Un ordenador parloteaba alarmado consigo mismo al darse cuenta de que una escotilla neumática se abrió y se cerró sola sin razón aparente.
En realidad, ello se debía a que la Razón había salido a comer.
Un agujero acababa de aparecer en la galaxia. Era exactamente una insignificancia que duró un segundo, una nadería de veintitrés milímetros de ancho y de muchos millones de años-luz de extremo a extremo.
Al cerrarse, montones de sombreros de papel y de globos de fiesta cayeron y se esparcieron por el universo. Un equipo de analistas de mercado, de dos metros y diecisiete centímetros de estatura, cayeron y murieron, en parte por asfixia y en parte por la sorpresa.
Doscientos treinta y nueve mil huevos poco fritos cayeron a su vez, materializándose en un enorme montón tembloroso en la tierra de Poghril, que sufría el azote del hambre, en el sistema de Pansel.
Toda la tribu de Poghril había muerto de hambre salvo el último de sus miembros, un hombre que murió por envenenamiento de colesterol unas semanas más tarde.
La nada de un segundo por la cual se abrió el agujero, rebotó hacia atrás y hacia delante en el tiempo de forma enteramente increíble. En alguna parte del pasado más remoto, traumatizó seriamente a un pequeño y azaroso grupo de átomos que vagaban por el estéril vacío del espacio, haciendo que se fundieran en unas figuras sumamente improbables. Tales figuras aprendieron rápidamente a reproducirse a sí mismas (eso era lo más extraordinario de dichas figuras) y continuaron causando una confusión enorme en todos los planetas por los que pasaban a la deriva. Así es como empezó la vida en el Universo.
Cinco Torbellinos Contingentes provocaron violentos remolinos de sinrazón y vomitaron una acera.
En la acera yacían Ford Prefect y Arthur Dent, jadeantes como peces medio muertos.
—Ahí lo tienes —masculló Ford, luchando por agarrarse con un dedo a la acera, que viajaba a toda velocidad por el Tercer Tramo de lo Desconocido—, ya te dije que se me ocurriría algo.
—Pues claro —comentó Arthur—, naturalmente.
—He tenido la brillante idea —explicó Ford— de encontrar a una nave que pasaba y hacer que nos rescatara.
El auténtico universo se perdía bajo ellos, en un arco vertiginoso. Varios universos fingidos pasaban rápidamente a su lado como cabras monteses. Estalló la luz original, lanzando salpicaduras de espacio-tiempo como trocitos de crema de queso. El tiempo floreció, la materia se contrajo. El mayor número primo se aglutinó en silencio en un rincón y se ocultó para siempre.
—¡Vamos, déjalo! —dijo Arthur—. Las probabilidades en contra eran astronómicas.
—No protestes. Ha dado resultado —le recordó Ford.
—¿En qué clase de nave estamos? —preguntó Arthur mientras el abismo de la eternidad se abría a sus pies.
—No lo sé —dijo Ford—, todavía no he abierto los ojos.
—Ni yo tampoco —dijo Arthur.
El Universo dio un salto, quedó paralizado, trepidó y se expandió en varias direcciones inesperadas.
Arthur y Ford abrieron los ojos y miraron en torno con enorme sorpresa.
—¡Santo Dios! —exclamó Arthur—. ¡Si parece la costa de Southend!
—Oye, me alegro de que digas eso —dijo Ford.
—¿Por qué?
—Porque pensé que me estaba volviendo loco.
—A lo mejor lo estás. Quizá sólo hayas pensado que lo dije.
Ford consideró esa posibilidad.
—Bueno, ¿lo has dicho o no lo has dicho? —inquirió.
—Creo que sí —dijo Arthur.
—Pues tal vez nos estemos volviendo locos los dos.
—Sí —admitió Arthur—. Si lo pensamos bien, tenemos que estar locos para pensar que eso es Southend.
—Bueno, ¿crees que es Southend?
—Claro que sí.
—Yo también.
—En ese caso, debemos estar locos.
—No es mal día para estarlo.
—Sí —dijo un loco que pasaba por allí.
—¿Quién era ése? —preguntó Arthur.
—¿Quién? ¿Ese hombre de las cinco cabezas y el matorral de saúco plagado de arenques?
—Sí.
—No lo sé. Cualquiera.
—Ah.
Se sentaron los dos en la acera y con cierta inquietud observaron cómo unos niños grandísimos brincaban pesadamente por la playa y miles de caballos salvajes cruzaban horrísonos el cielo llevando repuestos de barandillas reforzadas a las Zonas Inciertas.
—¿Sabes una cosa? —dijo Arthur tosiendo ligeramente—; si esto es Southend, hay algo muy raro…
—¿Te refieres a que el mar está inmóvil como una roca y los edificios fluyen de un lado para otro? —dijo Ford.
—Sí, a mí también me ha parecido raro. En realidad —prosiguió mientras el Southend se partía con un enorme crujido en seis segmentos iguales que danzaron y giraron entre ellos hasta aturdirse en corros lujuriantes y licenciosos—, pasa algo absolutamente rarísimo.
