—¿Quién anda ahí? ¡Ve a verlo, Artyom!

Artyom se levantó de mala gana del lugar que ocupaba junto a la hoguera, y con el fusil de asalto en ristre se adentró en la oscuridad. Se detuvo en el margen de la zona iluminada, quitó ruidosamente el seguro del arma y gritó con voz ronca:

—¡Alto ahí! ¡Contraseña!

Hacía un minuto, había llegado a sus oídos un extraño roce y un sordo murmullo en la penumbra. Pero entonces se oyeron unos pasos apresurados. Alguien escapaba hacia las profundidades del túnel. Se había asustado de la voz rasposa de Artyom y del chasquido del arma. Artyom volvió apresuradamente junto a la hoguera y le gritó a Pyotr Andreyevich:

—Se ha largado sin contestar.

—¡Inepto! Sabes bien cuál es la orden: ¡Disparar de inmediato contra todo el que no responda! Si no ¿cómo vas a saber de quién se trata? ¡Quizá fuera un ataque de los Negros!

—No, no lo creo. No era un humano… esos ruidos… y esa manera de caminar tan extraña… ¿Cree usted que no sé distinguir las pisadas de un hombre? Usted mismo sabe muy bien, Pyotr Andreyevich, que los Negros atacan sin avisar. Hace poco asaltaron un puesto con las manos desnudas. Avanzaron contra el fuego de ametralladora. Pero esa criatura que estaba ahí ha puesto pies en polvorosa… debía de ser un animal asustado.

—¡Ah, sí, claro, Artyom, tú siempre tan listo! Pero si te han dado una orden, tu deber es cumplirla y no darle más vueltas. Quizá fuera un espía. Ha visto que somos pocos, y que sería fácil pillarnos desprevenidos… y ahora nos van a liquidar, nos clavarán a cada uno un cuchillo en la garganta y luego masacrarán a la estación entera, como en Poleshayevskaya, y todo eso ocurrirá tan sólo porque no te lo has cargado cuando correspondía… ¡Ándate con ojo! ¡La próxima vez te ordenaré perseguirlo por el túnel!

Artyom se estremeció. Trató de imaginar lo que podía haber en el túnel más allá de la frontera, que se encontraba a 700 metros. Sentía pavor sólo con pensarlo. Nadie se atrevía a sobrepasar los 700 metros en dirección norte. Las patrullas iban con la dresina hasta el metro 500, iluminaban los postes de la frontera con el proyector, y, tan pronto como se cercioraban de que no se les había colado nada raro, volvían sobre sus pasos a toda velocidad. Incluso los exploradores —hombres aguerridos, antiguos infantes de Marina— se detenían en el metro 680, ocultaban la lumbre de los cigarros con la mano y se limitaban a escudriñar las tinieblas con sus aparatos de visión nocturna. Luego retrocedían con paso lento, silencioso, sin dejar de vigilar el túnel, sin darse siquiera la vuelta.

El puesto de observación donde montaban guardia en aquel momento se hallaba en el metro 450, a unos cincuenta de los postes fronterizos. Los controles en la frontera tenían lugar una vez al día, y habían pasado ya varias horas desde el último. Se hallaban en el puesto más avanzado. Unas criaturas —que tal vez no lo hubieran hecho antes por temor a la patrulla— se estaban acercando a la hoguera. A los hombres.

Artyom se sentó y preguntó:

—¿Qué ocurrió exactamente en Poleshayevskaya?

En realidad, él ya se sabía la historia, una historia que helaba la sangre. Unos mercaderes se la habían contado en la estación. Con todo, se emocionaba cada vez que se la volvían a contar, igual que un niño que quiere que le cuenten todo el rato historias terroríficas sobre mutantes sin cabeza y vampiros que raptan bebés.

—¿En Poleshayevskaya? ¿Es que no lo has oído nunca? Fue una historia extraña. Extraña y terrible. Primero empezaron a desaparecer las patrullas de exploración. Una tras otra. Se adentraban en el túnel y no regresaban jamás. Sus exploradores eran mediocres, no como los nuestros, pero la estación también era más pequeña. No tiene muchos habitantes. Mejor digamos que no tenía muchos. Y desaparecían sin cesar. Las patrullas iban saliendo una tras otra y desaparecían. Primero se pensó que alguien las estaba capturando. Su túnel es tan jodido como el nuestro —Artyom se puso nervioso al pensarlo—, y no se ve nada ni desde los puestos de observación ni desde la propia estación. Ya puedes iluminar cuanto quieras. En fin, el caso es que en un momento dado mandaron una patrulla, y pasó media hora, una, dos horas. Pero ¿cómo podían haber desaparecido? No estaba previsto que se alejaran a más de un kilómetro. Se les había prohibido ir más allá, y desde luego no eran idiotas. Finalmente salió una patrulla de búsqueda. No encontraron nada. Todos habían desaparecido. No era tan raro que no vieran a nadie. Lo que consiguió aterrarles es que tampoco oyeron nada. Ni el más leve murmullo. Tampoco encontraron huellas, de ningún tipo.

Artyom se arrepintió de haberle pedido a Pyotr Andreyevich que le contara aquella historia. Debía de haberse informado mejor que él, o quizá padecía de una fantasía desbordada. En cualquier caso, contaba muchos más detalles que los mercaderes, a quienes ya se les reprochaba su pasión por adornar los relatos. Artyom se dio cuenta de que se le había erizado la espalda. No se sentía cómodo junto a la hoguera. El más leve ruido que pudiera oírse en el túnel le crispaba los nervios.

—El caso es que desaparecieron los primeros exploradores y pensaron que debían de haberse largado. Que quizás estaban descontentos con algo y se habían marchado. ¡Al diablo con ellos! Dijeron que si los exploradores querían llevar una vida fácil lo mejor sería que se uniesen a la chusma, a los anarquistas y demás. Les resultaba más fácil verlo así. Pero, al cabo de una semana, desapareció otro de los equipos de exploración. No estaba previsto que se alejaran más de medio kilómetro. Y siempre la misma historia: ni un suspiro, ni una huella. Como si se los hubiera tragado la tierra. Los habitantes de la estación empezaron a ponerse nerviosos. Cuando en una sola semana desaparecen dos patrullas es que ocurre algo raro. Había que hacer algo. Ya me entiendes: tomar medidas. Por otra parte, habían levantado una barrera en el metro 300. Habían amontonado sacos de arena, instalado una ametralladora, un reflector… todo de acuerdo con las normas que rigen la construcción de fortificaciones. Enviaron un mensajero urgente a Begovaya. Los de Begovaya están confederados con Ulitsa 1905 goda. Anteriormente, Oktyabrskoye también había estado con ellos, pero a estos últimos les ocurrió algo, nadie sabe muy bien el qué, una especie de accidente, y la estación quedó inhabitable, todos sus habitantes huyeron… pero eso no importa ahora. Como te decía, mandaron a alguien a Begovaya, para advertirles, con la consigna «Aquí está pasando algo», y para preguntarles si podrían ayudar en caso de necesidad. El primer mensajero no había llegado aún, no había pasado ni un solo día —los de Begovaya todavía estaban pensando la respuesta— cuando se presentó un segundo, empapado en sudor, que les informó de que la guarnición del puesto exterior había sido aniquilada sin que llegara a oírse ni un solo disparo. Todos apuñalados. Lo más terrible: ¡Parecía que los hubieran atacado mientras dormían! ¿Pero cómo habían podido dormir con todo lo que estaba ocurriendo? Por no hablar de las órdenes que habían recibido. Los de Begovaya habían entendido enseguida que tenían que hacer algo para que no les ocurriera lo mismo. Así pues, prepararon una fuerza de asalto compuesta por veteranos. Constaba de unos cien hombres, con ametralladoras y lanzagranadas. Por supuesto, tardaron algún tiempo en reunirla, un día y medio, pero finalmente pudieron enviarla. Sin embargo, cuando llegaron a Poleshayevskaya, allí no quedaba ni un alma. Ni siquiera cadáveres… tan sólo había sangre por todas partes. Así fue como sucedió. El diablo sabrá quién es el culpable. Yo, por mi parte, no creo que aquello fuera obra de seres humanos.

