Una vez más, Artyom se torturaba con sus miedos. Los Negros. Sólo se habían presentado una vez durante su turno de guardia, pero le habían inspirado un temor más que suficiente. Y no era de extrañar.

Imaginemos que estás sentado en tu puesto y te calientas al lado de la hoguera. Y que de repente se oye en el túnel, desde lo más profundo, un golpeteo sordo y regular. Primero lejano, débil, y luego, enseguida, cada vez más cercano. Y entonces resuena de pronto un aullido de muerte, tan próximo que te parece que el tímpano fuese a reventar. ¡Se produce el caos! Todo el mundo se pone en pie, se apresura a levantar una barricada con sacos de arena y cajas, y el oficial al mando grita con todas sus fuerzas: «¡Alerta!»

La reserva viene enseguida desde la estación como refuerzo, y los centinelas del metro 300 descubren la ametralladora. En tu puesto —la primera línea de defensa contra el ataque—, los hombres se arrojan al suelo, apuntan con las armas hacia la negrura del túnel y se preparan. Al fin, cuando las bestias ya están lo bastante cerca, uno de ellos enciende el reflector, y entonces aparecen bajo el rayo de luz: extrañas siluetas, como salidas de una pesadilla. Desnudas, con la piel negra y brillante, ojos gigantescos y la boca muy abierta. Idénticas todas ellas, avanzan hacia la barricada, de cara a los hombres, hacia la muerte, erguidas, sin agacharse ni una sola vez, acercándose más y más, tres, cinco, ocho criaturas… y la primera de ellas echa la cabeza hacia atrás y profiere de nuevo su aullido espectral.

Sientes un escalofrío en el espinazo, querrías ponerte en pie de un salto y marcharte corriendo, abandonar el arma, abandonar a tus camaradas, que se vaya todo al diablo, con tal de no estar aquí. El proyector apunta a los rostros de las temibles criaturas, la cegadora luz les da en las pupilas, pero ellas no parpadean ni una sola vez, no se protegen con las manos, sino que miran hacia el rayo de luz con los ojos bien abiertos y siguen adelante, siempre adelante. ¿Tienen pupilas, en realidad?

Finalmente llegan los del metro 300 con la ametralladora, empiezan a montarla, se gritan órdenes de uno a otro extremo. Todo está a punto. Se oye la orden largamente esperada: «¡Fuego!» Varios Kalashnikov crepitan al unísono, y también la ametralladora dispara con gran estruendo. Pero los Negros no se detienen. Erguidos, sin apartarse ni tan siquiera de su camino, siguen adelante, imperturbables. A la luz del reflector, Artyom ve cómo las balas desgarran sus cuerpos brillantes, cómo el impacto los derriba y caen de espaldas… y como al instante se ponen en pie y siguen adelante con la cabeza en alto. Y de nuevo resuena el espantoso aullido, esta vez más ronco, porque las balas les han perforado las gargantas. Tienen que pasar algunos minutos hasta que el metálico granizo pone fin a su inhumana obstinación. Luego, cuando todas las bestias yacen en el suelo, privadas de vida, privadas de movimiento, le propinan a cada una un disparo de gracia en la cabeza, desde una distancia prudencial —tal vez cinco metros—. Y, aunque todo haya terminado, y se hayan arrojado los cadáveres en el pozo, la terrorífica imagen se grabará durante mucho tiempo en vuestras retinas: cómo las balas perforaban sus negros cuerpos y la luz del reflector les quemaba esos ojos tan abiertos, y cómo las criaturas, pese a todo, seguían adelante sin inmutarse…

Artyom se estremecía al recordarlo. «Sí —pensó—, es mejor no hablar de ello.»

—¡Eh, Andreyitsch! ¡Podéis marcharos! ¡Ya hemos llegado! —gritó alguien desde el sur, oculto en las tinieblas—. ¡El relevo!

Los hombres que se hallaban junto al fuego salieron de su ensimismamiento, se pusieron en pie, se desperezaron y cargaron con las armas y las mochilas. Andrey agarró al chucho. Pyotr Andreyevich y Artyom regresarían a la estación, y Andrey y los suyos al puesto del metro 300. Su turno aún no había terminado.

Los nuevos centinelas se acercaron a la hoguera, saludaron al otro grupo con apretones de manos, les preguntaron si había ocurrido algo y les desearon un buen reposo.

Durante el camino hacia el sur, por el túnel, Pyotr Andreyevich y Andrey empezaron a discutir acaloradamente. Era obvio que habían retomado una de sus eternas polémicas. El hombre musculoso y rapado que había preguntado antes por las costumbres alimentarias de los Negros se separó de su grupo y volvió atrás hasta alcanzar a Artyom.

—¿Conoces a Sukhoy? —le preguntó en voz baja, sin mirarle a los ojos.

—¿Al tío Sasha? Sí, claro, es mi padre adoptivo. Vivo con él.

—¡Vaya! —murmuró el rapado—. Es tu padre adoptivo. No tenía ni idea…

—¿Y cómo se llama usted? —le preguntó Artyom, tras algunas dudas. Le pareció que, si aquel hombre le preguntaba por sus parientes, él también tenía derecho a preguntar.

—¿Yo? ¿Y para qué quieres saberlo?

—Bueno… es que pensaba pasarle el recado a tío Sasha, quiero decir, a Sukhoy, de que alguien pregunta por él.

—Ah, ya… Hunter. Dile que quien ha preguntado por él es Hunter. El Cazador. Y salúdale de mi parte.

—¿Hunter? ¿Es su apellido? ¿O es que simplemente se hace llamar así?

Hunter sonrió.

—¿Apellido? Mm, ¿y por qué no? No suena nada mal. No, muchacho, no es mi apellido. Es… cómo te lo diría yo… mi vocación. ¿Y cómo te llamas tú?

—Artyom.

—Encantado de conocerte. Me parece que dentro de poco nos conoceremos mejor. ¡Que te vaya bien!

El hombre le guiñó el ojo a Artyom y se quedó con Andrey en el metro 300.

Ya no faltaba mucho para llegar. A lo lejos se oía el animado barullo de la estación. Pyotr Andreyevich, que caminaba junto a Artyom, le preguntó, preocupado:

—Oye, Artyom, ¿quién era ése? ¿Qué te ha dicho?

—Un hombre un poco raro. Me ha preguntado por tío Sasha. Quizá se conozcan. ¿Le conoce usted a él?

—En realidad, no. Ha venido para estar entre nosotros tan sólo un par de días, no sé para qué asuntos. Creo que Andrey lo conoce. Se ha empeñado en venir a montar guardia en el puesto. El diablo sabrá por qué. En cualquier caso, su cara me suena de algo…

—Tiene un aspecto que no es nada fácil de olvidar.

—¿Dónde lo habré visto? ¿No sabrás por casualidad cómo se llama?

—Hunter. Al menos, eso es lo que me ha dicho él. No tengo ni idea de lo que significa.

Pyotr Andreyevich arrugó la frente.

