estaciones pasan la noche allí, porque las autoridades de la Hansa los obligan a marcharse de la Prospekt Mira cada noche cuando cierran los mercados. Sí, hasta allí llega gente de todo tipo: charlatanes, cuadrillas de ladrones, y se juntan con los mercaderes. También los viajeros descansan en esa estación antes de reanudar el camino hacia el sur. Pero lo que ocurre en los túneles de detrás de la Sukharevskaya es una locura. En realidad, allí ya no vive nadie, ni ratas ni mutantes, y, sin embargo, ocurre a menudo que personas que intentan cruzar esos túneles desaparecen. Desaparecen sin más, sin dejar rastro. Después de la Sukharevskaya se encuentra la Turgenevskaya, que tiene frontera con la Línea Roja. Antiguamente salía desde allí un corredor hasta la estación Chistiye Prudy, que los rojos vuelven a llamar Kirovskaya. Creo que es el nombre de un comunista de hace mucho tiempo. Pero nadie quería vivir al lado de esa estación. Así que tapiaron el corredor. Y ahora la Turgenevskaya está vacía. Abandonada. Eso significa que desde la Sukharevskaya hasta la siguiente estación habitada hay un trecho bastante largo. Y los que tratan de recorrerlo desaparecen. Sobre todo cuando viajan solos. En esos casos, se puede dar por seguro que no regresarán. Sólo las caravanas de más de diez personas llegan al otro extremo. Y los que viajan con ellas cuentan que se trata de un túnel totalmente normal, limpio, tranquilo y desierto. Tampoco tiene ramificaciones por las que se pueda desaparecer. Ni un alma viviente, ningún ruido, ningún animal. Y al día siguiente otra persona oye decir que se trata de un túnel limpio y confortable, se burla de los supersticiosos y se mete en el túnel sin compañía… y desaparece, como si se lo hubiera tragado la tierra. Como si no hubiera existido nunca.

—Me ibas a hablar de un mago.

—Enseguida te lo cuento. Espera. Por eso que te decía, la gente no se atreve a entrar sola en ese túnel. Buscan por la Sukharevskaya compañeros para hacer juntos el viaje. Pero, cuando no es día de mercado, tampoco hay mucha gente, y a veces hay que esperar días, e incluso semanas, hasta que se reúne un grupo lo suficientemente grande. Porque, cuantas más personas vayan juntas, más seguro es el viaje. Lyokha dice que a veces hay allí gente muy interesante. Por supuesto, también se encuentra mucha chusma. Hay que ser buen conocedor de hombres. Pero a veces se tiene suerte, y entonces se entera uno de cada cosa… sea como sea, Lyokha se había encontrado con un mago. No, no es lo que tú piensas. No es que un viejo calvo saliera de una lámpara mágica…

—Los que viven en lámparas son los genios, no los magos —le corrigió Artyom.

Zhenya hizo como que no oía su puntualización y siguió hablando.

—Ese hombre es un ocultista. Se ha pasado media vida estudiando literatura mística. Lyokha me habló de un autor que se llamaba Castañeda o algo así. En cualquier caso, está demostrado que ese hombre sabe leer el pensamiento, ver el futuro, encontrar objetos y anunciar peligros. Dice que es capaz de ver espíritus. ¡Imagínatelo: ha llegado a pasearse sin armas por el Metro! Sólo tiene una navaja de resorte para cortar los alimentos, y un bastón de plástico para caminar. Y ahora viene lo más fuerte: dice que los productores y consumidores de dur no saben lo que están haciendo en realidad. Porque el dur no es lo que pensamos. En realidad, no hay dur que valga, y las setas venenosas no son venenosas. No las ha habido nunca por nuestras latitudes. Además, ha llegado a mis manos un libro sobre setas y tampoco decía nada sobre ellas. Ni sobre nada que tenga un remoto parecido con ellas. No es cierto que se trate de meros alucinógenos y que sólo sirvan para vivir un par de películas por dentro. Por lo menos, eso es lo que dice el mago. Dice que, si se preparan de otra manera, pueden emplearse para alcanzar un estado en el que se controlan los acontecimientos del mundo real… finalmente, le recomendó a Lyokha que no se adentrara en el túnel al día siguiente. Eso era precisamente lo que Lyokha tenía previsto hacer. Le hizo caso al mago y no emprendió el viaje. ¡Por suerte! Ese mismo día, unos locos atacaron a una caravana en el túnel que enlaza la Sukharevskaya con la Prospekt Mira, aunque esté considerado como uno de los túneles más seguros. La mitad de los mercaderes murió, la otra mitad logró llegar al otro extremo. ¿Qué me dices ahora?

