13

Marvin caminaba pesadamente por el pasillo, sin dejar de lamentarse.

—…y luego, claro, tengo este horrible dolor en todos los diodos del lado izquierdo…

—¡No! —repuso Arthur en tono tétrico, caminando a su lado—. ¿De veras?

—Sí, de veras —prosiguió Marvin—. He pedido que me los cambien, pero nadie me hace caso.

—Me lo figuro.

Ford emitía vagos silbidos y canturreos, sin dejar de repetirse a sí mismo:

—Vaya, vaya, vaya, Zaphod Beeblebrox…

Marvin se detuvo de pronto y alzó una mano.

—Ya sabes lo que ha pasado, ¿verdad?

—No, ¿qué? —dijo Arthur, que no quería saberlo.

—Hemos llegado a otra puerta de ésas.

A un costado del pasillo había una puerta corredera. Marvin la miró con recelo.

—Bueno —dijo Ford, impaciente—, ¿pasamos?

¿Pasamos? —le imitó Marvin—. Sí, ésta es la entrada al puente. Me han ordenado que os lleve allí. No me extrañaría que fuese la exigencia más elevada que puedan hacer en cuanto a capacidad intelectual.

Lentamente, con enorme desprecio, cruzó el umbral como un cazador que se acercara cautelosamente a su presa. La puerta se abrió de pronto.

Gracias —dijo ésta—, por hacer muy feliz a una sencilla puerta.

En lo más profundo del tórax de Marvin rechinaron algunos mecanismos.

—Es curioso —entonó lúgubremente—; cuando crees que la vida no puede ser más dura, empeora de repente.

Se agachó para pasar y dejó a Ford y a Arthur mirándose el uno al otro y encogiéndose de hombros. Al otro lado de la puerta, volvieron a oír la voz de Marvin.

—Supongo que querréis ver ahora a los extraños —dijo—. ¿Queréis que me siente en un rincón y me oxide, o sólo que me caiga en pedazos aquí mismo?

—Sí, pero tráelos, ¿quieres, Marvin? —dijo otra voz. Arthur miró a Ford y se sorprendió al verle reír.

—¿Qué…?

—Chsss —dijo Ford—, vamos adentro.

Cruzó el umbral y entró en el puente.

Arthur lo siguió nervioso, y se sorprendió al ver a un hombre reclinado en un sillón con los pies sobre una consola de mandos y hurgándose los dientes de la cabeza derecha con la mano izquierda. La cabeza derecha parecía enteramente enfrascada en la tarea, pero la izquierda sonreía con una mueca amplia, tranquila e indiferente. La serie de cosas que Arthur no podía creer que estaba viendo era grande. Se le aflojó la mandíbula y se quedó con la boca abierta durante un rato.

Aquel hombre extraño saludó a Ford con un gesto perezoso y, con una sorprendente afectación de indiferencia, dijo:

—¿Qué hay, Ford, cómo estás? Me alegro de que pudieras colarte.

A Ford no iban a ganarle en aplomo.

—Me alegro de verte, Zaphod —dijo, arrastrando las palabras—. Tienes buen aspecto, y el brazo extra te sienta bien. Has robado una bonita nave.

Arthur lo miraba con los ojos en blanco.

—¿Es que conoces a ese tipo? —le preguntó aturdido, señalando a Zaphod.

—¡Que si lo conozco! —exclamó Ford—. Es…

Hizo una pausa y decidió hacer las presentaciones al revés.

—¡Ah, Zaphod!, éste es un amigo mío, Arthur Dent. Lo salvé cuando su planeta saltó por los aires.

—Muy bien —dijo Zaphod—. ¿Qué hay, Arthur? Me alegro de que te salvaras.

Su cabeza derecha se volvió con indiferencia, dijo «¿Qué hay?», y siguió con la tarea de que le limpiaran los dientes.

—Arthur —continuó Ford—, éste es un medio primo mío, Zaphod Bee…

—Nos conocemos —dijo Arthur en tono brusco.

Cuando uno va por la carretera por el carril de la izquierda y pasa perezosamente a unos cuantos coches veloces sintiéndose muy contento consigo mismo, y entonces, por accidente, cambia uno de cuarta a primera en vez de a tercera, haciendo que el motor salte por la capota armando un lío bastante desagradable, se suele perder la serenidad casi de la misma manera en que Ford Prefect la perdió al oír semejante afirmación.

