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La Treta De Obyssos
Dejaron la industriosa Pincia una mañana al salir el sol, con pertrechos suficientes para no tener que vivir sólo de la caza si conseguían alcanzar Tiermes en cinco o seis jornadas. Asio iba excitado, ansioso por mostrar la ciudad a Prótalo. Estaba persuadido de que la presencia de un druida lusitano sería bien recibida por el Consejo de Ancianos y hasta por su madre, tan abierta siempre a las novedades y los hombres refinados que pudieran hablar de algo más que de guerra.
Aún no se lo había confesado a su compañero de viaje, pero tenía la intención de acogerlo en su casa para que se quedara en la ciudad y pudiera ejercer su magisterio entre los jóvenes. Veía a Prótalo como un elemento de progreso para la comunidad arévaca, un sabio que podía ayudar a combatir las enfermedades con sus conocimientos de hierbas y remedios, pero también un filósofo que sabía alumbrar las conciencias.
El panorama de la guerra contra Cartago había desaparecido de sus preocupaciones diarias. Con Prótalo ya ni la mencionaba. Parecía una pesadilla pasada, sin embargo, una noticia que cambiaba definitivamente el curso de los acontecimientos les llegó cuando alcanzaron Clunia.
Habían llegado al anochecer tras muchos días recorriendo la orilla del Durius y añadiendo a su dieta sobre todo piñones pues sus artes venatorias volvieron a fallar estrepitosamente.
—¡Benditos frutos del pino! —exclamaba Prótalo con cara de resignación, los labios manchados de negro por el polvo de las cáscaras.
Asio no había visto nunca el oppidum de Clunia a pesar de no hallarse lejos de Tiermes. Le impresionaron sus altos muros con torreones de piedra en vez de madera y los hachones de fuego que resplandecían cada diez pasos en el perímetro de la muralla.
A medida que fueron acercándose, escucharon una gran algarabía que parecía contagiar a la población. Las puertas estaban abiertas, había decenas de hombres abrazados con aspecto de embriagados y niños corriendo que saludaban alegres el paso de los forasteros.
«¡Amílkar ha muerto!».
«¡El sufete ha sido vencido!».
Asio y Prótalo se miraban maravillados e incrédulos. Al fin, cuando pudieron hacerse un sitio junto al fuego en la plaza central, escucharon de labios de un bardo el relato completo:
«Ha sido Obyssos, el régulo oretano que le engañó fingiendo amistad mientras preparaba su treta. ¡Qué Lug le bendiga y conceda la gloria a todos sus descendientes!».
Todos corearon con fuerza mientras los hombres entrechocaban sus jarros de licor de avena fermentada:
—Anda, Tireidas, cuéntalo otra vez.
El bardo bebió un trago del líquido blanquecino que una mujer bellísima sostenía para él. Se atusó los bigotes rubios, ajustó la cinta que le sujetaba los cabellos y contempló con mirada azul a la asamblea.
—Vamos, bardo, queremos oírlo de nuevo. Los hombres chillaban, las mujeres aplaudían y todos animaban a Tireidas, recién llegado de la Oretania a su poblado natal, para que repitiera lo que ya sabían pero aún no podían creer.
Tireidas tomó su instrumento y rasgó las cuerdas mientras su voz atacaba de nuevo comienzo de la historia:
El perverso quedó satisfecho y lleno de alegría con la derrota de los fieros lusitanos y la muerte del caudillo Indortas tras un horrendo suplicio en el que los demonios púnicos le clavaron a una cruz después de sacarle los ojos y quebrar sus piernas. Así, el pérfido cartaginés sojuzgó el occidente de la Península y puso bajo su yugo a los valientes lusitanos de quienes se llevó como esclavos más de dos mil. Con el ánimo hinchado por la vanidad de su conquista marchó hacia Levante, queriendo establecer allí la potestad y dejando libre casi todo el territorio de la Spania por imposible de domeñar, renunciando así a ser el rey de quienes le odiaban y siempre le harían la guerra, nosotros, los celtas spanios, los hijos de Lug. Fue hacia las tierras de los íberos que buscan su amistad y alianza y no les duele que sus hijos tomen las armas junto al enemigo invasor, porque viven de venderles sus mercaderías y trabajar para ellos.
—¡Malditos íberos! ¡Traidores!
