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El tesoro del tiempo

—Aquí podéis quedaros. Sólo tengo una habitación, espero que no os importe compartirla.

—No, claro que no.

El velo de tristeza que cruzaba su cara era demasiado intenso como para que pasase desapercibido. En las últimas jornadas se había ido apoderando de él una melancolía silenciosa de la que Prótalo no pudo sacarlo. Ante el estado taciturno de su amigo el druida sonreía por los dos y hacía continuos gestos de aprobación.

—¿Estás bien, Asio?

—Sí, padre. Sólo es que estoy cansado del viaje.

—No me llames así, hijo mío, no estoy acostumbrado y me recuerda demasiadas cosas. Ya sabemos que soy tu padre, no es necesario tenerlo siempre presente. Llámame mejor Aristaco, como todos.

—De acuerdo.

Sin advertirlo, Aristaco clavó con estas palabras los últimos remaches al ataúd de la memoria de su hijo. El chico ya no se inmutaba por nada, aceptaba cualquier cosa que le ocurriera con la naturalidad de un viejo filósofo. Prótalo seguía observándolo de cerca, acostumbrado ya a darle apoyo inmediato, ser su bálsamo y cayado. Mientras tanto, guardaba la gran medicina que necesitaba su espíritu para cuando fuera propicio. Tenían toda la vida por delante.

Asio miraba la habitación, tratando de no mostrar inquietud, ocultando el desamparo que las palabras del padre le habían producido. Se dio cuenta de que allí sólo había un lecho y supuso que la estancia estaba dispuesta a la manera espartana pues ocupaba el centro de la dependencia una delgada colchoneta rellena de crin suficiente para dos o tres personas. Dos lámparas de aceite, una a cada lado, y un arcón al fondo, era todo el mobiliario salvo un pequeño busto colocado en una hornacina abierta en la pared en cuyo base podía leerse con caracteres griegos el nombre de Licurgo, el legislador de Esparta.

—Bien —dijo Asio cuando Aristaco los dejó solos—, me temo que al final tendremos que dormir juntos, druida.

—Eso parece.

—¿Te molesta?

—¿Y por qué habría de molestarme?

—No sé, los sacerdotes sois gente muy rara.

—Y los guerreros arrepentidos, bastante tontos.

Aquella tarde tuvieron su primer simposio, un banquete de bienvenida por todo lo alto en la que Aristaco les ofreció manjares exquisitos, buen vino y la concurrencia de una decena de amigos. La conversación giró en torno a los chismorreos, Hasta que Aristaco pidió silencio para que Asio relatara su aventura. Los invitados escucharon impresionados, con interés creciente, haciendo preguntas certeras y comentarios jocosos.

—Tu decisión te honra —afirmó Lycos el Sabio—. Pero, dime, ¿el extrañamiento de tu tierra alcanza a toda la Keltiké?

Asio puso cara de no saber qué responder y miró a Prótalo.

—No necesariamente —respondió el druida por él—. Cada pueblo celta tiene sus leyes y la capacidad de acoger a quien le parezca.

El aserto pareció tranquilizar los ánimos. Siguieron los brindis por la amistad y una acalorada discusión sobre la iniciativa de un poderoso comerciante recién llegado a Emporión que pretendía levantar un templo a Cástor y Pólux, los Dioscuros tan queridos a atenienses y espartanos. El conflicto, como ocurría siempre en aquella ciudad tan alejada de la Hélade, era que los descendientes de los griegos focenses llegados de Massalia, preferían asociar sus ritos a las costumbres atenienses antes que a las espartanas. Trataban de no mezclarse en los templos o santuarios, herederos aún de viejas rivalidades.

—Los espartanos querréis asociar vuestra diarquía de reyes a los Dioscuros. Habrá tumultos.

Así razonaba Pisón, un patriarca cuya familia se remontaba a los fundadores de la ciudad.

—Precisamente lo que necesitamos es unirnos más y olvidar las diferencias, a fin de cuentas los fundadores ya no representáis más que un tercio de los ciudadanos.