Artyom reflexionó un instante.

—Bueno, quién sabe. Todo es posible. Tío Sasha me ha contado que en las estaciones más alejadas los hombres se asilvestran y se transforman de nuevo en primitivos. En esos lugares, la idea de que el hombre es una criatura racional va cayendo progresivamente en el olvido, y ocurren cosas extrañas que no sabríamos explicar de manera lógica. De todos modos, no me ha dicho en qué consistían esas cosas extrañas. En realidad, nunca me ha dicho nada. Lo oí por casualidad mientras se lo contaba a otro.

—¡Ja! ¡Me lo creo perfectamente! En ocasiones, mis amigos me dicen cosas que una persona normal se negaría a creer. Esta última vez, Lyokha me ha explicado otra historia peor todavía. ¿Te la cuento? Seguro que tu padre adoptivo no te ha contado nunca nada semejante. A Lyokha se la contó un mercader de la Línea Serpukhovskaya, mientras estaban en el mercado… ¿crees en espíritus?

Artyom tuvo que esforzarse mucho para evitar la sonrisa burlona.

—¡Ja! Siempre, después de hablar contigo, me pregunto si creo en ellos. Pero tan pronto como nos separamos y hablo con personas normales, dejo de pensar en ese asunto.

—¿Y si te lo pregunto en serio?

—Hum… por supuesto, he leído sobre ello. Y tío Sasha también me ha contado algo. Pero, te lo digo sinceramente, no me creo esas historias. En definitiva, no te entiendo, Zhenya. Aquí ya lo estamos pasando muy mal con los Negros. No creo que pueda existir otra pesadilla igual en todo el Metro. En las estaciones centrales, los padres deben de contarles cuentos de terror a sus hijos donde los protagonistas somos nosotros, y seguro que se preguntan los unos a los otros: «¿Pero tú te crees esas historias, o no?». Pero tú no tienes bastante con esto. ¿Es que no sabes lo que es el miedo?

—Dímelo con franqueza, ¿sólo te interesa lo que ves y lo que sientes? ¿No creerás de verdad que el mundo es sólo eso? Por ejemplo, un topo no ve nada. Es ciego de nacimiento. Pero eso no significa que las cosas que el topo no ve tampoco existan. Tú eres como el topo.

—Pues está bien. ¿Cómo era la historia que querías contarme? ¿Era sobre el mercader aquel de la Serpukhovskaya?

—¿El mercader? Sí, exacto. En cierta ocasión, Lyokha conoció a un hombre en el mercado. No procedía de la Serpukhovskaya, sino de la Línea de Circunvalación. Era ciudadano de la Hansa y vivía en la Dobryninskaya. Pero hay un corredor desde esa estación hasta la Serpukhovskaya. No sé si tu padre adoptivo te lo habrá contado: más allá del cruce con la Línea de Circunvalación, esa línea está totalmente abandonada, esto es, a partir de la estación siguiente, Tulskaya. Creo que allí todavía se encuentran patrullas de la Hansa. La tienen controlada, de acuerdo con el siguiente principio: la línea está deshabitada, y nadie sabe lo que puede salir de allí. También han creado una especie de zona tapón. Pero nadie se aventura más allá de la Tulskaya. Se dice que allí no hay nada que merezca la pena. Las estaciones están totalmente vacías, y sus instalaciones averiadas. Una zona muerta… allí no hay animales ni monstruos, ni siquiera ratas. Pero los mercaderes tenían un amigo, un vagabundo, que en cierta ocasión se había atrevido a ir más allá de la Tulskaya. No tengo ni idea de lo que buscaba. En cualquier caso, les explicó más tarde a los mercaderes que había algo extraño en la Línea Serpukhovskaya. Dijo que no había nadie capaz de imaginarse lo que estaba ocurriendo allí. No es de extrañar que la Hansa no intente colonizar la línea, ni siquiera para cultivarla, o para construir pocilgas… —Zhenya enmudeció. Se dio cuenta de que Artyom había abandonado por completo su cinismo y le escuchaba con fascinación. Sintiéndose triunfador, le habló entonces de manera más distendida—. Pero me imagino que todos estos chismes no te interesan para nada. Pura charlatanería de viejas. ¿Quieres más té?

