6
Comienzo incierto
Al día siguiente de su iniciación, aún aturdido, Giscón tomó parte en el banquete de acogida de los soldurios, donde ocupó el asiento a la izquierda de Istolacio. Por la tarde, cuando hacía sus ejercicios con ellos, un emisario llegó con el caballo cubierto de espuma de sudor y los ojos desorbitados.
—¡Vienen los cartagineses! Amílkar está a menos de tres jornadas de aquí.
Indortas se acercó hasta donde estaba el hombre contestando preguntas de quienes se le acercaban. Riguroso como era, detestaba la agitación que rompía el orden, más aún en los momentos graves. Cuando los hombres lo vieron venir, abrieron un pasillo en el círculo que rodeaba al agitado jinete. Indortas se plantó delante del emisario con los brazos cruzados y el gesto ceñudo.
—No te asustes, buen hombre, lo estábamos esperando. Deja tu montura aquí para que beba agua y acompáñame a presencia de nuestro caudillo. Soy el general Indortas.
La noticia se extendió como fuego de verano por todo el campamento. Llegaban los púnicos. Una sacudida de excitación recorrió las dependencias, desde el altozano en el que habían instalado la herrería y las tiendas de los jefes hasta la orilla del río donde estaban montadas las cocinas. Los hombres dejaron sus tareas y se arremolinaron en grupos que se acercaban hacia el prado de las arengas. Cuando aún no habían llegado los primeros ya estaban allí los caudillos con la mayoría de los soldurios. Istolacio dio una orden a los tañedores de carnyx.
—Anunciad reunión de todos los hombres.
Cinco toques prolongados convocaron al total de spanios —entre celtas, íberos y celtíberos— allá donde estuvieren. En poco tiempo, la masa de guerreros se reunió en el gran prado de poniente. Sumaban cerca de seis mil disponibles, una vez descontados los enfermos y los que cuidaban del fuego o atendían los oficios. El caudillo subió al tronco cortado de un gran chopo cuya madera había servido para construir la empalizada del campamento.
¡Soldados! Esta es la hora que nuestro padre Lug ha reservado para que mostremos todo nuestro valor…
Un rumor de voces de asentimiento y gruñidos de rabia coreó sus palabras.
Se acerca el ejército cartaginés con su despreciable jefe al frente, pero esta vez no encontrará guerreros suplicantes con la cabeza gacha. Ha llegado la hora de que la Turdetania se levante y con ella las demás tribus que aún aman la libertad. Spania toda debe responder al tirano codicioso, pues esta es tierra que no regala su independencia con facilidad. La diosa Eako está con nosotros, dándonos fuerza. La falange de sus juramentados será la punta de lanza de nuestra victoria. Hermanos míos, pensad en vuestras mujeres e hijos, en los padres y hermanos de todos, libres del yugo del usurpador. Respetad las consignas. Bebed la celia antes del combate para que impulse vuestro ánimo pero diluidla con agua para que no os embote la mente ni haga demasiado lentos los movimientos del cuerpo. Sed cautos. No agotéis vuestras fuerzas en el primer ataque. Somos menos en cantidad pero más grandes porque nos asiste la razón, el derecho y el ansia inagotable de libertad.
¡Celtas, íberos y celtíberos! ¡Spanios! La victoria es nuestra si luchamos como sabemos hacerlo, como un solo hombre, sin cobardía ni desmayo.
Las siguientes horas transcurrieron entre una frenética actividad. Los herreros chorreaban sudor mientras cientos de espadas pasaban por los hornos para ser golpeadas en los yunques donde finalmente adquirían su célebre temple ibérico. Se revisaban bridas y correajes. Aumentaban las requisas de forraje, mientras los utileros volcaban sacos repletos de paniza en los pesebres para que los caballos ganaran en potencia y músculo en previsión de lo que se avecinaba. Entre los soldados había quien ejercitaba los músculos a solas o en luchas a brazo desnudo y quien afinaba puntería con la lanza, pero la mayoría se adiestraba con la falcata y el venablo porque ahí, en el cuerpo a cuerpo con los púnicos, residía la victoria spania.