—Hay que mantener los principios.

Las discusiones duraron aún un buen rato, pero siempre sin alterar el tono jocoso general. A Asio le impresionó que en ningún momento se hablara de armas ni de imponerse un bando a otro.

—Lo particular con frecuencia enturbia lo general, así que se hace necesario conjugar ambos y luego decidir por estricta votación individual.

Aristaco, que estaba sentado entre los jóvenes invitados, les iba contando en voz más baja las costumbres de la polis. Ellos le agradecían las explicaciones, pero estas últimas palabras esclarecedoras abrieron un resquicio de luz en la mente de Asio.

Lo general era aquello que le atormentaba, las desgracias con las que el destino estaba golpeando su particularidad, es decir su persona en el mundo, un hijo natural de estirpe arévaca, destinado a recoger la tradición guerrera de sus antepasados, que en la búsqueda de su propio camino había encontrado los mayores suplicios. Pero era esa búsqueda, la llamada interior, lo particular que debía seguir, el equilibrio que Aristaco le señalaba como única dirección posible.

El chico miró a su padre sonriendo y este le devolvió el gesto apretándole la mano. Aquella noche, Aristaco le pidió que le relatara los últimos momentos de Lea. Una vez que lo hizo, tras un largo silencio, ambos acordaron no hablar más de ello y guardar en su corazón el amor que sentían hacia esa mujer hasta que la herida cicatrizara y poder recordarla de nuevo sin dolor.

‡ ‡ ‡

No hubo obstáculos a la hora de encontrar una tarea a los jóvenes que los mantuviera ocupados y les diera a ganar unos dracmas. Filipos, uno de los acaudalados participantes de aquellas tertulias, necesitaba un contable para su factoría de garum y otro para la de cerámica. Ambas habían crecido mucho en los últimos años y su contable general ya no daba abasto para llevarlo todo al día.

Aristaco dio las gracias a Filipos y los chicos comenzaron su trabajo uniéndose todas las mañanas a la multitud de peones que acudían a Palaiápolis, la antigua ciudad de los focenses ahora dedicada a las distintas factorías. Los griegos, grandes sibaritas que habían desarrollado mejor que nadie la vida en la polis, dejaron de habitar aquella zona por los fuertes olores y las inmundicias que acumulaban las factorías para trasladarse al otro lado de la bahía, donde ahora se levantaba una ciudad suntuosa con varios templos y un ágora de gran belleza.

Los dos amigos se levantaban pronto y acudían a caballo a sus obligaciones, mezclados entre los que cruzaban a pie la larga ensenada. Era el momento más agradable del día. Veían salir el sol por encima del malecón y los barcos atracados en el puerto con el velamen recogido. Hablaban de filosofía, de las últimas conversaciones en casa de Aristaco o de planes difusos para el futuro. De vez en cuando recordaban su vida anterior, pero siempre como motivo de risa, evitando cuidadosamente las últimas tragedias.

—¿Te imaginas al druida Arredrón, viéndome vivir entre griegos y aceptar dinero por mi trabajo?

—Le daría un síncope. Luego iría a por ti, debe tenerte buenas ganas. Por cierto, ¿los druidas pegan a sus pupilos?

Prótalo reía abiertamente.

—No, al menos no tanto como los celtíberos, supongo. Aunque debo admitir que Arredrón nos daba cachetes cuando éramos pequeños. A mí me dio más de uno.

Las leves conversaciones los conducían como si tuvieran alas. Muchas veces no se daban cuenta de que habían llegado en medio de una de ellas y tenían que parar y despedirse hasta la tarde. Les fastidiaba esta separación. Pero aún más la intensa jornada de trabajo en la que ambos acababan con la cabeza embotada.

La vuelta solía ser bastante peor. Casi siempre había anochecido y no les quedaban ganas para las bromas. Cabalgaban deprisa, galopando la mayor parte del trecho porque necesitaban desentumecer el cuerpo. Cuando llegaban a casa, no les quedaban energías para participar en las interminables cenas de Aristaco y sus amigos. Sólo lo hacían los días de descanso.

