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Maestro
Siete años después, el druida Asio se encontraba meditando a la entrada de su cueva favorita junto a la ciudad de Vareia, en territorio de los berones. Prótalo, su inseparable acompañante, había bajado hasta el río para lavar ropa y utensilios. A la entrada del valle, por el recodo que forma el cauce del Íber, avanzaba la figura de una mujer cargada con un cesto, abriéndose paso entre la maleza.
Asio la vio. Era Dana. Como le ocurría a menudo cuando la distinguía de lejos, sintió una enorme ternura hacia esa mujer que los recogió cuando llegaron de Emporión, cansados y asustados de haberse embarcado en una aventura temeraria. Desde el principio, él le confesó que deseaba hacerse druida y que habían elegido la tierra de los berones por ser un pueblo de costumbres arraigadas, con las mejores coras de enseñanza druida. Luego le dijo que era natural de Tiermes, de donde había sido expulsado por aborrecer de la guerra y negarse a cumplir el rito soldurio de inmolación. Por último, manifestó su deseo de aprender los conocimientos que debe tener un sacerdote celta y entonces presentó a su compañero: un druida lusitano, algo mayor que él, que enseguida tomó la palabra para explicar con mucha amabilidad que habían llegado a la Beronia dispuestos a cumplir su destino como sacerdotes de Lug, pero que no sabían cómo empezar.
Dana era una mujer respetada en Vareia, la ciudad principal de los berones, una tribu encajada en las serranías donde nacen los grandes ríos y cuyos límites son los territorios de vascones, várdulos, caristos y pelendones. Con estos habían llegado a mezclarse generaciones atrás, merced a los muchos matrimonios y un pacto de defensa mutua, que ya había caído en desuso, frente a los lusones del sur. De los pelendones habían adquirido rasgos celtíberos, aunque no tan acusados como sus vecinos más poderosos, los arévacos con quienes apenas tenían relaciones. La cuestión que más los separaba, precisamente, era el legado celta. En Beronia se practicaba el culto a Lug y los druidas eran fundamentales. Se decía que eran ellos los verdaderos continuadores de la tradición celta.
El encuentro con Dana fue casual, tal vez guiado por la mano de Eako, que nunca los abandonaba. Ella los acogió desde el principio y se encargó de que Asio acudiera lo antes posible a la escuela para comenzar su aprendizaje como bardo. Vivía sola, había renunciado a tener familia porque la suya era todo aquel que la necesitara. Dana era casi una piedra angular en la vida de la comunidad. La Gerusia le consultaba sus decisiones, poniendo a menudo su nombre el primero en las téseras de hospitalidad. Los jóvenes acudían a ella para pedirle consejo si querían contraer matrimonio. Sabía de medicinas para curar muchas enfermedades; cuidaba su propio huerto en el que crecían las plantas que utilizaba en sus pócimas y emplastos; era, además, juez superior por acuerdo de la asamblea para dictar sentencia en los litigios más espinosos o los asuntos graves.
No era joven ni mayor. Al tiempo de la llegada de los dos forasteros aún no le habían salido las hebras plateadas que ahora recorrían su larga cabellera. Tenía el hablar pausado y la cara casi siempre sonriente pero cuando se enfadaba, aunque fuera rara vez, su rostro se convertía en una dura máscara que daba miedo mirar, la voz enronquecía y hacía gestos de apremio con los brazos como si estuviera dirigiendo una batalla.
En verdad, lo había hecho. Cuando aún se llamaba Budika, fue una guerrera audaz y arriesgada que llegó a tener su propio destacamento. Desde su juventud se empeñó en acompañar a los guerreros en la campaña para recuperar los montes ocupados por los lusones, pero no lo hizo entre la tropa como otras mujeres ni haciendo labores de intendencia en la retaguardia, como las más mayores. Ella exigió, y le fue concedido, rango de lugarteniente y capacidad de mando. Sin embargo, tras una experiencia desastrosa en la que vio morir a varios seres queridos, renunció a tomar parte en cualquier guerra. Aunque comprendía que a veces eran inevitables, o incluso necesarias, hacía tiempo que consideraba ya las guerras como «ocupación de hombres presuntuosos a quienes gusta medir su fuerza» y «lamentable espectáculo de miseria que degrada el alma humana».
Fue entonces cuando tomó el nombre de Dana, como homenaje a la diosa madre, progenitora de Lug.
—Buen día, hermana Dana. Deja que te ayude.
Asio había bajado hasta la cárcava sonriendo y agitando la mano.
—Tengas paz, querido Asio. Los años no pasan en balde y cada vez me cuesta más subir por las laderas cargada de bultos.
—No debes traer tantas cosas. Ya sabes que necesitamos poco.