—¿Y qué hicieron entonces los de Begovaya? —preguntó Artyom con voz ahogada.

—Nada. Después de encontrarse con aquello, provocaron una explosión en el túnel que conducía a Poleshayevskaya. Ahora, por lo que he oído, hay unos cuarenta metros de escombros que no se podrían despejar sin la ayuda de máquinas. ¿Y de dónde íbamos a sacarlas? Hace quince años que se están cubriendo de herrumbre…

Pyotr Andreyevich se calló y fijó la mirada en la hoguera.

Artyom carraspeó.

—Sí… tendría que haber disparado… ¡qué idiota he sido!

Oyeron los gritos de alguien desde el sur, desde el túnel que llevaba a la estación.

—¡Eh, vosotros, los del metro 450! ¿Está todo en orden?

Pyotr Andreyevich gritó: «¡Venid! ¡Tenemos que hablar de algo!».

Tres figuras se acercaban por el túnel. Venían con linternas por el camino que llevaba a la estación. Eran centinelas apostados en el metro 300. Al llegar a la hoguera, apagaron las linternas y se sentaron junto a ellos.

—Pyotr, ¿eres tú? Me preguntaba a quién habrían enviado hoy hasta los márgenes del mundo —dijo el de más alto rango, un hombre llamado Andrey, sonriente. Sacó un cigarrillo sin filtro del paquete.

—¡Escucha, Andryusha! Este joven ha tropezado con algo raro. Pero no ha sido capaz de disparar. Se ha escondido en el túnel. Él piensa que no era una criatura humana.

—¿No era humano? Entonces, ¿qué era? —le preguntó Andrey a Artyom.

—No he llegado a verlo. Cuando le he preguntado por la contraseña, ha huido de pronto hacia el norte. Pero sus pisadas no eran las de un hombre. Eran demasiado ligeras y rápidas. No parecía que tuviera dos piernas, sino cuatro patas…

—¡O tres! —le replicó Andrey, parpadeando, e hizo una terrorífica mueca.

Artyom no pudo evitar un súbito ataque de tos. Se acordó de las historias que contaban sobre los humanos de tres piernas de la línea Filyovskaya[1]. En ella se encontraba una parte de las estaciones que estaban al nivel de la superficie, y por ese motivo el túnel no era tan profundo y apenas si protegía a sus habitantes de la radiación. En aquella línea moraban criaturas de tres piernas, de dos cabezas, y otros engendros que se iban diseminando por la red del metro.

Andrey le dio una calada al cigarrillo sin filtro y les dijo a los suyos:

—Bueno, chicos, ya que estamos aquí, ¿por qué no nos sentamos un rato? Y así, si viene alguno de los hombres de tres piernas, podremos echar una mano. ¡Eh, Artyom! ¿Tenéis tetera?

Fue Pyotr Andreyevich quien se puso en pie. Vertió agua de un bidón en una lata abollada y totalmente tiznada de hollín, y la colgó sobre el fuego. Al cabo de un par de minutos empezó a hervir. El familiar murmullo del agua tranquilizó un poco a Artyom. Éste contempló a los hombres que se sentaban en torno al fuego. Todos ellos eran hombres fuertes, endurecidos por la difícil vida que llevaban allí. Eran hombres leales, hombres con quienes se podía contar. Su estación había sido siempre una de las más prósperas de toda la red. Y era así, gracias a aquellos hombres. Les unía una solidaridad sentida en lo más hondo, casi fraternal.

Artyom tenía ya más de veinte años. Se contaba entre los que aún habían nacido arriba. Por ello, no estaba tan flaco ni tan pálido como los que habían nacido en el Metro y no se habían atrevido nunca a salir a la superficie. No sólo por temor a la radiación, sino también por la abrasadora luz solar, que aniquilaba toda vida subterránea. El propio Artyom sólo había estado una vez en la superficie desde que tenía edad para acordarse, y sólo por un instante. La radiación de fondo era tan intensa que los demasiado curiosos se abrasaban al cabo de pocas horas, sin haber tenido tiempo de saciarse con las vistas del maravilloso mundo exterior.

No recordaba a su padre. Su madre había estado con él hasta su quinto año de vida, cuando todavía vivían en la Timiryasevskaya. Les fue bien. Allí la vida transcurría sin sobresaltos… hasta que llegó el día en el que las ratas asaltaron la estación.

Ratas gigantescas, grises, empapadas, aparecieron cierto día, sin previo aviso, por uno de los oscuros túneles laterales. Una galería que se adentraba en las profundidades desde una ramificación escondida a la que se accedía por el túnel norte. Conducía a una enmarañada red en la que se entrecruzaban cientos de corredores, laberintos repletos de horrores, gélidos, hediondos. Aquella galería llevaba hasta el reino de las ratas, hasta un lugar en el que no habían osado entrar ni siquiera los más valerosos aventureros. Incluso los viajeros que leían mal los planos de túneles y corredores, y por error iban a parar a los márgenes de aquel mundo, advertían instintivamente la proximidad del negro peligro que estaba allí al acecho, y se alejaban, aterrorizados, del gran agujero que era su entrada, como si se hubieran hallado a las puertas de una ciudad víctima de la pestilencia.

Nadie había importunado a las ratas. Nadie había descendido a su reino. Nadie había osado violar sus fronteras.

Fueron ellas quienes salieron.

Muchos hombres murieron aquel día, en el que una marea de ratas gigantescas, de proporciones nunca vistas, superó todas las barreras y sumergió por completo la estación. Eran tan numerosas que sepultaban a los seres humanos bajo sus propios cuerpos y con el mero peso de estos ahogaban los gritos de agonía. Devoraron todo lo que se hallaba en su camino: humanos muertos y vivos, así como especímenes de su propia raza que habían perecido. A ciegas, inexorablemente, empujadas por un incomprensible poder, siguieron avanzando, siempre adelante.

Sólo unos pocos quedaron con vida. Ni mujeres, ni ancianos ni niños, ninguno de los que suelen tener preferencia en el rescate, sino cinco hombres fuertes que se habían adelantado al mortífero alud. Cinco hombres que habían escapado simplemente porque en aquel momento se hallaban en el túnel meridional y montaban guardia en su puesto con una dresina. Al oír los gritos que provenían de la estación, uno de ellos fue corriendo a averiguar qué era lo que ocurría. Para cuando pudo contemplar la estación desde uno de sus extremos, la Timiryasevskaya se hallaba en sus últimos estertores. Vio las ratas que caían en cascada desde el andén y comprendió al instante lo ocurrido. Se había decidido ya a regresar, consciente de que no podría ayudar en nada a los hombres que defendían la estación, cuando, de pronto, alguien le agarró el brazo por detrás. Se volvió, una mujer que tiraba con fuerza de la manga le gritó, con el rostro desfigurado por la angustia, con una voz que se imponía con dificultad a los múltiples gritos de desesperación: «¡Sálvale, soldado! ¡Ten piedad!».

Vio la mano de un niño, un par de deditos hinchados que se tendían hacia él. Agarró la mano sin llegar a pensar siquiera que estaba salvando una vida. Lo hizo, simplemente, porque alguien le había llamado «soldado» y le había rogado que tuviera piedad. Y con el niño a sus espaldas, y luego bajo el brazo, corrió delante de las ratas, en una carrera contra la muerte, adelante, por el túnel, hasta el lugar donde los demás le esperaban con la dresina. Ya desde lejos, a una distancia de cincuenta metros, les gritó que arrancaran el motor. Aquélla era la única dresina motorizada en diez estaciones a la redonda. Se pusieron en marcha, atravesaron a grandísima velocidad la abandonada Dimitrovskaya, donde tan sólo residía un par de ermitaños. Mientras pasaban por allí les gritaron: «¡Corred! ¡Las ratas!», pero de todos modos sabían que aquellas personas no podrían salvarse. Al acercarse a los puestos avanzados de la Savyolovskaya, con la que, afortunadamente, se hallaban en paz, redujeron la velocidad para que no los tomasen por atacantes ni les dispararan desde lejos. Gritaron con todas sus fuerzas a los centinelas: «¡Las ratas! ¡Vienen las ratas!». Tenían la intención de dejar atrás la Savyolovskaya y huir más allá, hasta el final de la línea Serpukhovsko-Timiryasevskaya.[2] Su intención era ir pidiendo permiso para cruzar todas las estaciones que encontraran, seguir huyendo mientras quedara algún sitio adonde huir, mientras la lava gris no hubiera inundado la totalidad de la red de metro.

