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Giscón el Temerario

—Y ahora, ¿qué vamos a hacer?

Asio, el hermano menor de Giscón, preguntó queriendo ocultar su contrariedad y el malestar que le causaba quedarse con los derrotados en una situación incierta, aunque en su tono insolente se adivinaban perfectamente sus sentimientos.

—Me emboscaré para seguir a los púnicos y ver qué hacen con el caudillo. Tengo que encontrar la forma de rescatarlo.

—Pero eso es una locura, Gisco, ellos son muchísimos y lo tendrán…

Giscón interrumpió a su hermano.

—Cállate, Asio. No te metas en esto. Eres demasiado joven para participar en las decisiones del ejército.

—¿Qué ejército? Estamos vencidos y dispersos. Indortas se va a negociar con las tribus. Aquí quedaremos muy pocos. Sí, ya lo sé, soy joven para opinar, pero me parece que en este momento tengo más sentido común que tú.

—¡Basta, Asio! ¡Silencio! Me llamo Giscón por el general cartaginés con el que mi padre hizo un pacto de sangre y cuya amistad conservó hasta su muerte. No pienso defraudar a ninguno de los dos.

Los hombres que los rodeaban sonreían mirándose unos a otros ante el atrevimiento del hermano, que había levantado su voz sin ocultar su enfado, algunos haciendo gestos de resignación como si estuvieran de acuerdo con lo que decía.

Queriendo calmar, el jefe arévaco tomó por el brazo a su hermano y anduvo con él unos pasos hasta quedarse a solas, mientras le hablaba con dulzura, tratando de que entrara en razón.

—Asio, comprendo que quieras irte a casa, pero yo soy un guerrero. El pacto con Istolacio me obliga a intentar liberarlo, y además deseo hacerlo. No puedes discutir mis órdenes delante de los soldados, ¿lo comprendes, verdad?

Giscón le cogió por la barbilla y levantó su rostro.

—¿Lo comprendes?

—Sí.

—Muy bien. Escucha. Yo debo quedarme, así lo exige mi honor, pero tú puedes irte. Dejaré que uno de los hombres te acompañe para que vuelvas a casa con Ásquilo.

Asio hacía surcos en la arena con un pie, mientras una lágrima se deslizaba sobre la mejilla derecha.

—No, me quedo contigo. Se lo prometí a madre. Alguien tiene que cuidarte.

Giscón abrazó a aquel hermanillo que el destino le había regalado. En el fondo, admiraba que fuera tan testarudo. Y se sentía orgulloso de su voluntad de quedarse.

Montaron un campamento con los restos que fueron encontrando y aquel mismo día, por la noche, los capitanes eligieron una escuadrilla de cinco hombres entre los exploradores más avezados, con el fin de conocer el paradero del caudillo y las condiciones en las que lo mantenían preso.

Dos días después, los hombres estaban de vuelta excitados y optimistas.

—Los cartagineses han establecido un campamento base a cinco leguas de aquí. Van a quedarse un tiempo porque han construido fraguas y hemos visto apilar montones de espadas y escudos para ser reparados. También nos hemos enterado de que han pedido grano y víveres en los poblados para permanecer al menos un mes.

—¿Y nuestro caudillo? ¿Cómo se encuentra?

—El régulo Istolacio está aislado en una tienda grande, plantada en la cara oeste del campamento y protegida por un cercado de piedras, no muy alto. Hemos visto cuatro vigías, pero pueden ser más. No parece que le hagan demasiado caso. A los rehenes no hemos podido localizarlos, pero creemos que los están utilizando para acarrear piedras y cavar zanjas.

Decenas de guerreros se fueron agrupando en el claro del bosque que habían elegido para celebrar las asambleas y llevar a cabo los ritos. En el centro, sobre dos pilares hechos con secciones de grandes troncos, habían levantado el ara de los juramentos con una losa de piedra que encontraron en los alrededores. Andaban todos calibrando qué hacer, consultándose unos y otros, cuando Giscón se acercó al ara, puso su mano sobre ella y habló a los congregados:

—Solicito vuestra conformidad para ser yo quien acuda a intentar el rescate del caudillo. Vendrán conmigo cinco de mis fieles arévacos y no descansaremos hasta traer de vuelta, sano y salvo, al jefe Istolacio.

Un murmullo de admiración se alzó entre los congregados. Entre las voces también pudo distinguirse la del ambicioso Antulo, siempre dispuesto a destacar y crear disensiones.

—Hemos de ser nosotros, gente de su tribu. Nos corresponde ese honor.

Unos cuantos guerreros se arremolinaron en torno suyo apoyando sus palabras. Bráculo alzó la voz y pidió calma.