Un rumor ululante y enloquecido de gaitas y violines pasó agostando el viento, rosquillas calientes saltaron de la carretera a diez peniques la pieza, el cielo descargó una tempestad de peces horrendos y Arthur y Ford decidieron darse a la fuga.
Se precipitaron entre densas murallas de sonido, montañas de ideas arcaicas, valles de música ambiental, malas sesiones de zapatos, fútiles murciélagos y, súbitamente, oyeron la voz de una muchacha.
Parecía una voz muy sensible, pero lo único que dijo fue:
—Dos elevado a cien mil contra uno, y disminuyendo.
Y eso fue todo.
Ford resbaló en un rayo de luz y dio vueltas de un lado para otro tratando de encontrar el origen de la voz, pero no pudo ver nada en lo que pudiera creer seriamente.
—¿Qué era esa voz? —gritó Arthur.
—No lo sé —aulló Ford—, no lo sé. Parecía un cálculo de probabilidades.
—¡Probabilidades! ¿Qué quieres decir?
—Probabilidades; ya sabes, como dos a uno, tres a uno, cinco contra cuatro. Ha dicho dos elevado a cien mil contra uno. Eso es algo muy improbable, ¿sabes?
Una tina de cuatro millones de litros de natillas se puso verticalmente encima de ellos sin aviso previo.
—Pero ¿qué quiere decir eso? —chilló Arthur.
—¿El qué, las natillas?
—¡No, el cálculo de probabilidades!
—No lo sé. No sé nada de eso. Creo que estamos en una especie de nave.
—No puedo menos de suponer —dijo Arthur— que éste no es un departamento de primera clase.
En la urdimbre del espacio-tiempo empezaron a surgir protuberancias. Feos y enormes bultos.
—Auuuurrrgghhh… —exclamó Arthur al sentir que su cuerpo se ablandaba y se arqueaba en direcciones insólitas—. El Southend parece que se está fundiendo… las estrellas se arremolinan…, ventarrones de polvo… las piernas se me van con el crepúsculo… y el brazo izquierdo también se me sale. —Se le ocurrió una idea aterradora y añadió—: ¡Demonios!, ¿cómo voy a utilizar ahora mi reloj de lectura directa?
Miró desesperado a su alrededor, buscando a Ford.
—Ford —le dijo—, te estás convirtiendo en un pingüino. Déjalo.
De nuevo oyeron la voz.
—Dos elevado a setenta y cinco mil contra uno, y disminuyendo.
Ford chapoteó en su charca describiendo un círculo furioso.
—¡Eh! ¿Quién es usted? —graznó como un pato—. ¿Dónde está? Dígame lo que pasa y si hay algún medio de pararlo.
—Tranquilícese, por favor —dijo la voz en tono amable, como la azafata de un avión al que sólo le queda un ala y uno de cuyos motores está incendiado—, están ustedes completamente a salvo.
—¡Pero no se trata de eso! —bramó Ford—. Sino de que ahora soy un pingüino completamente a salvo, y de que mi compañero se está quedando rápidamente sin extremidades.
—Está bien, ya las he recuperado —anunció Arthur.
—Dos elevado a cincuenta mil contra uno, y disminuyendo —dijo la voz.
—Reconozco —dijo Arthur— que son más largas de lo que me gustan, pero…
—¿Hay algo —chilló Ford como un pájaro furioso— que crea que debe decirnos?
La voz carraspeó. Un petit four gigantesco brincó en la lejanía.
—Bienvenidos a la nave espacial Corazón de Oro —dijo la voz.
Y la voz prosiguió:
—Por favor, no se alarmen por nada que oigan o vean a su alrededor. Seguramente sentirán ciertos efectos nocivos al principio, pues han sido rescatados de una muerte cierta a una escala de improbabilidad de dos elevado a doscientos setenta y seis mil contra uno; y quizás más alta. Viajamos ahora a una escala de dos elevado a veinticinco mil contra uno y disminuyendo, y recuperaremos la normalidad en cuanto estemos seguros de lo que es normal. Gracias. Dos elevado a veinte mil contra uno y disminuyendo.
Se calló la voz.
Ford y Arthur se encontraron en un pequeño cubículo luminoso de color rosa.
Ford estaba frenéticamente exaltado.
—¡Arthur! —exclamó—. ¡Esto es fantástico! ¡Nos ha recogido una nave propulsada por la Energía de la Improbabilidad infinita! ¡Es increíble! ¡Ya había oído rumores sobre eso! ¡Todos fueron desmentidos oficialmente, pero deben haberlo conseguido! ¡Han logrado la Energía de la Improbabilidad! Arthur, esto es… ¿Arthur? ¿Qué ocurre?
Arthur se había echado contra la puerta del cubículo tratando de mantenerla cerrada, pero no ajustaba bien. Pequeñas manitas peludas con los dedos manchados de tinta se colaban por las grietas; débiles vocecitas parloteaban locamente.
Arthur alzó la vista.
—¡Ford! —Exclamó—. Afuera hay un número infinito de monos que quieren hablarnos de un guión de Hamlet que han elaborado ellos mismos.