Asio cogió con una mano la cesta con garbanzos, cebollas y coles y cargó al hombro la talega de harina de trigo. Seguía sonriendo.
Aquella sonrisa que lo hacía tan especial fue el talismán que hizo suyo la antigua guerrera desde el mismo instante en que lo vio. Poco a poco se fue dando cuenta de que el chico además valía para ser druida, tenía una educación esmerada y ganas de aprender. Pero sobre todo transmitía calor, una rara seguridad cada vez que miraba de frente y sonreía sin darse cuenta del efecto que producía.
Dana cultivó su amistad desde el principio, desde que le aseguró a Prótalo que haría de él un sacerdote. Los primeros dos años, el tiempo que duró su aprendizaje como bardo, fueron difíciles para ella porque a la fascinación siguió el cariño y desembocó en un amor que a Dana, acostumbrada a prescindir de los hombres, le costaba sobrellevar sin atreverse a expresarlo. En el grado de compañero duró poco, pues Asio aprendía a gran velocidad y pronto destacó entre las decenas de vates aspirantes a druida.
Fue el día de su elevación a maestro cuando ella le confesó su amor. A él pareció no sorprenderle y lo tomó como otra dignidad que aceptaba con gratitud, aunque un repentino pudor le hizo bajar la cabeza en el momento de responder a la mirada interrogante de Dana, turbia, por primera vez desde que la conocía, de ansiedad y deseo.
—Me temo que no podré corresponder a tu amor como lo mereces, pero debes saber que mis sentimientos de cariño y gratitud hacia ti son tan elevados, que no puedo compararlos a nada de este mundo. Por otra parte, he de confesarte que mi corazón quedó enterrado entre las ruinas de mi pasado. Pertenecía a un hombre. Sí a un hombre. Se llamaba Alakén.
No hubo más que añadir ni volvieron a hablar de ello en los cuatro años siguientes, pero desde entonces Asio mostró hacia Dana una ternura que teñía de cariño su vida cotidiana, como un marido solícito. Ella le devolvía las atenciones cuidando de él en todo momento. Lo acompañó en sus viajes por las ciudades vacceas y el territorio vetón. Permanecía junto a él en sus predicaciones y enseñanzas; también en los momentos de recogimiento dentro de las cuevas que solía habitar o durante los ritos. Estuvo a su lado, hacía ya para un año, cuando participó en la asamblea de sacerdotes convocada por el Gran Druida lusitano en el oppidum de Helmántica.
Aquel fue un momento crucial en la vida del druida Asio. Su discurso ante la asamblea impresionó por el vigor con el que sostuvo tanto la necesidad de cohesión entre los pueblos celtas como la amistad con los íberos o el entendimiento con los cartagineses. No debía haber brechas que separaran lo que estaba unido, todos debían aprender a convivir y comportarse con respeto hacia los rasgos y costumbres de cada comunidad. Advirtió a sus hermanos en el sacerdocio que eran ellos quienes debían llevar sobre sí la tarea de mantener la conciencia alerta y preservar el espíritu de las leyes, como había sido en tiempos pasados. Tenían ante sí la triple tarea de celebrar los ritos para comunicarse con los dioses, procurar la mejora de los individuos y salvaguardar el espíritu de los pueblos, junto a su prosperidad. No debían ceder ante los jefes militares y convertirse en sus acólitos, pues la vida humana no debía depender de la guerra sino desarrollarse en la paz. El druida Asio, con su voz de trueno, pidió que en cada oppidum, en cada poblado o grupo de chozas, hubiera un sacerdote encargado de la educación de los niños y de mantener la justicia en la comunidad. Que se fundaran escuelas druídicas en cada ciudad importante. Que las mujeres druidas volvieran a encargarse de los tratados de paz y la medicina. Por último, exigió que no se toleraran los casos de abusos o corrupción entre ellos y que a quien le probaran estos cargos fuera inmediatamente desposeído de su condición sacerdotal.
Ocurrió el último día de la asamblea, cuando su intervención causó tal revuelo que poco después se reunía la Comisión de Sabios Maestros para proponer a los más de trescientos druidas presentes la elección del arévaco Asio como Gran Druida de los celtas de Spania.
Nadie recordaba un candidato que tuviera sólo veintisiete años, pero tampoco había habido nunca un superior como Ava los, con ciento tres años cumplidos y que, aunque aún lúcido e incluso capaz de moverse por sí mismo, no oía nada en absoluto y era necesario sustituir. Había que saber adaptarse a las circunstancias y obrar en consecuencia para no perder la maestría en el vivir —esas habían sido exactamente las palabras del propio Asio y eso mismo habían repetido los sabios en el cónclave—, para superar la tradición que dictaba elegir a uno de los más ancianos.