—¿Hunter? Ese nombre no me suena nada ruso…

Se distinguía ya una luz roja. Igual que el resto de estaciones, la VDNKh no disponía de mucha corriente eléctrica. Los humanos vivían su tercera década en aquel lugar con la purpúrea iluminación de emergencia; tan sólo en los «alojamientos privados» —tiendas o habitaciones— se empleaban todavía las bombillas de siempre. Sin embargo, quedaban algunas estaciones ricas que podían permitirse el lujo de emplear verdaderas lámparas de vapor de mercurio. Circulaban leyendas al respecto, y los habitantes de las estaciones apartadas, y abandonadas de la mano de Dios, tenían como máximo deseo llegar hasta allí para poder contemplar con sus propios ojos el milagro.

Al llegar a la salida del túnel, entregaron sus armas a la guardia y ficharon para la salida. Pyotr Andreyevich le estrechó la mano a Artyom y le dijo:

—¡Ahora vámonos a dormir! Yo ya casi no me aguanto, y estoy seguro de que tú serías capaz de dormirte en pie. Un caluroso saludo para Sukhoy. Tendría que venir un día de visita.

Artyom se despidió de los demás y, presa de un cansancio repentino, se arrastró hasta su morada.

En la VDNKh vivían unas doscientas personas. Unas pocas en las dependencias del personal, la mayoría en tiendas de campaña. Eran tiendas del ejército, viejas y raídas, pero reparadas a mano con gran competencia. Bajo tierra no había viento ni lluvia, y sus habitantes se encargaban de tenerlas en perfectas condiciones para que fueran habitables. Protegían del calor, e incluso de la luz, y amortiguaban los ruidos del exterior. ¿Qué más se podía pedir?

Las tiendas se acurrucaban junto a las paredes, tanto por el lado del andén como por el del vestíbulo central. Este último estaba dividido de un extremo a otro por un espacio libre que hacía las veces de calle. Algunas tiendas grandes, para matrimonios con hijos, se encontraban en los arcos que daban acceso al andén, pero varios de éstos, a ambos extremos del vestíbulo, así como en su centro, quedaban libres. Bajo el andén también había espacio, pero no el suficiente para habitarlo. En la VDNKh se empleaban como despensas.

Los dos túneles que partían hacia al norte estaban conectados, a escasos metros de la estación, por un breve trecho de vía transversal, instalado en su tiempo para que los trenes pudieran volver hacia atrás. Pero, en el momento presente, uno de los dos túneles terminaba en el punto de conexión con esa vía. Los habitantes de la estación habían provocado un derrumbe en el trecho posterior. El otro túnel iba hacia el norte, en dirección al Jardín Botánico, y casi hasta Mytishchi.[13] Lo habían dejado abierto por si se daba una situación de emergencia, y era allí donde Artyom había estado montando guardia. El resto del segundo túnel, así como el tramo de conexión, se empleaba para el cultivo de setas. Los habitantes de la estación habían desmontado las vías, habían dejado la tierra cultivable al descubierto y la habían abonado con desechos procedentes de los contenedores de basura. En aquel lugar sólo había ya blancas hileras de setas. Uno de los dos túneles que iban hacia el sur se había venido abajo en el metro 300, y al final de este, lo más lejos posible de las viviendas de los humanos, se encontraban los gallineros y las pocilgas.

La morada de Artyom se hallaba en la calle principal. Allí, en una de las tiendas pequeñas, vivía con su padre adoptivo. Éste trabajaba en la Administración, y era responsable de los contactos con otras estaciones. Por ese motivo, podían vivir los dos solos en una tienda. Era sólo suya, de la máxima categoría. A menudo, Sukhoy desaparecía durante dos o tres semanas. Nunca se llevaba consigo a Artyom. Decía que sus misiones eran demasiado arriesgadas y que no quería que corriese peligro. Siempre regresaba enflaquecido y sin afeitar, a veces incluso herido, y durante la primera noche se sentaba junto a Artyom y le contaba historias muy difíciles de creer, aun para los habitantes de aquel grotesco mundo subterráneo.

Por supuesto, Artyom sentía también el impulso de viajar, pero habría sido una locura pasearse por el Metro porque sí. Las patrullas de las estaciones independientes eran muy desconfiadas y no dejaban pasar a nadie que llevara armas. Y adentrarse en el túnel sin armas era una muerte segura. Por ello, Artyom nunca se había alejado mucho de la estación después de que su padre adoptivo lo trajera de la Savyolovskaya. Alguna vez había ido en viaje de negocios a la Alexeyevskaya, pero nunca solo, naturalmente, sino con un grupo, y de vez en cuando habían llegado incluso hasta la Rizhskaya. También había participado en una incursión sobre la que no podía decir ni una palabra a nadie, por mucho que quisiera.

Todo había ocurrido hacía mucho tiempo, cuando aún no había Negros en el Jardín Botánico. Se trataba simplemente de una estación abandonada y oscura. En aquella época las patrullas de la VDNKh se aventuraban mucho más allá en dirección norte, y Artyom era todavía un crío. Cierto día, se arriesgó junto con dos amigos: después de que llegara el relevo lograron escapar sin que los guardias del puesto de vigilancia exterior les vieran. Iban con linternas y con una escopeta de dos cañones que uno de los muchachos había birlado a sus padres. Se pasearon durante un largo rato por la estación de Botanicheski Sad. Era un lugar horrendo, pero, al mismo tiempo, interesante. Por todos lados, a la luz de las linternas, hallaron restos de viviendas humanas: interiores quemados, libros carbonizados, juguetes rotos, ropa hecha jirones… las ratas iban en silencio de aquí para allá, de vez en cuando se oía un extraño chirrido. Y entonces, uno de los amigos de Artyom —probablemente Zhenya, el más despierto y curioso de los tres— tuvo una idea: ¿y si tratáramos de abrir la puerta y subir hacia arriba por la escalera eléctrica? Tan sólo para ver cómo es el mundo de arriba. Para ver lo que hay.

Al principio, Artyom se opuso. Se acordaba demasiado bien de las últimas historias que le había contado su padre adoptivo. Le había hablado de seres humanos que salían a la superficie y que luego padecían graves enfermedades, y también de los horrores que se podían encontrar allí arriba. Pero los otros dos trataron de convencerle. Era una oportunidad única. ¿Cuándo podrían acercarse de nuevo a una estación abandonada sin la compañía de adultos? Y además podían subir y ver con sus propios ojos cómo era el mundo cuando no se tenía nada sobre la cabeza… Como todos estos argumentos no sirvieron para nada, le dijeron que era un cobarde y que lo harían sin él. La idea de quedarse solo en la estación abandonada, y de hacer el ridículo ante sus dos mejores amigos, se le hizo insoportable a Artyom, y por ello, aún en contra de su voluntad, les siguió.