No hubo respiro. Al final de la tercera jornada, ya se podían oír los cuernos de guerra enemigos acercándose. Todos trataron de cumplir la orden tajante de descansar y dormir lo suficiente, aunque muchos no lo lograron.
El día comenzó nublado pero los rayos del sol abrieron huecos entre las nubes cada vez más grandes. En el campamento de los spanios todo estaba preparado. Seis mil pares de oídos permanecían atentos a la orden de partir mientras los ojos escrutaban en el pálido amanecer los movimientos de los jefes.
El destino era un valle próximo en el que habrían de presentar batalla. Lo rodeaban suaves colinas en cuyas laderas se ocultarían las fuerzas de refresco y los arqueros. Había una garganta que podía servir de salida y un bosquecillo de pinos lo suficientemente grande como para que se refugiaran dos cuerpos enteros de la caballería, esperando el ataque en tenaza. Istolacio había dispuesto todos los detalles del escenario. Hasta siete pequeños ejércitos de doscientos jinetes cada uno, reforzados por combatientes a pie, rodearían el valle con el objetivo de actuar consecutivamente en los flancos y la retaguardia púnica para destrozar su estrategia. Un contingente grande, con cerca de dos mil jinetes y tres mil infantes, seguiría por el valle frente a los púnicos, provocando su embestida para replegarse hacia los lados. En la misma dirección los esperarían los arqueros emboscados que podrían tirar a placer y diezmar su filas.
Indortas cabalgaba junto al caudillo con una mano en el pomo de su montura y la otra apoyada en la cintura, como si estuviera pasando revista. Su figura gallarda sobresalía entre los capitanes porque no llevaba casco ni escudo, sólo el venablo sujeto al arzón. Su costumbre era correr de un lado a otro, montar y desmontar, dar ánimos, salvar vidas, infundir pánico entre el enemigo con descargas descomunales y gritos horrendos.
Giscón se acercó al grupo de capitanes que escoltaba a los jefes. Nadie osaba hablar al caudillo en esos momentos, pero a él se le permitió en consideración a la reciente incorporación a la élite de los soldurios y porque el carisma que desplegaba, haciendo que sus movimientos parecieran ungidos por un halo especial, convertía en inútil cualquier resistencia.
—Mis hombres están listos para atacar por el flanco izquierdo cuando la vanguardia de Amílkar esté a unos cien pasos de vosotros.
—Muy bien, Giscón. No dudo que los fieros arévacos cumplirán a la perfección su cometido.
Istolacio habló de perfil, con los ojos fijos en el horizonte y el mentón levantado. Giscón dudó. Quería expresarle su fidelidad en ese momento. Necesitaba hacerlo.
—Régulo Istolacio, hasta hoy nunca he obedecido las órdenes de nadie. Doy gracias a los dioses de que seas tú el primero. Mi padre y el padre de mi padre estarían orgullosos. Para mí es un honor.
Istolacio volvió la cabeza para contemplar al joven que se ofrecía con tanto convencimiento. A su mente acudieron las historias de héroes que contaba su preceptor sobre lealtades sublimes que habían hecho célebres a los spanios desde hacía centurias. Un gesto de ternura e infinita tristeza le cruzó el rostro, como si aquella admirable voluntad pudiera desaparecer de un plumazo, ser pasto del vendaval de la guerra.
—Tu conducta no sólo refuerza la protección de la diosa, también enseña el camino de la generosidad a los jóvenes, les muestra el valor que debemos tener cuando se trata de defender nuestra libertad.
Indortas se impacientaba ante este diálogo filosófico en pleno avance. Carraspeó y casi se interpuso entre ellos.
