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Pasado sellado

Asio escuchó la sentencia con el rostro sereno, sin mostrar ninguna emoción. Cuando volvió la espalda al tribunal y se encaró a la multitud desde lo alto de su estrado, se produjo un silencio agarrotado. Durante unos instantes contempló aquella masa que había pedido su muerte, tratando de buscar la comprensión que había imaginado, pero no halló más que caras hoscas y miradas torvas, el espectáculo de la degradación. Sintió una losa caer sobre su espíritu y al mismo tiempo renacer a otra esfera más limpia. Tuvo asco de aquel hatajo de ganado humano ávido de suplicio, cegado por los espejismos de la guerra y el honor, inerte ante el milagro de la vida.

Buscó a Prótalo y lo encontró junto a él, solícito, esperándole como si no hubiera nadie alrededor suyo, protegido por la fuerza de su espíritu y vestido de dignidad, como él, en aquel trance de inmundicia.

Con parsimonia, dobló los pliegues de su toga sobre el hombro derecho y bajó del estrado. Un pasillo ancho se abrió ante él como si de pronto la lepra manchara su cuerpo y amenazara de contagio, aunque para Prótalo fue al contrario: su amigo desprendía una luz nueva, magnífica, que le hizo extender el brazo para que en él se apoyara aquel joven celtíbero digno de los antiguos héroes.

Asio abandonó el Areopago como los grandes senadores de Roma o Cartago, entre murmullos de odio y miradas corroídas de la masa ciudadana, tan tornadiza en sus sentimientos como aquella que escarneció a Alcibíades en su partida al ostracismo desde la asamblea de Atenas. Como el héroe ateniense, Asio tampoco había querido ocultarse o huir.

Aquel final de la historia colmaba los apetitos más cínicos y también los más comunes de una población entregada a las murmuraciones y el encono vecinal, excesivamente ociosa por las cuantiosas remesas de su actividad mercenaria. La sentencia ponía fin a una situación que escocía a muchos. Demasiada arrogancia la de los Ulones, demasiada audacia en Lea, demasiado protagonismo en aquellos vástagos, el uno sacrificado y el otro ahora expulsado. Las vanas conciencias de muchos termesinos quedaban satisfechas, su envidia cauterizada. Un clan destruido, una estirpe poderosa acabada. El chico que hacía y deshacía a su antojo, por fin maniatado. Su descaro, castigado y su anormalidad, machacada. Hasta la arrogancia de su juventud —el aplomo sereno de su inteligencia, en realidad— vejada hasta la exclusión.

Afuera aguardaba Paukas con dos caballos, pero antes de que montaran para dirigirse a casa apareció Alakén. Su nombre había revoloteado en los pensamientos de Asio y su recuerdo se hizo angustia al entrar por la mañana. Los acontecimientos, sin embargo, lo habían arrinconado. Ya no esperaba verlo.

Alak se acercó hasta Paukas sin dejar de mirar a los ojos de su amado.

—Dile a tu señor que lo espero en la cueva.

—Así lo haré.

Asio no sonrió pero la luz de su rostro encendido fue suficiente respuesta. Montaron, el criado tomó las riendas de los caballos y los condujo con suavidad por el empedrado mientras cinco mozos de la casa abrían paso a los jinetes con recios garrotes en la mano y Alakén cogía un atajo sin que nadie lo advirtiera.

‡ ‡ ‡

Paukas se detuvo frente a la Puerta de Levante. Asio y Prótalo desmontaron para tomar el sendero exterior que rodeaba la muralla hasta morir cerca de la cueva. Los mozos se aprestaban a ir tras ellos, pero Asio los detuvo en vista de que nadie había osado acercarse.

—Vosotros quedaos aquí, haciendo guardia. Él se viene conmigo.

Los dos echaron a andar uno tras otro, Asio vigilando por si el druida resbalaba, advirtiéndole de los espinos y las matas de ortigas. Las cabras, como siempre ocurría, observaban extrañadas a los humanos encaramarse por la ladera, ir ascendiendo entre las tobas hasta el pico más elevado del farallón que sostenía el recinto de la ciudadela por su cara sur dando forma de proa gigantesca al oppidum arévaco.

Cerca de la cueva, Asio se detuvo.