Se llevaron una gran sorpresa: el mecanismo de la puerta metálica que se interponía entre los andenes y la escalera automática aún funcionaba. Fue precisamente Artyom quien, tras media hora de desesperados forcejeos, consiguió activarlo. La herrumbrosa puerta de hierro se deslizó chirriando hacia un lado, y quedó ante sus ojos una escalera mecánica relativamente corta que llevaba hasta arriba. Algunos escalones se habían salido de su sitio, y así pudieron ver, a la luz de las linternas, las gigantescas ruedas dentadas que años atrás habían dejado de moverse para siempre. La herrumbre las había corroído, y estaban cubiertas de una sustancia de color marrón que se movía de manera casi imperceptible. Tuvo que pasar un rato para que los tres consiguieran llegar hasta arriba. En más de una ocasión, uno de los escalones cedió bajo su peso y rodó escalera abajo. Tuvieron que agarrarse a los soportes de la antigua iluminación de la escalera para poder pasar sobre los huecos que quedaban. El trecho que tenían que recorrer hasta llegar arriba no era largo, pero su coraje inicial se había desvanecido al romperse el primer escalón. Para infundirse nuevamente valor, se imaginaron que eran verdaderos Stalkers.

«Stalker» a pesar de su sonido extranjero y extraño, esta palabra había entrado en la lengua rusa. Originalmente designaba a individuos que habían caído en la miseria y se arriesgaban a entrar en campos de pruebas abandonados por el ejército. Su objetivo era encontrar proyectiles y bombas no utilizados para desmontarlos y vender las partes metálicas en desguaces. También se refería a todo tipo de personajes dudosos que en tiempos de paz se arrastraban por las alcantarillas y hacían otras cosas por el estilo. Todos ellos tenían algo en común: se arriesgaban a correr peligros extremos, se enfrentaban a lo desconocido, lo incomprensible, lo terrible, lo inexplicable. ¿Quién sabía lo que podía encontrarse en los campos de pruebas abandonados, donde la tierra, contaminada por la radiación, desfigurada por millares de explosiones, atravesada por trincheras y perforada por catacumbas, podía haber alumbrado monstruosas criaturas? Y tan sólo la imaginación alcanzaba a concebir lo que habría crecido en las cañerías de aquella ciudad monstruosa, desde que los dueños de las viviendas hubieran cerrado los accesos con el fin de aislarse para siempre de aquel tenebroso, angosto y fétido laberinto.

En el Metro se llamaba «Stalkers» a los temerarios que se atrevían a ascender a la superficie. Provistos de trajes aislantes, máscaras de respiración con los anteojos empañados, armados hasta los dientes, subían para proveerse de bienes que la comunidad necesitaba: municiones, máquinas, piezas de recambio, sustancias inflamables. Las personas que se atrevían a subir se contaban por cientos, pero eran pocos los que regresaban con vida. Eran considerados de gran valor. Su rango era todavía más alto que el de los antiguos trabajadores del Metro. Arriba acechaban todo tipo de peligros, desde la propia radiación hasta las terroríficas criaturas que ésta había engendrado. Sí, aún había vida en la superficie, pero no podía compararse con lo que comúnmente se entendía como tal.

Todos y cada uno de los Stalkers eran leyendas en vida, semidioses. Jóvenes y ancianos les miraban con fascinación. Los niños nacían en un mundo en el que ya no era posible nadar ni volar, en el que las palabras «piloto» y «marinero» apenas si se utilizaban, y por ello lo que los chicos querían era hacerse Stalkers. Marcharse envueltos en una armadura brillante, acompañados por cientos de miradas temerosas y emocionadas, hacia lo alto, allá donde moraban los dioses. Luchar contra monstruos, y luego, tras regresar bajo tierra, ofrecerles a los hombres carburante, municiones, luz y fuego. Es decir: la vida.

También Artyom, y sus amigos Zhenya y Vitali, el Criticón, habrían querido hacer de Stalkers. Y, mientras trepaban con gran esfuerzo por la escalera mecánica, pese a los temibles crujidos de ésta y a los escalones que se desprendían, se habían imaginado que ya llevaban puesto el traje aislante con los contadores Geiger y que iban armados con potentes ametralladoras portátiles, como los verdaderos Stalkers. Pero no llevaban contadores Geiger ni trajes aislantes, y en vez de las imponentes ametralladoras del ejército tenían solamente aquella escopeta antediluviana de doble cañón, que ni siquiera sabían si funcionaría.

La escalada terminó enseguida. Les faltaba muy poco para llegar a la superficie. Por fortuna, era de noche. Si no, se habrían quedado ciegos. Sus ojos, que durante los largos años de vida subterránea se habían acostumbrado a la oscuridad, las hogueras de acampada y la luz roja de la iluminación de emergencia, no habrían soportado los cegadores rayos del sol. Ciegos e indefensos, no habrían tenido apenas posibilidad de volver a casa.

El vestíbulo de entrada de la estación Botanicheski Sad estaba destruido casi totalmente. La mitad del techo se había venido abajo, y a través del boquete se alcanzaba a ver un cielo estival de color azul oscuro. Como no había nubes de polvo radiactivo que lo empañaran, relucían miríadas de estrellas. ¿Pero qué puede significar un cielo estrellado para un niño incapaz de imaginarse lo que es no tener nada sobre la cabeza? Levantar la cabeza y no encontrarse con una bóveda de hormigón, ni con un mohoso laberinto de cables y tubos, sino con un abismo de color azul oscuro, que de repente se abre ante tus ojos… ¿Qué sentimiento les podía inspirar? ¡Y las estrellas! ¿Acaso el hombre que no ha visto nunca las estrellas puede llegar a concebir lo que es el infinito? Es probable que el concepto de infinito naciera una noche bajo la impresión de la bóveda celeste. Millones de fuegos refulgentes, de clavos de plata en una cúpula de terciopelo azul…

Tres, cinco… no, fueron diez los minutos que los jóvenes pasaron allí, incapaces de decir ni una sola palabra. Y seguramente se habrían quedado hasta la madrugada, y se habrían abrasado en carne viva, de no ser por un aullido terrible, desgarrador, que se hizo oír de súbito en la cercanía. Al instante volvieron en sí, y corrieron hacia la escalera automática. Descendieron a toda prisa, sin resuello, sin precaución alguna. En un par de ocasiones estuvieron a punto de tropezar y de caerse sobre las ruedas dentadas. Pero se sostuvieron y se empujaron los unos a los otros, y en pocos segundos lograron deshacer el camino.

Los últimos diez escalones los recorrieron prácticamente a saltos, perdieron la escopeta, y se arrojaron al instante sobre los sistemas de control de la puerta de hierro. Pero, ¡maldita sea!, la oxidada puerta se desencajó de su marco y no hubo manera de volver a ponerla bien. Medio muertos de miedo, porque temían que alguno de los monstruos de la superficie los persiguiera, huyeron hasta encontrar a su gente en el puesto avanzado del norte.

Sabían que dejar la puerta abierta había sido una estupidez. Quizá les hubieran abierto a los mutantes un camino hacia abajo, hacia el Metro, hacia los seres humanos. Por ello, acordaron no contarle a nadie dónde habían estado. Dijeron a los centinelas que habían querido ir a cazar ratas por un túnel lateral, pero que habían perdido el arma, se habían asustado y habían vuelto.

