27
Futuro incierto
Cantaron y bebieron hasta bien avanzada la noche. Asio y Prótalo se unieron a la fiesta hasta dejarse arrastrar por la alegría contagiosa que todos mostraban pero sin saber en realidad qué pensar. ¿Habría una venganza sangrienta de los cartagineses? ¿Conseguirían ahora expulsarlos?
No se confesaron sus temores más que brevemente, antes de que los corros de chicos y mayores los cogieran de las manos para que se añadieran a la danza común que recorría la plaza entre las fogatas y se perdía por las callejas de la ciudad hasta acabar en el anfiteatro y confundirse allí con otras filas de danzantes que cogidos por la cintura avanzaban a grandes zancadas, dando pasos adelante y atrás entre risotadas.
Prótalo se sentía embriagado. No era aquella una celebración ritual con todo previsto como las que estaba acostumbrado sino el júbilo espontáneo de una ciudad grande en el que se mezclaba toda la población. El druida aceptaba las continuas libaciones, tomaba sorbos de los pellejos con agua de fuego y bebía a tragos más largos de los jarrillos que contenían licor hecho con arándanos y cerezas, un líquido que endulzaba su boca y le calentaba el estómago al tiempo que espoleaba su ánimo hasta liberarlo de miedos y atajar las aprensiones de su corazón. Dos horas más tarde, era él quien cantaba en el centro de un corro una canción obscena muy conocida entre los lusitanos, con la túnica enrollada a la cintura. Todos aplaudían y reían mientras le animaban a seguir cantando. Las mujeres respondían a sus tiernas provocaciones con caricias y algunas le besaban mientras él se dejaba hacer. Al cabo de un rato se había convertido en un auténtico bardo que hacía juegos gimnásticos y gastaba bromas procaces a todo el que estuviera a su lado.
Asio contemplaba los excesos de su amigo con media sonrisa y el cuenco de licor sin apenas tocar. Se sentía extraño entre aquella turba de danzantes sin dejar de pensar que el futuro era más que incierto. Si era verdad que Amílkar había muerto y su ejército estaba diezmado, ¿qué pasaría a partir de ahora? ¿Tomaría el relevo Magón? ¿Abandonarían la Península los púnicos, o pedirían refuerzos? Después de todo Cartago seguía existiendo, cerca, al otro del mar. La república continuaba siendo poderosa y aún necesitaba plata para satisfacer el enorme tributo pactado con la exigente Roma tras su derrota en Sicilia.
La duda le ensombrecía el ánimo y sólo las piruetas y el comportamiento beodo de alguien tan digo como el druida Prótalo le hacían más ligera la aprensión que le oprimía.
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Despertaron junto a la muralla, con los caballos atados a su lado y las pertenencias de ambos intactas y ordenadas. Alguien se debió ocupar de recogerlo todo y conducirlos hasta allí cuando caían rendidos por el sueño, agotados de tanto trajín entre el trasiego de licores y agua fermentada. Asio, que al fin cedió a la bebida para diluir en su vapor la angustia, recordaba vagamente haber ido detrás de un grupo de hombres jóvenes pidiendo que tuvieran cuidado con Prótalo, a quien llevaban en volandas. Recordaba también el claro de luna sobre las murallas y cómo unas manos masculinas acariciaron su cuerpo bajo la túnica buscando su sexo excitado.
Aquella mañana no hubo saludo al sol ni abluciones rituales sino quejas amortiguadas de Prótalo, a quien entre risas tuvo que ayudar su compañero para subir al caballo, sujetarse, y recogerle las cosas pues era incapaz de saber qué es lo que tenía que guardar y dónde. Fue un día de cabalgar pesaroso, buscando la sombra de los pinos por el fuerte calor, aunque el chirrido de las chicharras desquiciaba la cabeza del druida, que pedía salir del refugio tras remojarse la cara una y otra vez en la corriente del río. Antes del anochecer encontraron una fuente que manaba de un roquedal formando un arroyo. Prótalo bebió hasta hartarse y no dudó en chapotear en el agua fría y meterse en un recodo del cauce fluvial, dejándose llevar por su corriente.