Pero, por suerte, en la Savyolovskaya había algo que les salvó la vida a ellos, y quizás a la línea entera. Les explicaron atropelladamente a los centinelas el peligro de muerte que los amenazaba, y éstos pusieron manos a la obra y sacaron una impresionante máquina: un lanzallamas que unos técnicos habían montado tan sólo con piezas que habían ido encontrando, pero que tenía una extraordinaria potencia.

No tardaron en aparecer las primeras ratas, y el roce y los arañazos de miles de patas resonaron cada vez con más fuerza en la oscuridad. Entonces, los centinelas activaron la máquina y la mantuvieron en marcha hasta que se agotó el combustible. Una llama de color anaranjado y varios metros de longitud se inflamó estruendosamente en el túnel y quemó, abrasó a las ratas, sin descanso, durante diez, quince, veinte minutos. El túnel se llenó del repugnante hedor de la carne chamuscada y de los furiosos chillidos de aquellas bestias… Y, a espaldas de los centinelas de la Savyolovskaya, que alcanzaron la fama en la línea entera gracias a su hazaña, se detuvo la dresina, lista para arrancar de nuevo. A bordo de ella se encontraban los cinco fugitivos de la Timiryasevskaya… y también el niño que habían salvado. Un muchacho. Artyom.

Las ratas retrocedieron. Uno de los más recientes descubrimientos del arte humano de la guerra había quebrantado su ciega voluntad. El ser humano ha sido siempre un asesino muy superior al resto de criaturas.

Las ratas dieron media vuelta y regresaron a su gigantesco imperio, cuyas verdaderas medidas nadie conocía. Aquellos laberintos de inconcebible profundidad estaban abarrotados de misterios y, por lo que parecía, no tenían nada que ver con el antiguo funcionamiento del Metro. Pese a lo que dijeran los antiguos empleados de la red metropolitana, era casi inimaginable que aquello fuese obra de trabajadores normales.

A las personas que antiguamente habían trabajado en el Metro se las consideraba verdaderas autoridades. Apenas si quedaba alguna con vida, y por ello mismo eran todavía más respetadas. Eran los únicos que no se habían dejado llevar por el pánico aquel día en el que los hombres tuvieron que abandonar la protección de los trenes y se encontraron en los oscuros túneles del Metro de Moscú, en el pétreo seno de la metrópolis. Todos los habitantes de la estación trataban con grandísimo respeto a dichas autoridades e inculcaban a sus hijos idéntico proceder. Tal vez por ello, Artyom llevaba siempre en el recuerdo al único hombre de aquella casta al que había conocido, un antiguo conductor de trenes auxiliares: un hombre esmirriado y flaco, deteriorado por los largos años de trabajo en el subsuelo, con su uniforme raído y descolorido de empleado del Metro. Hacía tiempo que aquella vestimenta había perdido todo sentido, pero él seguía llevándola con el mismo orgullo con el que un almirante de permiso podría pasearse con su uniforme de gala. Artyom, que en aquella época era todavía un crío, había creído reconocer una fuerza y una grandeza inconmensurables en la frágil figura del conductor de trenes auxiliares…

No era de extrañar: los antiguos trabajadores del Metro eran para el resto de habitantes de la red metropolitana lo mismo que un guía nativo podría ser para los miembros de una expedición científica en la jungla. Todo el mundo creía al pie de la letra en sus palabras y confiaba plenamente en ellos, porque de su saber y sus capacidades dependía la supervivencia de los demás. Eran muchos los antiguos empleados que se habían hecho con el poder en el mismo momento en el que la dirección centralizada de la red metropolitana dejó de funcionar, y aquel refugio de civiles, aquel gigantesco bunker de aire no contaminado a prueba de bombas, se había dividido en una multiplicidad de estaciones, y, por falta de unas estructuras de poder comunes, se había hundido en el caos y la anarquía. Las estaciones se habían vuelto independientes y autosuficientes. Aparecieron extraños microestados con sus propias ideologías, regímenes, líderes y ejércitos. Lucharon entre sí, y se unieron en federaciones y confederaciones. De un día para otro, imperios en pleno ascenso se veían sometidos y colonizados por sus antiguos aliados o esclavos. Se formaban alianzas de breve duración contra peligros comunes, pero, tan pronto como éstos desaparecían, la lucha se reanudaba con igual violencia. Todos ellos luchaban con ciega cólera por todas las cosas: espacio vital, alimentos —levadura nutricional, plantaciones de hongos en la penumbra, gallineros y granjas porcinas donde cerdos pálidos, criados bajo tierra, y polluelos tísicos se alimentaban de hongos descoloridos. Y, naturalmente, por el agua —esto es, por los filtros—. Los bárbaros que había entre ellos, incapaces de reparar los filtros inutilizados, enfermaron a causa del agua contaminada y se arrojaron con rabia animal contra los bastiones de la civilización, contra las estaciones donde las dinamos y las pequeñas centrales hidroeléctricas que sus mismos habitantes habían construido funcionaban bien, donde regularmente se reparaban y limpiaban los filtros, donde las pálidas cabezas de los champiñones, criados por cuidadosas manos de mujer, asomaban desde la tierra húmeda, y los cerdos gruñían satisfechos en el cercado.

En esta interminable y desesperada lucha, los hombres se guiaban por su propio instinto de conservación, así como por el eterno principio revolucionario: «¡Toma y reparte!». Los defensores de las estaciones ricas —antiguos militares profesionales que se habían organizado en esforzadas unidades de combate— resistían los asaltos de los vándalos hasta la última gota de su sangre, pasaban al contraataque, luchaban por todos y cada uno de los metros de túnel que enlazaban las estaciones. Desarrollaron su potencial militar para poder responder con expediciones punitivas a los ataques, para expulsar a sus vecinos —si no estaban en paz con ellos— de territorios necesarios para la vida, y, no menos importante, para defenderse de los males que emergían de todos los agujeros y aberturas. Aquellas extrañas, deformes y peligrosas criaturas que habrían arrastrado a la desesperación al propio Darwin, porque no había manera de hacerlas encajar en las leyes de la evolución. Podía ser que la radiación hubiera transformado la inocua fauna urbana en aquellos engendros del infierno; pero también podía ser que hubieran vivido desde siempre en las profundidades y sólo en los últimos tiempos los humanos los hubieran molestado. Pero, por mucho que se diferenciaran aquellas criaturas de las especies animales conocidas, formaban parte igualmente de la vida terrestre. Una vida deforme y depravada, sin duda alguna. Pero, de todos modos, vida. E, igual que todos los demás organismos del planeta, los dominaba un único impulso: sobrevivir. Sobrevivir a cualquier precio…

Artyom tomó un vaso esmaltado de color blanco, lleno a rebosar de té, de su té, del té de su estación. En realidad se trataba de una decocción de hongos secos con algunos aditivos, porque el verdadero té no existía ya. Sólo se bebía en días señalados, sobre todo porque era varias veces más caro que la decocción de hongos. Sin embargo, los habitantes de la estación gustaban de su mejunje, estaban orgullosos de él y lo llamaban «té». Al principio, los forasteros lo escupían, asqueados, pero luego se iban acostumbrando. Aquel té no tardó en hacerse famoso fuera de la estación, e incluso los mercaderes acudían a comprarlo. Al principio eran muy pocos los que arriesgaban el pellejo por adquirirlo, pero finalmente el consumo del té se extendió por la línea entera, e incluso la Hansa empezó a interesarse por él, y grandes caravanas se dirigían a la VDNKh[3] para adquirir la mágica bebida. Empezó a fluir el dinero. Y donde hay dinero también hay armas, también hay madera y vitaminas. Hay vida. El inicio de la producción de té en la VDNKh fue el inicio del ascenso de dicha estación. Los mercaderes de las estaciones y trechos circundantes acudían al lugar, y paulatinamente se fue instalando allí la prosperidad. Las gentes de la VDNKh estaban orgullosas también de sus cerdos, y se decía que allí habían vivido los primeros gorrinos de la red de metro. Según se contaba, algunos osados que habían salido a la superficie al principio de todo aquello habían logrado entrar en una jaula para cerdos medio destruida que se hallaba en un mercado y habían llevado a la estación las bestias que seguían con vida.

