31
Dulce venganza
Dana comenzó a ascender por la escarpada ladera, apoyándose en las rocas que jalonaban el sendero para seguir los pasos de Asio, cargado con los bultos. A mitad de camino se les unió Prótalo con su hatillo de escudillas, raspadores y cucharas limpios. Iba alegre como un chiquillo. Tenía ya cuarenta años pero parecía más joven que cuando Asio lo conoció.
—He visto una pareja de nutrias bañándose en el río. Se me han quedado mirando.
—Creo que estás a punto de empezar a entenderte con los animales salvajes —afirmó Asio.
—Yo creo que ya lo hace. Lo que no sé es si ellos le entienden a él —añadió Dana.
Los tres rieron. Formaban una comunidad libre y abierta, con propósitos comunes, inmune al desaliento o la abulia. Las explosiones de alegría, incluso las carcajadas, eran frecuentes en los lugares que habitaban, generalmente cuevas que habían sido moradas humanas desde tiempos inmemoriales.
Cuando recuperaron el resuello y ordenaron sus escasos víveres en una alacena excavada en la gruta, Dana les comunicó una noticia como si no tuviera importancia, aunque los dos hombres pudieron darse cuenta de su preocupación.
—Ha venido un hombre de Tiermes con un mensaje para ti, Asio. Espero que no traiga órdenes impertinentes, que por otra parte aquí no tendrían valor, ni que sea portador de infortunios que puedan alterar la paz de tu espíritu.
—No temas, Dana, podré soportarlo. ¿Te ha dicho su nombre?
—Sí, se llama Alakén.
El silencio fue tan elocuente que Dana prefirió hacer como que se ocupaba en pelar unas cebollas para distraer el impacto que había provocado mencionar aquel nombre.
—¿Qué querrá? —mustió al fin Prótalo.
—No creo que sea unirse a nosotros.
—Será algún asunto relacionado con tus antiguas propiedades. Algún pleito o venta que necesite tu consentimiento —intervino, como distraída, la mujer.
—¿Le has dicho que viniera aquí?
—No. Te espera en Vareia. En casa de Lugón.
‡ ‡ ‡
Acompañado de Prótalo, Asio entró en la ciudad por la Puerta de la Luna. Varios jóvenes y mujeres se acercaron para besarle la mano, mientras dos hombres se unían a su paso para darle escolta.
Iba a encontrarse con el hombre junto al que había crecido. Lo demás, el amor apasionado, hacia tiempo que estaba enterrado en una urna, como las cenizas de Giscón o las de su madre.
Alakén se encontraba sentado con Lugón en una mesa junto al fuego. Prótalo hizo una seña con la cabeza al dueño de la casa y juntos abandonaron la habitación.
Asio y Alakén. Alakén y Asio. Solos. Frente a frente. En una habitación, entre una distancia de años.
—Has venido.
—Sí.
—Supongo que será algo grave.
—Así es.
—¿Desastroso?
—Yo diría que todo lo contrario.
En ese momento, Asio abrió los brazos. Alakén se acercó y lo abrazó con fuerza.
—Alak, cuánto me alegro de verte.
—Yo también, niño mío, yo también.
Alakén hablaba entre sollozos sin soltarse de los brazos de su antiguo amante. Asio le acariciaba la cabeza.
—No llores, todo pasó. La vida nos lleva por nuevos senderos.
—¿Podrás perdonarme?
—No hay nada que deba disculpar, sino al contrario. Te agradezco que te hayas ocupado de lo que fue mi hacienda. Lo has hecho, ¿verdad?
—Como si aún vivierais allí tú y tu madre. Todo está en orden. Cada noche, al acostarme, pienso en ti y pido tu bendición. Sé que eres un druida muy importante.
—Soy feliz, nada más. ¿Y tú?
—No puedo quejarme. Harpsis, mi esposa, es una buena mujer que sabe cómo llevar una casa. Tenemos ya tres hijos, el pequeño se llama Asio. Los abuelos murieron y mis hermanos pequeños siguen conmigo, cada vez más grandes. Como ves somos una gran familia. Vivimos en comunidad con los antiguos criados. Nadie ha vuelto a ocupar tu habitación ni la de Lea y nadie lo hará mientras yo siga al frente. No has perdido ninguna tierra, no te han quitado nada. Los aparceros siguen siendo los mismos. Sí, soy feliz, aunque… —Alakén hizo una pausa, trató de sorber su pena—, me faltas tú. En todo te echo de menos, a cada rato recuerdo tu cara, tu sonrisa, la forma que tenías de besarme los párpados. —Ya lanzado, Alak no se detuvo, dejando que las lágrimas corrieran por su rostro, unas veces compungido, otras con expresiones de cómica resignación—. Ya ves, yo que me hacía el duro, resulta que soy más cobarde que una ardilla a tu lado. Debí hacerte caso, irme contigo a descubrir qué demonios es esto de la vida, pero preferí quedarme a lo seguro, embrutecerme ordeñando cabras y haciéndole el amor a una mujer por la que siento sólo cariño y agradecimiento, mientras tú, el joven Asio que siempre encuentra su propia senda, escala hasta la cima y se libra de todos los castigos.