Callad, no maldigáis en vano, fueron íberos quienes se confabularon para buscar la perdición de Amílkar. Obyssos, régulo de los oretanos, a quienes los bardos del futuro llamarán el Audaz, fingió amistad con el sufete aprovechando las buenas relaciones que sus antepasados tenían ya con las gentes de Cartago, pues no es de ahora, hermanos, la alianza íbero-púnica sino de muchas generaciones atrás. Sabiendo Obyssos que Amílkar se disponía a atacar Hélike fue hasta su campamento desarmado, con sus hijos y parientes, para ofrecerle su ayuda y proponerle la mejor manera de conquistar la ciudad.
—¿Y Amílkar le creyó? —preguntó una voz.
Así es, amigos míos, porque Obyssos supo ganarle desde el primer momento con sonrisas y regalos, porque con habilidad de mercader fenicio le hizo ver que valía más a sus intereses traicionar a los vecinos y apoyar al poderoso, porque supo halagar la ciega vanidad del Rayo de Cartago. Llegó a proponerle avanzar con su hueste en vanguardia para que el ejército cartaginés no sufriera bajas ni menoscabo de armas o merma de vituallas y pudiera así alcanzar la costa muy pronto, como era su deseo. La rendición de Hélike sería cosa hecha porque ellos sabían cómo quebrar sus murallas y convencer a sus jefes para que depusieran las armas. Pero en realidad, lo que pretendía Obyssos era que una vez que los púnicos hubieran entrado en territorio oretano, con la excusa de proteger la expedición, tenderles una emboscada.
—¿Y se lo tragó el viejo bastardo? —volvió a preguntar la misma voz de antes.
—Claro que sí —respondió otro—, sólo un íbero puede engañar a un africano.
En la asamblea de Cauca —continuó el bardo—, Obyssos alertó a los jefes de diciéndoles que tenía una estratagema. Luego, para no levantar sospechas y por si los espías que allí hubiera podían irle con el cuento a Amílkar, fingió enemistarse con los lobetanos y edetanos del Levante. Proclamó que más valía una alianza con Cartago que estar a la greña con sus vecinos y discutir sin descanso en las asambleas de jefes. Incluso aprendió a hablar el idioma de los púnicos para darles mayor confianza. Cuando llegó el momento, nadie dudó de su lealtad y los altivos generales del sufete le admitieron incluso en sus deliberaciones. Supo por dónde querían ir y cómo se distribuirían sus efectivos.
El bardo se detuvo y tomó otro trago de la copa que le ofrecía la beldad. Todos los ojos estaban clavados en él. Asio y Prótalo escuchaban admirados sin acabar de creer la historia. A veces ocurría que un bardo deseoso de atención, o con ganas de aumentar su bolsa, contaba historias fantásticas que sólo habían sucedido en su imaginación.
La gente esperaba sin aliento a que continuara, hasta los niños permanecían quietos y en silencio, mientras el rubio Tireidas paseaba su mirada a un lado y a otro comprobando el interés de su auditorio. Sabía cómo ganarse a la gente con su hermosa voz y los compases del instrumento que tañía más fuerte o más suave según conviniera al relato. Era su oficio y no le iba nada mal. Esa noche, el cuerpo de su doncella oferente premiaría su actuación más allá de las monedas que a buen seguro habrían de sonar en su bolsa, al final de la representación.
Amílkar iba esa mañana sentado en sil litera, cubiertos los lados por una gasa como una gran dama a quien el aire seco de los montes Universales pudiera herir la atezada piel de su rostro. Cerca de él marchaba el fiel Asdrúbal y cuarenta capitanes de su séquito con sus penachos rojos, las negras capas al viento, las corazas de cuero ajustadas y las grebas de metal protegiéndoles las piernas. De vez en cuando los pífanos anunciaban el paso del codicioso ejército mientras la tierra temblaba con el avance de los elefantes. Cuando llegaron a un río cerca de Hélike que discurría por un angosto valle, mandaron parar; era el sitio acordado con el jefe Oretano para que se uniera a ellos. Mientras los caballos abrevaban y los jinetes hacían sus necesidades apareció por el borde de un cerro Obyssos con una cohorte de jinetes fuertemente armados. Más allá se veía una hilera de carros de heno tirados por bueyes. Nada más verlos, los cartagineses rompieron a reír.
El resto de lo que allí sucedió en esa tarde no difería demasiado de la narración del bardo.
Los púnicos, en efecto, se burlaban de la supuesta ayuda que consistía en varios cientos de pesadas carretas tiradas por bueyes.
—¿Es esta la ayuda que nos van a prestar los oretanos? Más vale que se vuelvan a sus granjas y no entorpezcan nuestras maniobras.
