9
El suplicio del héroe
En cuanto hubo oscurecido Giscón y sus cuatro arévacos se deslizaron desde la cara este, protegidos por la penumbra. No hacían ruido, cualquier crujido quedaba amortiguado entre la algarabía del campamento.
Los dos primeros guardias, sentados en sus promontorios mientras el tedio de las horas aturdía sus sentidos, cayeron doblados sobre sí mismos cuando unos cortos rejones les atravesaron el cuello. Al tercero lo distrajeron con ruidos hasta que, intrigado, se agachó tras una jara y encontró la muerte. El último paseaba por el borde de la loma, ajeno a la escabechina, dando pataditas a los guijarros que encontraba al paso. Tenía la tez oscura y se cubría con un turbante como los hombres del desierto africano. Sus ojos brillaban en la noche. Pensaba, alternativamente, en volver a su tierra cargado de botín, violar entretanto unas cuantas mujeres, formar una gran familia o en robar algo valioso y que abultara poco para asegurarse el regreso. Pero no pudo ir más allá de sus últimos deseos. Un cíngulo de piel de cabra rodeó su garganta hasta hacerse insoportable, anegándole la respiración, obligando a sus manos a agarrar el cintajo mientras dejaba el cuerpo cautivo, a merced de su asaltante. Cayó hacia atrás, con los ojos muy abiertos en un gesto de extrañeza. La luna, que acababa de salir, se reflejó en sus pupilas sorprendidas antes de volverse opacas.
Fueron dos los arévacos que consiguieron acercarse hasta la tienda, donde el cabo de vela reflejaba el frenesí del caudillo moviéndose a un lado y otro. Uno más esperaba bajo los chopos del ribazo sujetando el testuz de un caballo oscuro, al que habían embozado con una talega de avena que lo mantenía ocupado sin relinchos de ansiedad que delataran la operación. Giscón observaba desde una roca con el cuarto de sus hombres, para cubrir la retirada distrayendo a posibles perseguidores.
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Los sonidos del campo al atardecer cubrían por poniente la batahola del campamento púnico, su excitación ante el aroma de los asados que en premio les ofrecía su general y ellos correspondían con cantos exultantes en honor de Cartago. Los gritos beodos y las carcajadas se enroscaban al aire, crecían hasta disolverse entre el humo de las fogatas para volver a empezar.
Istolacio, abrumado, escuchaba con aprensión la algarabía hasta que el pesar le hizo caer al suelo de hinojos, sollozando en silencio. La naturaleza, a su alrededor, parecía regodearse en el festín de la libertad, mostrando que la vida seguía existiendo. En las copas de los árboles, cientos de estorninos anunciaban su llegada con aleteo sombrío y tal vez se llamaran unos a otros, las parejas, los hermanos, los miembros de un clan, con aquel piar incesante y sobreexcitado. En las aguas del riachuelo las carpas saltaban para atrapar insectos, golpeando con su lomo la oscura espalda del agua. Las hojas de los álamos se movían al compás de la brisa nocturna provocando el susurro del aire. Cantaban el cuco y la oropéndola, las urracas esparcían su áspero croar y los cuclillos taladraban la madera de los troncos con dedicación de artesanos. Todos mezclándose con armonía, en un lenguaje superior que cantaba las preces de la buena vida, ajenos al dolor de Istolacio aunque amortiguara su desolador sentimiento de fracaso humano. Todos despidiendo al unísono la agonía de un atardecer demasiado largo, atravesado por desgarrones malva y destellos de luz anaranjada.
El caudillo celta, con la respiración entrecortada, aún de rodillas y los puños contra el suelo, trataba de contener su insoportable dolor. No conseguía recordar la última vez que había llorado. Los guerreros celtas no debían mostrar sus lágrimas una vez que les salía la barba y él, consciente de ser espejo de jóvenes y ejemplo para todos, había aprendido a tragarlas hacia dentro en los momentos difíciles, cuando le tocaba enterrar a alguno de sus valiosos generales o cuando le atacaba la desazón que le roía el alma en la soledad del lecho.
Esta vez, sin embargo, era distinto; no había soledad en su angustia ni abandono en el dolor que le doblaba el cuerpo; se sabía acompañado en el pensamiento por sus devotos, querido hasta el delirio. Era precisamente aquel sentimiento lo que torturaba la fibra delicada de su espíritu. Él, preso, alejado de sus hombres, caído en desgracia por impericia o exceso de confianza, por haber fallado en lo que debía ser su cometido esencial.