Alakén calló. Con la cabeza baja, sorbía por la nariz y cabeceaba, como si se diera cuenta de algo que ya no tuviera remedio. Asio le empujó suavemente hacia un asiento y se sentó frente a él.
—Bueno, Alak, ya lo has sacado. Y no quieras provocar mi piedad diciendo que estás embrutecido, me da la impresión de que tus razonamientos siguen siendo tan bravos como antes. Pero no nos torturemos en vano. El tiempo sólo está en nuestras cabezas y es el corazón quien dicta las distancias. No sufras, lo importante es la intensidad en el vivir, que nuestros sentimientos sean auténticos. Me alegra que todo vaya bien en casa, pero más me alegra si a ti te satisface. Prefiero la verdad de una emoción que cien sacos de trigo.
—Dicen que eres un hombre sabio.
—No más que el colibrí que busca las mejores flores.
—Asio, Asio…
Los ojos suplicantes del amigo parecían querer todavía algo, suplicar una caricia, o tal vez más. Asio arregló los pliegues de su túnica reprimiendo una sonrisa.
—Querido Alak, creo que estás olvidando el asunto que te ha traído por aquí.
—¡Ah, sí!, tienes razón. No soy más que un torpe pastor a quien le vienen grandes las cuestiones de alta política.
—¿Alta política?
—Sí. Me han encomendado una misión. Debo comunicarte un ruego de las altas esferas y se supone que también tengo que convencerte.
—¿Ah sí?
Asio no dejaba de sonreír. Le parecía que todo aquello podía acabar en una petición del Areopago de Tiermes para que volviese. Tal vez hubieran hecho caso de sus recomendaciones en la asamblea de Helmántika y estaban pensando en crear una escuela druida, o quizá incluso un cuerpo sacerdotal. Pero ¿por qué, Alakén? ¿No hubiera sido más correcto un miembro de la Gerusia?
Alakén interrumpió sus pensamientos con gesto serio.
—No podemos hablar solos. Me han exigido que haya algún testigo.
—¿Sirven ellos dos? —preguntó Asio haciendo un gesto al otro lado de la puerta.
—¿Son de confianza?
—Totalmente.
—Entonces sí.
Enterados de lo que se les pedía, que no era sino confirmar por escrito que la información que iba a dar Alakén sería la que llevaba en un documento sellado, Lugón y Prótalo se sentaron junto a ellos formando un pequeño círculo entre los cuatro.
—Adelante, Alak, confíanos tu mensaje.
La tranquilidad de Asio contrastaba con la tensión creciente del emisario.
—Es de Aníbal Barca, el sufete cartaginés.
Asio echó su cuerpo adelante, con violencia.
—¿De Aníbal? ¿El hijo pequeño de Amílkar?
—No tan pequeño, ya. Ha tomado el mando.
—¿Y Asdrúbal?
—Murió la primavera pasada a manos de un lusitano que llegó hasta él para vengar la muerte de Indortas.
—Comprendo. Así que es de Aníbal… —Asio se levantó contrariado y se dirigió a la ventana—. ¿Y qué puede querer ese muchacho de mí?
—De eso trata el mensaje —respondió Alakén muy serio.
—Sí, claro. —Asio se dio la vuelta y se quedó mirando a su amigo con la espalda apoyada en la pared y la mano en el mentón—. Habla, te lo ruego.
—El muchacho, como tú dices, tiene casi veinte años, la edad que tú tenías cuando te fuiste de Tiermes. —Asio hizo un gesto afirmativo con la cabeza, esquivando el tono de reproche de Alakén—. Hace tres que tomó las riendas del poder púnico en Cartago Nova. Desde entonces, Aníbal ha redoblado los esfuerzos de su cuñado para congraciarse con los íberos, incluso ha tomado una esposa íbera, la princesa Imilce, a la que trata no como concubina sino como reina. Se ha rodeado de guerreros íberos y en su ejército hay más spanios que púnicos.
