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Los fieros celtíberos
La noticia corrió como el retumbar de un gigantesco trueno que resonó en los valles hasta alcanzar las bocas de los grandes ríos en las montañas del norte. Desde sus atalayas, los pastores recogían el relato de quienes trabajaban en las vegas y lo transmitían a los cazadores de los riscos, quienes no tardaban en llevarla a ciudades y poblados.
Tras las buenas palabras del principio, el contingente púnico avanzaba provisto de caballos de guerra, máquinas de asalto, carretas repletas de lanzas, venablos y jabalinas. Miles de soldados atravesaban en pie de guerra el sur peninsular, protegidos por cascos de bronce y grandes escudos alargados de metal, mucho más resistentes que las pequeñas rodelas de cuero que aún seguían usando aquellos guerreros no acostumbrados a invasiones militares sino a pelear entre ellos, siempre a pequeña escala y como forma de pasar la vida los poderosos.
Los bástulos que ocupaban la ribera meridional del río Betis y los bastetanos de las montañas de levante se prepararon para defenderse, a pesar de que en las asambleas tribales aún se discutía la conveniencia de plegarse a los deseos de Amílkar, para evitar el enfrentamiento y una probable masacre.
En la mayoría de poblados las mujeres querían pactar. Veían escasas posibilidades de triunfo en la resistencia y sostenían que llevaban muchos años de buena armonía con los púnicos. Esta vez no tenía por qué ser diferente, decía con voz firme Galea, la gran autoridad del consejo de ancianas de Malaka. Aunque esta vez, añadía con ese desdén que las mujeres mayores muestran a menudo hacia los hombres, fuera el dichoso general Amílkar al frente de su ejército de mercenarios.
—Pues si lo que quiere en realidad es plata y está dispuesto a lo que sea por tenerla, ¿no sería mejor que nosotros le ayudáramos a obtenerla amistosamente sin tener que perder, además del metal, la libertad y hasta la vida?
Los hombres escuchaban con respeto los razonamientos de la anciana y cabeceaban resignados, pero entre los guerreros arreciaban los murmullos de indignación. Al final, siempre sucedía lo mismo. Prácticamente en todas las asambleas que se celebraron durante el cuarto menguante del mes de Schabaruno, alguno de los capitanes acababa estallando en cólera, se ponía en pie y comenzaba a arengar a los más jóvenes con consignas parecidas a las que se escucharon la tarde en que Abraxas habló ante su pueblo:
¡Nobles túrdulos!
¿Es que vamos a quedamos en casa como mujeres esperando resignados a que los cartagineses se apoderen de nuestras riquezas y esclavicen a nuestras familias?
¿Acaso no somos guerreros? ¿No hemos pasado soles y lunas ejercitando el cuerpo para proteger lo que es nuestro?
Siempre hemos sabido que debíamos estar dispuestos a defender la tierra que nos pertenece de la codicia de nuestros vecinos o el afán de conquista de quienes llegan del otro lado del mar.
Hay algo más importante que la vida y es el honor.
No hemos nacido para ser esclavos de nadie ni tampoco siervos de un sátrapa codicioso que viene a robar nuestra riqueza.
Sabemos luchar y lo haremos, sin temor a morir en el combate.
Las palabras de los partidarios de la guerra encontraban fácil eco entre los belicosos e incluso entre algunas mujeres igualmente indignadas. Quienes recomendaban prudencia callaban por miedo a ser tachados de pusilánimes. Los que abogaban por la paz trataban de hacerse oír, pero los gritos a favor de la guerra y en contra de Cartago apagaban sus voces, cuando no algún bastonazo propinado por un comandante exasperado con ganas de entrar en acción.
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Todo ocurrió como habían advertido las mujeres. Quienes no se doblegaron a los designios del Senado cartaginés fueron aniquilados, reducidos a servidumbre o vendidos como esclavos en el puerto de Gadir, incluidos los gallardos jóvenes que tan alegres partieron a combatir convencidos de su victoria.