—Espérame aquí, te lo ruego.

Prótalo respondió con un signo afirmativo de la cabeza y una sonrisa que quería trasmitirle ánimo. Asio inspiró profundamente, subió un poco más y por fin alcanzó el rellano que daba entrada a la cueva. Allí se detuvo cuando vio el bulto de Alakén levantándose en el fondo. Como siempre, había llegado primero.

Recortado sobre la luz de la tarde, Asio le pareció a su antiguo amante más alto y mayor. Sólo los bordes inferiores de su toga manchados de tierra ponían un tono discordante a su aspecto sobrenatural. Nunca lo había visto tan digno, tan superior a todos. A Asio, sin embargo, el rostro iluminado de su amigo, en el que había ya signos del tiempo y estragos de la vida de pastor, junto a su aspecto descuidado y sucio, le parecieron demasiado humanos.

Se acercaron lentamente sin dejar de mirarse, se tomaron por los brazos, tragaron saliva y trataron de sonreír. Por fin Alakén acercó su boca a Asio y le besó en los labios. El contacto largamente presentido, el aroma a hombre del pastor, desataron la vieja pasión que tanta felicidad le había dado en aquel mismo lugar. Asio respondió con vehemencia, casi con ferocidad, buscando su boca entera, acariciándole con fuerza y quitándole la ropa. Alak se dejaba hacer y sonreía mientras algo más abajo Prótalo asistía, sin proponérselo pero sin poder apartar la vista tampoco, al encuentro apasionado entre dos hombres que se amaban, sus cuerpos necesitados el uno del otro.

Cayó al suelo la toga de Asio, junto a la túnica y el cinturón de Alakén. Desnudos entraron en la cueva y se arrojaron a la estera de siempre que parecía esperarlos. Se amaron precipitadamente, gimiendo de ansiedad y delirio. Los abrazos postergados volvieron a recuperar el sabor agridulce de su amor escondido. Vaciados, exhaustos, quedaron como fundidos en uno, la cabeza de Asio sobre el pecho de Alakén, brazos y piernas entrelazados.

No había tiempo que perder, ambos lo sabían. Estaban acostumbrados a apurar sus horas, a que las obligaciones de cara a sus familias o frente a la ciudad se impusieran sobre el deseo de permanecer juntos. Se habían hecho a disimular sus sentimientos, a tapar la urgencia del sentimiento en aras de un futuro incierto con la convicción de que lo importante, la unión de espíritu y cuerpo, permanecería inalterable. Y ahora, ¿estaban preparados para afrontar lo que se les venía encima?

Fue Alakén quien rompió el hechizo.

—¿Qué harás ahora, mi niño?

Asio parecía pensárselo. Sin embargo, cuando se enderezó y apoyó el mentón entre los pectorales tersos del amigo, habló con seguridad, como si ya tuviera un plan decidido.

—Iré a Emporión con mi padre. Allí podré dedicarme al comercio como él y departir sobre poesía y viajes con sus amigos mientras aprendo filosofía con mi nuevo amigo el druida.

—¿Sois amigos… íntimos?

—Pierde cuidado, nuestra amistad nace del compañerismo. Yo sólo te amo a ti.

—¿Y cuál es mi papel en esta nueva vida?

—Reunirte conmigo en cuanto puedas.

—Ya sabes que tengo aquí mis obligaciones.

—Lo sé, Alak, soy muy consciente. —Asio sintió una punzada de decepción ante la contundencia de la réplica—, pero tus hermanos crecerán y a tus abuelos les queda poco tiempo de vida.

—¿Y qué iba a hacer allí? ¿Vivir a tu costa? ¿Trabajar como peón para otro mientras mi ganado se perdía aquí?

—Ya encontraríamos algo. Hay expediciones griegas que recorren el litoral del mar Interior mercadeando hasta las columnas de Hércules. Allí podríamos enrolarnos en algún barco fenicio que nos llevara a Alejandría o a Biblos. Me encantaría conocer los escritorios de esas ciudades donde dicen que se guardan miles de papiros, tablillas y pergaminos con las obras de los grandes sabios.

—No soy hombre de mar sino de tierra firme.

—¡Pero si no has navegado nunca!

—Tal vez no tenga tu espíritu aventurero.