—¿Por qué nos cuentas todo eso? —interrumpió Prótalo, molesto—. Hace tiempo que el druida Asio no se interesa por los asuntos que tienen que ver con la guerra.
—Me temo, druida Prótalo, que los testigos deben limitarse a escuchar sin hacer preguntas —afirmó Alakén.
—Prosigue, amigo mío, no veo dónde quieres llegar a parar —repuso Asio.
—Bien, es muy sencillo. Aníbal quiere hacer también las paces definitivas con celtas y celtíberos. Desea una alianza duradera, un acuerdo favorable a todos. Dice que él es spanio y quiere defender esta tierra del verdadero enemigo que ahora es la República de Roma.
—Eso le honra.
Asio había abandonado el gesto de fastidio y escuchaba paciente.
—Me alegro de que así te lo parezca. Eso hará las cosas más fáciles. Hace una semana llegó a Tiermes un mensajero suyo. Solicita tu mediación para convencer a los sacerdotes y caudillos de los beneficios de esta alianza. Le han dicho que sólo tú puedes lograrlo.
—¿Yo? ¡Qué ocurrencia!
Asio miró a Prótalo y después a Lugón. Ambos le devolvieron la mirada con seriedad, como si el asunto no les pareciera un disparate. Como si fuera lógico que le pidieran, precisamente a él, la bendición del proyecto.
—¿Os parece lógico que Aníbal se dirija a mí pidiéndome tal cosa?
Los dos afirmaron con la cabeza.
—Pero ¿cómo es posible? Si no soy más que un oscuro druida que está empezando su camino.
—No es cierto, Asio. Los caudillos celtas te conocen y te respetan porque el colegio sacerdotal no hace más que hablar de ti y de tus ideas: has declarado que la convivencia entre celtas, íberos y púnicos es el único camino posible.
Prótalo hablaba con el mismo convencimiento de antaño, cuando salieron de Emporión rumbo a lo desconocido. Había llegado la hora que él había presentido con la claridad de un adivino.
Asio se dirigió a Alakén.
—Y tú debes convencerme para que acepte.
—No, yo debo convencerte para que tengas un encuentro con Aníbal.
—¿Con él? No, no creo que sea posible. No, realmente no es posible.
Prótalo y Lugón se miraron consternados. Alakén carraspeó y se aclaró la garganta.
—En la segunda parte del mensaje, Aníbal te ruega que accedas a verte con él para decidir entre vosotros dos la estrategia de la conciliación. Asegura que los viejos rencores entre tu familia y los Barca están ya extinguidos. Dice que si tu hermano Giscón murió por Istolacio, su cuñado Asdrúbal fue asesinado por un devoto de Indortas. Que la sangre ha lavado la sangre y debéis estrechar vuestros brazos como hermanos, pues los cartagineses ya no son enemigos de los spanios ni quieren desposeerles de sus riquezas minerales. No hay más plata que pagar a los romanos. Cualquier transación de metal se hará según las leyes del comercio, como ha sido durante siglos. Añade que ahora el objetivo es expulsar a las legiones de Roma que han ocupado ya las tierras del norte del Íber porque, insiste, la República Romana es la verdadera enemiga. El Senado de aquella ciudad del Lacio es insaciable, pretende conquistar el mundo conocido y ponerlo a sus pies. Ellos no tendrán piedad ni respetarán nada. Si les dejamos, acabarán con todos, sobre todo con los celtas por quienes sienten verdadero odio desde que hace años arrasaron la propia Roma. El sufete Aníbal desea que sepas que, como Sumo Pontífice de Baal, ha sacrificado ya cien bueyes a la memoria de tu hermano Giscón y otras tantas yeguas blancas en memoria de tu madre Lea.
—¿Ha indicado lugar para el encuentro?
—El oppidum de Simankas, en el territorio vacceo.
—¿Y fecha?
—El próximo plenilunio.
Asio movió varias veces la cabeza sopesando la oferta y sujetándose el mentón como hacía en los momentos en que su mente galopaba por la planicie abierta de su pensamiento. Pero apenas estuvo así unos momentos. De pronto se cubrió la cabeza con el manto, lo sujetó con la mano izquierda y se dispuso a abandonar la estancia.
—Vámonos, Prótalo, tenemos que hablar con Dana. Alakén, acompáñanos. Gracias Lugón, por tu hospitalidad; te ruego que escribas tu nombre al pie de ese documento, dando fe de que he recibido el mensaje.
Dana escuchó el relato sin inmutarse, como si fuera un litigio más de Vareia que tuviera una clara resolución. Cuando Prótalo acabó, su dictamen fue tan claro como la luz de sus ojos glaucos.
