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Rehén de su gloria

No valieron tácticas contra la superioridad de las armas cartaginesas, nada pudo contener las oleadas de tropas de refresco que de continuo aparecían en la batalla ni hubo suficientes spanios para hacerles frente. Por más que Indortas trató de agrupar a los oretanos y vetones que formaban el segundo cuerpo para lanzarlos contra los arqueros nubios, sus esfuerzos resultaron vanos. Los hombres huían despavoridos ante la presencia de los elefantes y las nubes de flechas que llovían del cielo. Muchos eran cazados en su desordenada carrera.

Un grupo de capitanes recomendó a Istolacio refugiarse en los montes próximos pero el caudillo, tajante, se negó. Al contrario, viendo cómo sus huestes eran batidas en todos los frentes, redoblaba sus esfuerzos, hería cuantos mercenarios alcanzaba con la larga espada que le regaló el Gran Druida de Hibernia el día de su consagración como caudillo.

Cualquier intento resultaba estéril, se agotaba antes de producir algún efecto favorable. La estratagema púnica de utilizar una doble táctica, primero en cuña y luego en tenaza, acabó dando los mejores resultados, destrozando los intentos celtíberos de llevar la iniciativa al tiempo que causaba una constante sangría entre sus filas a medida que fue avanzando el día.

Cuando el sol estaba a punto de dejarse engullir por el horizonte, dando por concluida aquella jornada aciaga para los spanios, el desánimo entre la tropa de Istolacio era tal que algunos clanes, o lo que quedaba de ellos, trepaban las laderas cercanas al valle para perderse por los montes de los alrededores.

Otros se rendían abiertamente.

Un escuadrón mandado por Amílkar consiguió cercar la guardia que rodeaba al caudillo. La lucha cesó como por ensalmo. Un silencio espeso se apoderó del momento mientras, a paso lento y lanza en ristre, los jinetes cartagineses avanzaban en círculo hasta quedar a pocos pasos del grupo de devotos a pie que, unidos como un torque con los brazos entrelazados y blandiendo en cada mano una lanza, protegían con su cuerpo al régulo y su caballería.

La intención era moverse con él, dentro del anillo, hasta encontrar una fuga en el terreno por donde pudiera espolear su caballo y huir, quedándose ellos como barrera humana para sus perseguidores.

No parecía probable, sin embargo, esa estrategia. La cohorte púnica que los acorralaba era más numerosa de lo que pareció en principio. A los jinetes se habían unido varios centenares de infantes que caminaban de espaldas a las caballerías, protegidos con escudos y sujetando las jabalinas hacia el exterior del gran círculo, impidiendo no sólo salir al caballo de Istolacio sino que cualquier tropa de auxilio pudiera franquear la imponente barrera en torno a él.

El caudillo intentó tranquilizarlos, que encararan la situación sin sobresaltos. Quiso aliviar su angustia aunque la rabia traicionó sus propósitos revelando la cruda realidad.

—Calma, quedaos quietos. Estamos rodeados y tenemos que comportarnos con dignidad. Nada que puedan hacer estos canallas podrá empeorar nuestro fracaso.

‡ ‡ ‡

Indortas y Giscón observaban el movimiento desde una posición lejana, en la que aún se luchaba. Bráculo, que estaba con ellos, les prohibió acudir en su ayuda.

—Ya es bastante tragedia lo que está ocurriendo. No arriesguéis también vuestras personas. Esperemos.

Indortas quiso protestar y hasta hizo amagos de espolear su caballo, pero Bráculo, poniendo su insignia de general en la punta de su espada y alzándola sobre su cabeza, dio una orden tronante a sus oficiales.

—¡Sujetadlo!

Dos soldados se lanzaron contra el caballo que había empezado su carrera, hasta que lo detuvieron en seco. Rápidamente, varios capitanes se acercaron hasta el joven régulo. Con toda la delicadeza de la que fueron capaces, pero con firmeza le agarraron por brazos y piernas y consiguieron descabalgarlo y mantenerlo quieto. Indortas finalmente se dejó hacer y quedó sentado en el suelo con el rostro entre las manos. Lloraba desconsoladamente.

