Desde luego, es bien sabido que unas palabras dichas a la ligera pueden costar más de una vida, pero no siempre se aprecia el problema en toda su envergadura.
Por ejemplo, en el mismo momento en que Arthur dijo «Parece que tengo tremendas dificultades con mi forma de vida», un extraño agujero se abrió en el tejido del continuo espacio-tiempo y llevó sus palabras a un pasado muy remoto, por las extensiones casi infinitas del espacio, hasta una Galaxia lejana donde seres extraños y guerreros estaban al borde de una formidable batalla interestelar.
Los dos dirigentes rivales se reunían por última vez.
Un silencio temeroso cayó sobre la mesa de conferencias cuando el jefe de los vl’hurgos, resplandeciente con sus enjoyados pantalones cortos de batalla, de color negro, miró fijamente al dirigente g’gugvuntt, sentado en cuclillas frente a él entre una nube de fragantes vapores verdes, y, con un millón de bruñidos cruceros estelares, provistos de armas horribles y dispuestos a desencadenar la muerte eléctrica a su sola voz de mando, exigió a la vil criatura que retirara lo que había dicho de su madre.
La criatura se removió entre sus vapores tórridos y malsanos, y en aquel preciso momento las palabras Parece que tengo tremendas dificultades con mi forma de vida flotaron por la mesa de conferencias.
Lamentablemente, en la lengua vl’hurga aquél era el insulto más terrible que pudiera imaginarse, y no quedó otro remedio que librar una guerra horrible durante siglos.
Al cabo de unos miles de años, después de que su Galaxia quedara diezmada, se comprendió que todo el asunto había sido un lamentable error, y las dos flotas contendientes arreglaron las pocas diferencias que aún tenían con el fin de lanzar un ataque conjunto contra nuestra propia Galaxia, a la que ahora se consideraba sin sombra de duda como el origen del comentario ofensivo.
Durante miles de años más, las poderosas naves surcaron la vacía desolación del espacio y, finalmente, se lanzaron contra el primer planeta con el que se cruzaron —dio la casualidad de que era la Tierra—, donde debido a un tremendo error de bulto, toda la flota de guerra fue accidentalmente tragada por un perro pequeño.
Aquellos que estudian la compleja interrelación de causa y efecto en la historia del Universo, dicen que esa clase de cosas ocurren a todas horas, pero que somos incapaces de prevenirlas.
—Cosas de la vida —dicen.
Al cabo de un corto viaje en el aerodeslizador, Arthur y el anciano de Magrathea llegaron a una puerta. Salieron del vehículo y entraron a una sala de espera llena de mesas con tableros de cristal y premios de perspex. Casi enseguida se encendió una luz encima de la puerta del otro extremo de la habitación, y pasaron.
—¡Arthur! ¡Estás sano y salvo! —gritó una voz.
—¿Lo estoy? —dijo Arthur, bastante sorprendido—. Estupendo.
La iluminación era más bien débil y tardó un momento en ver a Ford, a Trillian y a Zaphod sentados en torno a una amplia mesa muy bien provista con platos exóticos, extrañas carnes dulces y frutas raras. Tenían los carrillos llenos.
—¿Qué os ha sucedido? —les preguntó Arthur.
—Pues nuestros anfitriones —dijo Zaphod, atacando una buena ración de tejido muscular a la plancha— nos han lanzado gases, nos han dado muchas sorpresas, se han portado de manera misteriosa y ahora nos han ofrecido una espléndida comida para resarcirnos. Toma —añadió, sacando de una fuente un trozo de carne maloliente—, come un poco de chuleta de rino vegano. Es deliciosa, si da la casualidad de que te gustan estas cosas.
—¿Anfitriones? —dijo Arthur—. ¿Qué anfitriones? Yo no veo ninguno…
—Bienvenido al almuerzo, criatura terráquea —dijo una voz suave.
Arthur miró en derredor y dio un grito súbito.
—¡Uf! —exclamó—. ¡Hay ratones encima de la mesa!
Hubo un silencio embarazoso y todo el mundo miró fijamente a Arthur.
Él estaba distraído, contemplando dos ratones blancos aposentados encima de la mesa, en algo parecido a vasos de whisky. Percibió el silencio y miró a todos.
—¡Oh! —exclamó al darse cuenta—. Lo siento, no estaba completamente preparado para…
—Permite que te presente —dijo Trillian—. Arthur, éste es el ratón Benjy.
—¡Hola! —dijo uno de los ratones. Sus bigotes rozaron un panel, que por lo visto era sensible al tacto, en la parte interna de lo que semejaba un vaso de whisky, y el vehículo se movió un poco hacia delante.
—Y éste es el ratón Frankie.
—Encantado de conocerte —dijo el otro ratón, haciendo lo mismo.
Arthur se quedó boquiabierto.