—Hmmm… ¿qué? —dijo.

—He dicho que nos conocemos.

Zaphod sufrió una brusca sacudida de sorpresa y se pinchó una encía.

—Oye…, hmmm, ¿nos conocemos? Oye… hmmm…

Ford miró a Arthur con un destello de ira en los ojos. Ahora que sentía terreno familiar bajo sus plantas, empezó a lamentar de pronto el haber cargado con aquel primitivo ignorante que sabía tanto de los asuntos de la Galaxia como un mosquito de Ilford de la vida en Pekín.

—¿Qué quieres decir con que os conocéis? —inquirió—. Éste es Zaphod Beeblebrox, de Betelgeuse Cinco, ¿te enteras? y no un imbécil Martin Smith, de Croydon.

—Me trae sin cuidado —dijo Arthur en tono frío—. Nos conocemos, ¿verdad, Zaphod Beeblebrox?, ¿o debería decir… Phil?

—¡Cómo! —gritó Ford.

—Tendrás que recordármelo —dijo Zaphod—. Tengo una horrible memoria para las especies.

—Fue en una fiesta —prosiguió Arthur.

—¿Sí?, pues lo dudo —repuso Zaphod.

—¡Déjalo ya, Arthur! —le ordenó Ford.

Pero Arthur no se desanimó.

—En una fiesta, hace seis meses. En la Tierra…, Inglaterra…

Zaphod meneó la cabeza, sonriendo con los labios apretados.

—En Londres —continuó Arthur—, en Islington.

—¡Ah! —dijo Zaphod, sintiéndose culpable y dando un respingo—. Esa fiesta.

Aquello no le sonaba nada bien a Ford. Miró una y otra vez a Arthur y a Zaphod.

—¿Cómo? —le dijo a Zaphod—. ¿No querrás decir que has estado en ese desgraciado planetilla, igual que yo?

—No, claro que no —replicó animadamente Zaphod—. Quizá me haya dejado caer brevemente por allí, ya sabes, de camino a alguna parte…

—¡Pero yo me quedé quince años atascado allí!

—Pues te aseguro que yo no lo sabía.

—Pero ¿qué fuiste a hacer allí?

—A dar una vuelta, ya sabes.

—Se coló en una fiesta —dijo Arthur, temblando de ira—, en una fiesta de disfraces…

—Eso tenía que ser, ¿verdad? —apuntó Ford.

—En esa fiesta —insistió Arthur— había una chica…, pero bueno, eso ya no tiene importancia. De cualquier modo, todo se ha esfumado…

—Me gustaría que dejaras de lamentarte por ese condenado planeta —dijo Ford.

—¿Quién era esa chica?

—Pues una chica. Está bien, de acuerdo, no me fue muy bien con ella. Estuve intentándolo toda la tarde. ¡Es que era algo serio! Guapa, encantadora, de una inteligencia apabullante…; al fin conseguí acapararla un poco y le estaba dando conversación cuando apareció este amigo tuyo diciendo: Hola, encanto, ¿te está aburriendo este tipo? Entonces, ¿por qué no hablas conmigo? Soy de otro planeta. No volví a verla más.

—¡Zaphod! —exclamó Ford.

—Sí —dijo Arthur, lanzándole una mirada iracunda y tratando de no sentirse ridículo—. Sólo tenía dos brazos y una cabeza, y se hacía llamar Phil, pero…

—Pero debes admitir que realmente era de otro planeta —dijo Trillian, dejándose ver al otro extremo del puente.

Dedicó a Arthur una agradable sonrisa que le cayó como una tonelada de ladrillos, y luego volvió a atender a los mandos de la nave.

Hubo unos segundos de silencio, y luego, del confuso revoltijo que había en la mente de Arthur, salieron unas palabras.

—¡Tricia McMillan! —dijo—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Lo mismo que tú —respondió ella—. Me han recogido. Al fin y al cabo, ¿qué otra cosa podía hacer con una licenciatura en Matemáticas y otra en Astrofísica? Era esto, o volver los lunes a la cola del subsidio de paro.

—Infinito menos uno —parloteó el ordenador—, terminada la suma de Improbabilidad.

Zaphod lo miró; luego dirigió la vista a Ford, a Arthur y, finalmente, a Trillian.

—Trillian —dijo—, ¿va a ocurrir esta clase de cosas siempre que empleemos la Energía de Improbabilidad?

—Me temo que es muy probable —respondió ella.