Bráculo ordenó en voz baja a su heraldo que hiciera sonar el carnyx para que cesara la lucha en aquel lugar de la batalla. Uno tras otro, los toques de cese de las hostilidades se fueron repitiendo como un eco por los distintos focos de combate. El gemido de las tubas, como si expresara ya la agonía de la derrota, se superpuso a los gritos anulando cualquier resistencia, haciendo enmudecer las imprecaciones de quienes querían aguantar. Todos miraban al centro de las hostilidades, pendientes de lo que sucedía en torno a Istolacio, allá en el extremo sur del campo de batalla.

Un espeso anillo de cartagineses parecía querer ahogar al caudillo, pero los púnicos no atacaban, incluso los que cabalgaban en primera fila llevaban sus armas con la guardia bajada. Los devotos, con los ojos muy abiertos y los brazos tensos, no sabían qué hacer. Istolacio callaba. Erguido en su caballo cubierto de espuma, buscaba con mirada melancólica la figura del maldito africano que se había cruzado en su destino para imponer su ambición y humillarle.

No tardó en descubrirlo.

Una fila de jinetes se abrió paso frente a él, con los gallardetes de los Barca marcando los límites de la apretada comitiva. En el centro, con cimera negra de tejón rematada por una larga crin de caballo, sobresalía el casco de bronce y oro del sufete. A su alrededor, diez de sus más notables capitanes, y a su derecha el joven general Asdrúbal, de quien Istolacio había oído elogios por la nobleza con que era capaz de cumplir pactos y respetar alianzas.

Ya podía verlo.

Amílkar tenía la mirada grave y porte de monarca. Sus ojos oscuros, que parecían mirar desde una profundidad infernal, escrutaban con parsimonia mientras su mente galopaba a la velocidad del rayo. Vestía ropa deslumbrante: una túnica bordada con hilos de plata que hacía difícil la penetración de una lanza, ancho cinturón de piel de elefante guarnecido de piedras preciosas, muñequeras del mismo material, capa de seda teñida de púrpura cuyo color nacarado despedía destellos con el sol, botas de piel de camella recién parida y una pequeña coraza hecha con cuero de jabalí, repujada, sujeta a los hombros por correajes y ceñida en los costados con cintas flexibles de gamuza.

Al llegar junto al círculo de devotos hizo un leve gesto de su mano y sus hombres dejaron que se acercase varios pasos más, hasta que su figura quedó recortada entre la muchedumbre que venía con él. Apoyando sus manos sobre el pomo de la montura, el sufete enfrentó sus ojos a los de Istolacio observándolo casi con incredulidad, preguntándose qué tendría aquel joven semidesnudo para que sus hombres ofrecieran el pecho antes de dejarlo matar, cuánto carisma de jefe y convicción de guerrero poseía para arrastrar a un ejército a una acción tan desesperada y creer que podía vencerlo a él, el poderoso Rayo de la Guerra.

Casi como un padre que afea la conducta de un hijo, Amílkar se dirigió a él.

—¿Por qué te has rebelado? ¿Es que tu ambición no daba reposo a tu seso que debió advertirte? ¿No sabes que nadie puede enfrentarse a mí sin sufrir las consecuencias?

Antes de que el intérprete tradujera sus palabras al celtíbero, Istolacio respondió en griego. Conocía lo suficiente el idioma fenicio como para entender las palabras de su enemigo.

—Si el deseo de libertad es ambición, así es. Cuando la tierra de los antepasados la invade una multitud hostil que con engaños y amenazas esquilma sus riquezas, el guerrero sabe cuál es su deber. Las consecuencias de enfrentarse a ti no pueden ser peores que las de ser tu esclavo.