—Escucha, Artyom, ¿cómo está Sukhoy? —preguntó Andrey, que al mismo tiempo se iba bebiendo el té caliente con sorbos breves y prudentes.

—¿El tío Sasha? Está bien. Hace poco que regresó de una misión de exploración con nuestra gente. Pero seguro que usted lo sabe ya.

Andrey debía de tener unos quince años más que Artyom. De hecho, era explorador, y apenas si se le veía más acá del metro 450, y en tales casos solía aparecer en funciones de jefe expedicionario. Sin embargo, en aquella ocasión le habían enviado al metro 300 para una inspección de seguridad. Con todo, las profundidades le atraían, y a menudo se valía del pretexto más trivial, de la alarma más nimia, para acercarse a la oscuridad. Al misterio. Amaba el túnel, se sabía todas sus ramificaciones. Pero en la estación, entre campesinos, trabajadores, comerciantes y funcionarios, se sentía incómodo… probablemente porque allí no servía para nada. En ningún momento había conseguido obligarse a sí mismo a remover las finas capas de tierra necesarias para el cultivo de hongos. Ni a algo todavía peor: meterse hasta las rodillas en la porquería para alimentar con aquellos mismos hongos a los rollizos puercos. Tampoco le interesaba el comercio: ya de niño no soportaba a los tenderos. Había llevado siempre la vida de soldado y guerrero, convencido de que éste era el único oficio digno de un hombre. Estaba orgulloso de no haber hecho ninguna otra cosa en toda su vida, aparte de proteger a los malolientes campesinos, los nerviosos mercaderes y los, a menudo, insoportablemente solícitos funcionarios, así como a los niños y las mujeres. A las mujeres les gustaba su arrogancia y su porte enérgico, su absoluta confianza en sí mismo, la nula preocupación que mostraba por su propia seguridad. Siempre estaba presto a defender a quienes lo rodeaban. Las mujeres le prometían amor y calor de hogar, pero él no se sentía en su hogar hasta que llegaba al metro 50, cuando las luces de la estación desaparecían tras una curva. Sin embargo, las mujeres no le seguían hasta allí…

El té le había animado visiblemente. Se quitó la boina vieja y negra, se secó los mostachos con la manga y empezó a interrogar a Artyom sobre los asuntos más recientes: los rumores de los que el padre adoptivo de Artyom, Sukhoy —conocido como tío Sasha—, había tenido noticia durante una expedición. El tío Sasha era el mismo que diecinueve años antes, en la Timiryasevslcaya, había salvado de las ratas al jovenzuelo, y luego se había encargado de su crianza, porque no había sido capaz de entregárselo a otra persona.

—Ya me han explicado algo —dijo Andrey—, pero me gustaría que me lo contaras por segunda vez. ¿O prefieres no hablar de ello?

Andrey no tuvo que esforzarse mucho para convencer a Artyom. A éste le encantaba narrar las historias de su padre adoptivo… y todo el mundo le escuchaba con deleite.

—Seguramente ya sabéis a dónde fueron… —empezó a decir Artyom.

—Yo sólo sé que fueron al sur. Vuestros enviados hacen un gran secreto con cualquier cosa. —Andrey rió con malicia y le guiñó el ojo a uno de los suyos—. ¡Bueno, ya se sabe que llevan a cabo encargos especiales de la administración!

Artyom negó con un gesto.

—No, esta vez no se trataba de ningún secreto. Sólo tenían que explorar el terreno y reunir información. La información tenía que ser veraz. No podemos fiarnos de lo que cuenten los mercaderes que se detienen en la VDNKh. Algunos de ellos actúan como agentes provocadores y difunden deliberadamente información falsa.

—No tendríamos que creer nunca lo que dicen los mercaderes —rezongó Andrey—. Son codiciosos. ¿Cómo vamos a estar seguros de que dicen la verdad? Igual que ahora le venden nuestro té a la Hansa, otro día nos venderán a nosotros a no se sabe quién, y con nosotros venderán también todo lo que tenemos. Puede que también quieran sacarnos información. Si te digo la verdad, ni siquiera me fío mucho de nuestros propios mercaderes.

—En eso se equivoca usted, Andrey Arkadich. Los nuestros son gente honrada. Los conozco a casi todos en persona. Son personas muy normales. Simplemente les gusta el dinero, quieren llevar una vida más confortable que los demás, conseguir riquezas.

—A eso me refería. Les gusta el dinero. Quieren llevar una vida más confortable que los demás. ¿Pero tú sabes lo que hacen una vez desaparecen en el túnel? ¿Me puedes garantizar que no los han comprado los agentes de vete a saber quién en cualquiera de las otras estaciones? ¿Puedes garantizármelo, o no?

—¿Pero quiénes son esos agentes? ¿Con quiénes pueden estar negociando nuestros negociantes?

—¿Lo ves, Artyom? Eres demasiado joven y todavía te falta mucho por aprender. Tienes que escuchar a los mayores… así vivirás más años.

—¡Pero es que de todos modos alguien tiene que hacer ese trabajo! Si los comerciantes no existieran, ahora no dispondríamos de munición. Tendríamos que cargar con sal los viejos rifles Berdan[4] para disparar contra los Negros, y bebernos nosotros todo nuestro té.

—Sí, bueno, vale, a eso lo llamo yo un economista que confía en la naturaleza humana… mejor que me cuentes qué es lo que le ocurrió a Sukhoy. ¿Cómo están nuestros vecinos? ¿Qué sucede en la Alexeyevskaya? ¿Y en la Rizhskaya?

—¿En la Alexeyevskaya? Nada nuevo. Siguen cultivando sus hongos. Es una estación de mala muerte, y nada más. Se dice —Artyom bajó la voz— que se quieren unir a nuestra estación. Y que la Rizhskaya estaría de acuerdo. Están soportando cada vez más presión desde el sur. El ambiente allí es de pesimismo. Continuamente circulan rumores sobre no se sabe qué peligros, todo el mundo tiene miedo de algo, pero nadie sabe muy bien de qué. Unos días piensan que, no saben muy bien dónde, va a nacer un nuevo Imperio, otros le tienen miedo a la Hansa, y todavía hay otros que tienen miedo de otra cosa. Y ahora esos muertos de hambre nos arañan la puerta.

—Pero ¿qué es lo que quieren?

—Que nos unamos en una federación. Que organicemos un sistema de defensa común, reforcemos las fronteras a ambos lados, instalemos un sistema de iluminación permanente en el túnel que nos une, creemos una milicia, ceguemos los túneles y corredores laterales, pongamos en marcha un sistema regular de transporte en dresina, nos conectemos mediante un cable telefónico, cultivemos hongos en las superficies no ocupadas… se trataría de poner en pie un sistema económico común. Colaboraríamos y nos prestaríamos ayuda en plan de ataque.

—¿Y dónde estaban antes? —masculló Andrey—. ¿Dónde estaban cuando vinieron todas aquellas criaturas desde el Jardín Botánico y la Medvedkova? Cuando los Negros nos atacaron, ¿dónde estaban?

—¡Eh, Andrey, no te inventes desgracias! —intervino Pyotr Andreyevich—. Los Negros todavía no han aparecido. ¡Por suerte! Pero tampoco los hemos vencido nosotros a ellos. Tiene que haberles ocurrido algo en sus propias filas. Por eso no actúan. Tal vez estén haciendo acopio de fuerzas. En cualquier caso, una alianza nos vendría bien. Y aún más con nuestros vecinos más directos. Nos convendría tanto a nosotros como a ellos.

—Y así, por fin, reinarían la libertad, la igualdad y la fraternidad —le dijo Andrey con sorna mientras las enumeraba con los dedos.