Amílkar gobernaba en ambas orillas del Betis. Tenía ya sujetos a bástulos, cinetes, turdetanos y hasta a los aguerridos túrdulos. Pero aún quedaba franquear las bocas de los dos grandes ríos, el Anas y el Betis, para alcanzar las tierras levantinas del sudeste peninsular. Allí era donde se encontraba la mayor riqueza en vetas mineras a ras de tierra, según todos los indicios y por lo que contaban los papiros y tablillas que tenía almacenados en la biblioteca de su palacio en Cartago con entusiastas descripciones de exploradores y mercaderes. Antes de llegar al borde oriental y establecer una base en aquella tierra de promisión si Melkhart lo permitía, podía someter una suculenta franja de los montes Sagrados, repletos de plata, estaño, mercurio y plomo.
Mientras tanto, los pueblos del centro peninsular observaban con creciente recelo la invasión. No sería extraño que esta vez los ambiciosos cartagineses quisieran algo más que la costa levantina. Había que hacer algo, decían, antes de que fuera demasiado tarde.
—Una alianza de todos nosotros con una voluntad común. La única salida es la unión de fuerzas y territorios.
La voz áspera de Ispán, régulo de los vacceos, se impuso a las demás en la asamblea de jefes. La idea estaba en el ánimo de todos, aunque nadie se hubiera atrevido a formularla con la precisión que requería su drástica exigencia, pues rencillas de todo tipo impedían una completa franqueza en el diálogo, que a menudo bordeaba el enfrentamiento. Decenas de agravios enquistados espoleaban antiguos resquemores. Un cúmulo de ofensas, mantenidas a través de generaciones, envenenaba de inquina a pueblos enteros. Por si fuera poco, aún quedaban por resolver litigios sobre demarcaciones que enfrentaban a belos contra titos, además de las conocidas quejas sobre uso de apriscos de montaña y límite en la caza de ciervos que los vetones reclamaban a los carpetanos y que siempre, acababan por sacar a relucir. Todo iba saliendo a la luz en aquellas reuniones como en un parto difícil del que tenía que surgir por fuerza una criatura robusta que todos veían necesaria, vital, para los tiempos que corrían: la confederación de tribus de Iberia. Al menos, entre las que aún no hubieran sido sometidas y quisieran conservar su independencia y dignidad.
Tratando de lograr la unión de fuerzas que sin contemplaciones ni rodeos proponía Ispán, habían llegado a Cauca emisarios de las gerusias de Lusitania reunidos en una sola voz con el encargo de buscar al precio que fuera una alianza con los vacceos de la cuenca del Durius; los carpetanos del centro y los oretanos del sudeste enviaron informadores al encuentro, prometiendo levas entre sus guerreros y aportes materiales para la resistencia en caso de llegar a un acuerdo común; casi todos los pueblos celtíberos del nordeste, incluyendo tanto a belos y titos, como a los lusones, berones y pelendones, tenían sus representantes arropando a los aristocráticos príncipes del pueblo arévaco, el pueblo poderoso y guerrero establecido en las bocas del Íber, Tagus y Durius y los pasos de la cordillera oriental.
Más al norte, en la cornisa verde del mar Exterior, los celtas galaicos, astures y cántabros mantenían contactos con sus vecinos autrigones y estos con los várdulos y vascones, mientras seguían atentos los acontecimientos a través de agentes infiltrados, parientes mercaderes y pastores de la trashumancia cargados siempre de noticias. Ningún castro o ciudad había enviado emisarios; todos mantenían su orgullo de pueblo irreductible desde hacía generaciones. Ya irían a verlos a ellos si necesitaban su ayuda.
Ispán se dirigió sobre todo a los arévacos. Ellos prestaban sus servicios en la guerra a cambio de buenos dineros y tenían a gala su larga tradición de caudillos invencibles. Si conseguía convencerlos de que había que luchar sin poner precio al esfuerzo y en igualdad de condiciones, los demás obstáculos podrían superarse con facilidad. Todos seguirían su ejemplo.
El bravo régulo vacceo, veterano en las guerras celtas y una autoridad en la materia, volvió a tomar la palabra para dirigirse al general de los arévacos. Sus ojos se clavaron en él.