—Creo, Istol, que ha llegado el momento de parar y enviar a los rastreadores para comprobar en qué punto se encuentra el ejército de Amílkar.
—Sea —respondió el caudillo mientras alargaba su brazo y apretaba con fuerza el del joven arévaco.
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Una vez que atravesaron el valle, la avanzadilla de rastreadores vio una gran nube de polvo a unos cinco estadios. Sin comprobar más, dedujeron que aquello era el ejército cartaginés en pleno, por lo que rápidamente volvieron grupas para comunicarlo al caudillo y sus capitanes.
La espera sirvió para que los spanios bebieran los últimos sorbos de la celia sagrada. Con el ánimo excitado, daban grandes voces increpando a los púnicos, retándoles a la lucha, convencidos de que los iban a aplastar.
Pero los rastreadores no habían advertido una sutil maniobra del sufete de Cartago. Para hacer creer que todo el ejército se dirigía hacia el lugar elegido por el caudillo celta y que este se había encargado de hacérselo saber por medio de una embajada, colocó una veintena de elefantes en primera fila que a paso ligero levantaban gran cantidad de polvo. Detrás iban cientos de soldados con sacos atados a la espalda, arrojando al aire tierra recogida el día anterior. Algo más retrasado avanzaba el grueso del ejército, pero dos enormes columnas con cientos de soldados se habían adelantado rodeando el valle para sorprender a los spanios y cortarles el paso. Delante de ellas, otras dos cohortes de soldados con las armas a la espalda arrojaban agua desde unos odres que sujetaban con ambos brazos, evitando así que se levantara polvo.
La treta surtió efecto. Antes de que Istolacio y los suyos pudieran entrar en el valle, los cartagineses hicieron su aparición por las lomas que se extendían a ambos lados, con gran ruido de trompetas anunciando su llegada. No había más alternativa que parar y tratar de reorganizar la táctica. Los arqueros no podían apostarse en las laderas de enfrente ni las cohortes de la caballería guarecerse en el bosquecillo, cuyas copas divisaban a lo lejos en territorio enemigo.
Quedaban encajonados en un valle aún más angosto. La salida estaba ahora en la posición opuesta, ya no les valdría de escapatoria a las fuerzas de asalto para desaparecer y volver a replegarse.
Istolacio ordenó a la vanguardia de soldurios una formación en media luna con él como eje, mientras pedía a Indortas y Giscón que organizaran dos cuerpos autónomos que pudieran desplazarse para ayudar donde más falta hiciera. El resto de capitanes debía permanecer con él y tratar de romper las filas enemigas por el centro para atacar luego por distintos lados.
Pero aquel arreglo de última hora no fue posible.
‡ ‡ ‡
Las rojas cimeras de los cartagineses asomaron por los flancos del norte y levante hasta coronar las crestas de los cerros que rodean el valle conocido por el ominoso nombre de los «Perdidos». Cientos de ellos comenzaron a descender por las laderas como langostas letales hacia la cárcava en una marcha frenética mientras sostenían en alto los venablos y avanzaban apretados en falanges que se movían al compás, cruzándose pero sin rozarse, protegidos por sus escudos metálicos que los cubrían desde el bajo vientre hasta la barbilla, gritando «¡Baal!», siempre lo mismo, un seco gruñido tan confiado que sólo podía representar el nombre de un dios mayor, como los aterrados celtíberos que trataban de refugiarse en el sotobosque mientras repetían, pálidos y nerviosos: «¡Lug! ¡Lug! ¡Lug!».
Había llegado el momento de la verdad, presentido, deseado con pasión incluso, inevitable ahora hasta la angustia.