Un nuevo quejido le sacudió el cuerpo, obligándole a esconder la cara entre las manos para sujetar su llanto desbocado. Así rendido, derrumbado en la postura lamentable de los suplicantes, sintió lástima de sí mismo. Y esta sensación desconocida, que le acercaba al común de los mortales, cálida como el abrazo de una madre, consiguió aliviar su tortura y proporcionarle sosiego, devolverle la compostura hasta quedar sentado en el suelo, las manos colgando sobre las rodillas y la cabeza hundida, como un luchador de palestra que hubiese perdido su lance. La anochecida era fresca, pero en su frente brotaba un sudor continuo que le empapaba la cabellera. Las mandíbulas flojas, el jadeo del pecho reflejaban el combate espiritual de aquel cuerpo admirable.
Quiso pensar, una vez más, en qué había fallado de forma tan calamitosa para tratar de corregirse para el futuro, como si aquel estado fuera pasajero, cuando justo delante de él, levantando el faldón que rozaba el suelo, apareció una cara con el dedo índice sobre los labios exhortando a la discreción de movimientos y el silencio absoluto.
Al caudillo se le iluminó la cara.
La diosa se había apiadado de su angustia y venía a socorrerlo. La pesadilla tocaba a su fin.
Como era de esperar, los devotos habían hecho bien su trabajo. Sólo le extrañó que el joven que hacía gestos para que le acompañara no fuera alguno de sus fieles más conocidos, uno de los tríplices consagrados con los que guardaba una relación especial y que habían renovado hasta tres veces el juramento a Atecina. Tal vez el arévaco Giscón hubiese tomado la iniciativa —Istolacio conocía bien la mentalidad guerrera de los arévacos— y aquel muchacho rubiasco que ya le tomaba por el brazo con delicadeza fuera uno de sus guerreros.
El régulo no erraba en el tino de sus razonamientos. Sin embargo, la excesiva confianza en la mediación de la diosa celta distorsionaba su comprensión de la realidad. Tampoco sus años, aún escasos para la madurez de un general, le habían dado suficiente desconfianza y prudencia como para pensar que lo que parecía fácil evasión podía ser trampa mortal urdida por otra inteligencia meramente terrenal, sin aporte divino, pero ducha en argucias para conseguir sus propósitos y gozarse en ellos.
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Al sonido de las aves y los peces le había sucedido el canto de los grillos y el croar de las ranas que acompañaban la noche. El caudillo y su guía atravesaron gateando el faldón y salieron al exterior. De pronto, sin que supieran de dónde venía, un estruendo de trompetas truncó la quietud y el sigilo de los asaltantes.
Los dos arévacos que esperaban agazapados junto al cercado levantaron la vista y pudieron atisbar cascos emplumados al borde de la loma.
¡Oficiales púnicos!
Detrás de ellos venía una muchedumbre de soldados con hachones y antorchas, tantas que iluminaban la noche.
Por distintos lados aparecieron grupos que avanzaban hacia el cercado de los prisioneros, golpeando el suelo con sus lanzas, lanzando el grito de guerra a Baal como si fueran a entrar en combate, seguramente ebrios y desde luego avisados y distribuidos por una mano rectora que había vuelto a engañar a los ingenuos celtíberos.
No había nada que hacer.
Estaban rodeados, atrapados en un intento de fuga tan evidente como imposible, expuestos al desquite de sus enemigos y por completo inermes. Istolacio se irguió limpiándose el rostro con la manga de su túnica y permaneció de pie con el rostro endurecido; el joven arévaco quedó tras él, de rodillas, con la boca abierta y los ojos desorbitados.
Cuando estaban a la distancia del grito de un hombre, la muchedumbre del cerro paró ocupando toda la colina. Un pasillo flanqueado por lanzas y escudos levantados dio paso a un grupo de jefes ricamente ataviados. El brillo de las antorchas arrancaba destellos en sus diademas y brazaletes, mientras guiaban a sus caballerías hacia los lados de la formación y se apostaban por delante de los infantes, los ojos bordeados por una línea negra que daba un aire feroz a sus miradas, ansiosos por contemplar la orgía de degradación de un enemigo.