Artyom tuvo que aguantar la fenomenal zurra que le propinó su padre adoptivo. El trasero le ardía bajo los golpes del cinturón de oficial, pero aguantó como un partisano cautivo y no reveló su secreto de guerra. También sus camaradas guardaron silencio. Y todo el mundo les creyó.

Pero, al recordar esta historia, Artyom se hundía en sus cavilaciones. ¿Podía ser que aquella aventura —y sobre todo, la puerta que habían dejado abierta— tuviera algo que ver con las monstruosas criaturas que durante los últimos años habían estado atacando cada vez con mayor frecuencia el puesto de guardia exterior?

Artyom saludaba a todos los que encontraba, se detenía aquí y allá, para informarse de las últimas novedades, estrecharle la mano a un conocido, besar en la mejilla a una joven amiga, informar a los mayores que le preguntaban por su padre adoptivo. Finalmente, llegó a su tienda. No había nadie en casa, y decidió acostarse sin esperar a Sukhoy. Al fin y al cabo, ocho horas de guardia no eran ninguna minucia. Se sacó las botas, se quitó la chaqueta y hundió el rostro en la almohada. No tardó en dormirse.

Una de las alas de la tienda se levantó, y, sin hacer ruido, una poderosa figura se coló en el interior. Desconocía aquel rostro. La roja iluminación de emergencia arrojaba siniestros reflejos sobre su cráneo rapado. Se oyó una voz cavernosa:

—Ya lo ves. Nos encontramos de nuevo. Tu padre adoptivo no está. No importa. Tarde o temprano lo vamos a atrapar. No se nos escapará. Entretanto, vas a venir conmigo. Tendríamos que hablar de algo. De la Puerta del Jardín Botánico, por ejemplo…

Artyom se quedó de piedra. Reconoció la voz del hombre que se había presentado como Hunter. Se le estaba acercando lentamente, sin hacer ruido, no le podía ver el rostro, había algo raro en la luz… Artyom quiso pedir ayuda, pero una mano grande, fría como la de un muerto, le tapó la boca. Finalmente consiguió agarrar la linterna, encenderla e iluminar la cara del hombre. Y lo que vio le dejó por un instante sin aliento: en vez de un rostro humano, aunque tosco y brutal, descubrió una mueca negra y dos ojos gigantescos, privados de inteligencia, desprovistos de pupilas, y una boca muy abierta. Artyom pegó un salto, logró soltarse y corrió hacia la entrada de la tienda. De repente se apagó la luz, la estación entera quedó a oscuras. Tan sólo en la lejanía se divisaba el pálido fulgor de una hoguera. Sin pensarlo dos veces, Artyom corrió hacia allí. El devorador de hombres salió también de la tienda y corrió tras él, mientras le gritaba: «¡Quieto ahí! ¡No vas a ir a ninguna parte!». Estalló en una terrible carcajada que, al cabo de unos instantes, se transformó en un ensordecedor aullido de muerte. Artyom corría sin volverse. Oía a sus espaldas unas pesadas botas, en absoluto veloces, sino calmosas y mesuradas, como si su perseguidor supiera que no era necesario apresurarse, que tarde o temprano iba a capturarle. Al acercarse a la hoguera, Artyom se percató de que había allí un hombre sentado que le daba la espalda. Quiso agarrarlo por el hombro y pedirle ayuda, pero, entonces, el hombre cayó de espaldas al suelo. Artyom se dio cuenta de que llevaba tiempo muerto. Su rostro, sin motivo aparente, estaba cubierto de escarcha. Y vio que el cadáver helado era el de su padre adoptivo, el tío Sasha…

—¡Eh, Artyom! ¡Ya has dormido suficiente! Debes de llevar siete horas en el catre. ¡Levanta, haragán! ¡Tenemos una visita!

Era la voz de Sukhoy.

Artyom se incorporó sobre la cama y, desconcertado, clavó los ojos en su padre adoptivo. Cuando ya llevaba un minuto parpadeando, preguntó por fin:

—Tío Sasha… tú… ¿no te ha ocurrido nada?

—No, ya ves que no —le respondió Sukhoy—. Ahora, vamos. ¿Qué haces todavía en la cama? Te voy a presentar a un amigo.

Afuera se oyó una voz cavernosa que Artyom ya conocía. La frente se le cubrió de sudor frío, porque le recordó la pesadilla de un momento atrás.

—Cómo, ¿es que ya os conocéis? —se maravilló Sukhoy—. ¡Ah, Artyom, eres de lo más famoso!

El invitado entró con dificultad en la tienda. Artyom se encogió y se acurrucó contra la pared de lona. Era Hunter. Una vez más se acordó de su pesadilla: los ojos oscuros y vacíos, las pesadas botas que le seguían de cerca, el cadáver helado junto a la hoguera…

—Sí, nos conocemos ya —consiguió decir Artyom, y, con suma reticencia, le tendió la mano a Hunter.

Éste tenía la suya cálida y seca. Artyom se dio cuenta de que todo había sido un sueño. Aquel hombre no era malo. Todo había sido una fantasía, atizada por la angustia que había sufrido durante las ocho horas de guardia en el túnel. Sus miedos le habían gastado una mala pasada mientras dormía.

—Por favor, Artyom, caliéntanos agua para el té. —Sukhoy le guiñó el ojo a su invitado—, ¿Has probado nuestro té? ¡Es fuerte!

Hunter asintió con la cabeza.

—Lo sé. Es un buen té. En la estación Peshatniki también hacen. Pero el suyo es agua sucia. El vuestro, en cambio, no tiene punto de comparación.

Artyom fue por agua, y luego se dirigió a la hoguera comunitaria para calentar la tetera. Por el camino se le ocurrió que Peshatniki se hallaba al otro extremo de la red metropolitana. ¡Sólo el diablo sabía cuan largo era el camino hasta allí! Había un gran número de líneas, corredores y estaciones por los que sólo se podía transitar a fuerza de engaños, violencia o amigos poderosos. Y aquel hombre decía con toda tranquilidad: «Ahí también hacen». Sí, no cabía duda de que se trataba de un personaje interesante, aunque le provocara cierta inquietud. Y tenía unas manos fuertes. Artyom, por su parte, no era manco, y en general le gustaba estrechar la mano de sus interlocutores para medir sus fuerzas con éstos.

Cuando el agua empezó a hervir, tomó la tetera y regresó a la tienda. Hunter se había quitado el abrigo. Dejaba a la vista un jersey de cuello de cisne, de color negro, muy ceñido sobre un cuello robusto y un torso musculoso. Lo llevaba metido por dentro de unos pantalones militares. Sobre el jersey se había puesto un chaleco multiusos con gran número de bolsillos, y le colgaba del hombro, en una pistolera, una pistola bruñida de impresionantes dimensiones. Al fijarse en ella, Artyom se dio cuenta de que se trataba de una Stechkin[14] con silenciador atornillado. Llevaba incorporado otro accesorio más, quizás una mira de rayo láser. Un monstruo como aquel debía de haberle costado una fortuna. Ciertamente no se trataba de un arma únicamente para la autodefensa, eso estaba claro. Artyom se acordó de que Hunter, al decirle su nombre, había añadido: el cazador.

