—¡Zaphod! ¡Despierta!
—¿Eemmmmmhhhheerrrrr?
—Venga, vamos, despierta.
—Déjame hacer una cosa que se me da bien, ¿quieres? —murmuró Zaphod, dándole la espalda a quien le hablaba y volviéndose a dormir.
—¿Quieres que te dé una patada? —le dijo Ford.
—¿Y eso te causaría mucho placer? —replicó débilmente Zaphod.
—No.
—A mí tampoco. Así que no tendría sentido. Deja de fastidiarme —Zaphod se hizo un ovillo.
—Ha recibido doble dosis de gas —dijo Trillian, mirándolo—: dos tragos.
—Y dejad de hablar —dijo Zaphod—, ya resulta bastante difícil tratar de dormir. ¿Qué pasa con el suelo? Está todo duro y frío.
—Es oro —le explicó Ford.
Con un pasmoso movimiento de ballet, Zaphod se puso en pie y empezó a otear el horizonte, porque hasta aquella línea se extendía el suelo áureo en todas direcciones, macizo y de una suavidad perfecta. Relucía como…, es imposible decir cómo relucía porque en el Universo nada existe que reluzca exactamente como un planeta de oro macizo.
—¿Quién ha puesto ahí todo eso? —gritó Zaphod, con los ojos en blanco.
—No te excites —le aconsejó Ford—. Sólo es un catálogo.
—¿Un qué?
—Un catálogo —le explicó Trillian—, una ilusión.
—¿Cómo podéis decir eso? —gritó Zaphod, cayendo a gatas y mirando fijamente al suelo.
Lo golpeó y lo raspó. Era muy sólido y muy suave y ligero, podía hacerle marcas con las uñas. Era muy rubio y brillante, y cuando respiró sobre él, su aliento se evaporó de esa manera tan extraña y especial en que el aliento se evapora sobre el oro macizo.
—Trillian y yo hace rato que recuperamos el sentido —le dijo Ford—. Gritamos y chillamos hasta que vino alguien, y luego seguimos gritando y chillando hasta que nos trajeron comida y nos introdujeron en el catálogo de planetas para tenernos ocupados hasta que estuvieran preparados para atendernos. Todo esto es una grabación en Sensocine.
Zaphod lo miró con rencor.
—¡Mierda! —exclamó—. ¿Y me despiertas de mi sueño perfecto para mostrarme el de otro?
Se sentó resoplando.
—¿Qué es esa serie de valles de allá? —preguntó.
—El contraste —le explicó Ford—. Lo hemos visto.
—No te hemos despertado antes —le dijo Trillian—. El último planeta estaba lleno de peces hasta la rodilla.
—¿Peces?
—A cierta gente le gustan las cosas más raras.
—Y antes de eso —terció Ford— tuvimos platino. Un poco soso. Pero pensamos que te gustaría ver éste.
Hacia donde mirasen, mares luminosos destellaban con una sólida llamarada.
—Muy bonito —comentó Zaphod con aire petulante.
En el cielo apareció un enorme número verde de catálogo. Osciló y cambió, y cuando volvieron a mirar, el panorama también era diferente.
—¡Uf! —dijeron a coro.
El mar era púrpura. La playa en la que se encontraban se componía de guijarros amarillos y verdes: gemas tremendamente preciosas, podría asegurarse. A lo lejos, las crestas rojas de las montañas eran suaves y onduladas. Más cerca, se levantaba una mesa de playa con un escarolado parasol malva y borlas plateadas.
En el cielo apareció un letrero enorme que sustituía al número de catálogo. Decía: Cualesquiera que sean tus gustos, Magrathea puede complacerte. No somos orgullosos.
Y quinientas mujeres completamente desnudas cayeron del cielo en paracaídas.
Al cabo de un momento la escena se desvaneció, dejándolos en una pradera primaveral llena de vacas.
—¡Uf! —exclamó Zaphod—. ¡Mis cerebros!
—¿Quieres hablar de ello? —le dijo Ford.
—Sí, muy bien —aceptó Zaphod, y los tres se sentaron ignorando las escenas que surgían y se disipaban a su alrededor.
—Esto es lo que me figuro —empezó a decir Zaphod—. Sea lo que sea lo que le ha ocurrido a mi mente, lo he conseguido. Y lo he logrado de un modo que no podrían detectar las pantallas de prueba del Gobierno. Y yo no debía saber nada al respecto. Qué locura, ¿verdad?
Los otros dos asintieron con la cabeza.
—De manera que me pregunto: ¿qué es tan secreto para que yo no pueda decirle a nadie que lo sé, ni siquiera al Gobierno Galáctico, ni a mí mismo? La respuesta es: no lo sé. Es evidente. Pero he relacionado unas cuantas cosas y empiezo a adivinar. ¿Cuándo decidí presentarme a la Presidencia? Poco después de la muerte del presidente Yooden Vranx. ¿Te acuerdas de Yooden, Ford?