Asio levantó el mentón y apoyó la mejilla contra el pecho lampiño de su amigo. Allí se sentía a salvo de cualquier insidia o contratiempo. Con la cara pegada a su piel, cobijado en su colchoneta favorita como él llamaba con guasa a sus anchos pectorales, mordisqueando y besando de vez en cuando sus pezones, dijo lo que no creía que llegara a pronunciar en ese momento.

—Lo que te ocurre es que no quieres venir conmigo.

Su voz había cambiado. La de Alakén también y sonó distinta en la penumbra de la cueva, abandonada de su habitual alegría, desnuda de la seguridad con la que siempre le trataba.

—No eres tú sino tu exilio. Tampoco me siento orgulloso de lo que hiciste. Confiaba en que llevaras con gallardía el nombre de la ciudad y a la vuelta te nombraran estratega. Todo ha ido mal. Ni siquiera creía que volvieras, me dijeron que habías huido hacia el sur, a la Turdetania ibérica.

Asio se incorporó y retiró su rostro del pecho amado, su piel le quemaba. Tumbado a su lado, dejando espacio entre los dos, respondió con más pena aún, como si las palabras vinieran de un pozo.

—Pues aquí estoy. Me arriesgué a venir por ti.

—Yo ya no soy libre, mi niño.

—¿Qué quieres decir?

—Me he casado.

—¡¡¿Cómo?!!

—¿Qué querías que hiciera? Estaba harto de las miradas de conmiseración y las bromas de los amigos. Necesitaba a alguien que se ocupara de mis hermanos pequeños porque no doy abasto con mis abuelos, las cabras y los trabajos que hago a cambio de comida, tejidos y unas pocas monedas.

Asio guardó silencio con los ojos cerrados, prietos los labios, tratando de contener el volcán que amenazaba su garganta.

—Además… estoy esperando un hijo.

—¡Nooo! ¡Por Lug! ¡Qué imbécil he sido! No era para ti más que un pasatiempo, un cuerpo bonito en el que descargar tu semen de garañón… y además te parezco cobarde porque me resisto a seguir la danza macabra de los guerreros.

Asio se levantó y comenzó a dar patadas contra la pared. Alakén trató de acercarse a él y abrazarlo.

—¡Déjame! No necesito tu compasión. Corre a asistir a tu mujercita y bórrame de tu vida. Yo ya te he olvidado.

—Asio, te lo ruego, no te pongas así, yo te quiero más que a nada en este mundo, pero en la vida tenemos otras obligaciones.

—¿Cómo correr la suerte del amado? ¿No era eso lo que me jurabas cuando te contaba las leyendas de los héroes griegos que me contaba mi padre? ¡Por todos los dioses, Alak! ¿Por qué me has engañado tanto?

—No ha sido mi voluntad, te lo aseguro. Tú puedes vivir en tu mundo de cosas hermosas y sentimientos puros, porque tienes una casa con criados, una madre y una estirpe detrás de ti que te eleva sobre la multitud como un escudo de caudillo. Incluso ahora, vienes a mí custodiado por un druida que es demasiado hermoso como para ser sólo tu ayuda espiritual. ¿Qué soy yo? Un pobre pastor agobiado con parientes a quienes debo cuidar. Quiero mi propia familia, mis hijos. ¿Acaso me los puedes dar tú?

Asio permanecía apoyado sobre la pared de la cueva, la cabeza escondida entre los brazos. Volvió sus ojos arrasados hacia Alakén.

—No, claro que no. Pero podría haberlos criado.

Salió a la luz y recogió su sayal. Se lo puso y agarró la toga para echársela al hombro. Sin despedirse de Alakén, fue descendiendo hasta donde estaba Prótalo, limpiándose los ojos con el borde del manto.

—Vámonos. Es hora de ir a casa para despedirnos de Lea.

El druida volvió a ofrecerle su brazo.

Fueron andando con los caballos del ronzal. No había mucha gente en la calle y aunque la mayoría se les quedaba mirando, ellos no veían a nadie. Prótalo quería decirle mil cosas si su amigo, pero prefirió guardar silencio. Sólo, al doblar la última esquina, pudo expresar lo que más sentía: «Ánimo, siempre nos queda la esperanza». No podía comprender como a un joven tan brillante, con la conciencia limpia y una posición social tan prometedora, podían complicársele de tal manera las cosas. Asio le respondió con una sonrisa ausente y se limitó a apretar el brazo en que se apoyaba y no había querido soltar.