Tanta preparación, pensó en aquel momento Indortas, ¿habría sido suficiente? Cientos de conversaciones le venían a la cabeza, fanfarronadas al calor de la lumbre con los ojos encendidos por el vino de Malaka. Cuando llegara el combate sería el primero en lanzarse contra el enemigo. Gritaría como el que más, alentado por el brebaje de los druidas. No habría dudas, era así porque tenía que serlo. Todo guerrero, se repetía a sí mismo, se prepara para ese momento en que hay que quitarle la vida a alguien o salvar la propia, no por egoísmo, ni siquiera por supervivencia sino por el imperativo, y el placer, de ganar la partida. Tenía que dar ejemplo, no flaquear. Entrar en la lucha con sed de victoria.
Istolacio estudiaba un rollo de piel de cordero sujeto con fíbulas a un bastidor de madera, en el que el estratega mayor había ordenado dibujar apresudaramente las condiciones físicas del terreno, los posibles movimientos de los cuerpos del ejército y las fases sucesivas de ataque, defensa y táctica para desarticular por tiempos la fuerza enemiga. Había utilizado pigmentos negros, rojos y verdes, pero estos últimos habían quedado borrosos, dando al mapa un desaliño que no presagiaba nada bueno. Aquellos eran los que indicaban los movimientos finales, los más costosos e inciertos y que debían darles la victoria. A Istolacio le disgustó esta señal que interpretó como una siniestra premonición.
Los capitanes observaban a su alrededor silenciosos. Bráculo, el lugarteniente fiel que lo conocía desde niño, se acercó por su espalda y le puso una mano sobre el hombro.
—No temas, Istol. Los dioses están con nosotros, es nuestra tierra. Los hombres desean combatir, las armas están a punto. Incluso esas mujeres que han venido de Urei y otros poblados bastetanos están preparadas para cubrir la retaguardia. Todos te seguiremos hasta la muerte.
El régulo se volvió con ojos angustiados hacia su antiguo camarada.
—Tu apoyo nunca me ha faltado, noble Bráculo, ni tampoco la confianza de los guerreros. Sólo espero que el favor de los dioses no nos abandone en esta hora en que nos jugamos a una sola apuesta la libertad.
—Así será.
«Así será», corearon los capitanes, poniendo el mayor entusiasmo en su voz. Un jinete llegó a la carrera, seguido de un grupo de jóvenes. Indortas venía de revisar la infantería y asignar la dirección de cada cohorte para cuando comenzara la batalla. Traía la rabia a flor de piel, maldecía a los incautos rastreadores, no podía ocultar una soterrada admiración por el avieso Amílkar, aunque echara pestes de él y su ejército de reclutados a la fuerza. Cuando hacía ostentación de autoridad ante los capitanes, y más aún cuando alardeaba sin rubor de su cercanía al caudillo, estos le dejaban hacer sin ocultar su desagrado, contemplando con disgusto sus excesos e imprudencia de juicio, reprobando su juventud por más que casi ninguno de ellos hubiera alcanzado la cincuentena.
Nadie podía, sin embargo, contra el fervor de sus convicciones. Nada podía apagar el fuego de sus ansias de lucha. Estaba arrebatado, con las mejillas enrojecidas y una exaltación del ánimo que le encendía los ojos y amartillaba el movimiento de sus manos. Las palabras que salían de su boca, secas y contundentes, se imponían como el restallar del látigo en el cónclave sombrío de capitanes donde parecía flotar una desidia que era necesario combatir. O al menos eso es lo que creía Indortas con su forma de ver y sentir las cosas a su alrededor, tan inmediata que a menudo resultaba superficial.
—No os asustéis como ovejas cercadas por el lobo. Si conservamos el espíritu que animó nuestra rebelión, la victoria es nuestra. Han fallado los rastreadores pero no lo haremos los capitanes. La razón está de nuestra parte. Nuestras espadas sabrán defenderla si no nos damos por vencidos al primer revés.
En cada uno de sus gestos había una decisión que invitaba a secundarle impidiendo cualquier iniciativa ajena a su persona. Toda la cohorte de decurios que se apretaban en torno a él asintiendo rezumaba poder de la convicción, la encarnación de una voluntad suprahumana que habría de llevarlos al triunfo.