—¿Es que ya no os interesa para nada la historia que iba a explicaros? —les dijo Artyom, algo molesto.

—No, no es eso. Cuéntanosla —le replicó Andrey—. Pyotr y yo seguiremos discutiendo más tarde. Esta cuestión de la alianza es un tema eterno entre nosotros.

—Bueno, está bien. En todo caso, parece que nuestro presidente va a dar su asentimiento. Sólo falta discutir los detalles. Pronto se va a celebrar una reunión. Y luego un referendo.

Andrey hizo una mueca.

—Ya, claro. Un referendo. Si el pueblo dice «sí», la cosa estará clara. Pero si dice «no», es que habrá pensado mal. Y pronto tendremos que volver a discutir la misma propuesta.

—¿Y cómo va todo en Rizhskaya? —preguntó Pyotr Andreyevich, sin prestarle atención a Andrey.

—Sí, ¿de qué más se habló? De Prospekt Mira,[5] nuestra frontera con la Hansa. Mi padre adoptivo dice que en la Hansa no ha cambiado nada: la paz con los rojos se mantiene. Allí ya nadie se acuerda de la guerra…

La Hansa: así se llamaba la confederación de las estaciones de la Línea de Circunvalación. La Línea de Circunvalación enlazaba todas las líneas de Metro entre sí. Cada una de sus estaciones formaba una intersección con una de las rutas comerciales. Por ello, fueron desde el comienzo un punto de encuentro para todos los mercaderes de la red de metro. Como se enriquecieron enseguida y comprendieron que su riqueza iba a suscitar muchas miradas codiciosas, se decidieron a confederarse. Muchos creían que el nombre oficial de la confederación era demasiado rimbombante, y por ello todo el mundo empezó a llamarla «Hansa», igual que la unión de ciudades comerciales alemanas del Medievo. Al principio, la Hansa incluía tan sólo una parte de las estaciones de la Línea de Circunvalación, pero las restantes se les fueron uniendo progresivamente. Al principio la integraban tan sólo las estaciones comprendidas entre la Kievskaya y la Prospekt Mira, el llamado Arco Norte, y posteriormente se les añadieron Kurskaya, Taganskaya y Oktyabrskaya. Más adelante se les sumaron también Paveletskaya y Dobryninskaya, y así se constituyó un segundo arco: el Arco Sur. El problema más grande y obstáculo más importante para la unificación de ambos arcos era la línea Sokonitcheskaya.

—La cosa está así —había explicado el padre adoptivo de Artyom—: la línea Sokonitcheskaya se ha encontrado siempre en una situación especial. Podemos comprobarlo con una simple mirada al plano. Por un lado, es recta como una flecha. Y por el otro, roja hasta los tuétanos. Esto último se aprecia en todos los niveles. Los nombres de las estaciones hablan por sí mismos. Así, por ejemplo, tienen la Krasnoselskaya, que lleva el nombre del «Pueblo Rojo» que en 1944 se liberó de la invasión fascista. Luego la Krasniye Vorota, esto es, la «Puerta Roja», la Komsomolskaya, la Biblioteka Imeni Lenina,[6] es decir, la «Biblioteca de Lenin», y luego también la Leninskiye gory, la «Montaña de Lenin»…

Quizá fuera por los nombres, o quizá por otro motivo: con el paso del tiempo se habían concentrado en aquella línea los hombres y mujeres que añoraban el glorioso pasado socialista. Los diversos planes para restaurar el Estado soviético encontraban allí tierra abonada. En el mismo momento en el que una de las estaciones se consagró oficialmente a los ideales del comunismo y a una forma de gobierno socialista, se le unió otra estación adyacente. Entonces, los habitantes del otro extremo del túnel se inflamaron de entusiasmo revolucionario y derribaron a su administración, y el movimiento no se pudo detener ya: los últimos veteranos de guerra que quedaban con vida, antiguos colaboradores del Komsomol y funcionarios del partido, y, naturalmente, también el proletariado. Todos ellos se trasladaron a las estaciones revolucionarias.

Fundaron un comité que tenía que encargarse de la expansión de esta nueva revolución y de la ideología comunista por toda la red de metro.[7] Adoptaron un gracioso nombre leninista: «Interestacional». El comité se encargó de crear unidades de revolucionarios profesionales y agentes propagandistas, y los envió a territorio enemigo. No hubo un gran derramamiento de sangre, porque los hambrientos habitantes de la no muy productiva línea Sokolnicheskaya anhelaban que se produjera la «Restauración de la Justicia», que, de acuerdo con sus convicciones, sólo podía alcanzarse mediante la nivelación de las condiciones de vida. Y así, no tardó en arder por la línea entera la purpúrea llama de la revolución. Un milagro había hecho posible que el puente del Metro que atravesaba el río Jausa se mantuviera en pie, de tal modo que el enlace entre las estaciones Sokolniki y Preobrazhenskaya aún funcionaba. Al principio, aquel breve trecho que pasaba sobre la superficie sólo era transitable durante la noche, con la dresina a toda velocidad. Pero luego un contingente de prisioneros de guerra y condenados a muerte salvó su propia vida a cambio de trabajar en el recubrimiento del puente con paredes y techo. Las estaciones de aquella línea recuperaron los antiguos nombres de la era soviética: Chistiye Prudy pasó a llamarse otra vez Kirovskaya, la Lyubyanka fue de nuevo la Dzerzhinskaya, y la Ochotny Rjad se transformó de nuevo en Prospekt Marksa. Las estaciones que tenían nombres neutrales no tardaron en abandonarlos por otros de clara significación ideológica: la Sportivnaya pasó a llamarse Kommunisticheskaya; la Sokolniki, Stalinskaya; y la Preobrazhenskaya Ploshchad —donde todo había empezado— en Snamya Revolyutsii, «Bandera Revolucionaria». Y así, la línea, que anteriormente había recibido el nombre oficial de Sokolnicheskaya, pero que los moscovitas habían conocido siempre como «la línea roja», se transformó entonces en una verdadera Línea Roja.[8]

Pero la cosa no terminó ahí. Apenas se hubo formado la Línea Roja, ésta empezó a plantear sus exigencias a las otras líneas. Pero con ello se agotó la paciencia de las demás estaciones. Eran demasiados los que recordaban bien el significado de la expresión «poder soviético»; muchos de ellos vieron en las unidades de agitación y propaganda que la Interestacional había extendido por toda la red metropolitana tantas otras metástasis de un tumor que amenazaba con aniquilar al organismo entero. Aunque los propagandistas de la Interestacional prometieran la electrificación de las líneas de metro, y aseguraran que esto, junto con el poder de los soviets, iba a tener como fruto el comunismo (nunca jamás había tenido tanta vigencia aquella máxima que le habían usurpado descaradamente a Lenin), las gentes que vivían fuera de la Línea Roja se resistieron a sus cantos de sirena. Los espléndidos oradores de la Interestacional fueron interceptados en todas partes y devueltos a su Estado soviético.

El régimen rojo decidió entonces que había llegado el momento de actuar con decisión: si las demás líneas de Metro no querían encender por sí mismas el alegre fuego revolucionario, habría que empujarlas a ello. Las estaciones vecinas, inquietas ante la intensificación de la propaganda comunista y de las acciones subversivas, llegaron a una conclusión semejante. La experiencia histórica lo había demostrado a las claras: no había mejor transmisor del virus comunista que las bayonetas.

Estalló la tempestad. Una coalición de estaciones anticomunistas, guiada por las dos mitades de la Hansa —resuelta a cerrar el círculo que los rojos mantenían abierto— aceptó el reto. Los comunistas no habían contado con hallar una resistencia organizada y, en cambio, habían sobrevalorado sus propias fuerzas. La victoria fácil que habían esperado no llegó.