—¡Déjame en paz con el té! Prefiero que me expliques por qué la Hansa no quiere colonizar ese tramo. Todo esto es muy extraño. Tío Sasha dice que últimamente la Hansa padece un tremendo problema de superpoblación. Entonces, ¿cómo es posible que no aprovechen una oportunidad tan evidente? Esto no parece propio de ellos.

—¡Ajá, el tema te interesa a ti también! Pues bien, ese viajero llegó bastante lejos. Dice que por allí se podría caminar eternamente sin encontrar un alma humana. Nada ni nadie, igual que en el túnel que se encuentra detrás de la Sukharevskaya. ¡Imagínatelo: ni siquiera ratas! Lo único que hay son gotas de agua que van cayendo. Se encuentran estaciones abandonadas, a oscuras, como si nunca hubiera vivido nadie en ellas. Y en todo momento se tiene la sensación de que acecha un peligro. Ciertamente impresionante. Se puso a caminar a toda prisa y en medio día dejó atrás cuatro estaciones. ¡Debe de ser un hombre temerario para adentrarse en aquel desierto! En cualquier caso, llegó hasta la Sevastopolskaya, donde se encuentra el corredor que enlaza con la Línea Kakhovskaya.[19] Bueno, ya sabes cómo es la Kakhovskaya, sólo tiene tres estaciones. Es más bien una excrecencia, una especie de apéndice fecal. Quiso pasar la noche en la Sevastopolskaya. El esfuerzo y la tensión lo habían dejado rendido. Juntó astillas y encendió una pequeña hoguera para no estar tan incómodo. Se metió dentro del saco de dormir y se acostó en el vestíbulo central. Y cuando se hizo de noche… —Al llegar a este punto, Zhenya se puso en pie, se desperezó, y dijo con una sonrisa ligeramente sádica—: ¡Espera un momento! ¡Ahora mismo necesitaría un té! —Y salió de la tienda con la tetera sin esperar la respuesta de Artyom.

Ese gesto, por supuesto, irritó a Artyom, pero éste decidió aguardar hasta el final de la historia y decirle luego a Zhenya lo que pensaba de él. De repente, se acordó de Hunter y de su ruego. O más bien: de su orden.

Zhenya regresó, y le sirvió un té demasiado frío en un elegante vaso que se sostenía sobre un posavasos de metal. Igual que los que se usaban antiguamente en los trenes. Luego se sentó y siguió hablando.

—Se puso a dormir junto a la hoguera. El silencio era absoluto, como si el hombre se hubiera taponado los oídos con algodón. Pero en la mitad de la noche un ruido extraño lo despertó. Un ruido rarísimo, desconcertante. Al instante, su cuerpo se cubrió de sudor frío. Lo que había oído era una risa de niño. La tintineante risa de un niño. Se oía en las vías. ¡Y eso, a cuatro estaciones de distancia del último ser humano! En un lugar en donde no viven ni las ratas. Por supuesto, sintió un miedo atroz. Se puso en pie de un salto, corrió hacia el andén y vio… cómo un metro llegaba a la estación. ¡Un metro de verdad! Con unos faros encendidos que le deslumbraron. El hombre habría podido quedarse ciego, si no se hubiera cubierto a tiempo los ojos con el brazo. ¡Las ventanas brillaban con luz amarilla, y dentro había seres humanos, y todo ello en el más absoluto silencio! ¡Ni pío! No se oía ni el rugido de los motores ni el chirrido de las ruedas. El metro entró en la estación sin que se oyera ningún sonido y desapareció de nuevo lentamente por el túnel. El hombre tuvo que sentarse, su corazón no soportaba la tensión. Aquellas personas estaban vivas, parecían estar hablando sin que se oyera nada… Así, el metro fue pasando frente al explorador, un vagón tras otro, y entonces pudo verlo: tras la última ventana del último vagón había un niño, quizá de unos siete años, que le miraba. Le señalaba con el dedo y se reía. ¡Y esa risa sí que se oía! Era tal el silencio, que el hombre alcanzaba a escuchar los latidos de su propio corazón, y entonces aquella risa… el metro entró en el túnel, y la risa se siguió oyendo, cada vez más débil, hasta desaparecer. Y una vez más la estación quedó vacía. Y una vez más se hizo un absoluto y terrible silencio.