De esta manera transcurrió más de un año, sin que su situación y rutina variara lo más mínimo. Aristaco notó que el ánimo de los muchachos había decaído y decidió indagar sus razones, pero ellos contestaron con evasivas, aludiendo solamente a las condiciones de trabajo.

—Peor que los gritos constantes es el olor —dijo Asio—, tengo la sensación de que ya no podré quitármelo nunca de encima.

—Es cierto que la factoría de garum es pestilente. No me extraña que el olor del pescado muerto te revuelva las tripas, pero ¿por qué no me lo habías dicho?

—Filipo nos encomendó esas tareas con generosidad. No podíamos rechazar su oferta sin riesgo de ofenderle. Es uno de tus mejores amigos.

—Había olvidado la exquisita educación que te dio tu madre. Pero en cuestiones de trabajo debemos ser más racionales. Y tú, Prótalo, ¿cómo te sientes en la tenería?

—Más o menos igual, señor Aristaco. La mezcla de orines animales y tinturas me provoca náuseas. A menudo llevo un trapo húmedo alrededor de la boca pero ni aun así logro acostumbrarme.

—¡Por Zeus! ¿Cómo no me lo dijisteis? No son los únicos trabajos que un par de muchachos de nariz exquisita pueden hacer en esta ciudad. He oído que cada vez llegan más íberos a trabajar con nosotros porque la mano de obra aquí es insuficiente. Dejadme que busque otra cosa. Mañana vendrán Lycos y los demás a cenar. No hace falta que estéis presentes. Yo me encargaré de hablar con ellos.

Rápidamente, los muchachos tuvieron varias propuestas en los talleres de orfebrería que regentaba Lycos, los mismos de los que se surtía Aristaco para escoger las piezas que luego vendía a los celtíberos y otros pueblos de la Península.

Pasaron el siguiente invierno trabajando como ayudantes del mismo orfebre. Su cometido era muy variado, desde traer las barras de metal que producía la factoría de extramuros dedicada a procesar plata, estaño y plomo, hasta golpearlas para convertirlas en delgadas láminas. No tenían que desplazarse porque el taller se hallaba en el mismo perímetro de la neápolis. Así pudieron dormir más y haraganear en la cama, antes de salir calientes y bien abrigados a su labor diaria. Se habían acostumbrado a compartir el lecho y hasta las ropas. No quisieron buscar cuartos separados. En todo se comportaban como hermanos, aunque Prótalo siempre guardaba cierta deferencia hacia su amigo. Todos creían que era por la condición patricia de Asio, o porque el druida era un invitado sin vínculo familiar con el dueño de la casa y, educado como era, cumplía con el respeto debido al anfitrión en la persona de su hijo, pero la verdad era distinta. Prótalo trataba a su amigo como si fuera una autoridad moral, convencido de que en su corazón de filósofo brillaba la auténtica sabiduría.

Las noches eran el momento que valía por el resto de la jornada. Las pasaban conversando entre ellos dos, lejos de las tertulias que se organizaban entre los de su edad, siempre inclinadas al chismorreo más reciente que hubiera aparecido en Emporión. Habían escuchado muchos bulos, demasiadas noticias falsas esparcidas por marineros imaginativos o falsarios. Asio y Prótalo se aburrieron de tanta especulación.

Pero no todas las noticias eran falsas o salían de la mente calenturienta de algún viajero. Las que llegaban sobre los cartagineses solían ser verídicas porque venían de los íberos que trabajaban en el taller, quienes a su vez las recogían de sus parientes en los poblados. Ellos les contaban cómo desde que desapareció Amílkar, las cosas habían ido a mejor. Asdrúbal el Bello, el nuevo jefe cartaginés que había asumido el mando durante la minoría de Aníbal, había concertado la paz con los romanos y rubricado un tratado que establecía límites entre ambas repúblicas para sus intereses en Spania. La Península se convertía así en tierra de expansión para ambas potencias, deseosas de asegurarse sin intermediarios los ricos recursos mineros. Ninguno de los dos senados, en apariencia, pretendía sojuzgar a los pueblos del interior, los belicosos celtas que ya habían dado pruebas de su capacidad de resistencia. Ambos se conformaban con mantener alianzas con los íberos de la franja oriental. El origen etrusco de los romanos y el fenicio de los cartagineses eran más compatibles con la mentalidad y costumbres íberas. Además, les unía una larga tradición de comercio.