Al día siguiente estaban más despejados y con ganas de bromear, la cercanía de Tiermes les daba ánimos. Por la tarde cazaron una ardilla viva y una cría de corzo. Al roedor lo soltaron porque les daba pena pero necesitaban la carne del cérvido, así que lo sacrificaron tapándole los ojos. Luego quitaron la piel con los raspadores que Asio fabricó y, después de rociarla con sal, Prótalo la guardó en su variopinta talega.
Había que atravesar de nuevo el Durius en dirección sur. Poco más allá vieron una pasarela de madera que lo cruzaba, pero decidieron hacer noche allí para asar la res y descansar antes de emprender al día siguiente lo que sería la última etapa del camino.
Con el estómago lleno, lejos de las brasas que calentaban el aire y reflejaban una tenue luz en sus rostros, hablaron sin mirarse mucho a los ojos, fijos en las pavesas, con la melancolía que lastra la escasa esperanza en el porvenir.
—¿Te quedarás en Tiermes? —preguntó Prótalo.
—Sí, esa es mi intención.
—¿Crees que me aceptarían como druida?
—Si no, puedes probar como bardo ambulante o como saltimbanqui.
—No te burles, estoy muy arrepentido.
Ambos rieron. Prótalo se levantó para avivar las brasas, no soportaba la idea de que quedaran reducidas a cenizas inertes, dejándolos en la oscuridad. El druida volvió a sentarse, esta vez enfrente de su compañero. Tenía medio lado de la cara iluminado y el otro oscuro, con una chispa de luz en la pupila.
—Asio, ¿tienes alguien esperándote en Tiermes?
—Sí, mi madre.
—Me refiero a alguien más, un amor, una mujer.
Asio tardó en responder, jugaba con un palo trazando círculos y triángulos en el suelo.
—Sí, pero no es una mujer —alzó el rostro y miró a Prótalo a los ojos—. Es un hombre.
—¿Un hombre? ¡Ah sí! Claro, comprendo.
Prótalo bajó la mirada. Ese era el punto al que quería llegar.
—¿Sois… amantes?
—Sí.
—¿Y no le molestará a tu amigo mi presencia?
Lo dijo espontáneamente, era su manera de preguntarle si podía quedarse a su lado y si él realmente lo deseaba.
—Alakén no es celoso, al menos hasta ahora. Y además, tú y yo no somos amantes.
—No, claro, perdona mi impertinencia.
—No me ha molestado, Prótalo. Y no te preocupes, no eres nada impertinente. Me gusta tu sinceridad, quieres saber la verdad de las cosas. Pocas veces he visto tanta delicadeza en un hombre.
—Bueno…, gracias, supongo que es un halago… —Prótalo había enrojecido. El pudor afloró a sus mejillas pero no paralizó sus deseos de seguir hablando—. Yo, no es quiera aprovecharme, ¿sabes? Tampoco me da miedo vagar por ahí conformándome con lo que depare el destino, es la verdadera filosofía de un druida. Pero el caso es que me encuentro a gusto a tu lado, es como si todo tuviera una mayor dimensión, como si lo que hacemos o vivimos, al compartirlo, tuviera más importancia pero al mismo tiempo fuera también más ligero, más llevadero… No sé, me parece que me estoy liando, pero entiéndeme, no es que quiera ser tampoco tu amante, yo… ya me había dado cuenta de que no eres insensible al atractivo de un hombre.
Prótalo calló y volvió a ruborizarse. Se quedó de nuevo mirando al suelo pensando que esta vez había hablado demasiado, pero lo prefería así, los sentimientos y la verdad sin tapujos para construir sobre certezas y no en la arena cambiante de lo casual.
Interrumpió sus cavilaciones la voz de Asio, pausada y aún más dulce.