La casa tenía los postigos echados, tuvieron que llamar. Una criada joven abrió la puerta con los ojos enrojecidos. Al verlos, tuvo un acceso de llanto y se fue corriendo tapándose la cara. Al fondo se oían lamentos. La penumbra era total. Era evidente que Lea había sido informada del veredicto porque la casa entera rezumaba duelo, incluso el aroma habitual a flores y especias que tanto gustaba a la señora, estaba ahora cargado de incienso funeral.

Al fondo de la sala, la puerta del dormitorio de Lea se abrió y apareció Aurebia descompuesta. Estrujando entre las manos un paño, se quedó allí de pie, sostenida apenas por sus doloridas caderas, sollozando. Asio comprendió que aquellos llantos iban más allá de su condena, Lea nunca hubiera permitido exteriorizarlo tanto. Se apresuró y la cogió por los brazos.

—Aurebia, ¿qué sucede? ¿Dónde está Paukas?

—Ay, niño, qué desgracia, qué desgracia tan grande.

—¿Qué ha ocurrido? ¿Le han atacado?

Aurebia negaba con la cabeza, sorbía su desespero, no podía hablar más que por lamentos, pero le sujetaba con una fuerza inaudita, como si fuera a caerse. Asio hizo ademán de entrar.

—Niño mío, cuando entres ahí, piensa que todo en la vida es voluntad del padre Lug y sólo a él debemos dirigir nuestro llanto.

No comprendió Asio estas palabras, mientras notaba aflojar la presión en su brazo y escuchaba la voz serena de Prótalo.

—Entraré yo, si quieres.

Asio lo contempló sin saber qué decir. Como respuesta, le tomó del brazo, miró de nuevo a Aurebia, escrutó las miradas apiadadas de los criados y entró en el dormitorio de su madre, lívido.

Allí estaba ella, tumbada sobre la cama, bellísima, las manos sobre el regazo, con expresión dulce, la piel marmórea. Muerta. A sus pies, también tumbado boca arriba, en el suelo, con sus cabellos ralos y la boca apretada, Paukas, amarillo como un limón. También muerto.

Asio contempló la escena con los ojos muy abiertos, incrédulo, por un momento doblado sobre sí mismo como si un venablo le hubiera atravesado el estómago. Quería pensar que su madre estaba dormida con el fiel Paukas al lado, descansando tal vez de la perfidia de los hombres o dolida por tanta pérdida, para erguirse más tarde como una cariátide y volver a soportar sobre sus hombros el pórtico de su propio templo. Miró a Prótalo y las lágrimas calladas del druida le hicieron continuar el hilo de su pensamiento hasta sus últimas consecuencias: desolada más que cansada; reposando, sí, para toda la eternidad. Paukas la habría seguido por haber fallado en su último intento de salvarlo a él, por no dejarla partir sola. Todo estaba ordenado y previsto. Los ramajes de laurel alrededor de la cama, la rodela sujetando la cabeza del criado, el incienso. Incluso un pergamino abierto como un grito en la pequeña mesa junto al lecho.

Queridísimo hijo,

Vendrás y hallarás sólo mi cuerpo, pues yo habré partido ya para reunirme con todos los que me faltan: mi adorada madre, mi padre el caudillo, tu hermano Giscón.

Perdóname, sé que no debería añadir dolor a tu desdicha, pero cuando llega la hora del sacrificio las cosas terrenales deben quedar de lado. Estoy segura de que saldrás adelante, tu amigo el druida es la garantía de que vas por el buen camino.

Escucha a tu corazón y nunca te doblegues a quienes quieran imponerte sus dictados. Nuestra familia siempre ha mandado y elegido su destino, haz tú lo mismo de manera que tu conciencia esté en paz y la vida no sea jamás una carga para ti.

No creas que estoy desesperada, simplemente no deseo vivir ya ni contemplar una mañana mi rostro surcado de amargura. Tampoco quiero permanecer en esta ciudad ni un día más. Compréndeme, te lo ruego, no puedo acompañarte en el destierro, tesoro, sería un obstáculo para tu libertad.

