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Un reino frustrado

El camino por tierras de Spania estaba tan despejado como las arenas del desierto. Amílkar seguía avanzando sin que nadie pudiera hacer nada por detenerlo, las tribus acechaban sigilosas pero se retiraban a su paso evitando la guerra.

Continuamente llegaban embajadores al campamento púnico, garantes de amistad que ofrecían presentes, tierras, alimentos, metales, hombres. Todo era bien recibido. El porteador de mapas tuvo que encargar una arqueta nueva a los guarnicioneros para transportar el cúmulo de legajos y tablillas que se amontonaban en la tienda de los despachos con un sinfín de títulos, honores y planos ingenuos de poblados sumisos, trazados en piel de cordero con plumas de alondra mojadas en sangre.

A medida que se sucedían las estaciones, Amílkar ganaba en poder y riqueza. Su sueño de crear en estas tierras un reino de grandes dimensiones y recursos se hacía cada vez más real. Nada parecía interponerse en su sigiloso afán por conquistar la Península completa.

Animado por esta intención se dirigió hacia el norte seguido por cerca de setenta mil hombres, la mitad de ellos reclutados como botín de guerra entre las tribus de la Turdetania. Ni la corriente del río Íber pudo interponerse en el camino, aunque nunca los africanos habían visto un cauce semejante. Rápidamente, los zapadores nativos de los montes Creta nos construyeron balsas con troncos de pino sujetos por sogas para que pasara la tropa, mientras los carpinteros púnicos armaban grandes barcazas de madera de haya en las que pudieron transportar los elefantes y las máquinas de guerra.

Aún quiso llegar Amílkar al borde septentrional del mar Interior para asegurarse de que por allí no le acosarían sus enemigos cuando se estableciera en el Levante. Sin embargo, el consejo de capitanes le hizo ver la ventaja de contar con unos aliados muy especiales en aquellos parajes.

En la región superior del este peninsular, diseminadas por los roquedales del cabo Sagrado y los montes que rodean la ciudad de Gerundia, se encontraban las colonias de los griegos foceos, una constelación de establecimientos comerciales, factorías de garum, enclaves marítimos de carga, poblados y granjas que no se mostraron hostiles a la llegada de los púnicos aunque se mantuvieran firmes en su voluntad de permanecer en sus asentamientos, incluso si había que colaborar de algún modo.

Amílkar decidió finalmente que era mejor mantener a los helenos como aliados comerciales y contrapeso de independencia a la potencia de la República romana. Prefería aprovechar sus cualidades que sojuzgarlos, sabía que los griegos detestaban la tiranía aunque a menudo la hubieron sufrido. Y así, entre la desconfianza de los arévacos y el alivio interesado de los griegos, firmó un tratado de alianza con los habitantes de las tierras altas. El documento, escrito sobre papiro en caracteres áureos como si se tratara de un gran rey, lo llevó a Emporión una embajada grandiosa compuesta por treinta y dos militares de alto rango, a quienes acompañaba con gran solemnidad una cohorte de sacerdotes de Melkhart, amanuenses, traductores y más de cincuenta criados que transportaban espadas de regalo y volvieron conduciendo carros cargados con ánforas de aceite, tinajas de miel, talegas de harina de pan y avena para las caballerías, además de brazaletes de bronce, fíbulas, puñales labrados de hermosa factura y vasijas de plata. Una generosa ofrenda en señal de amistad que mostraba claramente la actitud de los griegos.

Amílkar pasó aquel invierno reorganizándose y reclutando más mercenarios. Al sur de la colonia de Emporión, cerca del mar y a los pies de un monte que protegía la ensenada elegida, levantó su campamento y estableció un puerto comercial al que llamó Barcino, con la intención de que fuera baluarte de los Barca en la Spania del septentrión oriental.

No fue el único en prepararse para la guerra. Los territorios sometidos del sur hervían de indignación ante las tropelías de los ricachos de Cartago que trataban de esquilmarles y la arrogancia de sus generales siempre ávidos de hombres y espadas. Los jefes y capitanes se reunieron por segunda vez en una magna asamblea celebrada en los montes que rodean Cástulo y allí, sin que hubiera riñas, peleas ni la más mínima discordia, surgió una nueva confederación de tribus de mayoría celta dispuesta a dar la batalla a los invasores. Aquellos pueblos del norte de Europa que habían llegado a la Península hacía cientos de años estaban más acostumbrados a invadir que a ser invadidos. La idea de libertad y el sentimiento de independencia estaba más arraigado entre ellos que entre sus hermanos íberos, más habituados a los contactos, intercambios e incluso a la convivencia con los pueblos del mar. Soportaban de mal grado el yugo extranjero. No admitían que se esclavizara a sus mujeres y manifestaban su dolor por la leva forzosa de sus guerreros en ceremonias fúnebres a la diosa lunar Eako, en las que sacrificaban caballos blancos y hasta criaturas de sus propias familias.

Aquellos celtas de larga tradición bélica, heridos en su orgullo y deseosos de vengar la afrenta por tanta derrota, eligieron como jefes supremos a dos régulos de carisma, adorados por sus tropas: Istolacio e Indortas.