Asdrúbal había tomado una segunda esposa del país que ayudó a sellar nuevas alianzas en campo spanio. El matrimonio con la princesa íbera supuso el acercamiento definitivo, la ruptura de las barreras raciales. Nuevos tratados con distintos pueblos del Levante aseguraban la paz a través de las alianzas que estos tenían con las tribus del Occidente. Asdrúbal aprovechaba la corriente de entendimiento entre íberos y celtas en beneficio propio, sin desatender la potencia de su ejército para que nadie olvidara quién era el que mandaba. Desde el principio quiso dejar claro que su estancia en Spania no era ya accidental ni sujeta a plazos. Tenía la voluntad de quedarse, aunque su decisión, hecha pública mediante un decreto que mandó a los cuatro puntos cardinales, no implicaba que las naciones de Spania tuvieran que seguir los dictados del Senado de Cartago. El nuevo sufete se presentaba como amigo, haciendo hincapié en que lo púnico era un elemento más, aunque de rango superior, en la constelación de pueblos peninsulares. Si antes fueron los griegos y, sobre todo, los fenicios, ahora les tocaba a los cartagineses la tarea de mezclarse con los pueblos de la gran tierra de promisión en el occidente continental. Ellos habrían de convertirse en los mejores aliados de íberos, celtas y celtíberos, como no se cansaba de repetir Asdrúbal a los embajadores que recibía con frecuencia. Serían ellos, los protectores de los nativos, los que aplicarían las técnicas más desarrolladas para la industria metalúrgica, los que dieran salida exterior a sus productos manufacturados. Y sobre todo, Asdrúbal quería alzarse con su fabulosa fuerza militar como el garante de independencia de los spanios frente a un peligro aún mayor: la República Romana. La conclusión de aquella nueva estrategia era contundente: los púnicos harían de Spania la próxima potencia del Mediterráneo occidental. Que los romanos se concentraran en la expansión hacia el este. Allí tenían la otra tierra de promisión, la Magna Grecia por la que tanto suspiraban.

Y para rubricar su política, fundó una ciudad como sede del poder púnico y cabeza de puente para el comercio, a la que llamó Cartago Nova, junto a una magnífica ensenada que servía de defensa natural y puerto abrigado.

‡ ‡ ‡

Fue en una de aquellas noches de confidencias entre los dos amigos cuando las auténticas intenciones de cada uno salieron a flor de piel como semillas que hubieran germinado despacio en el cobijo del tiempo. Estaban decepcionados por su estancia entre los griegos, cuyo horizonte se limitaba a trabajar, sacar adelante a la familia y reunirse los varones un día sí y otro no para dialogar entre libaciones sin tasa y discusiones estériles.

—Asio, no sé tú, pero yo no me siento a gusto trabajando todo el día en la orfebrería.

—Al menos no hay olores.

—No me refiero a eso.

Estaban tumbados boca arriba en la cama, bien tapados aunque en aquella región el clima de invierno era mucho más soportable que en la Lusitania interior o la Celtiberia.

—Vamos, habla, ¿a qué te refieres?

—No me veo haciendo lo mismo año tras año.

—Ya.