—Ya sé que no quieres ser mi amante, aunque la verdad no me hubiera importado. —La risa franca que provocó a los dos la ocurrencia del celtíbero hizo que se desvaneciera cualquier recelo entre ellos—. No, la verdad, Prótalo, lo que nosotros hemos construido en este tiempo tiene un nombre y es muy hermoso. Se llama amistad. Sé mucho de ella por mi padre y sus amigos griegos, es un tema de conversación constante entre ellos. Y la amistad no exige atención exclusiva, como el amor, aunque sí otras cosas más importantes como igualdad, compenetración, sinceridad, ayuda mutua y hasta admiración. Y eso ya lo tenemos nosotros.
—Sí, eso es. —Prótalo pareció encenderse con estas palabras que arrojaban una nueva luz a sus sentimientos y volvían a situarle en la senda adecuada para sincerarse del todo con su amigo—. Debe de ser por eso que también siento cierta responsabilidad hacia ti, un deber de ayudarte a encauzar tu espíritu. Si quieres que te diga la verdad, creo que tienes madera para ser druida, que podrías ser un excelente conductor de hombres, pero no para ir a la guerra sino para afrontar la mayor de las batallas, la de la conciencia, en la lucha por la vida.
—¿Quién? ¿Yo?
—Sí, tú.
No dijeron más.
Asio se levantó para aventar las cenizas y asegurarse de que no hubiera peligro de incendio. Lo hizo con lentitud, como Suspendido en la inesperada declaración de Prótalo, tratando de acariciar en su mente lo que él mismo había intuido sin atreverse a pensar del todo. Mientras separaba la escoria de las brasas, la crisálida que había empezado a formarse en su interior el día de su fallida consagración, se había liberado del capullo y volaba como una mariposa entre el silencio de los dos.
El arévaco regresó a su sitio y extendió la frazada para preparar el lecho, pero antes de echarse a dormir se acercó a Prótalo. En cuclillas, a un palmo de su cara, le sonrió y se atrevió por primera vez a acariciar el hermoso rostro de su amigo.
—Gracias por tus palabras, Prótalo. Creo que nuestro encuentro puede tener mayores consecuencias de lo que yo creía.
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Dos días después Tiermes surgía en la lontananza, bañada en la luz vertical de la meseta y adormecida en el sopor del mediodía. Asio sintió que le quitaban de encima una coraza que empezaba a pesarle demasiado y en aquel momento dejaron de existir cartagineses, vetones, vacceos o lusitanos. El pasado se borraba entre la bruma del aire, ya no había que buscar refugios donde pasar la noche ni mendigar comida como tantas veces cuando, sin nada en el zurrón, se habían hartado de comer moras, arándanos o piñones. Allá arriba, sobre su asiento de siglos, la ciudad arévaca era sobre todo promesa y certidumbre, la alegría de pasear por sus calles o bajar al ejido, los encuentros con los amigos, la vida apacible con Lea y el recuerdo de Ciscón, todo en su lugar. Pero sobre todas las cosas significaba el amor de Alakén, por cuyo recuerdo sintió la urgencia de refugiarse en sus brazos y cubrirle de besos.
—¿Tienes pena, amigo Asio?
—No, todo lo contrario, sólo ganas de llegar y de que conozcas mi mundo.
No pensaba sino en la miel del regreso sin siquiera temer las espinas del encuentro con los suyos o la hiel en los corazones de quienes amaba. No quería imaginarlo ni dar carta de naturaleza a lo que pertenecía al mundo que dejaba atrás, con sus afanes inútiles y bravuconadas. El vacío que podía encontrar entre sus antiguos compañeros de armas no le importaba. Ansiaba el calor de los suyos, del que no tenía duda. Tenía una hacienda magnífica, una madre más valiosa que cualquier conquista, amigos, fieles sirvientes y su compañero, el alma gemela que le aliviaba las penas con sólo tocarlo, sonreír y aquella manera suya tan masculina de espantarle las aprensiones a burlas y pescozones, como si la vida consistiera en aspirar el candor de la mañana y sus semejantes fueran para él tan manejables como las ovejas que conducía cada atardecer al aprisco.