Vete a ver a tu padre, explícale que es tarde para reunimos como quisimos un día, que ya no tengo edad para compartir su lecho aunque bien lo hubiera querido. Quédate con él y aprende de los helenos, ellos saben disfrutar de la vida hablando de la amistad y sin exaltar la guerra, son hombres de pensamiento, conocen los misterios de la vida, tratan de desentrañar la naturaleza de las cosas y, lo que es más importante, buscan el camino de la rectitud. Aristaco y sus amigos podrán hablarte de Tales de Mileto, Sócrates de Atenas y Platón, de sus enseñanzas en pos del Bien, la Verdad y la Belleza. Eso es lo que importa, hijo mío.

No creas que me entrego a la muerte por vergüenza de ti, estoy orgullosa de lo que hiciste. Tampoco me importa que ames más a los hombres que a las mujeres, ya lo sabes, cada uno debe seguir lo que le dicta su naturaleza.

Puesto que no te está permitido poseer lo que en realidad es tuyo, he dejado todos nuestros bienes a tu amigo Alaicen, como custodio, pues confío en que algún día te serán devueltos. Él no va a poder acompañarte, me temo. Tomó esposa y quiere formar una familia. No lo tomes a mal, Asio, no le guardes rencor. Reparte nuestros enseres entre los criados y deja que sigan viviendo en nuestra casa.

No dejes que los demás te impongan condiciones que detestas, pues no hay nada peor que la esclavitud del espíritu. Naciste libre y así has de seguir, limpio, recto, fraileo en tu conducta, por encima de envidias y maledicencias.

Te quiero más que a mi vida. Ofrezco este sacrificio a las diosas madres para que protejan y hagan de ti el hombre que mereces ser. No me decepciones.

Incinera mis restos y llévalos contigo en una urna, no deseo reposar en esta tierra. Quiero que esparzas mis cenizas junto al mar, donde fuiste tan feliz con tu padre. Coloca en la pira a Paukas, junto a mí, pues ese era su deseo, pero deja que Aurebia guarde su urna en el altar que nuestra familia tiene en la necrópolis.

Que el padre Lug te sostenga y la diosa Eako te dé fuerzas, hijo mío. Sé feliz, mi espíritu te estará esperando en la eternidad.

Te abrazo. Antes de tomar el veneno que me liberará de tanta pesadumbre, mi último pensamiento será para ti.

Hasta siempre.

TU MADRE, LEA.

Después de leer y recrearse con desesperación en aquella hermosa caligrafía que le hacía sentir la voz de su madre y hasta sus dedos, Asio cogió las tres alhajas que lo sujetaban abierto. En la cabecera del pergamino Lea había colocado el torque de oro de su padre, una joya que él sólo había visto una vez y ahora le pertenecía. En la parte inferior, dos brazaletes, uno de Giscón y otro del marido de su madre. A los lados, cuatro anillos completaban el tesoro guardián del testamento.

Asio enrolló el pergamino y lo dejó sobre la mesa, junto al bolsín de gamuza que ella había dispuesto para que guardara aquellos distintivos de su clan. En uno de los lados, tenía dibujado el signo de la familia materna: un caballo rampante; en el otro, una leyenda: «Nadie hará de mí su esclavo».

Quiso tributar el último momento, en silencio, a quien tanto había amado, pero la desolación le rindió. Abrazó el cuerpo de su madre sin importarle laureles ni afeites y allí quedó de rodillas dejando salir sus sollozos de huérfano. Prótalo se acercó al lecho y puso una mano sobre las de Lea y otra sobre la cabeza del hijo. Nunca había vivido tanto dolor reunido en una jornada. Jamás había sentido tan fuerte la necesidad de redención de un inocente.

Al cabo, la espalda de Asio dejó de temblar, las manos agradecidas apretaron las suyas, su cabeza se irguió y el hijo de Lea se incorporó, sobrio y sombrío. Apagó uno a uno los cirios que rodeaban el lecho mortuorio, miró a Paukas, depositó un beso con los dedos en los labios de Lea y habló a su amigo desde el celaje gris de sus ojos empañados.