—Tal vez un día conozca a una mujer y la despose. Entonces tendríamos hijos y yo ya no podría hacer otra cosa que golpear las láminas de bronce para alimentar a mi familia. O tal vez, encuentres tú un hombre que vuelva a llenar tu corazón y decidáis estableceros, poner un negocio y seguir como tu padre, tan felices, supongo. Pero no sé, yo no me veo, mejor dicho no quiero verme, como un eslabón de la cadena reproductora. Trabajar para criar hijos que trabajen. Me produce angustia, la verdad. Tal vez sea que soy un poco misántropo, o que fui educado para sacerdote entregado a la comunidad. Sí, no me mires así. El caso es que estoy empezando a aborrecer esta vida nuestra de trabajo y descanso sin esperar nada. No quiero decir que me sienta mal, ni mucho menos, tal vez demasiado bien. Sobre todo porque te tengo a ti y podemos seguir hablando por las noches. Pero no olvido el mundo que nos espera ahí fuera, más allá de los muros de Emporión. Gente necesitada, con hambre espiritual, que es la más triste de las indigencias.

Prótalo se quedó pensativo. Se imaginaba con su larga túnica blanca de druida entrando en algún poblado celta en el que las madres le ofrecieran a sus hijos para que los instruyera, donde los guerreros se despojaran de sus armas y metales cuando él fuera a ejecutar los ritos de la naturaleza. Su imaginación fue incluso más allá y llegó a verse frente a un círculo de hombres y mujeres atentos, escuchando su palabra que les anunciaba la venida de un hombre excepcional, un druida sacro que les revelaría el diáfano camino de la conciencia, un hombre que no era otro que el Gran Druida Asio.

—Tienes razón, Prótalo. Yo también deseo cambiar de horizonte, salir de esta rueda por la que pasan las estaciones sin que podamos verdaderamente crecer, aunque no es poco lo que hemos aprendido, por lo menos yo. Ahora sé cómo es la vida urbana en una comunidad pacífica, por ejemplo. Pero tú y yo somos diferentes del común de los mortales, supongo. Ahora estamos atrapados en un proceso organizado para producir bienes que luego son vendidos a cambio del dinero que sigue moviendo la rueda. Somos eslabones de una cadena, sí, y ahí acaba todo. ¿Sabes? He estado pensando estas últimas semanas que podíamos enrolarnos en algún barco griego que haga la ruta del Ponto Euxino. No como remeros, claro, pero tal vez como agentes de comercio para el grupo de amigos de mi padre. Ellos envían sus productos a todos los rincones de este mar nuestro. ¿Te imaginas? Conoceríamos Siracusa, Alejandría, Atenas y hasta la misma Cartago. ¿Qué te parece?

—Tentador.

—Bueno, es lo que querías, ¿no? Cambiar, conocer mundo, adquirir experiencia.

—Sí, pero yo me refiero a otra cosa.

—¿A qué exactamente?

—A volver a la Keltiké, a las tribus del norte donde los druidas son respetados y pueden hacer su labor y seguir el camino trazado desde que son aprendices.

—Ya. Lo comprendo. Quieres volver a tu vida anterior.

—No, Asio, más bien quiero mejorar mi vida anterior, aprovecharla para seguir en la senda del conocimiento.

—¿La senda del conocimiento?

—Sí, el camino que todo druida debe seguir durante toda su vida.

—No sabía que echaras tanto de menos tu condición de druida.

—No es eso, mi buen Asio. Es que lo soy y necesito seguir siéndolo. Lo demás me parece espera, ocupaciones triviales, perder el precioso tiempo que la naturaleza ha puesto en mis manos.

—Bien, de acuerdo. No seré yo quien te impida seguirlo. Vete si quieres.

Prótalo se volvió hacia él. El brillo de la luna, a través del ventanuco, provocaba destellos en sus ojos.

—¿Pero es que no te das cuenta? Es de los dos de quien estoy hablando.

Asio se volvió también.

—¿Tú… y yo?

—Naturalmente que tú y yo. —Prótalo le había cogido por los brazos y tenía su nariz casi pegada a la suya. Parecía como si quisiera abrazarlo—. Juntos podríamos conseguirlo: avanzar en el aprendizaje, hacernos druidas auténticos, servir a los demás. Estás hecho para ello, Asio. Escucha la voz que está llamando a tu conciencia desde que salimos de Lusitania.

—¿Y tú cómo lo sabes?