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Fueron tres chavales quienes alertaron a los vecinos. Andaban jugando por la muralla cuando vieron acercarse a los dos jinetes y reconocieron inmediatamente a Asio. Al poco estaban gritando bajo los muros de Lea y confirmando su llegada a quienes salían de sus casas con cara de susto o los paraban por la calle queriendo asegurarse de que en verdad era él, el pequeño bastardo que había ensuciado el nombre de la ciudad.
No tardó en llegar la alerta a oídos de los compañeros de la campaña de Indortas, que habían llegado hacía tiempo.
El anciano Abdón fue avisado de inmediato y la Gerusia convocada.
—Viene Asio, el hijo de Lea, a quien el Consejo entregó el honor de la ciudad nombrándole caudillo de los arévacos como tributo a su hermano y lo arrastró por el fango al rehusar la consagración y abandonar a los guerreros a su suerte.
Quien así hablaba era Harpax, el llamado a suceder a Abdón en la cima del poder termesino.
—Amigo Harpax, recuerda que no debe condenarse a nadie sin antes escuchar sus alegaciones.
Los achaques de Abdón no habían disminuido su legendario discernimiento. Tampoco la prudencia de sus juicios ni la capacidad de amonestar a quien lo mereciera aunque fuera el ambicioso Harpax, partidario siempre de la guerra y los jugosos réditos que reportaba enviar tropas mercenarias.
—No creo que este mal hijo de Tiermes tenga siquiera el derecho a ser escuchado tras su traición y cobardía manifiesta.
—Aún no he muerto. Seré yo quien decida si se le debe escuchar o no. Vaulas, Nosterox, id a casa de Lea y dejad aviso para que el joven Asio se presente ante la Gerusia a la hora sexta.
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El hogar del llorado Giscón se encontraba en penumbra, sin apenas movimientos en su interior y mucho menos la algarabía que podía esperarse de un alegre recibimiento. Los vecinos oteaban desde la distancia, preguntándose qué habría de pasar y cómo reaccionaría Lea, pues todos decían que últimamente estaba más aislada que nunca y se negaba a recibir a nadie.
La señora había sido avisada de la llegada del hijo, pero estaba encerrada en su habitación dando órdenes tajantes de que nadie la molestara hasta que no hubiera aparecido él por el dintel de la puerta.
Asio encontró la ciudad como la había dejado, al menos en apariencia. La hoja izquierda de la puerta sur seguía desvencijada, caída sobre los goznes, marcando aún más el profundo surco que dejaba en el suelo al ser corrida cada mañana y a la noche. Vio caras serias, enajenadas, que apenas le devolvían el saludo. No esperaba fiestas de recibimiento pero tampoco la solemnidad del rechazo. Mirando al frente, con la temeridad de la inocencia, cabalgó despacio por la calle principal sin detenerse. Prótalo le seguía con aprensión. Asio sólo se volvió una vez para intentar transmitirle la seguridad que le faltaba.
—Vamos, mi madre nos estará esperando.
Pero en la puerta de la casa no se encontraba Lea sino Paukas, el viejo criado. Asio descabalgó y lo abrazó. Ambos estaban emocionados pero no quisieron exteriorizarlo demasiado.
—Paukas, este es mi amigo Prótalo, que me ha acompañado en el camino. Atiéndele como si fuera yo mismo, aunque sé que no tengo que advertírtelo.
—Así se hará, señor Asio.
—¿Mi madre?
—Está en su habitación, prefiere recibirte allí.
—Bien, atended a los caballos.
Entraron. Prótalo quiso restar dramatismo a la atmósfera opresiva que sentía desde que cruzaron las puertas de la ciudad.
—Es una casa preciosa. Tu madre debe de ser una mujer de gran sensibilidad.
—Lo es —dijo Asio con media sonrisa—, lo es.
