En la superficie de Magrathea, Arthur paseaba con aire malhumorado.
Muy atento, Ford le había dejado su ejemplar de la Guía del autoestopista galáctico para que se entretuviera con ella. Apretó unos botones al azar.
La Guía del autoestopista galáctico es un libro de redacción muy desigual, y contiene muchos pasajes que a sus redactores les pareció buena idea en su momento.
Uno de esos fragmentos (con el que se topó Arthur) relata las hipotéticas experiencias de un tal Veet Voojagig, un joven y tranquilo estudiante de la Universidad de Maximegalón que llevaba una brillante carrera académica estudiando filología antigua, ética generativa y la teoría de la onda armónica de la percepción histórica, y que luego, tras una noche que pasó bebiendo detonadores gargáricos pangalácticos con Zaphod Beeblebrox, se fue obsesionando cada vez más con el problema de lo que había pasado con todos los otros que había comprado durante los últimos años.
A ello siguió un largo período de investigaciones laboriosas durante el cual visitó todos los centros importantes de pérdidas de bolis por toda la galaxia y que concluyó con una pequeña y original teoría que, en su momento, prendió en la imaginación del público. Decía que en alguna parte del cosmos, junto a todos los planetas habitados por humanoides, reptiloides, ictioides, arboroides ambulantes y matices superinteligentes del color azul, existía también un planeta enteramente poblado por seres bolioides. Y hacia él se dirigirían los bolis desatendidos, deslizándose suavemente por agujeros de gusanos en el espacio hacia un mundo donde eran conscientes de disfrutar de una forma de vida exclusivamente bolioide que respondía a altos estímulos boli-orientados y que generalmente conducían al equivalente bolioide de la buena vida.
En cuanto a teoría, pareció estupenda y simpática hasta que Veet Voojagig afirmó de repente que había encontrado ese planeta y había trabajado como conductor de un automóvil lujoso para una familia de vulgares retráctiles verdes, que después lo prendieron, lo encerraron, y después de que él escribiera un libro, finalmente lo enviaron al exilio tributario, que es destino normalmente reservado para aquellos que se deciden a hacer el ridículo en público.
Un día se envió una expedición a las coordenadas espaciales donde Voojagig había afirmado que se encontraba su planeta, y solamente se descubrió un asteroide pequeño habitado por un anciano solitario que declaró repetidas veces que nada era verdad, aunque más tarde se averiguó que mentía.
Sin embargo, dos cuestiones siguieron sin aclararse: los misteriosos 60.000 dólares altairianos que se depositaban anualmente en su cuenta bancaria de Brantisvogan, y, por supuesto, el negocio de bolis de segunda mano que tan rentable le resultaba a Zaphod Beeblebrox.
Tras leer esto, Arthur dejó el libro.
El robot seguía sentado en el mismo sitio, completamente inerte.
Arthur se levantó y se acercó a la cima del cráter. Paseó por el borde. Contempló una magnífica puesta de dos soles en el cielo de Magrathea.
Volvió a bajar al cráter. Despertó al robot, porque era mejor hablar con un robot maníaco-depresivo que con nadie.
—Se está haciendo de noche —dijo—. Mira, robot, están saliendo las estrellas.
Desde las profundidades de una nebulosa oscura sólo pueden verse muy débilmente unas pocas estrellas, pero allí se distinguían con claridad.
Obediente, el robot las miró y luego apartó los ojos.
—Lo sé —dijo—. Detestable, ¿verdad?
—¡Pero ese crepúsculo! Nunca he visto nada igual ni en mis sueños más demenciales… ¡dos soles! Como montañas de fuego fundiéndose en el espacio.
—Lo he visto —dijo Marvin—, es una necedad.
—En nuestro planeta sólo teníamos un sol —insistió Arthur—, soy de un planeta llamado Tierra, ¿sabes?
—Lo sé —dijo Marvin—, no paras de hablar de ello. Me suena horriblemente.
—¡Oh, no!, era un sitio precioso.
—¿Tenía océanos? —inquirió Marvin.
—Claro que sí —dijo Arthur, suspirando—, enormes y agitados océanos azules…
—No soporto los océanos —dijo Marvin.
—Dime, ¿te llevas bien con otros robots? —le preguntó Arthur.
—Los odio —respondió Marvin—. ¿Adónde vas?
Arthur no podía aguantar más. Volvió a levantarse.
—Me parece que voy a dar otro paseo —dijo.
—No te lo reprocho —repuso Marvin, contando quinientos noventa y siete mil millones de ovejas antes de volver a dormirse un segundo después.
Arthur se palmeó los brazos para estimularse la circulación y sentir un poco más de entusiasmo por su tarea. Con pasos pesados, volvió a la pared del cráter.
Como la atmósfera era muy tenue y no había luna, la noche caía con mucha rapidez y en aquellos momentos ya estaba muy oscuro. Debido a todo ello, Arthur prácticamente chocó con el anciano antes de verlo.