—Asio… me has hecho más preguntas que en toda mi vida junta. Lo deseas y tienes madera para ello. No creas que eres demasiado joven, al contrario, es la edad perfecta para tomar una decisión así. ¿Sabes qué creo?

—Pues no lo sé, Prótalo, me estás empezando a asustar.

—Déjate de bromas. Creo que la mismísima diosa Eako te ha protegido de verdad, te ha reservado. Y yo fui su instrumento. No te inicié a la condición de devoto para que sacrificaras tu vida en vano, sino que te descubrí la senda del conocimiento verdadero.

—¿Y desde cuándo crees eso?

—Desde aquella mañana que me pegué a ti.

—¡Condenado lusitano! —dijo Asio agarrándole por los costados y riéndose—. Con razón dicen que sois arteros y siempre obráis con cálculo. Así que lo pensabas desde el principio, ¿eh? Querías convertirme y hacer de mí un druida sin que opusiera resistencia, ¿verdad? —Asio continuaba apretándole los costados y haciéndole cosquillas—. Tú no eres un druida, eres un brujo. El brujo Prótalo, maestro de embaucadores.

—No, no, por favor, para…

Los gritos ahogados y las risas aguzaron el fino oído de Aristaco, que se despertó de su plácido sueño junto al cuerpo abrazado de Graco. ¡Vaya!, pensó, los chicos están haciendo de las suyas. Lo cierto es que no le importaba que al final se convirtieran en amantes estables. Prótalo era un joven extraordinario que parecía querer mucho a Asio. Tal vez fuera otro afortunado como él, que podía compartir el amor, y el deseo, con una mujer o un hombre. Se alegraba por su hijo. Había recibido demasiados golpes ya en la vida y ahora se le veía tranquilo, feliz junto a su amigo. «¡Bien por ellos!», musitó, cambiando de postura para que Graco acomodara mejor la mejilla en su pecho. Luego depositó un cálido beso en el hombro de su amigo y se durmió plácidamente.

‡ ‡ ‡

Entretanto, la gran cama de Asio y Prótalo parecía más campo de batalla que lecho para el descanso. Prótalo se había puesto a horcajadas encima de su amigo y le tapaba la boca con una mano mientras con la otra le sujetaba por la muñeca un brazo.

—Así que brujo, ¿eh? Te voy a dar a ti. Tú si que eres brujo, que me has hechizado desde que me tocó acompañarte como si fuera uno de los tuyos, ¿qué digo?, peor aún, como una bacante que corre tras el fauno arrastrada por su flauta irresistible.

—¡Quieto! ¡Suelta!

Asio apenas podía hablar, con la mano de Prótalo presionando sobre su boca y medio ahogado por la risa.

—¡Ahora te vas a enterar! Te lo voy a contar todo.

—Prótalo, suelta, por favor. Me estás haciendo daño con las rodillas.

—Vale, te soltaré. Pero tienes que prometerme que vas a escuchar con los oídos bien abiertos y la mente limpia, sin sarcasmos.

—De acuerdo, lo prometo.

—Bien.

Volvieron a colocarse cada uno en su sitio, con la sábana estirada cubriendo sus cuerpos, pero sin frazada. Habían entrado en calor.

—Venga, ¿qué es lo que tienes que contarme?

—Que desde que…, bueno, que yo…, vale, en realidad se trata sólo de un deseo, un pensamiento si quieres, pero es tan nítido, cuando me asalta lo veo tan claro…

—Prótalo, no me estás diciendo nada.

El amigo se puso de lado de nuevo, hacia el perfil de Asio, para intentar concentrarse y que lo quería decirle le saliera lo mejor posible, pero sentía que le costaba, que le fallaban las palabras.

—Verás, desde hace tiempo, es decir desde que empezamos esta aventura juntos…

Asio se volvió también y lo miró haciendo gestos de impaciencia.

—Esto es peor que una declaración y espero que no lo sea. Proti, anda, déjate de rodeos y cuéntale a tu Asio qué demonios tienes en la cabeza.