—Haya paz, hermanos. No permitamos que las rencillas rompan la armonía ni debiliten nuestra voluntad de conseguir el objetivo. Liberar a nuestro caudillo es en este momento la tarea esencial. Personalmente, agradezco el ofrecimiento del noble Giscón: hace honor a la fama y el arrojo del pueblo arévaco que tanto nos ha ayudado. La operación necesita precisión y habilidad para dejar fuera de combate a los guardianes sin hacer ruido ni levantar sospechas. Nuestros hermanos arévacos son duchos y rápidos. Dejemos que sean ellos quienes vayan por delante, dando así satisfacción al príncipe celtíbero que ha unido su destino al nuestro mediante el pacto con la diosa y muestra tanta decisión en acometer su primera hazaña como devoto.

El argumento calló las voces discrepantes. Varios capitanes mostraron su apoyo afirmando con la cabeza.

—¿Estamos de acuerdo? —Bráculo erguía su venablo con la insignia de general al mando en la punta.

—Lo estamos —decenas de gargantas respondieron al unísono.

—¡Compañeros! ¡Alzo mi espada por el príncipe Giscón y el pueblo arévaco!

—¡Por Giscón y los arévacos!

—Hermanos devotos, ¡gloria y virtud a nuestro caudillo Istolacio!

—¡Gloria y virtud a Istolacio!

Las voces atravesaron el ramaje del bosque, acariciando las hojas hasta elevarse más allá de las copas de los árboles.

‡ ‡ ‡

Avanzaban como garduñas, sigilosos, mirando a los lados, con los pies protegidos por pieles de conejo. Los cuatro arévacos que acompañaban a Giscón eran de su edad y conocían todos sus gestos desde niños. De cuando en cuando se paraban tras los troncos más gruesos para recuperar el resuello y la concentración. Su técnica era pura disciplina ya que los púnicos estaban aún lejos y ellos podrían haber ido a cuerpo y hasta cantando, pero su duro entrenamiento exigía mantener la cautela, cultivar el silencio y mimetizarse con el paisaje lo más posible. Incluso llevaban tiznada la cara con pasta terrosa de color ocre.

El resto de guerreros celtas al mando de Bráculo los seguían a una distancia de media legua tratando, ellos también, de pasar inadvertidos. La espesura del sotobosque los protegía y la estación primaveral, sin ramas secas ni polvo y con el suelo mullido por la hierba, ayudaba.

Salieron de madrugada y cuando el sol llegó a su cénit tuvieron ya indicios de la cercanía de los cartagineses. La avanzadilla de Giscón y los suyos podía escuchar el fragor lejano del campamento, los golpes acompasados de las fraguas, voces, balidos de las cabras y ovejas requisadas y los relinchos de los caballos durante su entrenamiento diario. Los púnicos no descuidaban el cuidado de sus equinos, portentosos ejemplares seleccionados entre los más resistentes que debían acostumbrarse al entrechocar de espadas y el griterío sin salir de estampida.

Mediada la tarde, los cinco rastreadores arévacos pudieron apreciar la extensión del campamento enemigo.

Habían ocupado un cerro achatado y sin vegetación, donde se distinguía una tienda enorme que debía ser la de Amílkar. A su alrededor habían dispuesto otras de menor tamaño rematadas con gallardetes de los Barca que debían pertenecer a los capitanes. Un ara sacrificial se asomaba al borde del promontorio, dominando el valle por el que discurría un río no muy ancho, salpicado de álamos y sauces. Varios puentes de maderos y piedras cruzaban la corriente. Los guerreros ocupaban ambas orillas, hasta las faldas de los cerros cercanos. Aquí y allá se podía ver el humo de fogatas que anunciaban la hora de la colación vespertina.

Las fraguas, los hornos de pan, los puestos de los guarnicioneros y herradores, ocupaban el extremo oriental de aquel poblado trashumante, cerca del río, junto a los apriscos en los que se guardaba por la noche el ganado ovino y los cerdos que ahora ramoneaban por las laderas o se internaban en el monte cercano buscando bellotas, guiados por los porqueros.

Justo al lado opuesto se hallaba el recinto de los prisioneros. Sobre una loma también achatada, pero menos alta que el cerro de los jefes, los cartagineses habían encerrado al caudillo y los rehenes, separados entre sí por una empalizada de cañizo y aislados del resto por medio de distintos muros de piedra y zanjas poco profundas. Justo en el borde de levante había una hilera de chopos altos y puntiagudos que los protegía la vista desde el cerro, una circunstancia propicia para intentar una escaramuza cuando cayera la noche.

‡ ‡ ‡

Los cirros rojizos del atardecer habían dado paso al malva que anunciaba la llegada de la noche. Un rehén celta asignado para asistir al régulo entró en la tienda con la mayor discreción que pudo, encendió la lámpara de aceite que descansaba en un taburete junto al lecho y dejó al lado una escudilla con un caldo humeante que olía a grasa de cordero.