—Yo no soy quien para aconsejarte, como tampoco Prótalo ni Alakén. La decisión es sólo tuya y así debe ser, Asio. Creo además que el destino vuelve a exigirte una actitud valiente, como siempre lo ha hecho. Es evidente que te estaba preparando, que te reservaba para este momento. El futuro de Spania puede depender de ti.
—¡Ojalá tengas razón! —exclamó Asio—. De acuerdo. Mañana, cuando despunte el alba, habré tomado mi decisión.
—Bien —añadió Dana—, la ocasión merece una cena especial. El ágape consistió en puerros hervidos en leche de yegua, algo poco habitual en la dieta de los druidas, servidos con salsa de nueces y almendras. Al terminar, bebieron unos sorbos de licor de mora para celebrar el encuentro con Alakén y desear que Asio tomara su decisión sin dudas, sin que le asaltara la angustia, guiado por la equidad.
Asio salió al exterior de la gruta y contempló el firmamento. Alakén lo había seguido.
—Me admira vuestra frugalidad, ¿es que deben vivir así los sacerdotes?
—Cuando el espíritu está alerta, el cuerpo no necesita alimentarse demasiado. Las comidas copiosas son un estorbo para la mente.
—Ya. ¿Y por qué la cueva?
—Es el templo humano por excelencia. El lugar del nacimiento de los manantiales, un cobijo para la fragilidad de la condición humana. Están dedicadas a la diosa madre y aquí respiramos una verdad superior, una atmósfera especial.
—Como tú y yo en Tiermes…
—Aquello era distinto.
Alakén sintió que hablaba a un fantasma. Aquel druida espigado, de mirada grave, ya no era su niño, aunque aún sintiera ganas de abrazarlo.
—Mejor será que te deje con tus pensamientos. Te espera una decisión difícil.
Se despidieron con una leve inclinación de cabeza.
—Que descanses, Alak. Y que la diosa Eako guarde tus sueños.
—Que tu coraje no te abandone, druida Asio. No olvides que tu corazón es noble, sabe perdonar. La generosidad siempre ha guiado tus pasos y así debe ser ahora también.
—Gracias, Alak. Por todo.
—Soy yo quien te está eternamente agradecido.
Asio se dirigió hacia la cueva pequeña donde solía mantener las meditaciones y diálogos consigo mismo. Una decisión difícil, decía Alak… Pero ¿acaso era posible? Sentado en la piedra de entrada donde le gustaba quedarse durante horas mirando las estrellas, Asio recordó nítidamente su pasado. Quería rememorar los momentos en los que tuvo que tomar decisiones difíciles, para empaparse de voluntad, encontrar el impulso que le llevó a aceptarlas.
Tampoco esta vez había escapatoria. Pero nadie iba a forzarle. Incluso se habían tomado la molestia de enviar a Alakén sin pretender imponerle un papel que no aceptara de antemano. En eso, mantener su independencia más allá de los poderes fácticos, ya había triunfado. Estaba convencido de haberse despojado de toda vanidad, pero también de la modestia inútil o el simple deseo de agradar a los demás. Sentía como si pudiera hablar al destino cara a cara, jugando sus bazas con serenidad.
Pero ¿por qué? Él, que había aborrecido la guerra ante caudillos y tribunales, ahora se le pedía que alentara a los pueblos celtas de Spania para unirse al último de los generales púnicos, aquellos que torturaron a Istolacio e Indortas, causantes del sacrificio de su hermano y el suicidio de su madre, culpables originales de haberle alejado de su verdadero amor en Tiermes.
La luna le iluminó de frente cuando dirigió sus ojos a la estrella vespertina en busca de guía para su inteligencia. ¿Qué insensato desvarío trataba de confundirle con ínfulas de aparente verdad? ¿No era acaso su condición de druida el mayor prodigio de su vida? ¿Y no lo había logrado, precisamente, a través de todas esas vicisitudes que hirieron su corazón pero no lo helaron? Tal vez esta requisitoria fuera el supremo esfuerzo, la última prueba para vaciar su vanidad por completo, dejar de pensar en sí mismo y obrar verdaderamente en aras de la comunidad. En todo caso, si algo de su persona debía acompañar aquel acto de voluntad, bien podía ser un homenaje a Giscón, quien estaría más que contento allá en su paraíso de guerreros y mujeres hermosas. Y también un tributo a la madre que siempre confió en él y le inculcó las ideas que ahora le pedían que pusiera en práctica. No dejaba de tener gracia que hubiese sido precisamente Alakén, que un día le llamó cobarde y ahora apelaba a su coraje «de siempre», quien fuera portador del mensaje que ponía a prueba su reputación. Seguro que Aristaco, cuando supiera que había sido su hijo el que llegó a pactar con Aníbal en nombre de las tribus celtas, se sentiría orgulloso y pensaría en Alcibíades, su ídolo.