—¿Y entonces se despertó? —le preguntó Artyom, irónico, aunque con cierto tono de expectación en la voz.

—¡De eso nada! Se marchó corriendo hacia la hoguera, que entretanto se había apagado, recogió precipitadamente todas sus cosas y se puso en marcha, sin detenerse, hasta la Tulskaya. Tardó sólo una hora en recorrer el camino entero. Sin duda alguna padeció un tremendo horror.

Artyom callaba, conmocionado por aquella historia. La tienda quedó en silencio. Finalmente hizo un esfuerzo y carraspeó para que su voz no delatara el nudo que se le había hecho en la garganta, y le preguntó a Zhenya, con toda la indiferencia de la que fue capaz:

—¿Y tú te lo crees?

—No es la primera historia de ese tipo que he oído acerca de la Línea Serpukhovskaya. Lo que ocurre es que no siempre te las cuento. Contigo no se puede hablar, siempre te ríes de todo… pero bueno, llevamos mucho rato sentados. Deberíamos ir al trabajo. Recojamos nuestras cosas. Seguiremos hablando allí.

Artyom se levantó de mala gana, se desperezó, salió de la tienda y volvió a casa a buscar algo para comer. Su padre adoptivo aún dormía, y la estación entera estaba en silencio. Debía de haber pasado ya la hora oficial de cierre de establecimientos. Así pues, faltaba poco para el inicio del turno de noche. Había que darse prisa. De camino hacia la fábrica de té pasó por delante de la tienda de huéspedes en la que se alojaba Hunter, y vio que una de las alas de la entrada estaba levantada. Dentro no había nada. Algo se encogió en el pecho de Artyom. Empezó a comprender que todo aquello de lo que había hablado con Hunter no era ningún sueño, sino realidad, y que el desarrollo posterior de los acontecimientos podía afectarle de manera muy directa. Quizás hasta el punto de cambiarle el destino…

La fábrica de té se encontraba en un callejón sin salida: en una de las llamadas salidas «nuevas» de la estación. El corredor que llevaba a la escalera eléctrica estaba sellado. De hecho, el término «fábrica» no era nada adecuado, porque el trabajo se hacía todo a mano. La electricidad era demasiado valiosa como para malgastarla en la producción de té.

Tras las paredes de metal que separaban la fábrica del resto de la estación se habían instalado de un extremo a otro varios alambres en los que se ponían a secar las cabezas de las setas después de limpiarlas. Si la humedad estaba alta, encendían debajo de ellas una pequeña hoguera para que no apareciese ningún moho. Bajo los alambres había mesas. En ellas, los trabajadores trinchaban las setas ya secas, y luego las trituraban. Finalmente, empaquetaban el té en bolsitas de papel o de plástico —dependía de lo que hubiese a mano—, a las que añadían determinados extractos y polvos cuya composición conocía tan sólo el director de la fábrica. Con ello terminaba el modesto proceso de producción. Si no hubiera sido posible charlar durante el trabajo, las ocho horas de cortar y trinchar setas habrían sido agotadoras en extremo.