—Venga, Artyom, sírvele al invitado —exclamó Sukhoy—. Siéntate, Hunter. ¡A ver qué me cuentas! El diablo sabrá cuánto tiempo hace que te veo.

—Ya hablaremos luego sobre mí. No tengo muchas novedades interesantes. Pero he oído que a vosotros os han estado ocurriendo cosas raras. Parece que ciertas criaturas os están atacando. Desde el norte. He oído algo así en el puesto de vigilancia exterior. ¿Qué sucede?

Hunter hablaba de una manera peculiar, con frases breves y entrecortadas.

El rostro de Sukhoy se ensombreció súbitamente.

—Es la muerte lo que sucede, Hunter. Se acerca la muerte de todos nosotros. Nuestro destino viene reptando hacia nosotros. Eso es lo que sucede.

—¿Y por qué la muerte? He oído que os estáis defendiendo con éxito. El enemigo no tiene armas. Pero ¿de dónde proceden esos enemigos? ¿Quiénes son? No he escuchado nada semejante en otras estaciones. Esas criaturas se encuentran sólo aquí. Quiero saber de qué se trata. Presiento un gran peligro. Quiero saber su gravedad y de qué se trata. Por eso he venido.

—Tenemos que acabar con ese peligro, ¿verdad? —dijo Sukhoy con una sonrisa triste—. El mismo cowboy de siempre. La única pregunta es: ¿Podremos? Ése es el problema. Esta historia es mucho más complicada de lo que tú piensas. No se trata simplemente de unos cuantos zombis, ni de cadáveres andantes, como los que podrías ver en una película. En las películas todo es muy fácil: cargas el revólver con cartuchos de plata —levantó la mano e imitó la forma de una pistola— y pum, pum, derrotas a los poderes del mal. Pero esto es diferente. Es algo terrible. Y yo no me asusto fácilmente, Hunter. Tú lo sabes bien.

—¿Tienes miedo? —le preguntó el asombrado Hunter.

—Su arma más poderosa es el terror. Cada vez es más difícil que los soldados aguanten en sus puestos. Están allí, apostados, con las metralletas y las ametralladoras a punto de disparar, y entonces los atacan esas criaturas, sin armas. Y aunque los nuestros saben que cuentan con la superioridad numérica y que están mejor armados que ellos, se sienten tentados de huir. Les cuesta mucho resistirse al miedo. Ya tenemos a algunos que deberían ingresar en una clínica psiquiátrica, te lo digo con toda la confianza. ¡No es sólo que tengamos miedo, Hunter! —Sukhoy bajó la voz—. No sé muy bien cómo te lo podría explicar… cada vez es más intenso. Ejercen algún tipo de influjo sobre el cerebro. Se les siente venir desde lejos, y esa sensación se vuelve cada vez más fuerte, como una especie de insoportable nerviosismo que hace que las rodillas se te pongan a temblar. Al principio no se les oye, y aún menos se les ve, pero se siente su cercanía. Y entonces suena el aullido. En ese momento, todo el mundo querría echarse a correr. Finalmente te empieza a temblar el cuerpo entero. Y luego, mucho tiempo después de que todo haya terminado, les sigues viendo, sigues viendo cómo avanzan contra la luz del reflector…

Artyom se sobresaltó. Así pues, las pesadillas no lo afectaban solo a él. Hasta aquel momento no había querido comentarlas con nadie, por miedo de que le tomaran por un cobarde, o por un perturbado.

—Esas criaturas le alteran a uno el cerebro —siguió contando Sukhoy—. Podríamos decir que sintonizan tu frecuencia de onda para que les sientas en todas tus fibras. Y eso no es simple miedo. Sé muy bien de qué te estoy hablando.

Hunter estaba sentado, inmóvil, y examinaba a Sukhoy con la mirada. Se veía a las claras que estaba reflexionando sobre lo que había oído. Entonces tomó un trago de la infusión y habló lentamente en voz baja:

—Este peligro nos amenaza a todos, Sukhoy. A la totalidad de este Metro de mierda, no sólo a vuestra estación.

Al principio pareció que Sukhoy no le quisiera responder, pero de repente estalló:

—¿A todo el Metro, dices? No, no sólo al Metro. A la totalidad de esta civilización del progreso que progresó demasiado. ¡Ahora tendremos que pagar por ello! Estamos luchando por nuestra misma existencia, Hunter. Por la supervivencia de nuestra especie. Esos Negros no son fantasmas, ni vampiros. Son el Homo novus, la siguiente etapa evolutiva, mejor adaptada que la nuestra al medio ambiente. ¡Ellos son el futuro! Puede que el Sapiens aguante todavía un par de décadas, o medio siglo pudriéndose en estos agujeros malditos por Dios que nosotros mismos excavamos cuando todavía éramos demasiados y había que esconder a los pobres bajo tierra durante el día. Nos transformaremos en criaturas pálidas y atrofiadas como los Morlocks de Wells, ya sabes, los de La máquina del tiempo. Ellos también habían pertenecido en el pasado a la especie Homo sapiens…. ¡Sí, claro, somos optimistas, no queremos diñarla tan fácilmente! Cultivamos setas en nuestra propia mierda, y hemos hecho del cerdo el mejor amigo del hombre. De hecho, es nuestro socio en la lucha por la supervivencia. Tragamos píldoras multivitamínicas que nuestros antepasados, con sabia previsión, enterraron aquí a toneladas. De vez en cuando nos arrastramos hasta el exterior. Para hacernos con un bidón de gasolina, o con ropa vieja de alguien que ya murió, o con un puñado de cartuchos, si la cosa sale muy bien. Y luego volvemos aquí a toda velocidad, a este asfixiante agujero, siempre con el temor de que alguien nos vea. Porque lo de allí arriba ya no es nuestro hogar. Este mundo ya no nos pertenece, Cazador. Este mundo ya no nos pertenece.

Sukhoy calló, y contempló el vaho que subía desde la tetera y desaparecía a la media luz de la tienda.

Hunter no le respondió, y Artyom se dio cuenta, repentinamente, de que nunca había oído hablar de aquella manera a su padre adoptivo. Se había desvanecido su antigua confianza en que todo iría bien, las frases del tipo «¡No temas! ¡Saldremos de ésta!», los guiños con los que animaba a los demás. O quizás hubiera estado siempre fingiendo…