La guerra era odiosa, sí, pero aún más la servidumbre a un tirano. Roma era ahora la arpía devoradora, el monstruo insaciable que necesitaba la sangre de los vencidos para construir su imperio. Tenía razón Aníbal en que era necesario sujetarlos más allá del Íber, si querían preservar en el resto de Spania la vida tal y como la conocían. También era cierto que el cartaginés ya no era un extranjero como lo fue su padre. Se trataba de una unión entre hermanos, entre el legítimo, el pueblo celta, y uno tardío, póstumo y medio ilegítimo que le había salido al país de las montañas y los ríos. De eso él sabía mucho.
Era él, en efecto, quien violentando su criterio hacia la guerra debía pensarlo otra vez y admitir que en su tajante posición había también algo intransigente y destructivo, pues no admitía otra cosa que no fuera su pensamiento.
No podía oponerse. El destino reclamaba su parte por haberle otorgado tanta libertad. En eso consistían los sacrificios. Por eso Lug debía haber consentido en que quisieran hacer de él el druida supremo. Debía cargar con esa responsabilidad y tener agallas para llevarla a cabo sin titubeos.
El futuro sería el tribunal postrero, pero ¿no era esta la mayor vanidad de vanidades, tratar de asegurarlo? Sólo la experiencia lúcida del presente daba al ser humano su condición trascendental, pues con ella la inteligencia era capaz de modelar el futuro más allá de una única voluntad. El destino perdía así su condición de dios omnipotente y quedaba a merced de los sueños y afanes de la humanidad.
Diría que sí y esa sería su dulce venganza.
El encuentro con Aníbal fue menos aparatoso de lo esperado. En la Simankas vaccea, a orilla del Durius que se engrandece al recibir su mayor afluente, esperaba el sufete púnico acompañado tan sólo por seis de sus generales. Allí llegaron los druidas Asio y Prótalo desde la Beronia, con sus túnicas blancas y cayados, una tarde de otoño en que los grajos sobrevolaban la ciudadela anunciando el inminente frío.
Hubo saludos ceremoniales, palabras de agradecimiento por las dos partes y una efusión disimulada en el abrazo entre el druida y el sufete. Tomándose por la cintura como gesto familiar de conciliación, se dirigieron a la sala de ceremonias de la casa mayor. Allí los dejaron solos. La conversación fue breve, un diálogo precursor de lo que vendría después, en años de encuentros constantes.
—Has venido y te doy las gracias, druida Asio. Nada puede ser más grato a mis oídos que tus sabias palabras.
—Respondo a la gallardía de tu petición con toda la honestidad de la que soy capaz, Aníbal Barca, digno heredero de tu linaje que has adoptado Spania como el solar donde reposa tu corazón. Has hallado en mí la voz del pueblo celta y es en nombre de su libertad, de la dignidad ganada a través de generaciones, como quiero hablarte.
—Habla, pues, druida. No dudo de tus rectas intenciones.
—Acepto tu propuesta y estoy dispuesto a la tarea que me encomiendas. Hablaré con los régulos de los distintos pueblos, haré ver a los caudillos la conveniencia de esta alianza. Detesto profundamente la guerra, pero si se trata de resistir la embestida de un invasor que quiere domeñarnos, estoy dispuesto a predicar la alianza con los cartagineses, nuestros nuevos hermanos.
—Veo que has meditado tu respuesta y has sabido estar a la altura de la gravedad del momento. En verdad que la sabiduría de los druidas y la dignidad milenaria del pueblo celta hablan por tu boca. Con razón me dijo el Gran Druida de Lusitania que sólo había una persona que podía ayudarme en mis propósitos: Asio, el druida celtíbero. Gracias, amigo mío.
Siguieron los parabienes y un copioso banquete regado con vino de Alakant, que los druidas apenas tocaron. Todos alzaban su copa y brindaban por la prosperidad de la nueva alianza, por el druida celtíbero, por el pueblo celta. Asio sonreía mientras su mente volaba lejos de allí hasta la cueva donde le aguardaba la verdadera vida. Se preguntaba si Dana habría congeniado con Alakén, a quien había dejado para que la cuidara en su ausencia. Lo que supo después, cuando regresó, es que no sólo se entendieron de maravilla sino que Alak prometió volver y llevar consigo a sus hijos, para que conocieran a Asio y pudieran aprender de él las enseñanzas druidas.