Artyom y Zhenya compartían aquel turno de noche con Kiril, un muchacho de cabellos desgreñados a quien Artyom conocía por haber compartido guardias con él en el túnel. Al ver a Zhenya, Kiril se animó y se puso a contar el final de una historia que debía de haberse quedado a medias en otro momento. A Artyom le pareció aburrido escuchar media historia y se ensimismó en sus pensamientos. Volvió a recordar la conversación con Hunter.

¿Qué sucedería si el plan de éste fracasaba? El paso que había dado Hunter era de locura. Se había atrevido a entrar en el campamento enemigo, a adentrarse en el infierno. El peligro al que se había expuesto era enorme. Nadie sabía cuán grande era en realidad. Tan sólo podía imaginar lo que le esperaría más allá del metro 500, en ese trecho donde el fulgor de las hogueras fronterizas —quizá las últimas llamas atizadas por hombres más al norte de la VDNKh— desaparecía totalmente de la vista. Lo que sabía sobre los Negros era lo mismo que sabían todos los habitantes de la estación. Y la hipótesis de que el agujero por el que estaban entrando aquellas criaturas se encontraba en Jardín Botánico era pura conjetura.

Con toda probabilidad, Hunter no lograría llevar a término su misión. Por otra parte, el peligro que provenía del norte era tan grande, y estaba agravándose con tal rapidez, que no se podía ya titubear. Sí, y era posible que Hunter supiera algo que no les hubiera dicho a Sukhoy ni a Artyom.

Sin duda alguna, Hunter sabía cuáles eran los riesgos y comprendía que aquella misión podía ser demasiado para él. Si no, ¿para qué habría dado instrucciones a Artyom en previsión de un posible fracaso? Hunter no era hombre que se preocupara continuamente por su seguridad. En consecuencia, era más que probable que no regresara jamás a la VDNKh.

Pero ¿cómo podía Artyom marcharse de la estación sin decírselo a nadie? Hunter le había amenazado para que no contara lo que le había explicado, porque tenía miedo, según había dicho él mismo, de los hombres que tenían el cerebro devorado por gusanos. ¿Cómo podría llegar él solo hasta la Polis, la legendaria Polis, pese a todos los peligros conocidos y desconocidos que aguardaban en los túneles oscuros y desiertos? Entonces lamentó haberse rendido ante el rudo atractivo y la hipnótica mirada del Cazador, haberle confiado su secreto, haber aceptado aquella peligrosa misión…

—¡Eh, Artyom! ¡Artyom! ¿Estás dormido? ¿Por qué no me respondes? —Zhenya le sacudió el hombro—, ¿No oyes lo que ha dicho Kiril? Mañana por la noche, una caravana partirá hacia la Rizhskaya. Eso significa que nuestra administración quiere federarse con ellos. Por lo pronto les vamos a enviar ayuda humanitaria, como muestra de buena voluntad. Parece que esos muchachos han encontrado una caja repleta de cables. Van a utilizarlos para montar un enlace telefónico entre las estaciones. O como mínimo un telégrafo. Kiril dice que todos los que no trabajamos mañana podríamos ir. ¿A ti qué te parece?

Artyom se dio cuenta al instante de que aquello era una señal del destino. Este le deparaba una oportunidad para llevar a cabo su misión… en el caso de que fuera necesario. Asintió en silencio.

—¡Estupendo! —exclamó el alborozado Zhenya—. Yo también quiero ir, Kiril. Apúntanos. ¿Y a qué hora saldremos mañana? ¿A las nueve?

Artyom no volvió a abrir boca durante el resto del turno. No conseguía librarse de sus siniestras premoniciones. Siguió mecánicamente la rutina de trinchar las setas y luego triturarlas, tomar nuevas setas del alambre, nuevamente trincharlas, nuevamente triturarlas, y así sin cesar.

En todo momento creía estar viendo el rostro de Hunter. Creía estar viéndole aun cuando éste le hubiera dicho que posiblemente no volviera jamás. El rostro sereno de un hombre que estaba acostumbrado a poner en riesgo su vida. Pero en el corazón de Artyom crecía una sombra negra: un presentimiento de inminentes desdichas.