—Caudillo Anfortas, señor de glorioso linaje y piedad reconocida por amigos y enemigos. Conocemos tus gestas guerreras, así como las de tu padre y abuelo. Nadie discute la superioridad de tus guerreros, por su forma temeraria de pelear y la resistencia que demuestran en condiciones adversas. —Ispán hizo una pausa, miró al cielo y luego se acercó con los brazos abiertos hacia el sitial de Amfortas para dirigirse a él con voz cálida—: Hoy no quiero hablar al general sino al hombre de corazón noble y ánimo generoso. Necesitamos vuestra ayuda, pero no pagadera con metal sino con la más gloriosa de las victorias: nuestra libertad. Vuestro conocimiento del arte de la guerra puede ser el preciado óbolo que incline la balanza a favor de Spania y en contra de la codiciosa Cartago. Pues bien sabes, como yo, que por encima de límites territoriales y régulos de soberanía inviolable, tenemos esta tierra grande que nos cobija a todos. A íberos y celtas nos pertenece desde hace generaciones la ubérrima península que abarca desde los montes astures hasta las playas de Onuba, la que cruza por valles y ríos desde el Fin de Tierra galaico hasta la industriosa Malaka. Toda ella es nuestro solar, el patrimonio que nos legaron nuestros antepasados y debemos entregar a las generaciones futuras. No hay tiempo para discusiones vecinales ni es el momento de calcular transacciones entre nosotros. Necesitamos pasar a la acción. A través del dominio que ejercéis desde Numancia, tu ciudad natal, controláis los pasos de los montes Ibéricos. Vuestros mástiles ondean en todas sus cumbres, desde más allá de Clunia hasta las fuentes del Íber. La enorme influencia de tu pueblo llega hasta Cástulo, en las puertas de la Turdetania. Te pido ayuda y alianza, en nombre de los pueblos que habitamos a este lado de los montes Pirineus.
Raza y espíritu de la Celtiberia, los arévacos tenían nombre y reputación de magníficos guerreros, por eso los servicios de sus mercenarios se pagaban con oro batido de gran pureza. Nacidos para servir al clan dominante del oppidum y guerrear contra todo aquel que se interpusiera en el camino, preparaban sus cuerpos a conciencia. No eran demasiado altos como los cántabros ni tan atléticos como los vetones, pero tenían las espaldas anchas y su abdomen era duro como el pedernal. Medían su fortaleza por la longitud de los tendones que les recorrían los costados, tersos y poderosos. Desde niños se entrenaban en la lucha cuerpo a cuerpo y aprendían el manejo de la lanza y el venablo al mismo tiempo. Llevaban el escudo sujeto a la espalda para tener las dos manos libres, pero cuando lo usaban eran muy hábiles en el arte de parar la acometida, templar su precisión y hundir el venablo en el cuello del adversario.
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Tras numerosas y acaloradas discusiones, pactos, riñas, deseos de unión y banquetes fraternales, las reuniones en la ciudadela de Cauca fueron finalmente fructíferas. Todos los régulos congregados, los enviados de las gerusias, los hijos primogénitos de los caudillos que acudieron como prenda de amistad entre las diferentes tribus, se juramentaron al final de la gran asamblea para guardar total secreto sobre el plan trazado.
Amílkar seguía avanzando. Desde las colonias púnicas de Abdera, Carteia, Sexi, Malaka y Baria, sus tropas recibían a diario suministros y apoyo estratégico de la flota de la República. Uno tras otro, se sucedieron los veranos atosigantes y los inviernos en los que disminuían las conquistas. El sufete aprovechaba el tiempo de los solsticios para buscar alianzas, organizar ceremonias y banquetes a sus capitanes, promover apoyos a su persona entre los clanes aristocráticos de la zona, conocer y darse a conocer.
Gran parte de la Turdetania había quedado bajo su mando, hasta las onduladas tierras de los túrdulos al norte donde se elaboraba el mejor aceite. Cada primavera aumentaba el territorio sujeto al jefe púnico. No sirvió de nada la resistencia de algunos caudillos, ni las advertencias del gran Yidonin —el adivino que para conocer el futuro se introducía huesos de difunto en la boca—, clamando en el altar sagrado del monte Orcos contra la perfidia de Cartago, con la ladera repleta de guerreros melancólicos. Las maniobras del avieso general tan ciego de ambición como podrido de codicia habían triunfado, los planes acordados en Cauca fracasaron uno tras otro.
Todos menos el del jefe Obyssos, el más arriesgado y el que se guardaba con mayor secreto. Pero aún tendrían que pasar años y encenderse nuevas guerras antes de que pudiera ponerse en práctica.