Así pues, empezó una guerra larga y sangrienta. La población del Metro, que de todos modos no era muy numerosa, sufrió con ello una durísima prueba. El conflicto duró un año y medio, y se desarrolló, en lo esencial, como una lucha de posiciones, aunque, como suele ocurrir en estos casos, aparecieran también cuadrillas de partisanos y se realizaran maniobras de diversión. Se produjeron también, por ambos bandos, destrucciones de túneles, fusilamiento de prisioneros de guerra y otras atrocidades. Hubo movimientos de tropas, cercos y rupturas de líneas, generales, héroes y traidores. Pero lo más especial de aquella guerra era que ninguno de los contendientes consiguió empujar la línea del frente hasta una distancia considerable. A veces parecía que uno de los dos bandos había logrado imponerse y que había ocupado una estación de enlace, pero el adversario se esforzaba al instante por movilizar fuerzas suplementarias, y la balanza se inclinaba entonces en la dirección opuesta.

Pero la guerra consumía los recursos. Acababa con la vida de los mejores. Aniquilaba a hombres y mujeres.

Al fin, los supervivientes se hartaron. Poco a poco, los líderes revolucionarios sustituyeron sus exigencias iniciales por otras más moderadas. Aunque su objetivo hubiera sido al principio instaurar el poder socialista y la ideología comunista en la totalidad de la red metropolitana, los rojos se contentaron al fin con adueñarse de su territorio más sagrado: la estación Ploshchad Revolyutsii. En parte, a causa del nombre: «Plaza de la Revolución». En parte, también, porque era la estación más cercana a la Plaza Roja y al Kremlin, sobre cuyas torres resplandecían todavía estrellas rojas como rubíes (si es que se podía confiar en los pocos exploradores fiables desde un punto de vista ideológico que se habían atrevido a subir a la superficie y echarle una ojeada). Y, por supuesto, era allí donde se encontraba el Mausoleo,[9] en la superficie, junto al Kremlin, en medio de la Plaza Roja. Nadie sabía si el cadáver de Lenin se encontraría todavía allí, y tampoco importaba ya. Durante los largos años de régimen soviético, el Mausoleo había adquirido un sentido propio. Lo que al principio no era más que un vistoso sepulcro se había transmutado en símbolo sacro de la continuidad del poder. Los grandes líderes del pasado habían asistido a los desfiles desde su balcón. No era de extrañar, pues, que aquel sitio ejerciera una absoluta fascinación sobre los líderes del presente. Y se decía que en la estación Ploshchad Revolyutsii había pasadizos secretos que llevaban al laboratorio secreto del Mausoleo, y desde allí a la cámara mortuoria de Lenin.

Los rojos controlaban la Ploshchad Sverdlova, anteriormente conocida como Teatralnaya. Estaba fortificada y servía tan sólo como punto de partida para los asaltos y ataques contra la Ploshchad Revolyutsii. Con religioso celo, más propio de cruzados, los líderes de la Revolución llamaban una y otra vez a sus seguidores al asalto de dicha estación y a la liberación del Mausoleo. Pero los defensores entendían muy bien cuál era el significado de aquella estación para los rojos, y resistieron hasta el último hombre. La Ploshchad Revolyutsii se transformó en una fortaleza inexpugnable. Las batallas más atroces y sanguinarias de la guerra entera tuvieron lugar en el entorno de aquella estación. Fue allí donde cayó el mayor número de soldados. En esas batallas aparecieron héroes, quienes, siguiendo el ejemplo que el joven Alexander Matrosov[10] dio en el pasado, se arrojaban contra el fuego de las ametralladoras, o avanzaban con granadas sobre el cuerpo para destruir la artillería enemiga. Aunque estuviera prohibido, se emplearon a menudo lanzallamas contra blancos humanos, sin que con ello se obtuviera ningún triunfo relevante. Aunque los rojos se apoderasen un día de la estación, de nada les servía atrincherarse allí, porque, al día siguiente, el contraataque de la coalición causaba graves pérdidas entre sus filas y se veían obligados a retirarse.

Exactamente lo mismo, pero al revés, sucedió en Biblioteka imeni Lenina. Los rojos la habían ocupado, y las fuerzas de ataque de la coalición trataban una y otra vez de expulsarlos. Biblioteka imeni Lenina tenía una gran importancia para la Coalición, porque, si lograban tomarla, dividirían en dos la Línea Roja. Por añadidura, se podía acceder desde ella a otras tres líneas con las que la Línea Roja no tenía ninguna otra conexión. Sólo desde ella. Biblioteka imeni Lenina era una especie de nudo linfático: en el momento en el que la peste roja se adueñara de él, podía emplearlo como punto de partida para infectar órganos vitales. Si quería impedirlo, la Coalición tendría que ocuparla a cualquier precio.

Pero, igual que los rojos intentaban sin éxito capturar Ploshchad Revolyutsii, también los esfuerzos de la Coalición por tomar la estación de la biblioteca fueron en vano.

Poco a poco, sin embargo, todos los implicados fueron desistiendo. Se produjeron las primeras deserciones, así como hermanamientos cada vez más frecuentes entre soldados enemigos, cuando los integrantes de ambos bandos arrojaban las armas en el frente. Pero aquello no era la primera guerra mundial, y los rojos no simpatizaban ya con tales actitudes. El fervor revolucionario remitió gradualmente. Y la Coalición no tuvo más suerte: familias enteras, agotadas por el constante temor que sentían por su propia vida, abandonaban las estaciones del centro y se marchaban a la periferia. La Hansa se estaba despoblando y perdía fuerza. Además, la guerra estaba afectando a la economía, los mercaderes evitaban la Hansa, y rutas comerciales que habían sido importantes se quedaron sin actividad y languidecieron.

Los políticos comprendieron que el apoyo que les prestaban sus propios soldados menguaba sin cesar y tuvieron que apresurarse a encontrar una salida para poner fin a la guerra antes de que las armas se volvieran contra ellos. Y así, los líderes de los Estados en conflicto se reunieron, envueltos en el máximo secreto —como suele hacerse en tales casos— en una estación neutral: el camarada Moskvin por el bando soviético, y Loginov, presidente de la Hansa, y Kolpakov, máximo dirigente de la Confederación Arbat,[11] en calidad de representantes de la Coalición.

El tratado de paz se firmó enseguida. Las dos partes intercambiaron estaciones. La Línea Roja obtuvo control absoluto sobre la destruida Plaza de la Revolución, y entregó la Biblioteca de Lenin a la Confederación de Arbat. No fue un paso fácil para ninguno de los dos bandos. La Confederación perdió a uno de sus miembros, así como otras posesiones en el Nordeste. Y, por otra parte, la Línea Roja había perdido su integridad: se quedó sin el control de una estación que se hallaba a la mitad de su recorrido, y así se vio dividida en dos partes. Aunque ambos bandos se garantizaran mutuamente el derecho de tránsito sin restricción alguna sobre sus antiguos dominios, el resultado de la guerra horrorizó a los rojos. Pero la oferta de la Coalición había sido demasiado tentadora, y la Línea Roja no se había podido resistir. La más beneficiada fue la Hansa, que pudo cerrar el círculo y, así, eliminar el último obstáculo a su crecimiento comercial. Se acordó que todas las partes respetarían el status quo, y que se abstendrían de toda actividad de agitación y sabotaje en el territorio del antiguo adversario. Todos los implicados quedaron satisfechos. Y, una vez hubieron callado los cañones y los políticos, llegó la hora de los propagandistas, cuya misión era la de convencer a las masas de que sus respectivos bandos habían alcanzado un tremendo éxito diplomático y de que la guerra podía darse por ganada.

Los años pasaron desde el memorable día de la firma del tratado de paz. Ambos bandos lo respetaron. La Hansa consideraba que la Línea Roja era un socio apreciable, y esta última, por su parte, había abandonado sus planes de agresión. El camarada Moskvin, de profesión Secretario General del Partido Comunista de la Línea de Metro W. I. Lenin de Moscú, había demostrado, de acuerdo con el método dialéctico, la posibilidad de implantar el comunismo en una única línea, y había tomado la histórica decisión de empezar a instaurarlo. La antigua enemistad cayó en el olvido.

Artyom había aprendido bien esta lección de la Historia reciente, igual que trataba de aprender todo lo que le contaba su padre adoptivo.