Después del trabajo, regresó a su tienda. Sukhoy no estaba allí. Debía de haber salido para algún recado. Artyom se tendió sobre la cama, hundió el rostro en la almohada y se durmió enseguida, aun cuando se hubiera propuesto meditar en calma su situación.

Un sueño doloroso y confuso, basado en todas las conversaciones, pensamientos y vivencias del día, se adueñó de él y lo arrastró hacia regiones cada vez más profundas. Artyom se vio a sí mismo al lado de Zhenya y de un mago vagabundo llamado Carlos, en la estación Sukharevskaya, en torno a una hoguera. Carlos les explicaba a Zhenya y a él mismo que con las setas venenosas se podía hacer un buen dur, y les hacía entender que la manera como empleaban las setas en la VDNKh era un crimen, que no era así como había que tratar las setas, sino que éstas eran una nueva forma de vida racional que quizás algún día sustituyera a los seres humanos. Aquellas setas no eran criaturas independientes, sino pequeñas partes de un todo unitario conectado por neuronas: un único micelio que se ramificaba por la totalidad de la red de metro. Y los consumidores de dur no se limitaban a tomar un psicofármaco, sino que, a través de este, se conectaban a una nueva forma de vida racional. Sí, si se procedía de la manera adecuada era posible establecer lazos de amistad con la nueva forma de vida, y ésta ayudaría a todos los que contactaran con ella mediante el dur.

Entonces, de pronto, Sukhoy aparecía, le amenazaba con el dedo y le decía que estaba prohibido tomar el hongo, porque los gusanos devoraban el cerebro de quien lo disfrutaba demasiado a menudo. Artyom se decidió a comprobarlo: dijo en voz alta que se iba a tomar el aire, pero luego se puso con disimulo detrás del mago de nombre español y vio que éste no tenía la parte de atrás de la cabeza y que se le veía el cerebro, que estaba negro de lo mucho que lo habían devorado los gusanos. Gusanos largos y blancos se enrollaban dentro del cerebro, perforaban sus tejidos, dejaban en él sus huellas, mientras el mago hablaba como si no ocurriera nada. Artyom sintió una gran turbación, quiso marcharse corriendo y empezó a tirarle de la manga a Zhenya, para que éste se pusiera en pie y fuera con él, pero Zhenya, impaciente, le hacía señas con la cabeza para que se marchara, y le pidió a Carlos que siguiera contándole todo aquello, mientras que Artyom veía que los gusanos caían desde la cabeza del mago al suelo y luego iban hacia Zhenya, le subían por la espalda y trataban de metérsele por las orejas.

A continuación, Artyom saltaba a la vía y, corriendo con todas sus fuerzas, huía de la estación. Pero entonces se acordaba de que aquél era el túnel en el que no se podía entrar solo. Daba media vuelta y corría de nuevo hacia la estación, pero, no sabía por qué, no lograba llegar.

De repente se encendía una luz a sus espaldas, y Artyom veía con sorprendente precisión su propia sombra en el suelo, dentro del túnel. Se volvía. Un metro acudía desde el interior del túnel, se acercaba sin piedad, chirriando como el diablo, con ruedas que traqueteaban ruidosamente. El estruendo que se oía a la luz de los reflectores era ensordecedor.

Entonces le fallaban las piernas. Se venían abajo cual briznas de paja. Y la aparición, que se encontraba a pocos metros de él, perdía realidad, se volvía borrosa, desaparecía.

En su lugar aparecía algo nuevo y muy diferente. Artyom divisaba a Hunter, vestido con un traje blanco como la nieve, en una habitación vacía, con paredes también de un blanco cegador. Estaba allí con la cabeza gacha, con la vista clavada en el suelo. Entonces levantaba los ojos y miraba directamente a Artyom. Era una sensación extraña, porque hasta aquel momento, dentro del sueño, Artyom no había sentido su propio cuerpo, sino que parecía más bien que lo hubiera estado viendo todo desde fuera. Y, mientras miraba a los ojos de Hunter, crecía dentro de él un enigmático desasosiego, como si hubiera tenido que llegar algo muy importante, algo que pudiera aparecer en cualquier momento.