Las carcajadas contagiaron a la tropa, los hombres hacían bromas y hasta los turdetanos e ilergetes que engrosaban el ejército púnico sentían vergüenza de aquel despliegue miserable de fuerzas de apoyo que más parecía feria de arrieros o valentonada de gárrulos en su propio terreno.
—Estos oretanos no son más que unos pobres campesinos que no tienen ni idea del alcance de esta guerra y mucho menos de la fuerza de nuestro ejército. Es mejor que nos olvidemos de ellos.
Quien así hablaba, entre despectivo y molesto, era Magón, el altanero general de la misma edad que Amílkar y tan enfrentado al Senado de Cartago como el sufete. Quien escuchaba, con paciencia, por sus maneras de oligarca, era Asdrúbal.
Pero el yerno de Amílkar no estaba tan convencido de que aquello fuera una intentona patética de unos rústicos deseosos de ayudar al ejército púnico. Pues si no ¿a qué venía tanta concentración de carretas en lo alto de la colina? Al menos serían trescientas, o quizá más.
—Sí será mejor olvidarlos —fue su respuesta lacónica.
Asdrúbal avanzó hasta la litera y se puso al costado para que lo viera Amílkar. Este volvió la cabeza y sonrió divertido a su yerno; el espectáculo le estaba resultando gracioso. Con la cortinilla levantada preguntó solícito:
—¿Sucede algo, hijo mío?
—¿Qué creéis que significan esas carretas, padre?
—¡Ah!, es eso. No te inquietes, muchacho. Es su forma de darnos la bienvenida. Las fuerzas de Obyssos se encuentran más adelante.
A Asdrúbal le inquietó aún más esa respuesta. Su inteligencia alerta no se conformaba con las apariencias ni cedía fácilmente a las demostraciones de halago. Sobre todo si eran falsas. Contempló el perfil de Amílkar y le pareció más viejo y artificial que nunca. Aquella mañana había dejado que maquillaran en exceso su rostro y así, con aspecto de momia conservada, las líneas negras de sus ojos semejaban entradas a una caverna ruin, la pasta ocre que le cubría el rostro un disfraz demasiado evidente, la peluca apelmazada un sarcófago y el colorete de las mejillas el arrebol marchito de los cadáveres.
—Será su manera de saludar tu magnificencia, gran señor.
—Claro que sí, Asdrúbal, claro que sí.
Y mientras decía esto asentía con la cabeza y movía la mano hacia las carretas para agradecer el humilde gesto de los oretanos, esos laboriosos expertos en la extracción de plata y azogue que tan bien servía a sus propósitos.
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Tireidas había vuelto a hacer una pausa en su relato, pero esta vez no bebió sino que agachó la cabeza y rasgueó con más fuerza su instrumento hasta sacar unas notas agudas que daban un mayor aire de intriga a la narración. Lámsica, la ninfa que lo contemplaba arrobada, apoyó los brazos sobre las piernas del chico, lo que levantó un murmullo de admiración y envidia entre el grupo de muchachas de su edad mientras los hombres aprovechaban la pausa para hacer comentarios groseros, reírse y liberar la tensión.
—Esa momia iba directa al matadero.
—Estaba escrito en el cielo.
—Así lo quiso Lug, que hace justicia sobre la Tierra.
—Que le den por donde amargan los pepinos, a él y al Asdrubalillo ese.
El bardo retomó el relato con voz hueca, aún más grave. Lo hizo mirando al frente, con la vista perdida por encima de las cabezas como si lo que iba a contar a partir de ese momento fuera a remontar más allá de lo humano. El público sabía que llegaba la parte prodigiosa, el nudo que precedía al desenlace de la historia.
Amílkar no supo leer los signos que vaticinaban su fracaso. No dio importancia al insistente volar de la corneja a la siniestra de su litera ni quiso escuchar al mago esa mañana cuando advirtió, con gesto de sobresalto y ominoso mal agüero, del nacimiento de un ternero con dos cabezas. Tampoco escrutó, como debió haber hecho, los ojos lúcidos de Asdrúbal, más sabio y prudente que él, menos cegado a la vanagloria. Dejó con indolencia que su ejército ocupara aquel valle amable pues delante iba el régulo del territorio junto a sus mejores hombres, cual guardia mercenaria para su tranquilidad pues así estaba acordado, junto a una fuerza de dos mil íberos diestros con sus venablos, tan feroces como los que lucharon con él en Sicilia. Ellos despejarían el camino, pensaba el torvo sufete arrellanado entre almohadones mientras sorbía la malsana tisana que le amodorraba los sentidos…
Todo iba según lo acordado con Obyssos, salvo la cohorte de carros que aunque había aparecido por sorpresa no perturbaba al gran Amílkar pues le seguía pareciendo tributo de admiración de un pueblo atrasado pero respetuoso…
… De pronto, amigos míos, todo cambió.