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Parecían hermanos aunque no lo fueran. Siempre juntos, con frecuencia se entendían sólo con gestos y miradas. Istolacio era mayor, había rebasado treinta equinoccios. Para Indortas, el próximo sería el veintiséis. Ambos se empleaban a fondo, dedicaban la mayor parte del día a los guerreros bajo su mando: infundían ánimos, velaban por la disciplina, escuchaban cuidadosamente las quejas, les gustaba conocer el sentir de la tropa y hasta los problemas domésticos que tenía cada guerrero.

Ellos parecían no tener ninguno. Habían dejado atrás una familia rica, con posesiones, criados y vida cómoda. También renunciaron a la compañía de una mujer y a las delicias de la villa familiar. Eran amables en el trato, pero inflexibles. Obligaban a los hombres a ejercitarse como los espartanos, organizaban pugilatos, carreras a pie y a caballo, concursos de precisión tirando con arco y hasta elegían al más hermoso de sus cohortes cada solsticio de verano, cuando el agraciado era coronado con hojas de adelfa al salir el sol y aclamado por sus compañeros. Igualmente, designaban bardos entre los que poseían mejor voz y se manejaban con los instrumentos de música. Este grupo de cantores y músicos, casi todos turdetanos, también sabían danzar al son de crótalos y panderos, haciendo las delicias de sus camaradas alrededor de los fuegos de campamento. Una vez al mes, tras los ritos de la luna llena, aceptaban la presencia de mujeres, ya fueran esposas o meretrices contratadas, para que los hombres se desfogaran. Los hijos tenían asimismo su turno, dos veces al mes si estaba cerca el poblado donde vivían y siempre en las afueras del campamento para que no interfirieran en la vida militar.

Tanta era la devoción que les profesaban sus guerreros que muchos de ellos eran soldurios juramentados para reforzar su fuerza ante los dioses. Los devotos del régulo Istolacio formaban un grupo compacto de trescientos. Más de un tercio lo eran desde hacía años, antes de que llegara Amílkar. Jóvenes compañeros de cuando se alzó con el caudillaje entre los túrdulos en su lucha contra los bastetanos por el control de las minas de cobre y estaño.

Aquella campaña de insurrección contra los pueblos conquistados por los púnicos fue una sucesión de triunfos a la que siguieron unas paces honrosas que fijaron los límites de cada pueblo sobre las cumbres de los montes Sagrados, entre las bocas de los ríos Anas y Betis, los túrdulos en el nordeste, los bástulos por el sur y los bastetanos al oeste.

Los más veteranos estaban convencidos de que su jefe estaba protegido por la diosa Eako, quien incluso lo amaba por encima de otras criaturas humanas. Pensaban que Ella, en las noches de plenilunio, se le aparecía en sueños y le dictaba los pasos a seguir, los movimientos de la batalla y hasta la posición del enemigo, pues lo cierto es que el caudillo acertaba con mucha frecuencia y con desconcertante facilidad averiguaba las intenciones de sus oponentes hasta desbaratar sus planes bélicos y conducir a los suyos a la victoria.

Su ejemplo de piedad ante los vencidos, la justicia estricta en el reparto de tierras a los vencedores, el respeto por las familias y los poblados, además de la sobriedad en la que vivía, hizo que se convirtiera en un jefe querido además de admirado.

Durante los años siguientes el número de soldurios creció. A medida que los pueblos del sur y este peninsulares se fueron aliando para hacer frente a los invasores púnicos, el batallón sagrado se ampliaba con guerreros de distintas tribus que reconocían en Istolacio, y su andá Indortas, el caudillaje que necesitaba Spania, Hesperia o Iberia, pues por los tres nombres se conocía aquella península frontera con el mar Exterior a Occidente y el Ponto Euxino en el Levante, que los acogía a todos con benevolencia de patria común.

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Entre los aliados destacaban los arévacos, el pueblo celtíbero de la meseta superior tan apreciado por su astucia y valor como por el temple de sus venablos de hierro que las hacía indestructibles. Muy pocas veces se ofrecían como aliados pues eran orgullosamente independientes, pero se dejaban contratar como mercenarios de lujo si la paga era buena y el botín abundante. Sus ciudades eran ricas y suntuosas. No faltaba trigo en sus graneros, cera, sal ni otros bienes venidos de lejos con los que les pagaban sus servicios.

Esta vez, sin embargo, no hubo demanda de metales ni dineros a cambio de la ayuda a Istolacio. Habían apoyado sin reservas la confederación de tribus peninsulares, tanto los delegados de la gerusia como los propios ancianos cuando se reunieron en Tiermes y Numantia, además de los siempre belicosos capitanes, ávidos de gloria.

Como representante de Tiermes había llegado Giscón, de la familia de los Ulones, quien desde el primer momento se adaptó a la estricta organización impuesta por Istolacio y supervisada por Indortas. No exigía trato preferencial, como hicieron otros príncipes celtas de Onuba que exigían lecho mullido y sirvientes, ni discutía las órdenes, aunque dejaba oír su voz en la tienda de los jefes cuando el caudillo convocaba a sus generales para hacerles partícipes de su planes, organizar la marcha y establecer el orden de carga en futuras batallas.