Istolacio no se inmutó, dio las gracias al muchacho y siguió de pie en el mismo lugar, los brazos cruzados, una mano sujetando el mentón, tratando de pensar algo constructivo. Para lograrlo sólo podía hacer una cosa: recordar. Escrutar el pasado, refrescar la memoria, hacer que su vida entera desfilara por el cedazo de su mente, desmenuzarla hasta conseguir encontrar algún indicio de esta patética derrota.

¿Qué le había traicionado?

¿La ambición?

¿El exceso de confianza?

¿Acaso no debía ser el arrojo, virtud del caudillo, o las altas miras su empeño más noble?

Tenía la inquietante sensación de que algo había fallado desde el principio. Tal vez se hubiera sobrevalorado o, aún peor, tal vez había menospreciado el poder de Amílkar, su capacidad estratégica.

Istolacio se vio a sí mismo engañado por la excesiva adoración de sus devotos, ciego por tanto ensalzamiento.

Nadie discutía sus órdenes, tampoco Indortas, siempre proclive a exigir a los demás. Desde que su padre murió junto a los principales jefes de su tribu en la feroz batalla que libraron contra los bastetanos, él asumió la sagrada tarea de dirigir a su pueblo. Tenía sólo diecinueve años y ya no hubo otra cosa en su vida. Recibió apoyos, sí, quizá demasiados. Las primeras victorias le hicieron ganar una fama de invencible que él sabía frágil pero alimentaba como herramienta de persuasión. Supo administrar justicia y sus sentencias ecuánimes reforzaron el sentimiento de gratitud por parte de los más desfavorecidos, pero también de ancianos, mujeres y hombres justos. No pudo compartir las alegrías de sus compañeros jóvenes que recorrían los poblados durante las fiestas del mes florido en francachelas continuas, bebiendo agua de fuego, cantando, aporreando tambores y buscando mozas. No se les hubiera ocurrido proponerle semejante cosa. Se convirtió en la viva imagen de la integridad. Dedicaba sus horas al estudio y al ejercicio físico. Una espesa cortina de respeto se formó a su alrededor impidiendo cualquier relación personal relajada, como si fuera un monarca oriental recluido en su palacio. No formó su propia familia ni tuvo maestros que lo trataran con amor y condescendencia. Sólo Indortas consiguió romper la barrera cuando, tras un alarde de valor en una batalla en la que le salvó la vida, formó el núcleo de los devotos. La tropa aclamó a Indortas y él devolvió el gesto nombrándole régulo heredero, subordinado aunque igual, una diarquía de hecho pero siempre supeditada a la condición de caudillo que los dioses habían cargado sobre sus hombros.

Desde aquel día se alivió su tensión en el mando.

¿Tal vez demasiado?

En ocasiones había dejado actuar a Indortas, que era más impulsivo que él, o se había dejado arrastrar por su entusiasmo sin medir del todo las consecuencias. ¿Cuándo le hizo creer que podrían vencer a Amílkar? ¿O es que su propia vanidad era tanta que le resultaba imposible pensar que había sido él mismo quién decidió plantar cara al sufete, espoleado por las bravuconadas de los devotos y una excesiva estima de sus posibilidades? No tuvo información suficiente de las últimas remesas del ejército púnico reclutado a la fuerza y que suponía varios miles. No pensó en sus corazas metálicas ni en el poder devastador de los paquidermos. No debió confiar… Y sin embargo, ¡qué diablos!, ¿cómo iban a calibrar cuando el enemigo entra en tu casa y se lleva lo que quiere? ¿Cómo pararse a pensar ante el secuestro de la libertad?

Lo único que importó el día que levantaron sus espadas en la asamblea de los jefes fue el valor, la determinación de todos. Conocían el terreno, tenían sus temibles falcatas y las mejores jabalinas, caballos bien entrenados y sobre todo, razón.

‡ ‡ ‡

Istolacio se debatía entre argumentos contrarios tratando de encontrar una fuga en su planteamiento estratégico, un fallo que pudiera justificar la derrota, sin poder admitir que había sido simplemente eso, una derrota en el juego feroz de la guerra. Tal vez si hubiera llovido, los elefantes no hubieran podido desplazarse con agilidad ni los arqueros hubieran tenido tantas posibilidades. Para el caudillo celta, la derrota era un plato demasiado amargo que nunca había probado y que era totalmente incapaz de asimilar.

Paseando furiosamente por el angosto espacio, dando patadas al catre a cada vuelta para tratar de frenar la desazón, no pudo darse cuenta de que unas figuras agazapadas rodeaban la tienda y tomaban posiciones, después de haber liquidado limpiamente y sin un solo grito a los cuatro guardianes.