Entonces, Hunter le hablaba, y los acontecimientos se volvían tan extraordinariamente reales en la mente de Artyom que la sensación le abrumaba. En las pesadillas anteriores había sabido siempre que estaba durmiendo, que todo lo que le ocurría era tan sólo fruto de su fantasía desbordada. Pero no le ocurría lo mismo con aquella visión. No tenía en absoluto la sensación de que pudiera despertar en cualquier momento.

Hunter le decía con voz pausada y severa:

—Es la hora. Tienes que cumplir tu promesa. Es tu obligación. ¡Ten presente que esto no es ningún sueño! ¡Esto no es ningún sueño!

Artyom abrió los ojos. Oyó una vez más, con absoluta claridad, la apagada voz: «Esto no es ningún sueño…».

—Esto no es ningún sueño… —repitió Artyom. Los detalles —los gusanos, el Metro— desaparecían ya de su memoria, pero esta última imagen la recordaba con claridad. La extraña vestimenta del Cazador, la enigmática habitación blanca y las palabras «Tienes que cumplir tu promesa». Nada de esto se le fue de la cabeza.

Su padre adoptivo entró en la tienda y le preguntó, preocupado:

—Dime, ¿has visto a Hunter después de que estuviéramos aquí conversando? Ya casi es de noche, pero ha desaparecido como si se lo hubiera tragado la tierra, y su tienda está vacía. ¿Ha ido a algún sitio? ¿Ayer te contó algo de sus planes?

—No, tío Sasha, solo me preguntó por la situación en la que nos encontrábamos aquí —mintió Artyom.

—Estoy preocupado por él. Espero que no haga ninguna estupidez, que no se ponga a sí mismo en peligro, y que al final saquemos algo en limpio de todo esto. Si supiera con quién tiene que vérselas… Dime, ¿hoy no trabajas?

—Zhenya y yo nos hemos apuntado a la caravana que irá a la Rizhskaya. Les vamos a llevar ayuda humanitaria, y además hay que tender el cable telegráfico desde allí hasta aquí.

En ese mismo instante, Artyom se dio cuenta de que la decisión estaba tomada. Y al pensarlo sintió como si algo se le hubiera roto por dentro. Experimentó un extraño alivio, y, al mismo tiempo, una especie de vacío interior, como si le hubieran retirado del pecho un peso que le oprimía el corazón y no le dejaba respirar bien.

—¿La caravana? Más te convendría quedarte en casa y no irte a pasear por los túneles. En realidad debería ir yo. Tengo asuntos por resolver en la Rizhskaya. Pero hoy no me siento nada bien. ¿No te vas a marchar enseguida, verdad? ¿A las nueve? Bueno, pues entonces nos despediremos luego. Ve preparando el equipaje.

Y así, Sukhoy dejó solo a Artyom.

Éste se afanó en meter en la mochila cosas que pudieran serle útiles en el camino: linterna, pilas, más pilas, setas, un paquete de té, embutido de paté de hígado de cerdo, un cargador de Kalashnikov que de hecho había robado, un plano de las líneas de Metro, más pilas… ¡y no podía olvidar el pasaporte! Por supuesto, no lo necesitaría en la Rizhskaya, pero sí que tendría que llevarlo para ir más allá, si no quería que lo detuviese la primera patrulla de una estación soberana que se cruzara en su camino. Si se daba esta última circunstancia, lo obligarían a volver sobre sus pasos, o lo fusilarían de inmediato, según como estuviera la situación política… Y el casquillo de Hunter. Ya estaba todo.

Cargó con la mochila a hombros, echó una última mirada a su habitáculo y salió decididamente de la tienda.

La caravana se estaba reuniendo en el túnel sur. En la vía aguardaba una dresina manual, sobre la que estaban cargando cajas de carne, setas y té, una sobre la otra, y encima de todo lo demás llevarían un complejo aparato que los técnicos locales habían construido entre todos. Seguramente era el telégrafo.