En último lugar, precedido por una cohorte de esclavos que agitaban abanicos de avestruz e incensarios que escupían su humareda amarillenta, venía un hombre, si es que así podía calificarse aquella extraña aparición, sobre un corcel blanco con el porte de un rey y aires de mago. Tenía el mentón levantado y un rostro imperturbable cubierto de surcos y profusamente maquillado. Llevaba la barba recortada en punta, untada en óleo, y un alto bonete cuajado de pedrería. Sus manos ensortijadas descansaban sobre el pomo de la montura mientras el cuerpo se dejaba mecer al compás del delicado equino, embriagado entre la bruma de incienso. Junto a él cabalgaba un joven de aspecto distinguido con el cabello a la griega, la cara limpia de afeites y barbas y vestido con austeridad.
—¡A-mel-khart! ¡A-mel-khart!
«Rayo de la Guerra», «Hijo de Melkhart», «Padre de la Patria». Los hombres gritaban consignas y alabanzas, mientras el joven Asdrúbal sonreía a todos pues su suegro, el general invicto, no se dignaba mirar a nadie.
Atónito, Giscón observaba los movimientos desde la roca en que se había apostado sin acabar de creer lo que estaba sucediendo. Aún pensaba que podía tratarse de algún ritual de los cartagineses, una ceremonia de noche o algo así, que coincidía desastrosamente con sus planes. Pero ¿por qué demonios el régulo se quedaba de pie, arriesgándose a que lo vieran desde arriba?
Sus dudas se disiparon, cuando vio dirigirse hacia él a los escuadrones que se acercaban por los flancos. Desesperado, apretó las manos contra la roca y bajó la cabeza golpeando la frente contra la piedra repetidas veces.
Los púnicos rodearon al caudillo en un círculo de tres filas que dejaba una abertura hacia la colina donde se encontraba Amílkar. En aquel momento, él comenzó a descender con su séquito a caballo y dos escuadrones de soldados a pie. A medida que iba acercándose, Istolacio pudo distinguir su rostro arrugado y las mil irisaciones de sus alhajas. No apartó el caudillo la vista de sus ojos, ni cuando se paró a doce pasos de él y se inclinó hacia delante como si quisiera observarlo mejor.
—Así que creías que un tosco celtíbero como tú iba a engañar al Rayo de la Guerra, ¿verdad, estúpido?
Istolacio guardó silencio.
Amílkar se fue acercando más hasta que el belfo del caballo rozó la cara del caudillo.
—Ahora ya no respondes, ¿eh? El silencio de los cobardes te atenaza, ya no eres más que un fugitivo que ha sido descubierto. ¿Dónde ha quedado tu honor, spanio? ¿En la letrina, tal vez?
A medida que hablaba cubriendo de imprecaciones al prisionero, Amílkar se encendía, alimentaba su rabia con el rostro enrojecido en un acceso de ira que presagiaba uno de esos paroxismos que tanto temían sus capitanes y a los que se entregaba con furor criminal en un instinto que se complacía en destruir, domeñar, hacer sufrir y humillar a su oponente.
Aquel joven caudillo representaba el espejo de lo que a él ya se le escapaba: el vigor, la belleza del cuerpo, la adoración de la tropa, la dignidad en cualquier circunstancia.
Tenía que pagar por ello.
El caballo del sufete, imbuido de la agitación de su amo, caracoleaba alrededor del jefe celta. Las cintas de cuero tachonadas de espejuelos, que colgaban de la gualdrapa de su montura, golpearon las piernas del rehén.
—¡Habla, maldita sea! ¡Defiéndete!
Una mezcla de desprecio y contención en el gesto pétreo del guerrero celta, inmune a la humillación, fue la única respuesta, el colmo del desafío que acabó por atizar la sed nunca apagada en el espíritu vengativo de Amílkar.
Alumbrado por el fuego de las antorchas que resaltaban su aspecto maléfico, reflejado el resplandor infernal en sus ojos africanos inyectados en sangre, Amílkar sacó del costado un látigo con empuñadura de plata cuyas tiras estaban rematadas por pequeñas bolas de estaño. Dos zurriagazos restallaron sobre el pecho y los hombros del caudillo sin que este siquiera cerrara los ojos. Un murmullo de placer recorrió las filas púnicas. El cartaginés tomó el instrumento en sentido contrario para sujetar el mentón de Istolacio y contemplarle el rostro con sonrisa retadora, pero cuando el caudillo notó la empuñadura bajo su barbilla, escupió el látigo. Al sufete se le heló la sonrisa y fue tanta la violencia con que descargó los dos siguientes latigazos que su caballo se encabritó asustado levantando sus patas delanteras hasta casi tirarlo. Dos servidores corrieron a sujetarlo.