—¡Camaradas! Los arqueros han tensado la tripa que comba sus bastones de fresno y los infantes aprietan los músculos embadurnados de aceite. Hasta los caballos piafan deseosos de entrar en acción. Todas las naciones de la Celtiberia aclaman al régulo Istolacio como nuestro salvador, sólo esperan su voz de mando para comenzar a luchar. No podemos defraudarle.
Istolacio tuvo que intervenir antes de que el entusiasmo de su diunviro se desbordara y acabara insultando a los capitanes o haciendo alguna barbaridad parecida.
—Querido Indortas, nadie va a defraudarme y tampoco ninguno va a escatimar esfuerzo en esta batalla que hemos provocado con la fuerza de nuestros ideales.
Inmediatamente dulcificó el semblante para quitar hierro a sus palabras, sonrió con melancolía y abrazó con el hombro a su joven amigo a quien casi le desbordaban las lágrimas.
En la víspera de las batallas el régulo Istolacio siempre se mostraba así, sobrio, emocionado, con la tragedia pintada en el rostro pero pronto a acallar cualquier murmuración que intoxicara el ánimo o la intransigencia de Indortas que repelía a los capitanes, muchos de ellos caudillos respetados en sus poblados. Indortas, por su parte, hablaba más que de costumbre, enronquecía de tanto gritar, se multiplicaba por cinco.
La situación, sin embargo, no era favorable. Con la encerrona de Amílkar era preciso levantar el ánimo recordando la justicia del esfuerzo, apelar a la lealtad y el favor de los dioses.
—Llevadme ante las filas de los devotos. Quiero dirigirme a ellos antes de cargar contra los cartagineses —ordenó el jefe supremo.
No tuvo que andar mucho el grupo de capitanes pues los soldurios estaban a menos de cien pasos atrás formando la vanguardia del ejército. Cuando Istolacio estuvo a pocos pies de la primera fila pidió la careta ceremonial, puso sus pies forrados en piel de ciervo sobre ella y fue izado a hombros de los capitanes.
—¡Fieles devotos! ¡Amadísimos hermanos míos! Todo está dicho entre nosotros. Habéis jurado lealtad a la gran diosa y ella os protegerá como me protege a mí. Confío en vuestro valor inagotable y en la furia de vuestros brazos. Lo demás dejadlo en manos de Lug. El aliento de nuestros antepasados nos ayudará a encontrar la victoria, pues luchamos tanto por nuestra libertad como por el honor que ellos ganaron. ¡Amigos míos! Quiero declarar aquí mismo libre de su voto sagrado al régulo Indortas. Si yo caigo en el combate, él no debe seguirme en el Más Allá sino permanecer con el ejército para continuar la lucha y conducir a nuestro pueblo. Ofrecedle a él la misma lealtad que a mí.
A la sorpresa inicial se sobrepuso la reacción inmediata ante los deseos del caudillo. Otra vez los capitanes se movilizaron, esta vez los más jóvenes, y trajeron un nuevo escudo ceremonial en el que alzar a Indortas. Las tropas aclamaron su nombre hasta que él comenzó a entonar el himno guerrero en la antigua lengua celta. Muchos la conocían y le siguieron.
El resto de las cohortes celtíberas escuchaba en silencio mientras los pellejos de celia pasaban una y otra vez entre las falanges. Cientos de hombres apretaban los dientes desde la vanguardia hasta las filas del final en las que dos mil guerreros de los montes Sagrados, casi desnudos, hacían sonar las fálcalas contra los escudos, protegidos sólo por calzas de lino, hombreras de piel de cabra y un escueto triángulo hecho con piel curtida de jabalí que les protegía los genitales y estaba atado con tiras de cuero a los muslos, dejando las nalgas desnudas.