—Sí —dijo Ford—, aquel sujeto que conocimos de muchachos, el capitán arcturiano. Tenía gracia. Nos dio castañas cuando asaltaste su megavión. Decía que eras el chico más impresionante que había conocido.
—¿Qué es todo eso? —preguntó Trillian.
—Historia antigua —le contestó Ford—, de cuando éramos muchachos en Betelgeuse. Los megaviones arcturianos llevaban la mayor parte de su voluminosa carga entre el Centro Galáctico y las regiones periféricas. Los exploradores comerciales de Betelgeuse descubrían los mercados y los arcturianos los abastecían. Había muchas dificultades con los piratas del espacio antes de que los aniquilaran en las guerras Dordellis, y los megaviones tenían que dotarse de los escudos defensivos más fantásticos conocidos por la ciencia galáctica. Eran naves enormes, realmente descomunales. Cuando entraban en la órbita de un planeta eclipsaban al sol.
—Un día, el joven Zaphod decidió atacar uno con una scooter de tres propulsores a chorro proyectada para trabajar en la estratosfera. No era más que un crío. Le dije que lo olvidara, que era el asunto más descabellado que había oído jamás. Yo lo acompañé en la expedición, porque había apostado un buen dinero a que no lo haría, y no quería que volviese con pruebas amañadas. ¿Y qué ocurrió? Subimos a su tripropulsor, que él había preparado convirtiéndolo en algo completamente distinto, recorrimos tres parsecs en cosa de semanas, entramos todavía no sé cómo en un megavión, avanzamos hacia el puente blandiendo pistolas de juguete y pedimos castañas. No he visto cosa más absurda. Perdí un año de dinero para gastos. ¿Y para qué? Para castañas.
—El capitán era un tipo realmente impresionante, Yooden Vranx —dijo Zaphod—. Nos dio comida, alcohol, género de las partes más extrañas de la Galaxia, y montones de castañas, por supuesto, y nos lo pasamos increíblemente bien. Luego nos teletransportó. Al ala de máxima seguridad de la cárcel estatal de Betelgeuse. Era un tipo excelente. Llegó a ser Presidente de la Galaxia.
Zaphod hizo una pausa.
En aquellos momentos, la escena que les envolvía se llenó de oscuridad. Una niebla negra se levantaba a su alrededor y unas formas pesadas se movían furtivamente entre las sombras. De cuando en cuando rasgaban el aire los ruidos que unos seres ilusorios hacían al matar a otros seres ilusorios. Es probable que a bastante gente le hubiera gustado esa clase de cosas hasta el punto de encargarlas por una suma de dinero.
—Ford —dijo Zaphod en voz baja.
—Justo antes de morir, Yooden vino a verme.
—¿Cómo? Nunca me lo has dicho.
—No.
—¿Qué te dijo? ¿Para qué fue a verte?
—Me contó lo del Corazón de Oro. La idea de que yo lo robara se le ocurrió a él.
—¿A él?
—Sí —dijo Zaphod—, y la única posibilidad de robarlo era en la ceremonia de botadura.
Ford lo miró un momento, boquiabierto de asombro, y luego soltó una estrepitosa carcajada.
—¿Quieres decirme que te presentaste a la Presidencia de la Galaxia sólo para robar esa nave?
—Eso es —admitió Zaphod, con la especie de sonrisa que hace que a mucha gente se la encierre en una habitación de paredes acolchadas.
—Pero ¿por qué? —le preguntó Ford—. ¿Por qué era tan importante poseerla?
—No lo sé —respondió Zaphod—, creo que si supiera conscientemente por qué era tan importante y para qué la necesitaba, se habría proyectado en las pantallas de las pruebas cerebrales y no las habría pasado. Creo que Yooden me contó un montón de cosas que aún siguen bloqueadas.
—De modo que crees que te hiciste un lío en tu propio cerebro como resultado de la conversación que Yooden mantuvo contigo…
—Tenía una endiablada capacidad de convicción.
—Sí, pero Zaphod, viejo amigo, es preciso que cuides de ti mismo, ¿sabes?
Zaphod se encogió de hombros.
—¿No tienes ninguna idea de las razones de todo esto? —le preguntó Ford.
Zaphod lo pensó mucho y pareció sentir dudas.
—No —dijo al fin—, me parece que no voy a permitirme descubrir ninguno de mis secretos. Sin embargo —añadió, tras pensarlo un poco más—, lo comprendo. No confiaría en mí mismo ni para escupir a una rata.
Un momento después, el último planeta del catálogo desapareció bajo sus plantas y el mundo real volvió a aparecer.
Estaban sentados en una lujosa sala de espera llena de mesas con tablero de cristal y premios de proyectos.
Un magratheano de gran talla estaba en pie delante de ellos.
—Los ratones os verán ahora —les dijo.