En los remotos e inexplorados confines del arcaico extremo occidental de la Espiral de la Galaxia, brilla un pequeño y despreciable sol amarillento.
En su órbita, a una distancia aproximada de ciento cincuenta millones de kilómetros gira un pequeño planeta totalmente insignificante de color azul verdoso, cuyos pobladores, descendientes de los simios, son tan asombrosamente primitivos que aún creen que los relojes digitales son de muy buen gusto.
Ese planeta tiene o, mejor dicho, tenía el problema siguiente: la mayoría de sus habitantes eran desdichados durante casi todo el tiempo.
Muchas soluciones se sugirieron para tal problema, pero la mayor parte de ellas se referían principalmente a los movimientos de unos papelitos verdes; cosa extraña, ya que los papelitos verdes no eran precisamente quienes se sentían desdichados.
De manera que persistió el problema; muchos eran mezquinos, y la mayoría se sentían desgraciados, incluso los que poseían relojes digitales.
Cada vez eran más los que pensaban que, en primer lugar, habían cometido un grave error al bajar de los árboles. Y algunos afirmaban que lo de los árboles había sido una equivocación, y que nadie debería haber salido de los océanos.
Y entonces, un jueves, casi dos mil años después de que clavaran a un hombre a un árbol por decir que, para variar, sería estupendo portarse bien con los demás, una muchacha sentada sola en un pequeño bar de Rickmansworth comprendió de pronto qué había ido mal hasta entonces, y supo por fin cómo el mundo podría convertirse en un lugar agradable y feliz. Esta vez era cierto, daría resultado, y no habría que clavar a nadie a ningún sitio.
Lamentablemente, sin embargo, antes de que pudiera llamar por teléfono para contárselo a alguien, ocurrió una catástrofe terrible y estúpida y la idea se perdió para siempre.
Ésta no es la historia de la muchacha.
Sino la de aquella catástrofe terrible y estúpida, y la de algunas de sus consecuencias.
También es la historia de un libro, titulado Guía del autoestopista galáctico; no se trata de un libro terrestre, pues nunca se publicó en la Tierra y, hasta que ocurrió la terrible catástrofe, ningún terrestre lo vio ni oyó hablar de él.
No obstante, es un libro absolutamente notable.
En realidad, probablemente se trate del libro más notable que jamás publicaran las grandes compañías editoras de la Osa Menor, de las cuales tampoco ha oído hablar terrestre alguno.
Y no sólo es un libro absolutamente notable, sino que también ha tenido un éxito enorme: es más famoso que las Obras escogidas sobre el cuidado del hogar espacial, más vendido que las Otras cincuenta y tres cosas que hacer en gravedad cero, y más polémico que la trilogía de devastadora fuerza filosófica de Oolon Colluphid En qué se equivocó Dios, Otros grandes errores de Dios y Pero ¿quién es ese tal Dios?
En muchas de las civilizaciones más tranquilas del margen oriental exterior de la galaxia, la Guía del autoestopista ya ha sustituido a la gran Enciclopedia galáctica como la fuente reconocida de todo el conocimiento y la sabiduría, porque si bien incurre en muchas omisiones y contiene abundantes hechos de autenticidad dudosa, supera a la segunda obra, más antigua y prosaica, en dos aspectos importantes.
En primer lugar, es un poco más barata; y luego, grabada en la portada con simpáticas letras grandes, ostenta la leyenda: NO SE ASUSTE.
Pero la historia de aquel jueves terrible y estúpido, la narración de sus consecuencias extraordinarias y el relato de cómo tales consecuencias están indisolublemente entrelazadas con ese libro notable, comienza de manera muy sencilla.
Empieza con una casa.