De pronto, poniendo un abrupto final a los prolegómenos de los spanios, sonaron los carnyx por el flanco de Levante anunciando la llegada de los cartagineses. Los edecanes trajeron los caballos a los régulos y los capitanes montaron los suyos. Sonaron las primeras órdenes. Los hombres se sujetaron los cascos y mojaron con saliva el filo de sus espadas. Se oían imprecaciones, súplicas sagradas, voces que se encomendaban a dioses y héroes. Los cartagineses seguían avanzando con su cántico monocorde, grandioso, que amenazaba con ahogar a los demás.
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Con la espada en alto, los jefes celtíberos se colocaron delante de sus falanges. A una orden de Istolacio, repetida por los manípulos de los extremos, toda la vanguardia avanzó seguida por tres mil guerreros a pie armados con jabalinas y falcatas. A los lados, cuatro cohortes de seiscientos jinetes cada una. Finalmente habían decidido mantener la formación elegida hacía tres días, que debía abrirse al tocar las primeras filas enemigas para envolverlas en dos tentáculos dirigidos por la caballería. Era la táctica que más conocían todos y la que permitiría adaptarse mejor a las nuevas circunstancias. El resto del ejército, compuesto de lanceros arévacos, esperaba detrás para atacar cuando las filas enemigas quedaran cercadas. A las tubas se unieron los tambores que dividían ambos cuerpos, marcando un ritmo que ayudaba al paso y enardecía el ánimo.
Los cartagineses se encontraban ya a menos de cinco estadios. Sus lanzas eran más largas y los escudos les cubrían gran parte del cuerpo. Apenas se podían entrever los rostros de las primeras centurias, muchos de ellos tan nativos como los que tenían enfrente. Las formaban túrdulos, ilergetes, turdetanos, layetanos y tantos otros spanios acongojados por la masa humana que divisaban a lo lejos sabiendo que eran hermanos. Antes del choque, hubo un momento de vacilación en aquel ejército de mercenarios. Como si cundiera el desánimo o faltara valor, las filas perdieron la sincronía y se atropellaban unas con otras. Los gritos de los oficiales, recordando a los soldados que sus mujeres e hijos pagarían con su vida si ellos flaqueaban, además de los latigazos y mandobles repartidos aquí y allá, hicieron recuperar el ritmo. Aquellas centurias eran en realidad un cebo que Amílkar les ponía a los celtíberos para que los atacaran de frente mientras desplegaba una gran fuerza por ambos flancos que impedía la táctica de los tentáculos.
Istolacio mandó a sus infantes formar en punta de flecha para destrozar la formación enemiga mientras la caballería rodeaba el grueso del ejército y los arqueros y lanceros hacían su trabajo, pero los cartagineses, llegados a la cara de sus rivales abrieron su formación en dos alas curvas como el cuello de un ánfora y dejaron pasar a más de tres mil, impidiendo a la caballería alcanzar su objetivo. Cuando tuvieron a los infantes cercados y a la caballería dispersa, aparecieron los elefantes. Doscientos paquidermos furiosos, aguijoneados por las picas que les herían detrás de las orejas y llevando cada uno en su carlinga una docena de arqueros se abrieron paso desde el Levante. Las tres cohortes celtíberas de ese lado huyeron despavoridas ante la furia de aquellas bestias que les parecían seres de otro mundo. A su paso, las cohortes de la caballería arrollaban a sus propios soldados y deshacían cualquier intento de reorganización.
A mediodía, los celtíberos andaban desperdigados pero no tenían demasiadas bajas. Los cartagineses tuvieron que retroceder para volver a encuadrarse y despejar el campo de elefantes desbocados. Mientras lo hacían, aparecieron en lo alto de los cerros cinco centurias de arqueros libios que corrían hacia el valle turnándose en los tiros. Istolacio se vio obligado a ordenar un repliegue para reorganizar las escuadras de defensa e intentar que varias filas con jabalinas contuvieran a los africanos.