Aparte de Kiril y Zhenya, también se habían unido al grupo otro voluntario y un oficial perteneciente a la administración, responsable de las relaciones con la Rizhskaya. Todos, excepto Zhenya, estaban ya allí, y mataban el tiempo con partidas de dominó hasta que llegase la hora de partir. Los fusiles de asalto que se les habían asignado para el viaje estaban reclinados sobre una pirámide. A cada arma le correspondía un cargador de repuesto, adherido con cinta aislante de color azul al cargador principal.

Finalmente llegó también Zhenya, que antes de partir le había preparado algo de comer a su hermana y la había enviado luego con los vecinos. Se quedaría con éstos hasta que sus padres regresaran del trabajo.

En el último instante, Artyom se dio cuenta de que no se había despedido de su padre adoptivo. Se disculpó, prometió que regresaría al instante, dejó la mochila y corrió hacia casa. No había nadie en la tienda. Artyom fue a toda prisa hasta las antiguas dependencias de personal, donde se alojaba la Administración de la estación. Encontró allí a Sukhoy. Estaba sentado junto al Encargado —el líder supremo elegido por la estación— y conversaba animadamente con él. Artyom dio un toque en el marco de la puerta y carraspeó ligeramente.

—Buenos días, Alexander Nikolayevich. ¿Podría hablar un momento con tío Sasha?

—Pues claro, Artyom. Pasa, por favor. ¿Quieres té? —le respondió amigablemente.

Sukhoy, sin levantarse de la silla, se apartó de la mesa.

—¿Os marcháis ya? ¿Cuándo vais a regresar?

—No lo sé muy bien —murmuró Artyom—. Ya veremos… —De repente se dio cuenta de que tal vez no volviera a ver jamás a su padre adoptivo, y no quería mentirle a la única persona del mundo a la que quería de verdad, no quería decirle que regresaría al día siguiente, o dos días más tarde, y que todo volvería a ser como antes… Sintió como un ardor en los ojos y se dio cuenta, avergonzado, de que las lágrimas los empañaban. Dio un paso adelante y abrazó con fuerza a Sukhoy.

—Pero bueno, ¿qué te pasa, Artyomka? ¿Qué te pasa? Vais a regresar mañana, ¿hmm? —dijo este, sorprendido, y, al mismo tiempo, tranquilizador.

—Mañana por la noche, si todo marcha de acuerdo con lo previsto —confirmó Alexander Nikolayevich.

—Cuídate mucho, tío Sasha. ¡Que te vaya bien! —masculló Artyom con voz ronca. Le estrechó la mano a su padre adoptivo y se marchó a toda velocidad. Su propia debilidad le avergonzaba demasiado.

El asombrado Sukhoy lo siguió con la mirada.

—¿Por qué estará tan alterado? No es la primera vez que va a la Rizhskaya.

—Déjalo, Sasha. Es una cuestión de tiempo el que tu muchacho se haga hombre. Entonces añorarás el tiempo en el que lloraba al despedirse de ti para un viaje de dos estaciones… bueno, ¿qué era lo que estábamos diciendo? ¿Qué pensarían los de la Alexeyevskaya sobre la posibilidad de establecer patrullas regulares? A nosotros nos iría muy bien…

Tan pronto como Artyom hubo regresado corriendo al lugar donde le esperaban los demás, el jefe de la expedición les entregó a cada uno de ellos un arma, previa firma de un papel, y les dijo:

—Bueno, muchachos, sentémonos todavía un rato. Eso nos dará suerte para el viaje.

Se sentó en un viejo banco de madera, gastado por los muchos años de uso frecuente. Los demás le imitaron en silencio.

—¡Bueno, en marcha, y que Dios nos acompañe! —El jefe de la expedición se levantó de nuevo, bajó de un salto a la vía y ocupó su puesto al frente del grupo. Artyom y Zhenya, los más jóvenes, treparon a la dresina, preparada para una misión nada sencilla. Kiril y el otro voluntario irían a la cola.

—¡Adelante! —gritó el oficial. Artyom y Zhenya se pusieron a trabajar en la palanca, y Kiril empujó la dresina por detrás. Ésta arrancó entre chirridos y empezó a avanzar lentamente. Un momento después, el grupo entero desapareció por las fauces del túnel sur