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El tiempo apremiaba. Los preparativos fueron tan evidentes que Amílkar envió emisarios para informarse de las intenciones de aquellos pueblos ya conquistados.

Istolacio los recibió sin ceremonia, altanero, rodeado por sus lugartenientes. Sin preámbulos ni paños calientes pronunció una declaración de guerra para que la llevaran al sufete.

—Amílkar nos trata como si fuéramos esclavos sin otro derecho que ser explotados hasta la extenuación. Ha venido a nuestras tierras sin que se lo pidiéramos. Codicia nuestras riquezas. Muchas ciudades se han rendido a su poder por el humano temor a perder vidas y haciendas. Algunos, incluso, se alían con él en la pérfida confianza de obtener mayores rendimientos para sus negocios. Ha establecido campamentos fijos en lugares que nos pertenecen. Obliga a nuestros hombres a seguirlo, esquilma las minas y no respeta a nuestros dioses. Decidle basta de nuestra parte, que en los montes Sagrados, cuajados de ese mineral que tanto desea, esperamos un puñado de hombres libres para hacerle frente. Nosotros no nos doblegamos al dictado de Cartago. Sabemos que la razón de nuestras aspiraciones es más poderosa que la fuerza de vuestros elefantes, que la astucia de uno solo de mis capitanes vale más que una falange completa de vuestro ejército. El poderoso Lug nos da la energía necesaria y la diosa Eako nos protege con su escudo invisible. Id y decidle a vuestro tirano que Spania no es suya, que aún hay hombres que saben apreciar el valor de la libertad.

Los emisarios dejaron el campamento impresionados por lo que allí vieron. Tal vez no fueran muy numerosos ni contaban con máquinas de guerra, pero tenían determinación. Elug, el jefe de la delegación, cabeceaba admirado con los labios fruncidos. Nadie los había molestado ni amenazado. Notaba cómo su ayudante, el anciano Cormac, respiraba aliviado porque los spanios no les habían dispensado el trato que seguramente hubiera dado Amílkar a una embajada enemiga.

—Amigo Cormac, estas gentes se parecen más a los romanos que a los asustados nativos de Berbería. Son valientes y altaneros. Y tienen recursos. Si se organizan bien, pueden darnos problemas. No parece que sea posible pactar una paz ventajosa con ellos.

—Muy cierto, jefe Elug. Y además tienen un caudillo tocado por los dioses a quien seguirán ciegamente.

—Nosotros también lo tenemos.

El silencio de Cormac puso una nota de incomodidad en la conversación. Era cierto que ninguno de los dos cartagineses amaba en demasía al sufete ni gustaba de sus pretensiones de monarca, pero nadie en el ejército púnico osaba poner en duda su superioridad militar. Elug se dejó llevar por sus pensamientos y habló como si nadie le escuchara, aunque lo hizo de modo que Cormac entendiera bien sus palabras.

—También tenemos a Asdrúbal.

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Giscón estaba feliz en su cometido, ansioso por entrar en combate. Ya no le bastaba ser el jefe de los arévacos y un capitán respetado en el Consejo de Istolacio. Cada mañana veía a los soldurios ejecutar sus ritos, ejercitar el cuerpo juntos, comer aparte entre grandes risotadas. Había algo entre ellos que los hacía inmunes al tedio, un estado de exaltación continua. Los observaba exhibir por el campamento su convencimiento de pertenecer a un mundo superior, aunque tampoco hicieran un alarde excesivo. A Giscón le mortificaba no participar de aquel éxtasis permanente.

Al tercer día tomó su decisión. Se haría soldurio. Ofrecería su vida a la diosa para reforzar el destino del caudillo y con él de toda la empresa que representaba. Seguramente, pensaba con vanidad juvenil, la diosa aceptaría encantada sus votos y lo protegería también a él.

—No hace falta que te conviertas en fiel juramentado —le advirtió Indortas—. Eres un príncipe arévaco y lo que queremos es tu habilidad guerrera no tu vida.

—Estoy decidido.

Indortas lo contempló con aire cómplice. Tanto oír hablar de la ferocidad de estos guerreros del norte, de la frialdad con que los arévacos intercambiaban su ayuda por dinero o recompensas le había prevenido contra el joven Giscón, a quien veía en exceso seguro, siempre rondando la soberbia o tal vez demasiado hermoso como para ser uno más. Su gesto de naturalidad al poner su vida generosamente al servicio de Istolacio lo había conmovido.

—Sea. En la próxima luna serás iniciado.

Indortas alzó los brazos y agarró con fuerza los hombros de Giscón. Ambos sonrieron. El viento amable de la tarde les revolvió los cabellos mientras caminaban alegres hacia la tienda de Istolacio, ante la mirada intrigada de quienes se topaban con ellos. Querían comunicarle cuanto antes aquella noticia que, a buen seguro, fortalecería su ánimo.