—Nadie te ha pedido que lo fueras —respondió Amílkar malhumorado, también en griego—. ¿Es que no podías vivir en paz, pactando con Cartago, como lo hicieron esos antepasados tuyos con los míos de Tiro y Sidón?

—No es pacto lo que se obtiene a la fuerza.

Amílkar se quedó mirándolo. Era insolente porque sentía la razón de su parte, no se humillaba ni en aquel momento en que debía estar rogando por su vida de hinojos. Le sostenía la mirada no con la altivez de un petulante sino con orgullo de raza, sabedor que su mundo era perfecto y que cualquiera que intentara alterarlo se convertía en su enemigo. Era evidente que se trataba de un príncipe cultivado que hablaba griego con exactitud y sabía expresar sus pensamientos. Y además, y aquello le dolía de verdad, era hermoso como un dios.

—Bien, basta de charla. Si rindes tu ejército, sofocas la rebelión entre tus hombres y te avienes a mis condiciones, respetaré tu vida y la de los tuyos. Si no lo haces seréis todos sacrificados, vuestras familias diezmadas y los campos y ciudades arrasados.

—Me has derrotado, sufete. ¿Para qué quieres mi rendición? Si lo que buscas es que cese la lucha, sea, pero no me pidas que me arrepienta ni que mis hombres dejen de sentir lo que están sintiendo.

—De acuerdo, caudillo, te diré lo que quiero. Acércate.

Istolacio rogó a sus devotos que lo dejaran pasar. Como ellos se resistían y alguno hasta gritaba consignas con su nombre, desmontó del caballo. Así, a pie, entre abrazos, palmadas en la espalda y caras largas se fue abriendo paso.

Frente al torvo general cartaginés, con los puños apretados y la mirada retadora, sabiendo que sus fieles estaban detrás esperando cualquier movimiento hostil para lanzarse contra quien se atreviera a atentar contra su vida, el caudillo era la viva imagen del héroe que se sacrifica por un ideal.

A Amílkar le resultaba insoportable aquella visión desafiante y seductora. Le hubiera gustado ahorrarse ese trago, pero su mente ya había trazado una estratagema en la que el caudillo celta podía ser una valiosa pieza del escenario. Otro general menos experimentado que él y con menos astucia política —se dijo a sí mismo— hubiera cedido a la tentación de liberar al joven idealista, escarmentar al rebelde carismático o ejecutarlo para acabar con su amenaza. El sufete se refrenó, aunque le hubiera complacido hundirle su espada allí mismo y contemplar los estertores de la muerte en su rostro de príncipe ibérico.

Lentamente, avanzó unos pasos con su caballo hasta quedar al costado de Istolacio.

—Serás mi prisionero. Vendrán contigo treinta rehenes principales de cada una de las tribus que te han apoyado. Mandarás a tu andá Indortas para que hable con los jefes de las tribus y les haga sellar conmigo una nueva alianza. Que cuente a tu madre y a sus hermanas que Amílkar respeta la vida de quienes se rebelan contra él cuando entran en razón.

A Istolacio le sorprendió el conocimiento del sufete sobre su familia y la de Indortas. No sabía que una de las bazas políticas del cartaginés era estar puntualmente informado sobre la situación personal de sus enemigos. Eso le permitía jugar con ventaja a la hora de ofrecer pactos, encender rivalidades y establecer garantías basadas en la vida de los seres queridos.

No había alternativa. La mención a las mujeres hizo demasiado real la amenaza sobre campos y ciudades.

Istolacio no había probado hasta entonces la sequedad de la derrota. Por mucho que hubiera pensado en ello durante los últimos meses, desde que decidió plantar cara a la opresión cartaginesa, se encontraba como ausente, ajeno a un escenario que le resultaba impuesto, artificial. Sólo quedaba cumplir los trámites de la derrota con la mayor dignidad posible y salvando lo que se pudiera. Aunque fuera a costa de sí mismo. Su pasión por el caudillaje, perfectamente alimentada por la devoción de sus fieles y la confianza de los jefes tribales, acababa de morir en este día nefasto. Incluso el ansia de vivir había desaparecido como la flor del espino tras una tormenta de granizo.