—Vamos, procedamos a la incineración. Aurebia, que los mozos apilen la pira en el patio y consigan dos urnas, aunque tengan que ir a la necrópolis y vaciar las de algún antepasado. Preparadme a Glauco y la yegua gris para el druida. Sólo me llevaré frazadas nuevas, un par de sayales limpios, algo de carne en salazón, harina, la urna de mi madre y el bolsín con las joyas. A la hora novena todo debe estar dispuesto junto a la puerta trasera. Untad con resina el cuerpo de mi madre, de esta manera arderá antes y la fragancia de los bosques mitigará el olor de la cremación. Tal vez así crean estos mentecatos que estoy sacrificando un cordero a los dioses, no quiero que traten de impedir el traslado de la urna.

‡ ‡ ‡

Todo se hizo según lo acordado. Cuando la columna de humo se elevó sobre el cielo de Tiermes, los vecinos pensaron no en un sacrificio a los dioses sino que era Asio quien se inmolaba ante la vergüenza del destierro. A nadie se le ocurrió que fuera Lea quien partía, junto a Paukas, entre aquella humareda de olor dulzón. Al final, parecía que el muchacho se daba cuenta de la gravedad de su falta y había decidido no vivir con ella. Era lo que se esperaba de un descendiente del insigne linaje de los Ulones, la justicia había prevalecido.

En el momento en que el horizonte iba a engullir al sol, cuando la luz irreal que precede a las sombras envuelve todas las cosas, dos jinetes salieron por el portón trasero de la casa. Iban a paso ligero, con las togas echadas sobre su cabeza, velado el rostro y muda la garganta. El más joven era consciente de todo lo que dejaba atrás: sus raíces, el amor, los sueños de juventud, la inocencia. Cerraba una pesada puerta y salía al exterior de una ciudadela que lo asfixiaba, sin saber si afuera moriría por inanición o sería humillado hasta lo insoportable. No cabía la alegría en su magro equipaje pero sí un resquicio de esperanza, el presentimiento de que de alguna forma y en algún lugar podría hallar la vida que anhelaba. Tal vez incluso encontrar el amor de nuevo.

Prótalo seguía a su amigo de cerca y compartía sus sentimientos. Sólo que en su esperanza había una certeza, el convencimiento de que existía un camino luminoso para emprender una vida que los pusiera, a Asio pero también a él, en la senda que siempre había soñado: convertirse en verdaderos druidas. No tenía la menor duda de que el joven celtíbero tenía condiciones y sabía ejercer la autoridad de quien sabe manejar los asuntos serios de la existencia, además de su amor por el conocimiento y el natural amable que le hacía respetar a todos por igual. Ese era su propio cometido en la vida, la razón por la que habían sucedido cosas tan extrañas que le habían empujado a renunciar a su falsa vida en la Lusitania y acompañar al joven caudillo que renunció a serlo. Debía hacer de él un jefe espiritual, un druida sabio que alcanzara la dignidad mayor y recuperara para la Spania céltica las viejas costumbres de sus antepasados, los ritos, las celebraciones solsticiales e invernales, el conocimiento de las plantas y los astros, pero sobre todo la gran tradición pedagógica que hizo de ellos un pueblo fuerte y seguro de sí mismo, capaz de extenderse por el Continente Blanco, el territorio de las razas rubias y claras que adoraban a la Luna en igualdad al Sol. Un nuevo profeta de la Keltiké, tal vez, una voz poderosa que atravesara valles y cordilleras, respetada y admirada. Sí, ese podía ser el joven Asio y él el humilde druida que lo elevaría hasta la cumbre de la verdadera conciencia.

No despegaron los labios hasta que se detuvieron a descansar cuatro horas después. No tuvieron ánimo para hacer una fogata que los entonara en el frescor de la mañana. Las mantas de lana que llevaban eran suficientes, sólo había que taparse con ellas hasta las orejas.

—Mañana tomaremos la ruta de oriente hacia el septentrión. Por la noche tendremos la Estrella Polar a la siniestra y el sol a la diestra durante el día. Hasta que encontremos el mar. En diez o quince jornadas alcanzaremos Emporión. Allí nos acogerá mi padre.

Esas fueron las palabras de Asio antes de echarse a dormir. El pasado quedaba sellado, como la urna de su madre.