—Pero no son…
—Sí —dijo Trillian—, son los ratones que me llevé de la Tierra.
Le miró a los ojos y Arthur creyó percibir una levísima expresión de resignación.
—¿Me pasas esa fuente de megaburro arcturiano a la parrilla? —le pidió ella.
Slartibartfast tosió cortésmente.
—Humm, discúlpeme —dijo.
—Sí, gracias, Slartibartfast —dijo bruscamente el ratón Benjy—; puedes irte.
—¿Cómo? ¡Ah…, sí! Muy bien —dijo el anciano, un tanto desconcertado—. Entonces voy a seguir con algunos de mis fiordos.
—Mira, en realidad no será necesario —dijo el ratón Frankie—. Es muy probable que ya no necesitemos la nueva Tierra. —Hizo girar sus ojillos rosados—. Ahora hemos encontrado a un nativo que estuvo en ese planeta segundos antes de su destrucción.
—¡Qué! —gritó Slartibartfast, estupefacto—. ¡No lo dirá en serio! ¡Tengo preparados mil glaciares, listos para extenderlos por toda África!
—En ese caso —dijo Frankie en tono agrio—, tal vez puedas tomarte unas breves vacaciones y marcharte a esquiar antes de desmantelarlos.
—¡Irme a esquiar! —gritó el anciano—. ¡Esos glaciares son obras de arte! ¡Tienen unos contornos elegantemente esculpidos! ¡Altas cumbres de hielo, hondas y majestuosas cañadas! ¡Esquiar sobre ese noble arte sería un sacrilegio!
—Gracias, Slartibartfast —dijo Benjy en tono firme—. Eso es todo.
—Sí, señor —repuso fríamente el anciano—, muchas gracias. Bueno, adiós, terráqueo —le dijo a Arthur—, espero que se arregle tu forma de vida.
Con una breve inclinación de cabeza al resto del grupo, se dio la vuelta y salió tristemente de la habitación.
Arthur le siguió con la mirada, sin saber qué decir.
—Y ahora —dijo el ratón Benjy—, al asunto.
Ford y Zaphod chocaron las copas.
—¡Por el asunto! —Exclamaron.
—¿Cómo decís? —dijo Benjy.
—Lo siento, creí que estaba proponiendo un brindis —dijo Ford, mirando a un lado.
Los dos ratones dieron vueltas impacientes en sus vehículos de vidrio. Finalmente, se tranquilizaron y Benjy se adelantó, dirigiéndose a Arthur.
—Y ahora, criatura terráquea —le dijo—, la situación en que nos encontramos es la siguiente: como ya sabes, hemos estado más o menos rigiendo tu planeta durante los últimos diez millones de años con el fin de hallar esa detestable cosa llamada Pregunta Última.
—¿Por qué? —preguntó bruscamente Arthur.
—No; ya hemos pensado en ésa —terció Frankie—, pero no encaja con la respuesta. ¿Por qué?: Cuarenta y dos…, como ves, no cuadra.
—No —dijo Arthur—, me refiero a por qué lo habéis estado rigiendo.
—Ya entiendo —dijo Frankie—. Pues para ser crudamente francos, creo que al final sólo era por costumbre. Y el problema es más o menos éste: estamos hasta las narices de todo el asunto, y la perspectiva de volver a empezar por culpa de esos puñeteros vogones, me pone los pelos de punta, ¿comprendes lo que quiero decir? fue una verdadera suerte que Benjy y yo termináramos nuestro trabajo correspondiente y saliéramos pronto del planeta para tomarnos unas breves vacaciones; desde entonces nos las hemos arreglado para volver a Magrathea mediante los buenos oficios de tus amigos.
—Magrathea es un medio de acceso a nuestra propia dimensión —agregó Benjy.
—Desde entonces —continuó su murino compañero—, nos han ofrecido un contrato enormemente ventajoso en nuestra propia dimensión para realizar el espectáculo de entrevistas 5D y una gira de conferencias, y nos sentimos muy inclinados a aceptarlo.
—Yo lo aceptaría, ¿y tú, Ford? —se apresuró a decir Zaphod.
—Pues claro —dijo Ford—, yo lo firmaría con sumo placer.
—Pero hemos de tener un producto, ¿comprendes? —dijo Frankie—; me refiero a que, desde un punto de vista ideal, de una forma o de otra seguimos necesitando la Pregunta Última.
Zaphod se inclinó hacia Arthur y le dijo:
—Mira, si se quedan ahí sentados en el estudio con aire de estar muy tranquilos y se limitan a decir que conocen la Respuesta a la pregunta de la Vida, del Universo y de Todo, para luego admitir que en realidad es Cuarenta y dos, es probable que el espectáculo se quede bastante corto. Faltarán detalles, ¿comprendes?