‡ ‡ ‡

El caudillo bajó la cabeza y asintió mirando al suelo. Amílkar le dio una hora para reunir los rehenes e informar a Indortas. Mientras lo dejaba vigilado por una centuria de nubios fuertes como gladiadores, él se retiró a su tienda, levantada en poco tiempo por varias decenas de esclavos, para purificarse y revestir sus ornamentos de pontífice. Un altar de piedra había sido erigido ya en el cerro más próximo para ofrecer sacrificios de gratitud a Baal y ejecutar los ritos al dios de la guerra y la diosa de los infiernos.

Indortas recibió la noticia de la rendición con aparente frialdad. En las palabras textuales de Istolacio, que el emisario le transmitió, había una consigna de resistir, esperar tiempos mejores. Como la vida del caudillo parecía estar a salvo, aceptó lo que se le pedía aunque le desgarrara el alma.

—A ver, repíteme sus palabras.

El emisario volvió a pronunciar lentamente lo que parecía un testamento.

—Noble Indortas, hemos sido derrotados y yo mismo soy prisionero del sufete de Cartago. Amílkar exige treinta rehenes entre los primogénitos de los linajes y tu concurso para negociar paces y alianzas con las tribus. Hazlo, te lo suplico. El futuro de nuestras familias, tierras y ciudades está en juego. Acepta, hermano mío, el destino riguroso con el que prueba nuestra templanza el padre Lug. Todo volverá a su ser, imparable como la primavera en los bosques. La esperanza descansa en tu fervor a prueba de derrotas y el renacer espiritual de nuestro pueblo, que nunca podrá ser domeñado.

No hubo dificultad en elegir los guerreros que debían acompañar a Istolacio como cautivos hasta que las paces quedaran selladas. Se presentaron tantos voluntarios que Indortas decidió respetar los derechos de primogenitura o veteranía, primando a los solteros sobre los casados y entre estos a quienes no tuvieran a su cargo una madre viuda o hermanos pequeños. Fueron seleccionados veinte que enseguida se encaminaron al lugar donde estaba el caudillo rodeado por diez de sus devotos que también habían solicitado el honor de compartir su cautiverio.

Indortas partió cabizbajo y sin apenas decir palabra, transformado como si de golpe le hubieran caído cien años encima. Con el resto del ejército que no había huido, bastante escaso, quedaba Bráculo y tres capitanes muy admirados por su entrega en la batalla. A Giscón se le permitió partir con sus arévacos de vuelta a casa.

—No, amigo mío. Yo me quedo. He hecho un voto de fidelidad al caudillo y no voy a abandonarlo en el peor momento. Si alguno de mis hombres quiere partir, tiene licencia.

Una mirada a los suyos le reveló la decisión común de permanecer con él. Sólo Ásquilo, un guerrero de su edad que era el mayor de su casa y tenía a sus padres enfermos, expresó tímidamente su deseo de marcharse.

—Puedes irte con todas mis bendiciones, amigo Ásquilo. Comunica a mi madre y a los miembros del Areopago que he resuelto quedarme hasta que logremos rescatar al caudillo Istolacio.

Giscón se dirigió a Indortas. Sujetándole por ambas muñecas, mirándole fijamente a los ojos, quiso aliviar su conciencia de derrotado con alguna esperanza.

—Ve tranquilo. Mientras tú faltes, no andaremos lejos de donde lo lleven. Te juro que vigilaré día y noche y en cuanto lo vea posible, intentaré rescatarlo.

Indortas asintió con la cabeza por toda respuesta, pero el fuerte apretón de brazos que devolvió a Giscón indicaba que le estaba agradecido por su ofrecimiento, que no había otra posibilidad, que, aunque a él se le encomendaba otro cometido, aquello era exactamente lo que le hubiera gustado hacer.