Unos golpes suaves sacaron a Lea de su rigidez. Oía los pasos, la conversación de su hijo a media voz con algún forastero. Deseaba que el tiempo se detuviera, que volviera atrás, cuando ella era una mujer joven, la más bella y envidiada del oppidum, casada con un general idolatrado y entre sus brazos un niño hermosísimo de nombre Ciscón a quien los hados habían otorgado desde su nacimiento el título de príncipe.
Aunque no obtuvo respuesta, Asio empujó la puerta y entró. Hizo una seña a Prótalo para que lo siguiera pero el druida prefirió quedarse en el umbral, hasta que la madre se levantara de lo que parecía su tocador.
Allí, sentada de espaldas, Lea se mantenía erguida con el rostro apoyado sobre sus manos juntas como si estuviera orando. Asio se acercó por detrás.
—Madre, he vuelto.
Lea se levantó y la visión de su rostro envejecido asustó al chico, que trató de esconder su desazón tras la sonrisa más amplia que pudo forzar.
—Asio, tesoro, llegué a pensar que no te volvería a ver nunca.
—No temas, tu hijo ha decidido seguir en este mundo.
—Tonto…
Madre e hijo se abrazaron con una intensidad que sorprendió a Prótalo. En aquellos dos seres fundidos había una fuerza que desafiaba todas las convenciones.
Al fin se separaron, los brazos entrelazados, los ojos llorosos pero rebosantes de luz.
—Madre, quiero presentarte a mi buen amigo Prótalo. Es un druida lusitano que me ha acompañado. La sabiduría de su pensamiento es pareja a la bondad de su corazón. Tiene la conciencia recta como el ciprés del huerto, mirando siempre al firmamento. Gracias a él no he sufrido los rigores del camino ni la soledad que asalta a los espíritus libres. Se quedará con nosotros.
—Bienvenido, druida Prótalo, nuestra casa es la tuya. Te agradezco los cuidados que has dispensado a mi hijo.
Lea avanzó hacia él con su sonrisa desgastada y los brazos discretamente abiertos a la altura de la cintura. Prótalo quiso besarle la mano pero ella lo evitó estrechándole y sujetando sus brazos.
—Soy yo, señora, quien debe agradecer a Asio sus cuidados. No le hagáis caso. A su lado no soy más que un pobre aprendiz que necesita ser protegido. Es el muchacho más clarividente que he visto en mi vida. Tiene el coraje de diez generales.
—No es eso lo que dicen los guerreros —dijo ella vuelta sobre sí misma con un tono que indicaba tanta ironía como tristeza.
—Los soldados no suelen distinguirse por sus juicios acertados ni ecuánimes, señora Lea.
—Estoy segura de ello, mi buen druida, pero dejemos eso y venid conmigo. Estaréis hambrientos y con ganas de reposar. Diré a Aurebia que os prepare cordero con miel y unos garbanzos guisados. Mientras tanto, los mozos llenarán los dos baños del pórtico y os ayudarán a restregaros el cuerpo, que buena falta os hará.
—Descuida, madre, Prótalo se ha lavado cada día, a veces incluso dos veces por jornada y a mí no me ha quedado más remedio que imitarlo.
—Joven, creo que estás empezando a caerme realmente bien —dijo Lea jovial, tomando a los dos por la cintura y saliendo con ellos.
—De todas formas —añadió Asio en tono anfitrión—, tomaremos ese baño en el pórtico, pero con agua fría pues hace demasiado calor. Y que añadan ramas de romero y salvia para desentumecer los músculos. Hemos cabalgado demasiado los últimos días.
Se dirigieron felices al patio. Al fin estaban en casa. A Prótalo no le decepcionó la realidad, todo lo contrario. Estaba entusiasmado, aquello era mucho más de lo que había imaginado por las escuetas descripciones de Asio. La señora Lea era en verdad una mujer extraordinaria.
—¿Ves? Te lo dije.
Se despojaron de sus túnicas sucias, que unos criados recogieron del suelo. Apenas se habían sumergido en las dos bañeras de alabastro situadas en el pórtico, cuando llegaron los emisarios de la Gerusia. Los recibió Lea, altanera y rígida, como si fueran el enemigo. Razón no le faltaba, pues de los labios de aquellos hombres confusos que no hubieran querido provocarle un disgusto tal, salieron las palabras que anunciaban una orden de arresto para Asio y su conducción inmediata a presencia del Consejo de Ancianos.