—¿No dices nada, Cazador? ¡Venga, discute conmigo! ¿Qué ha sido de tu optimismo? La última vez que hablamos me decías todavía que la radiación estaba remitiendo y que los humanos podríamos salir de nuevo a la superficie. ¡Ah, Cazador…! «El Sol se eleva sobre el bosque, pero no por mí…»[15] Nos agarraremos a esta vida, nos valdremos de todas nuestras fuerzas para no soltarla, porque es posible que después no haya nada, como han dicho siempre los filósofos y los herejes. Tú no quieres creerlo, pero en lo más hondo de tu ser sabes que es verdad. Además, esta vida nos gusta mucho, ¿verdad que sí, Cazador? Los dos le tenemos mucho apego. Los dos nos arrastraremos por este laberinto apestoso, dormiremos con los cerdos, devoraremos ratas… ¡pero sobreviviremos! ¿Verdad que sí? ¡Despierta, Cazador! No habrá quien escriba sobre ti un libro titulado Un hombre de verdad,[16] no habrá quien cante tu voluntad de vivir, tu instinto de conservación. ¿Durante cuánto tiempo podrás aguantarte a fuerza de setas, complejos multivitamínicos y carne de cerdo? ¡Ríndete, Homo sapiens! ¡Ahora ya no reinas sobre la Naturaleza! No, no hace falta que te mueras enseguida, no queremos que sea así. Arrástrate todavía un poco mientras dure tu agonía y ahógate en tus propios excrementos. Pero hay algo que tienes que saber, Sapiens—, ya has vivido lo suficiente. La Evolución, cuyas leyes alcanzaste a comprender tan bien, ha subido otro peldaño. Ya no eres la corona de la creación. Eres un dinosaurio. Es hora de que le dejemos nuestro lugar a una nueva criatura, una criatura más perfecta. No seas egoísta, la obra ha terminado, deja que otros representen su papel. Puede que las generaciones futuras se estrujen el seso tratando de adivinar por qué el Homo Sapiens dejó de existir… aunque no creo que eso le interese a nadie.

Durante el monólogo de Sukhoy, Hunter se había estado examinando con absoluta calma las uñas de las manos. Finalmente levantó la mirada, contempló al padre adoptivo de Artyom y le dijo con voz pesarosa:

—Te has ablandado mucho desde la última vez que te vi. Aún recuerdo lo que me dijiste entonces: si preservamos nuestra cultura, si no perdemos el coraje, si seguimos hablando en ruso, y si enseñamos a leer y escribir a nuestros hijos, no tendremos tan malas perspectivas. Tal vez sobrevivamos bajo tierra. Eso es lo que tú me dijiste, ¿o, no? Y ahora dices: ¡Ríndete, Sapiens! ¿A qué viene eso?

—Me he dado cuenta de un par de cosas, Cazador. He comprendido lo que quizá tú también llegues a comprender, o quizá no: que somos dinosaurios, y que éstos son nuestros últimos días. No importa que duren una década o un siglo…

—No merece la pena seguir resistiendo, ¿verdad? —le interrumpió Hunter. Había algo terrible en su tono de voz—. ¿Es eso lo que pretendes decirme?

Sukhoy bajó los ojos. A él, que nunca le había confesado sus debilidades a nadie, le resultaba muy difícil decirle todo aquello a su viejo amigo, y todavía más en presencia de Artyom. Su sufrimiento era patente.

—Pues por mí puedes esperar todo el tiempo que quieras —le dijo Hunter pausadamente, y entonces se puso en pie—. Y ellos también. ¿Nuevas especies? ¿Evolución? ¿Extinción inevitable? Ya he pasado por otras cosas. Esto que ocurre aquí no me da ningún miedo. ¿Lo entiendes? No me voy a rendir. ¿Instinto de conservación? Puedes llamarlo así, si tú quieres. Sí, voy a agarrarme a esta vida, y me la suda esa evolución de la que me hablas. Aunque nuevas especies se pongan a la cola, yo no soy una oveja ni pienso permitir que me lleven al matadero. Ríndete, por favor, y ve en busca de esos colegas tuyos más perfectos y adaptados al medio, cédeles tu puesto en la Historia. Si de verdad piensas que ya has luchado bastante, entonces lárgate, deserta. No te voy a condenar por ello. Pero no quieras asustarme a mí. Y tampoco intentes arrastrarme hasta el matadero. ¿Para qué me haces esas prédicas? ¿Para no estar tan solo, para poder rendirte con toda la comunidad… para que la rendición no sea tan humillante? ¿O es que quizás el enemigo te ha prometido una cazuela con sopa de sémola caliente por cada uno de los camaradas que pongas en sus manos? ¿Dices que mi lucha es inútil? ¿Que nos encontramos en los márgenes del abismo? ¡A la mierda con tu abismo! ¡Si te crees que tu lugar está allí, en el fondo, hazme el favor de tomar aliento y salta! Pero aquí se separan nuestros caminos. El día en el que el ser humano racional, el Homo sapiens cultivado y civilizado opte por la rendición, renunciaré yo también a este título de honor y me transformaré en animal. Y, como un animal, me aferraré a la vida y saltaré a la garganta de quien sea para sobrevivir. Y sobreviviré. ¿Lo has entendido? ¡Sobreviviré!

Hunter se sentó y le pidió en voz baja a Artyom que le trajera más té. Entonces, Sukhoy se levantó y salió afuera, melancólico y taciturno, para ir por agua y calentar de nuevo la tetera. Artyom se quedó solo en la tienda con Hunter. Se había inflamado con sus últimas palabras, preñadas de vibrante desprecio y airada voluntad de sobrevivir. Durante largo rato, dudó en hablarle. Pero entonces, Hunter le habló a él.

—¿Y qué piensas tú, muchacho? Puedes hablar tranquilo, no tengas falsas discreciones. ¿Preferirías ser una planta? ¿O un dinosaurio? ¿Tú también quieres quedarte sentado sobre tus cosas y esperar a que vengan por ti? ¿Conoces la historia de la rana y la leche? En cierta ocasión, dos ranas se cayeron dentro de un cuenco de leche. Una de ellas empleó la razón y se dio cuenta enseguida de que no tenía sentido resistirse, de que era imposible escapar al destino. Y quién sabe, quizás haya vida después de la muerte, y en tal caso, ¿de qué serviría fatigarse y abrigar vanas esperanzas? Así, no hizo nada y se ahogó. La segunda rana debía de ser imbécil. O atea. En cualquier caso, se puso a mover las patas como loca. Podríamos preguntarnos, ¿para qué? Su muerte era inevitable. Pero el caso es que movió y movió las patas. Hasta que la leche se convirtió en mantequilla. Y así pudo escapar viva… y ahora, guardemos un minuto de silencio por su colega, que en nombre del progreso filosófico y del pensamiento racional perdió la vida.

Artyom carraspeó para aclarar la voz.

—¿Quién es usted?

—¿Que quién soy yo? Ya lo sabes. Soy un cazador.

—¿Pero por qué se hace llamar Cazador? ¿A qué se dedica usted? ¿Se dedica a la caza?

—Cómo te lo podría explicar… ¿sabes cómo está constituido el organismo humano? Se compone de millones de diminutas células. Algunas de ellas transmiten señales eléctricas, otras almacenan información, hay otras que absorben los alimentos, y otras que transportan oxígeno. Pero todas ellas, incluso las más importantes, morirían en menos de un día, y el organismo entero perecería, si no existieran determinadas células que componen el sistema inmunitario. Se llaman macrófagos. Trabajan metódica y regularmente, como un reloj o un metrónomo. Tan pronto como un cuerpo extraño se introduce en el cuerpo, lo detectan, por mucho que quiera esconderse, y más pronto o más tarde lo encuentran y —Hunter imitó con las manos el gesto de estrangular a alguien, y lo acompañó con un desagradable chasquido de labios— lo eliminan.