Con lentitud premeditada hizo por bajarse del caballo, rechazando el escabel que se apresuraron a ofrecerle para apoyar el pie. Ya tenía a su prisionero frente a frente. A un gesto airado suyo, dos corpulentos nubios negros como el ébano sujetaron los brazos de Istolacio y los amarraron con cuerda a su espalda.
—Arrodilladlo.
Uno le puso un pie en la corva izquierda, el otro le dio un empujón en los hombros. El caudillo cayó de bruces, pero se enderezó hasta quedar de rodillas. Los cabellos cubrían su cara como un sudario que quisiera preservar la humillación de su estado. Ese era el momento preferido por Amílkar. Nada como tener un joven guerrero celta del norte a sus pies, rendido con gallardía, para desatar sus más bajos instintos de dominio. Su piel clara marcada por el látigo, la musculatura en tensión y el afán por mantenerse erguido, excitaban el placer del castigo.
De nuevo acercó el pomo al rostro del condenado para apartarle el cabello y contemplar sus ojos. La mirada clara de Istolacio, digna y cargada de resentimiento, fue peor que el escupitajo.
Amílkar retrocedió dos pasos acariciando el látigo.
—Respeté tu vida y tú has querido traicionarme. No eres más que un pobre salvaje que ha tenido la osadía de desafiar el poder de Cartago. Vas a tener el final que mereces, perro, pero antes quiero oírte suplicar.
Los chasquidos del látigo restallaron en el aire antes de vulnerar el cuerpo de Istolacio. El caudillo cerró los ojos para soportar la vorágine de latigazos y puntapiés sin que de su boca saliera un solo gemido. Amílkar mascullaba amenazas e insultos mientras daba vueltas alrededor del mártir buscando cubrir todas las partes del cuerpo, zaherirle los costados, el vientre y hasta el pubis, buscando quebrar su voluntad.
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No pudo la fiereza del cartaginés contra la resistencia del celta, para quien la vida ya no era sino recuerdo, un lento abandono que le hacía invulnerable, duro como el granito, imposible de romper sólo a fuerza de latigazos. El caudillo soportaba la andanada de golpes y latigazos como si su cuerpo no estuviera allí, los mechones de pelo cubriéndole el rostro, tapando su dolor, velando la vergüenza que ahogaba cualquier gemido. De rodillas, las manos entrelazadas con fuerza para tensar los músculos del torso, comenzó a cantar un himno celta de alabanza a Lug. Su voz apenas era audible pero consiguió desquiciar por completo la rabia de su verdugo.
No lograba Amílkar su deseo de verlo humillado, pidiendo clemencia. Sólo consiguió que aquel cuerpo de proporciones perfectas, trabajado con perseverancia y tratado con delicadeza hasta entonces, se fuera convirtiendo en un guiñapo sanguinolento. La venenosa admiración que le había causado al verlo se había trocado en afán de destrucción, ciego afán por sacrificarlo en una lenta y dolorosa expiación.
El sufete fue aumentando el vigor y el ritmo de los latigazos. Era tanta su entrega al castigo, la ansiedad que impulsaba su arrebato, que jadeaba y sudaba, descomponiendo su habitual rigidez. Algunos hombres apartaron la mirada; aquello se estaba convirtiendo en un espectáculo bochornoso, de obscena impunidad. Asdrúbal, que había contemplado la escena con creciente inquietud, se acercó hasta él y lo tomó con cuidado por los hombros.
—Padre mío, descansad, os lo ruego. El rebelde ya ha sido castigado, pero debe morir como un guerrero. Mi señor, calmaos…
Amílkar se dejó hacer y su brazo cayó inerme sobre el costado. Por un momento miró a su yerno como si no supiera quién era, luego a la multitud de soldados que lo contemplaban con caras de asombro y gestos de repulsa. Después fijó su vista en el caudillo, que yacía derrumbado y sin sentido entre sangre manchada de polvo. Al cabo de unos momentos que parecieron interminables, volvió sus ojos hacia Asdrúbal mientras balbucía palabras de desconsuelo y arrepentimiento.
Finalmente, allí, delante de todos, se echó a llorar. Asdrúbal lo abrazó como pudo sujetándolo. No era la primera vez que el sufete se dejaba llevar por sus insanos instintos en público para caer de inmediato en un estado de total abatimiento.
—Volvamos a vuestro aposento, mi señor. Allí podréis tomar un baño y descansar. Vamos, apoyaos en mí.