—¿Es que no tienen bastante con sus propios asuntos? ¿Por qué tienen que venir a molestarnos?
—Son órdenes, señora Lea.
—¡Pamplinas! Órdenes, órdenes… ¿Por qué unos hombres tienen siempre que ordenar a otros? Supongo que por cobardía.
—Lo siento —dijo el de más edad—. No podemos discutir ese tipo de cosas. Tenemos que llevárnoslo. Registraremos la casa.
—No haréis tal cosa. Aún recuerdo cuando tu madre venía aquí a por leche de yegua para alimentarte porque a ella se le secaron los pechos, Urko.
Urko bajó la cabeza. Era de la misma edad que Giscón y muchas veces había venido a esa casa con otros chicos a ver los pichones o las crías de halcón que el príncipe siempre tenía y a merendar a media tarde quesos, bizcochos y unas confituras hechas por Lea que todavía recordaba.
—No podemos desobedecer, si lo hacemos vendrán los soldados y será peor —dijo, tratando de imponer su deber a la lealtad que sentía por la madre de Yisco.
—Tendréis que esperar. Está dándose un baño, como deberíais hacer vosotros más a menudo. Andad, id a la cocina, Aurebia os dará bizcocho con dulce de higos mientras tanto. Paukas, acompáñales. Voy a avisar al señor Asio.
—Sí, mi ama.
La voz del criado sonó tan lastimera como cabía esperar, pero en su cabeza no eran pensamientos sumisos los que se atropellaban con una agilidad que hubiera desmentido su avanzada edad. Con gesto de desprecio, Paukas los condujo hasta la entrada de las cocinas, en el lugar más sucio, y avisó para que les dieran las viandas prometidas. Él salió lo más rápido que pudo para explicar a su joven señor el plan que se le había ocurrido.
Cuando llegó al pórtico, Lea estaba sentada en un taburete junto a la bañera de Asio, dejando que las lágrimas rodaran lentas por sus mejillas. El chico, sujetando la mano de su madre, no decía nada, sumergido el cuerpo en el líquido reconfortante como si tuviera todo el tiempo del mundo. Prótalo, alarmado e incómodo, había salido de su tinaja y se secaba pudorosamente con el paño de hilo preparado para él.
—Asio, mi señor, no hay tiempo que perder.
—¿Qué dices, Paukas, a qué tanta prisa?
El criado se colocó al lado opuesto de Lea. Sus ojos líquidos, nublados por unas lágrimas que se resistían a salir, se clavaron en los de aquel niño que tanto amaba y ahora le parecía un hombre cansado.
—No hay otra salida. Sal por la puerta de atrás cuando te hayas secado y los mozos hayan dispuesto tu montura y la de tu amigo con provisiones, espadas y los cascos de los caballos envueltos en lana. Nosotros nos haremos cargo de los mensajeros. Yo mismo, con dos o tres muchachos nuestros, los estrangularé mientras comen en la cocina, así tendréis tiempo para ganar un trecho suficiente de terreno y alcanzar el territorio de los berones.
Asio sonrió con desmayo pero divertido, como si hubiera escuchado una trastada.
—¿De veras harías eso, fiel Paukas?
—Una y mil veces, mi niño.
—Pero te acusarán y morirás ahorcado en la muralla.
—No habrían de lograrlo porque después de matar a esos desgraciados, yo mismo pondría fin a mi inútil vida. Si consiguiera salvarte, todo se habría consumado y moriría en paz.