—¿Pero qué tiene eso que ver con su oficio?

—Imagínate que todo el Metro fuera una especie de organismo humano. Un organismo complejo, formado por cuarenta mil células. Pues yo soy un macrófago. Un cazador. Ése es mi oficio. Hay que eliminar todas las amenazas que sean lo suficientemente serias como para dañar al organismo entero. Ése es mi trabajo.

Sukhoy había vuelto con la tetera y les llenó la taza. Era evidente que se había serenado. Se dirigió a Hunter.

—Entonces, ¿qué vas a hacer para acabar de raíz con el peligro, cowboy? ¿Saldrás de caza y acribillarás a todos los Negros? No lo conseguirás. No merece la pena, Hunter. No merece la pena.

—Siempre nos queda una salida. El último recurso. Hacer explotar vuestro túnel norte. Que se venga abajo. Y así tu nueva raza ya no podría entrar. Quizá se reproducirían allá arriba, pero dejarían en paz a los topos que vivimos aquí abajo. Nuestro hábitat actual es el subsuelo.

—¿Ah, sí? Te voy a contar una cosa que aquí no sabe casi nadie. Ya hicimos estallar el segundo túnel. Y mira lo que ocurrió: por encima de nosotros, en la superficie, hay corrientes de agua. En aquella ocasión faltó muy poco para que esto se inundara. Si la carga explosiva hubiera sido un poco más fuerte… habríamos tenido que decirle adiós a nuestra querida VDNKh. Porque, si también hiciéramos estallar el otro túnel norte, nos ahogaríamos, o quizá nos freiría un caldo radiactivo. Eso sí que sería el fin, y no sólo para nosotros. Ése es el peligro que de verdad amenaza al Metro. Si ésas son nuestras tácticas en la lucha por la supervivencia, la especie derrotada será la nuestra. ¡Jaque!

—¿Y qué me dices de la puerta hermética? ¿No hay nadie que pueda cerrarla?

—Hará unos quince años, algún listo desmontó las puertas de la línea entera, seguramente para emplearlas en las defensas de su propia estación. Nadie sabe quién fue. ¿No te habías enterado? Una vez más, jaque.

—¿El número de ataques se ha incrementado durante los últimos tiempos?

—¡Y de qué manera! Cuesta creer que hace muy poco aún no supiéramos nada de ellos. Ahora se han convertido en el peligro principal. Créeme: falta poco para el día en el que nos barran, junto con todas nuestras fortificaciones, linternas y ametralladoras. Al cabo, no podemos exigirle a la red de metro entera que proteja a una única estación, una estación inútil. Es verdad que hacemos un té muy bueno, pero nadie se jugará la vida por él. Y además, los de Peshatniki ya nos están haciendo la competencia con el suyo. Una vez más, jaque —la sonrisa triste asomó una vez más a los labios de Sukhoy—. Nadie nos necesita. Dentro de muy poco, no estaremos ya en posición de rechazar los ataques con nuestras propias fuerzas. No podemos aislarnos de ellos, no podemos cegar el túnel. Por razones evidentes, tampoco podemos salir a la superficie y exterminarlos allí. Así pues, jaque mate. ¡Estás en jaque mate, Cazador! Y yo también. Dentro de muy poco, todos nosotros estaremos en completo jaque mate, cuando entiendas lo que quiero decir.

—Eso lo veremos —le respondió ácidamente Hunter—. Eso lo veremos.

Siguieron sentados allí durante un rato y hablaron de asuntos diversos. A menudo decían nombres que Artyom no conocía, y hacían referencia a historias pasadas. De vez en cuando retomaban discusiones antiguas de las que Artyom apenas si entendía nada, y que visiblemente se remontaban a muchos años atrás. Quedaban olvidadas durante las épocas en las que los dos amigos no se veían, pero les venían a la memoria en cada reencuentro.

Finalmente, Hunter se puso en pie y dijo que tenía que dormir, porque, a diferencia de Artyom, no se había acostado después de la guardia. Se despidió de Sukhoy, pero, antes de marcharse de la tienda, se volvió de nuevo hacia Artyom y le susurró: «Por favor, sal un momento conmigo».

Artyom salió de la tienda, sin prestar atención al asombrado rostro de su padre adoptivo.

Hunter le esperaba afuera. Estaba abrochándose los botones y enderezando el cuello del abrigo.

—¿Quieres que vayamos un rato de paseo? —le propuso, y ambos se encaminaron, sin prisa alguna, hacia la tienda para huéspedes donde se alojaba el Cazador.

Artyom le siguió sin acabar de decidirse. Estaba tratando de adivinar qué querría decirle aquel hombre. Artyom aún era un jovenzuelo. Nunca había hecho nada importante, ni siquiera provechoso.

—¿Qué te parece lo que estoy haciendo? —le preguntó Hunter.

—Me parece magnífico —murmuró tímidamente Artyom—. Si no fuera por usted… bueno, y por los otros que son como usted, si es que hay otros… haría tiempo que estaríamos todos…

Se dio cuenta de la torpeza con la que se estaba expresando y se puso rojo de vergüenza. En un momento como ése, en el que alguien quería trasmitirle algo personal, e incluso tener una conversación privada con él, se ruborizaba como una jovencita y tartamudeaba.

Hunter sonrió con satisfacción.

—¿Sabes valorarlo? Bien, si el pueblo es capaz de valorarlo no necesito para nada a los derrotistas. Que se vaya al diablo tu padre adoptivo. De todos modos, tengo que reconocer que Sukhoy es un hombre valiente de verdad. Por lo menos, lo había sido. Aquí está sucediendo algo terrible, Artyom. Algo que no se puede tolerar. Tu padre adoptivo tiene razón: no se trata de cuatro fantasmas, como ocurre en docenas de estaciones, ni de simples vándalos, ni de degenerados. Lo que ha aparecido aquí es algo nuevo. Algo terrible. Y está impregnando el aire de frialdad. Lo está impregnando con la putrefacción de los sepulcros. Hace tan sólo dos días que vine, y noto que el miedo empieza a hacer mella en mí. Cuanto mejor conocemos a esas criaturas, cuanto más las investigamos, cuanto más las vemos, mayor es ese miedo. Entiendo que es así. Tú, por ejemplo, aún no las has visto, ¿verdad?

—Hasta ahora, tan sólo en una ocasión. Hace poco tiempo que monto guardia en el túnel norte… y, sinceramente, la única vez que los he visto me afectó mucho. Desde entonces he tenido pesadillas sin cesar. Hoy mismo he tenido una. Y eso que ha pasado bastante tiempo desde que las vi.