—Debemos tener algo que suene bien —dijo Benjy.
—¡Algo que suene bien! —exclamó Arthur—. ¿Una Pregunta Última que suene bien? ¿Expresada por un par de ratones?
Los ratones se encresparon.
—Bueno, yo digo que sí al idealismo, sí a la dignidad de la investigación pura, sí a la búsqueda de la verdad en todas sus formas, pero me temo que se llega a un punto en que se empieza a sospechar que si existe una verdad auténtica, es que toda la infinitud multidimensional del Universo está regida, casi sin lugar a dudas, por un hatajo de locos. Y si hay que elegir entre pasarse otros diez millones de años averiguándolo, y coger el dinero y salir corriendo, a mí me vendría bien hacer ejercicio —dijo Frankie.
—Pero… —empezó a decir Arthur, desesperado.
—Oye, terráqueo —le interrumpió Zaphod—, ¿quieres entenderlo? Eres un producto de la última generación de la matriz de ese ordenador, ¿verdad?, y estabas en tu planeta en el preciso momento de su destrucción, ¿no es así?
—Humm…
—De manera que tu cerebro formaba parte orgánica de la penúltima configuración del programa del ordenador —concluyó Ford con bastante lucidez, según le pareció.
—¿De acuerdo? —preguntó Zaphod.
—Pues… —dijo Arthur en tono de duda. No tenía conciencia de haber formado parte orgánica de nada. Siempre había considerado que ése era uno de sus problemas.
—En otras palabras —dijo Benjy, acercándose a Arthur en su curioso y pequeño vehículo—, hay muchas probabilidades de que la estructura de la pregunta esté codificada en la configuración de tu cerebro; así que te lo queremos comprar.
—¿El qué, la pregunta? —preguntó Arthur.
—Sí —dijeron Ford y Trillian.
—Por un montón de dinero —sugirió Zaphod.
—No, no —repuso Frankie—, lo que queremos comprar es el cerebro.
—¡Cómo!
—Bueno, ¿quién iba a echarlo de menos? —añadió Benjy.
—Creía que podíais leer su cerebro por medios electrónicos —protestó Ford.
—Ah, sí —dijo Frankie—, pero primero tenemos que sacarlo. Tenemos que prepararlo.
—Que tratarlo —añadió Benjy—. Que cortarlo en cubitos.
—Gracias —gritó Arthur, derribando la silla y retrocediendo horrorizado hacia la puerta.
—Siempre se puede volver a poner —explicó Benjy en tono razonable—, si tú crees que es importante.
—Sí, un cerebro electrónico —dijo Frankie—; uno sencillo sería suficiente.
—¡Uno sencillo! —gimió Arthur.
—Sí —dijo Zaphod, sonriendo de pronto con una mueca perversa—, sólo tendrías que programarlo para decir: ¿Qué?, No comprendo y ¿Dónde está el té? Nadie notaría la diferencia.
—¿Cómo? —gritó Arthur, retrocediendo aún más.
—¿Entiendes lo que quiero decir? —le preguntó Zaphod, aullando de dolor por algo que le hizo Trillian en aquel momento.
—Yo notaría la diferencia —afirmó Arthur.
—No, no la notarías —le dijo el ratón Frankie—; te programaríamos para que no la notaras.
Ford se dirigió hacia la puerta.
—Escuchad, queridos amigos ratones —dijo—; me parece que no hay trato.
—A mí me parece que sí —dijeron los ratones a coro, y todo el encanto de sus vocecitas aflautadas se desvaneció en un instante. Con un débil gemido sus dos vehículos de cristal se elevaron por encima de la mesa y surcaron el aire hacia Arthur, que siguió dando tropezones hacia atrás hasta quedar arrinconado y sintiéndose incapaz de solucionar aquel problema ni de pensar en nada.
Trillian lo tomó desesperadamente del brazo y trató de arrastrarlo hacia la puerta, que Ford y Zaphod intentaban abrir con esfuerzo, pero Arthur era un peso fuerte, parecía hipnotizado por los roedores que se abalanzaban por el aire hacia él.
Trillian le dio un grito, pero él siguió con la boca abierta.
De otro empujón, Ford y Zaphod lograron abrir la puerta. Al otro lado había una cuadrilla de hombres bastante feos que, según supusieron, eran los tipos duros de Magrathea. No sólo ellos eran feos; el equipo médico que llevaban distaba mucho de ser bonito. Arremetieron contra ellos.
De ese modo, Arthur estaba a punto de que le abrieran la cabeza, Trillian no podía ayudarle y Ford y Zaphod se encontraban en un tris de ser atacados por varios bribones bastante más fuertes y mejor armados que ellos.
Con todo, tuvieron la suerte extraordinaria de que en aquel preciso momento todas las alarmas del planeta empezaron a sonar con un estruendo ensordecedor.