—Estuvo bien que terminara aquella carnicería —dijo Pyotr Andreyevich—. Durante un año y medio nos fue imposible poner un pie en la línea de circunvalación. Había barreras por todas partes. Teníamos que ir enseñando el pasaporte. En aquella época me marché por cuestiones de trabajo. No podía hacer mi camino, si no era por la Hansa. Así que fui por aquella ruta. Y en Prospekt Mira me detuvieron. Faltó poco para que me fusilaran.

—¿De verdad? —le preguntó Andrey, intrigado—. Eso no me lo habías contado nunca. ¿Cómo ocurrió?

Artyom bajó la cabeza. Le habían arrebatado definitivamente el papel de narrador. Pero aquella historia parecía interesante, y por ello no objetó.

—Es muy sencillo: me tomaron por un espía rojo. Me dirigí a Prospekt Mira por el túnel que pertenece a nuestra línea y, una vez allí, vi que la Hansa controlaba nuestra parte de la estación. Se la habían anexionado. Bueno, no es que se trate de una ocupación muy severa. Han construido un mercado, una zona comercial. Ya sabéis cuál es el punto de vista de la Hansa: todas las estaciones de la línea de circunvalación les pertenecen. La frontera se encuentra siempre en los corredores que conectan las estaciones de circunvalación con las de las líneas del sistema radial. Tienen aduanas, control de pasaportes, y demás…[12]

—Todo eso ya lo sabemos —le interrumpió Andrey—. ¡Ahora no nos des una conferencia! ¡Al grano!

—Control de pasaportes y demás —repitió Pyotr Andreyevich, malhumorado, y arrugó las cejas—. Los mercados y bazares se encuentran sobre las estaciones de las líneas radiales. Los forasteros también pueden acceder a ellos. Pero más allá de la frontera ya no se puede pasar. Yo llegué, como os decía, a Prospekt Mira, y llevaba medio kilo de té. Lo había llevado para hacer un trueque, porque necesitaba cartuchos nuevos para el arma. Pero por aquel entonces estaban en guerra y no vendían municiones. Le pregunté al primero que encontré, y luego al segundo, pero ellos meneaban la cabeza y se largaban, como si no quisieran saber nada de mí. Tan sólo uno de ellos me susurró: «Pero cómo puedes andar por aquí pidiendo cartuchos, idiota. Lárgate ahora mismo. Seguro que ya te ha delatado alguien». Yo le di amablemente las gracias y me dirigí poco a poco hacia el túnel. Había llegado ya a la entrada cuando me detuvo una patrulla. Sonó un silbato en la estación, y un destacamento adicional vino a toda prisa. «La documentación, por favor.» Yo les enseño el pasaporte con el sello de nuestra estación. Ellos que se miran fijamente y me preguntan: «¿Y el salvoconducto? ¿Dónde lo lleva?». Yo me quedé atónito: «¿De qué salvoconducto me hablan?». Y resultó que estaba prohibido acceder a la estación sin salvoconducto. Al final del túnel había una mesa que hacía las veces de despacho. Primero te registraban y luego, si todo estaba en orden, te entregaban el salvoconducto. Vaya una burocracia que tienen montada… aún no sé cómo pude entrar sin pasar por la mesa. ¿Cómo es que esos idiotas no me pararon? Pero a ver quién podía hacérselo entender a la patrulla. Un cretino con el cráneo rapado y uniforme de camuflaje se planta frente a mí y me dice: «¡Te has colado, has entrado a hurtadillas, sin dejarte ver!». Siguió hojeando mi pasaporte hasta que, de pronto, encontró un pequeño sello de Sokolniki. Hace algún tiempo viví en Sokolniki. Así pues, vio el sello, y al instante los ojos se le inyectaron en sangre. Como un toro enfurecido, empuñó el Kalashnikov que llevaba al hombro y bramó: «¡Las manos tras la nuca, cabrón!». Su buena educación saltaba a la vista. Me agarró por la nuca y me arrastró de un extremo a otro de la estación, hasta el punto de control en el corredor, donde se hallaba el director de la estación misma. Entonces masculló: «¡Espérame aquí!», de acuerdo con el principio: Sólo tengo que pedirle permiso al jefe, y luego te voy a pegar un tiro, espía. Yo, en cambio, veía la situación desde un punto de vista diferente. Traté de convencerlo con argumentos: «¿Cómo que espía? ¡Soy hombre de negocios! Mirad, había venido con té de la VDNKh». Y él me respondió que lo utilizaría para taparme la boca y que luego apretaría con el cañón del arma para hacer sitio y poder meterme más. Me di cuenta de que no lo estaba convenciendo, y que, tan pronto como su jefe le diera luz verde, me llevaría al metro 200, me pondría de cara a los tubos y me abriría dos orificios de más en la cabeza. De acuerdo con los tratados de guerra, habría sido legal. «Qué estupidez has hecho», pensé yo. En fin, habíamos llegado al punto de control y el imbécil aquel fue a que su jefe le dijera lo que tenía que hacer. Vi al director de la estación, y de repente sentí un increíble alivio: ¡Era Pashka Fedotov, un antiguo compañero de clase! Habíamos sido amigos durante mucho tiempo después de la escuela y luego nos habíamos perdido de vista…

—¡Pero tío…! ¡Me estabas agobiando…! ¡Pensaba que ya te habrían matado! —le dijo Andrey con una sonrisa burlona, y todos los que se sentaban en torno a la hoguera del metro 450 estallaron en carcajadas.

Pyotr Andreyevich le lanzó a Andrey una mirada de cólera, pero él mismo no pudo reprimir una sonrisa. Las carcajadas resonaron por todo el túnel, y las profundidades les devolvieron un eco deformado, un gimoteo a duras penas definible, inquietante en extremo. Todos callaron al instante y escucharon.

Desde las profundidades del túnel, desde el norte, llegaban una vez más los mismos ruidos sospechosos: un roce y unos leves pasos.

Andrey, llevado por su instinto, fue el primero en reaccionar. Ordenó silencio a los demás con un gesto. Luego empuñó el fusil de asalto y se puso en pie. Le quitó lentamente el seguro, lo cargó y se alejó sigilosamente de la hoguera. Con el cuerpo pegado a la pared del túnel, se fue adentrando en la oscuridad. También Artyom se puso en pie. Se moría por ver qué criatura era a la que antes había permitido escapar, pero Andrey se volvió, irritado, y le susurró algo.

Con el arma a punto, se detuvo en el lugar donde la oscuridad se volvía impenetrable, se tendió sobre el vientre y gritó: «¡Dadme luz!»

Uno de los suyos agarró una potente linterna a pilas que los electricistas de la estación habían logrado montar con un antiguo faro de coche. Pulsó un botón, y un deslumbrante rayo de luz blanca cruzó la oscuridad. Durante un segundo, arrancó a la penumbra una silueta indistinta. Entonces, una criatura pequeña y apenas visible huyó a toda velocidad hacia el norte. Artyom no se pudo contener más, y gritó con todas sus fuerzas: «¡Dispárale de una vez! ¡Se nos va a escapar!».

Por el motivo que fuera, Andrey no disparó. Entonces se levantó también Pyotr Andreyevich, con el arma a punto, y gritó: «¡Andryusha! ¿Sigues vivo?».

Todos los que continuaban sentados en torno a la hoguera susurraron con nerviosismo. Se les oyó retirar el seguro del arma.

Finalmente, Andrey apareció a la luz de la linterna. Se estaba sacudiendo la chaqueta.

—¡Pues claro que estoy vivo! —gritó, entre risas.

—¿Qué es lo que te hace tanta gracia? —le replicó Pyotr Andreyevich.

—Que si tiene tres piernas. Que si dos cabezas. ¡Que si son mutantes! Que si los Negros vienen hacia aquí. Que si os van a apuñalar a todos. Dispara, que si no se nos escapa… Habéis armado un escándalo de mil demonios, no lo entiendo.

—¿Por qué no le has disparado? —preguntó Pyotr Andreyevich, colérico, cuando Andrey llegó a la hoguera—. Que no lo haga este chico aún lo entiendo… es joven y no ha reaccionado a tiempo. ¿Pero cómo se te ha podido escapar a ti? ¿Tú sabes lo que ocurrió en la Poleshayevskaya?