—¿Pesadillas, dices? ¿Tú también? —Hunter arrugó la frente—. No parece que pueda ser una casualidad. Si me quedara a vivir aquí durante un tiempo, quizás un par de meses, y montara guardia habitualmente con vosotros, quizá perdería yo también todo mi coraje. No, muchacho, tu padre adoptivo se equivoca en una cosa. Las palabras que me ha dicho no eran suyas, y sus pensamientos tampoco. Esas criaturas piensan por él, y son ellas las que hablan por su boca. Dice que nos rindamos, que no merece la pena resistir. Tu padre adoptivo se ha convertido en su mero portavoz. Y él mismo no se da cuenta. Parece que esos asquerosos pueden influir de verdad en nuestra psique. ¡Vaya engendros del Infierno! Dime, Artyom —Hunter le miró entonces directamente a los ojos, le llamó por su nombre, y Artyom advirtió que iba a decirle algo importante de verdad—, ¿tienes algún secreto? ¿Algo que no te atreverías a contarle a nadie más en esta estación, pero que podrías confiarle a un forastero?

—Bueno… —tartamudeó Artyom. Un observador avezado habría entendido al instante que, efectivamente, Artyom escondía algún secreto.

—Yo también tengo uno. Te propongo un intercambio. Yo he de contarle mi secreto a alguien, pero quiero estar seguro de que ese alguien no se lo irá a contar a los demás. Por eso mismo, tú tienes que contarme el tuyo. Pero no puede tratarse de un chisme, sino de algo serio, algo que no puedes decirle a nadie. Esto es muy importante para mí. Es muy importante que lo comprendas.

Artyom vaciló. Estaba a punto de estallar de curiosidad, pero aún tenía miedo de confesar su secreto a aquel hombre. Hunter era un conversador interesante, con una vida de aventuras a sus espaldas. Pero, a simple vista, parecía un asesino letal, un hombre que habría eliminado sin pestañear a quien se interpusiera en su camino. ¿Y si descubría que Artyom había tenido su parte de culpa en la invasión de los Negros?

Hunter trató de alentarlo.

—No tengas ningún miedo de mí. Te prometo que no serás castigado.

Llegaron a la tienda de Hunter, pero se quedaron fuera. Artyom lo pensó por última vez, y por fin se decidió. Respiró hondo y explicó muy brevemente, de una tirada, la historia que había vivido junto con sus compañeros de aventuras en la estación del Jardín Botánico.

Después que Artyom terminara, Hunter calló durante unos instantes. Luego le dijo, con voz ronca:

—Tendría que matarte. Pero te he hecho una promesa. Aunque a tus amigos no les he hecho ninguna… —A Artyom se le encogió el corazón. Sintió que el temor le paralizaba el cuerpo. Calló, y esperó a que prosiguiera el discurso incriminatorio—. Pero voy a tener en cuenta vuestra edad, y vuestra total imbecilidad en el momento en el que ocurrieron los hechos. Ahora sois mayores… Así que lo dejaremos estar. —Hunter le guiñó el ojo a Artyom, como si hubiese querido rescatarlo de su parálisis—. Pero supongo que tienes claro que tus compañeros de estación no te van a perdonar. Me has puesto en la mano, por voluntad propia, un arma que podría utilizar en tu contra. Pero ahora voy a ser yo quien te cuente mi secreto. —Mientras Artyom se lamentaba de su propia indiscreción, Hunter empezó a contárselo—: He tenido muy buenos motivos para atravesar la red de metro entera hasta esta estación. Y no pienso renunciar a mi objetivo. Es necesario eliminar los peligros, y voy a eliminar también éste. Me encargaré de ello. Tu padre adoptivo tiene miedo. Al parecer está siendo abducido por esas criaturas. Ya no se defiende contra ese proceso, y ha tratado incluso de arrastrarme a mí con él. Si esa historia de la corriente de agua es cierta, no podemos hundir el túnel con cargas explosivas. Pero ahora, gracias a la información que me has proporcionado, veo las cosas más claras. Cuando los Negros aparecieron por primera vez, después de que vosotros salierais a la superficie, entraron por la estación del Jardín Botánico. Debe de haberse producido algún fenómeno horrible allí arriba. Y eso significa que podemos bloquearlos allí, más cerca de la superficie, sin el peligro de una inundación. Pero quién sabe lo que podría ocurrir en el túnel norte, más allá del metro 700. Allí termina vuestro poder. Y empieza el poder de las tinieblas, el mismo que reina sobre la mayor parte del Metro de Moscú. Iré allí. Pero no quiero que nadie sepa nada. Le contarás a Sukhoy que te he estado preguntando por la situación en la que os encontráis. Al fin y al cabo, eso es lo que he hecho. Quizá no tengas que darle explicaciones a nadie más. Y si todo anda bien, seré yo mismo quien las dé. De todas maneras, es muy posible —Hunter calló un instante, y clavó sus ojos en los de Artyom— que no regrese. En cualquier caso, no importa si se produce o no se produce la explosión. Si mañana no he regresado, tendrá que haber alguien que les cuente a mis amigos lo que me ha ocurrido y haga saber lo que ocurre en vuestro túnel norte. Hoy he hablado con todas las personas que conozco en esta estación. Tu padre adoptivo es una de ellas. Y percibo, sí, de hecho estoy viendo ya, cómo el gusano de la duda y del pavor va royendo el cerebro de todos los que se han encontrado con esas criaturas. Pero necesito a una persona cuerda, de cuya inteligencia todavía no se hayan apropiado. Dicho en pocas palabras: te necesito a ti.

—¿A mí? ¿Y en qué puedo ayudarle yo? —le preguntó Artyom, maravillado.

—Escúchame bien. Si no regreso, tendrás que llegar a la Polis a cualquier precio. A cualquier precio, ¿me has oído bien? Una vez allí, buscarás a un hombre llamado Melnik. Le contarás toda la historia. —Hunter desató las correas que cerraban la tienda y levantó un ala de la entrada—. Entra conmigo. Te voy a dar algo que le llevarás a Melnik, como prueba de que soy yo quien te envía.

Hizo entrar a Artyom.

Apenas si quedaba espacio libre en la tienda, porque en el suelo había una mochila con colores de camuflaje y una alforja, ambas de impresionantes dimensiones. A la luz de la lámpara, Artyom distinguió el cañón de una poderosa arma que asomaba por la alforja y reflejaba la luz con un brillo mortecino. Se trataba, sin lugar a dudas, de una ametralladora portátil desmontada. Al lado del arma, Artyom vio varias cajas de color negro mate repletas de cartucheras, así como pequeñas granadas de infantería de color verde.

Sin hacer ningún comentario sobre su arsenal, Hunter abrió uno de los bolsillos laterales de la mochila y sacó un casquillo metálico, sin cartucho. En su extremo anterior, en lugar del proyectil, había un tapón atornillado. Hunter se lo dio a Artyom.

—Toma, quédate esto. No me esperes más de dos días. Y no tengas miedo. Por todas partes encontrarás personas dispuestas a ayudarte. Tienes que llegar a la Polis. Sabes muy bien que todo depende de ti, no hace falta que vuelva a explicártelo, ¿verdad? Bien, deséame suerte y lárgate. Tengo que dormir.

Artyom logró pronunciar tímidamente un par de palabras de despedida, estrechó la robusta mano de Hunter y regresó a su celda, abrumado por el peso de la misión que había recaído sobre sus hombros.