—Mi buen Paukas, no esperaba menos de ti. Sin embargo… —Asio se levantó, soltó la mano de su madre y tomó su lienzo—, no deseo huir sino enfrentarme a las acusaciones. Yo no abandoné a mis soldados antes del combate sino después. Renuncié por voluntad propia y frente a ellos. Que yo sepa nunca ha sido ajusticiado un caudillo por renunciar. Tampoco pueden demostrar si hice la consagración que se me pidió, algo que por otra parte era totalmente voluntario. No he incumplido ninguna ley salvo la de aborrecer la guerra, pero eso pertenece a mi conciencia. Esta es la razón por la que no hui entonces y no huyo ahora. El druida Prótalo podrá testificar a mi favor.
—Pero, mi señor, ellos querrán acabar contigo.
—Representan la ley y yo estoy con ellos.
—No vayas Asio, te lo ruego —suplicó el criado, llamándole por su nombre como cuando era niño.
—¿Acaso me pedirías manchar mi nombre dándoles la razón y aceptando la culpa? No Paukas, me presentaré, daré mis razones y explicaré mis argumentos. Estoy seguro de que muchos miembros de la asamblea que lamentaron la inútil muerte de mi hermano lo comprenderán. Tráeme la túnica ceremonial.
No había más que hablar. Paukas se retiró cabizbajo y Lea no añadió nada. Sólo cuando cerca de una hora más tarde fue a despedirle, perfectamente vestido, con la defensa repasada con Prótalo y los emisarios nerviosos, lo atrajo hacia sus brazos para hablarle al oído.
—Siempre has sido mi hijo más amado. Nunca quise decírtelo por no ofender a tu hermano mayor.
La insólita declaración puso un nudo en la garganta de Asio y lo conmovió hasta lo más íntimo, pero lejos de ablandarlo galvanizó su voluntad. A su afán por demostrar la superioridad moral de su conducta se añadía ahora, con fuerza mayor, el deseo de restañar la dignidad de Lea por tanta afrenta.
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Aunque el destino teje su trama con hilos de la voluntad humana, nada impide que reine el caos en el resultado final.
Que prolifere el desconcierto cuando las pasiones chocan y confluyen voces discordantes, cuando las intenciones se retuercen o intereses ajenos a la cuestión principal llegan a imponerse con violencia.
La sesión en el Consejo fue tormentosa. Harpax consiguió que se celebrara de forma pública y allá fueron más de trescientos ciudadanos vociferantes que abarrotaron la sala. Asio apenas podía terminar sus frases, siempre interrumpido por gritos e imprecaciones. Había quien pedía que lo dejaran en paz, pero la mayoría quería su condena. Abdón contemplaba a todos y cabeceaba con resignación. Era cierto que el joven no había trasgredido la ley, pero resultaba evidente que había traicionado la confianza de la Gerusia y puesto en entredicho el honor de Tiermes y hasta la buena fama de los arévacos, el mayor tesoro que tenía la confederación. El pueblo quería un escarmiento y había que dárselo. Al anciano le disgustaba condenar a aquel muchacho que sabía defenderse como un magistrado y, aunque ilegítimo, representaba el último eslabón de un ilustre linaje. Tratando de hacerse entender por los demás miembros del Consejo, pidió a Harpax que transmitiera su deseo de que fuese votada allí mismo su culpabilidad o inocencia.
Salió por mayoría condenarlo. Harpax sugirió que se le ajusticiara al día siguiente, pero Abdón tomó la palabra y dictó la sentencia como correspondía a su condición de magistrado supremo.
—Pueblo de Tiermes, el Consejo de la Gerusia ha expresado su voluntad y acepto el veredicto, pero no es mi deseo que el acusado muera puesto que no ha conculcado nuestras leyes. Diréis que al traicionar nuestra confianza ha hecho algo peor y tendréis razón, pero la verdadera culpa está en su conciencia y deberá vivir con ella el resto de sus días. Así pues, condeno al hijo de Lea a ser expulsado de nuestra comunidad para siempre, sin que lleve consigo pertenencia alguna ni pueda regresar jamás. El condenado tiene hasta mañana al despuntar el día para abandonar la ciudad. Que nadie le dirija la palabra ni trate de ayudarle, pero tampoco atentéis contra él, en memoria de su valiente hermano. He dicho.