—Ajj, esa historia de la Poleshayevskaya la he oído como mínimo diez veces… ¡Era un perro! Un cachorro. Estaba intentando por segunda vez acercarse a la hoguera para disfrutar del calor y la luz. ¡Habéis estado a punto de cargároslo! ¡Sois unos torturadores de animales!

—¿Y cómo iba a saber yo que era un perro? —dijo Artyom, ofendido—. Había hecho ruidos muy extraños. Y además, por lo que he oído, los centinelas de la semana pasada encontraron por aquí una rata del tamaño de un perro. —Se estremeció—. Le metieron la mitad del cargador en el cuerpo y aun así seguía viva.

—¡Y tú te crees todos esos cuentos! Espera un momento, voy a buscar a la rata esa que dices —le replicó Andrey. Cargó con el fusil a hombros y desapareció en la oscuridad.

Al cabo de un minuto se oyó un débil silbido. Luego resonó una voz cariñosa y dulce: «Venga, ven aquí… ven, pequeño, no tengas miedo.»

Durante bastante tiempo, diez minutos quizá, Andrey siguió hablando de la misma manera, con llamadas y silbidos. Al fin, emergió nuevamente de la penumbra. Al llegar a la hoguera, sonrió, triunfante, y abrió la chaqueta. De dentro de ésta cayó un joven perrillo, tembloroso, dolorido, húmedo, insoportablemente sucio. Tenía la piel tan mugrienta que era difícil distinguir el color, los ojos muy abiertos de puro miedo, y las pequeñas orejas muy juntas. Apenas se vio en el suelo, trató de escapar, pero la robusta mano de Andrey lo agarró por el pescuezo y lo arrastró de nuevo hacia sí. Andrey le acarició la cabeza, se quitó la chaqueta y la empleó para cubrirlo.

—Este chucho maloliente necesita calor —explicó.

—Déjalo, Andryusha. Debe de estar cubierto de pulgas —dijo Pyotr

Andreyevich—. O quizá tenga gusanos. Luego pasarán a tu cuerpo y los irás dejando por toda la estación…

—Deja de rezongar, Andreyich. ¡A ver si le echas una mirada! —Andrey levantó la chaqueta y le enseñó a Pyotr Andreyevich el morro del cachorro, que seguía temblando, quizá de miedo, quizá de frío—. ¡Mírale a los ojos, Andreyich! ¡Esos ojos no pueden mentir!

Pyotr Andreyevich contempló al perro con escepticismo. Los ojos de éste miraban con angustia, ciertamente, pero también con absoluta franqueza. Pyotr Andreyevich se enterneció.

—Está bien. Siempre estos jóvenes investigadores de la Naturaleza… espera, voy a buscar algo que pueda morder —gruñó, y metió la mano en la mochila.

—Sí, hazlo. Tal vez logremos convertirlo en una bestia respetable. En un pastor alemán, por ejemplo.

Andrey acercó la chaqueta, con el perro dentro, hasta la hoguera.

—Pero ¿de dónde puede haber salido así de pronto? —preguntó uno de los suyos—. En esa dirección ya no quedan seres humanos. Solo los Negros. ¿Y desde cuándo se dedican a criar perros?

El que hablaba era un hombre demacrado, flaco, de cabello hirsuto. Hasta aquel momento les había estado escuchando en silencio. Miraba con desconfianza al animal, que empezaba a dormitar al calor de la hoguera.

—Tienes razón, Kiril —le respondió Andrey, muy serio—. Que yo sepa, los Negros no crían animales.

—Pero entonces, ¿de qué viven? ¿Qué comen? —preguntó otro, que había llegado con el grupo de Andrey, y que se rascaba ruidosamente la barbilla sin afeitar. Era un hombre alto, de anchos hombros y cuerpo vigoroso, con el cráneo rapado. Vestía una larga e imponente chaqueta de cuero, que por sí misma ya era algo fuera de lo común.

—¿Que qué comen? Todo lo que encuentran. Eso es lo que se dice. Bichos, ratas, seres humanos. No son nada difíciles de contentar. —Andrey hizo una mueca de asco.

—¿Son caníbales? —preguntó el rapado sin dar muestra alguna de sorpresa, porque ya había encontrado a antropófagos en otras ocasiones.

—Sí, son caníbales. No son seres humanos. Más bien una especie de muertos vivientes. ¡El diablo sabrá lo que son en realidad! Por suerte, no tienen armas y podemos rechazar sus ataques… al menos por el momento. Pyotr, ¿te acuerdas de que hace medio año capturamos con vida a uno?

—Sí, claro —dijo Pyotr Andreyevich—. Durante un par de semanas lo tuvimos en el bunker. No quiso beber el agua que le dábamos, y tampoco aceptó la comida. Al final, la diñó.

—¿Lo interrogasteis? —preguntó el rapado.

—No entendió ni una sola palabra de lo que le decíamos. Le hablábamos de la manera normal, y él callaba. Como si se hubiera tragado la lengua. Cuando le pegaron, tampoco habló. Le dieron algo de comer… ni una palabra. Sólo gruñía de vez en cuando. Y antes de morir aulló de tal modo que la estación entera se despertó.

Kiril habló de nuevo:

—¿Y de dónde ha salido ahora ese perro?

—El diablo lo sabrá —le respondió Andrey—. Puede ser que se les haya escapado. Tal vez fueran a comérselo. Desde allí hasta aquí hay unos dos kilómetros. Sería posible que un perro hiciese todo el camino hasta aquí, ¿verdad? O quizá perteneciera a alguien. Alguien que venía desde el norte y que ha sufrido el ataque de los Negros. Y el perro, entonces, ha escapado por su cuenta. No importa de dónde venga. Miradlo… ¿acaso os parece un monstruo? ¿Un mutante? Es un chucho maloliente, y nada más. Y el hecho mismo de que haya venido hacia nosotros demuestra que estaba domesticado. Si no, ¿para qué iba a pasarse tres horas acechando nuestra hoguera?

Kiril calló. Estaba claro que estaba sopesando los argumentos de Andrey. Entretanto, Pyotr Andreyevich había llenado la tetera con agua del bidón y preguntó:

—¿Quién quiere más té? Bebamos otra ronda. Dentro de poco va a llegar el relevo.

—¡Buena idea! Yo también beberé —dijo alegremente Andrey, y los demás también se apuntaron.

El agua hervía en la tetera. Pyotr Andreyevich sirvió a todos los que querían, y les dijo:

—¡Escuchadme! Por favor, no habléis tanto sobre los Negros. La última vez estábamos aquí sentados, y tan pronto como alguien los mencionó, vinieron arrastrándose. Otros muchachos me han contado lo mismo. Quizá fuera una casualidad. No soy supersticioso. Pero ¿quién sabe? ¿Y si resulta que se dan cuenta de que hablamos de ellos? Nuestro turno está a punto de terminar. ¿Para qué queremos que esos hijos del demonio acudan en el último momento?

—Es cierto. Quizá sería mejor que no habláramos más de ellos —dijo Artyom.

—No te dejes llevar por el pánico, muchacho —dijo Andrey—. ¡Esto no es más que un paseo!

Había intentado animar a Artyom, pero él mismo no parecía muy convencido. También sentía escalofríos con tan sólo pensar en los Negros, aunque tratara de disimularlo. Los seres humanos no le inspiraban ni el más mínimo miedo: ni los bandidos, ni los asesinos anarquistas, ni los soldados del Ejército Rojo. Pero, en cambio, sentía inquietud al pensar en aquellas criaturas, aun cuando en realidad no las temiera. Siempre que pensaba en ellas, le asaltaba una extraña incomodidad, muy distinta de la que sentía al pensar en peligros de origen humano.

Todo el mundo enmudeció. Se hizo un pesado y opresivo silencio. Se acercaron todavía más a la hoguera. Los nudosos leños crepitaban las llamas, y de vez en cuando se oía en el túnel, en la lejanía, en el norte, un rumor sordo y cavernoso, como si la red de metro de Moscú hubiera sido el vientre de un monstruo. Un murmullo que hacía que el horror fuese aún mayor.