—Pues que creo que puedes llegar a ser un gran druida. Lo presiento. Te he observado y tienes todas las condiciones. He visto cómo te comportabas ante la adversidad y la rapidez con la que entiendes los arcanos que a otros les cuesta años. Todo esto, lo que te ha pasado, no es más que el gran desequilibrio de tu vida, el péndulo que te ha llevado hasta lo más extremo del sufrimiento, la soledad, y la angustia, para que conozcas bien el alma humana. Ahora ese péndulo está en el centro de su recorrido, dispuesto para llevarte al otro extremo de la parábola que es la serenidad del conocimiento, el gozo del aprendizaje hasta que alcances el placer supremo que consiste en dar a los otros lo que más necesitan sin que nadie tenga que pagarte por ello.

—¿Y qué es lo que más necesitan?

—Alimento espiritual, guía.

Asio se quedó pensativo. Bajó la mirada, presa de un súbito pudor. Tenía la sensación de que Prótalo podía leer en sus ojos.

—¿Cómo los alimentaré?

—Con tu palabra. Con tu ejemplo.

—Gracias, Prótalo. Me estás quitando la máscara.

—Lo sé. Yo te di el soma, pero tú me diste algo más potente.

—¿Y qué fue eso tan potente, querido amigo?

—Tu ejemplo, tu capacidad de superación, la impasibilidad con la que recibías los mayores agravios y pesares sin que se nublase tu mente. La dignidad, maestro.

—No me llames así. No soy más que un pobre chico bastardo al que han expulsado de su ciudad. Además, tampoco fui tan impasible. Durante aquel tiempo lloré más que una plañidera.

—Déjate de sandeces, olvida la vida pasada. Sólo han sido pruebas para que tu espíritu se fortaleciera.

Asio levantó la vista, trató de sonreír y acabó poniendo una mueca divertida.

—De acuerdo, me rindo, tienes razón. He pensado en ello muchas veces.

—¡Lo sabía! Me escuchabas con aire de condescendencia, te burlabas de mi condición de druida, pero…

—Era lo que más quería ser en este mundo, lo admito.

—Y yo te ayudaré a serlo, no lo dudes.

Prótalo había vuelto a colocar sus manos en los hombros de Asio, como al principio de la conversación. Asio lo miró al fondo de sus ojos color del bosque, y de su boca salió la pregunta esperada.

—¿Cuándo nos vamos? ¿Mañana mismo?

—Mañana, sí, ¿por qué no?

—¿Y adónde iremos?

—Al territorio de los berones, hace tiempo que lo decidí.

—Lo tenías todo pensado, ¿eh?

—Sí, y por Lug que estamos ya al borde del sendero.

Prótalo lo atrajo hacia él en un abrazo que lo abarcó por completo. A Asio le recordó la manera que tenía de abrazarlo Giscón antes de irse a dormir. Cuando notó que iba a soltarlo, se apretó a él aspirando su aroma, buscando, por primera vez, el cobijo de su cuello. Deseaba vivir intensamente ese momento. Sabía que era final y comienzo de algo, como esas fechas solsticiales en las que, según le había dicho su sabio amigo, se abre una puerta entre los dioses y los hombres, un resquicio de comunicación entre lo terrenal y lo celeste. «Si eres capaz de atrapar esa intensidad y dejar que invada por completo tu mente, alcanzarás un estado suficientemente sereno que puede curarte de todas las ansiedades», había añadido.

Todavía abrazado, Asio preguntó con voz trémula.

—¿Y tú estarás conmigo siempre para enseñarme el camino?

—Claro que sí, no deseo otra cosa. Me temo que es mi destino y, si te digo la verdad, me siento feliz de aceptarlo.

—Me parece muy buen comienzo. Yo también acepto encantado.

Lo había dicho. Por fin. Era la primera vez que decía la palabra «acepto» ante una proposición. Los dos amigos se separaron para poder verse las caras. Ambos sonreían pero en sus ojos había lágrimas.

En la habitación contigua, el suave ronquido de Aristaco ponía sordina a la noche.