Al principio fueron sólo hilillos de humo saliendo de las carretas entre mugidos nerviosos de los bueyes, hasta que las carretas se convirtieron en piras que empezaron a moverse y romper la formación. Entonces se subieron al pescante de cada carromato dos arrojados boyeros mientras otros quitaban las pieles de oveja que cubrían la testuz de lo que parecían bueyes y en realidad eran toros de fuerza descomunal, uncidos a los carros. Con la carga incendiada y los conductores azuzándolos con látigos, los astados emprendieron una loca carrera ladera abajo. No eran cien o doscientos sino casi quinientos los carros que Obyssos y los suyos habían estado reuniendo y requisando entre los poblados oretanos. Antes de que los cartagineses pudieran organizarse, los tenían encima mientras unas lenguas de fuego provocadas por la carga desparramada lamían la pradera reseca. Los mercenarios de la retaguardia púnica quisieron volver, pero allí le esperaba una fuerza combinada de guerreros íberos para acogerlos de nuevo en el bando rebelde o degollar a quien se opusiera. Los jefes cartagineses, aterrados, quisieron avanzar a toda prisa para esquivar la carga sin darse cuenta de que Obyssos y los suyos habían dado la vuelta y los esperaban espada en mano.
Lo peor fue el caos que provocaron los elefantes.
Al verse rodeados por las carretas incendiadas, embestidos por toros enloquecidos que golpeaban sus patas, se alzaron sobre los cuartos traseros barritando, daban golpes con la trompa a diestro y siniestro mientras trataban de defenderse o atacar hasta que salieron de estampida, todos juntos, entre las filas de la vanguardia cartaginesa y la caballería, dejándolos diezmados y dispersos. En cuestión de minutos, el poderoso ejército cartaginés era un torbellino de alaridos y soldados en fuga. Sólo un grupo de oficiales permanecía cerca del sufete, ayudándole a montar su caballo. De los demás, no se sabía nada.
Asdrúbal prefirió acudir a poner orden entre las filas de la caballería que ayudar a su suegro, pero no pudo alcanzar su propósito. Cientos de íberos armados, con casco y escudo, aparecían por todas partes cortándoles el paso y derribándolos de su montura. Nada podían hacer los cartagineses excepto ponerse a salvo. Amílkar hincó los talones en los ijares de su caballo y salió a galope. Miraba atrás. Nadie le perseguía. Más adelante distinguió el cauce de un río y pensó que si lograba poner tierra por medio, sería su salvación. Pero ahí sus dioses debieron abandonarlo porque nunca un general debe abandonar el campo de batalla dejando atrás a sus soldados. Con la misma celeridad que llevaba en la huida, entró en el cauce que imaginó arroyo y resultó hondonada en la que se hundió con su caballo como un saco de excrementos. Igual que en su alocada carrera por tierras de Spania, cayó en la trampa de su codicia, espoleado por los turbios propósitos de una conciencia perversa. No hubo piedad para él ni las aguas respetaron su rango de sufete. Nada pudo contra el destino fatal su dignidad de gran pontífice, ni sus miles de esclavos, ni el oro y la plata que acumuló con avaricia. Murió boqueando, arrastrado por la corriente como un pobre humano. Los afeites de su rostro le cegaban los ojos y las joyas de su vestido hicieron de lastre para aquel que desafió al Senado de Cartago y quiso coronarse rey de la Spania entera.
Sí, amigos míos, Amílkar está muerto. Maldita sea la hora que puso el pie en Gades. El mismo suelo que holló se lo ha tragado.
Tireidas agachó la cabeza y permaneció así, mientras sus dedos arrancaban los últimos sonidos de su instrumento en un final lastimero que empezó gravedad y lamento hasta hilvanar sucesivos acordes de alegría, verdad, triunfo y esperanza.
Hubo un instante de silencio como en los sacrificios, cuando el augur levanta las vísceras del animal y se dispone a transmitir su mensaje. Todos esperaron a que se perdiera en el aire la última nota, atentos a la señal. El bardo dio un golpe con la palma de su mano sobre la tripa estirada del caparazón de tortuga que servía de instrumento. Luego alzó el rostro sonriente y esa fue la señal. El gentío comenzó a aplaudir y a silbar. Algunos lanzaban vivas a Obyssos y otros mueras a Cartago; muchos lloraban de alegría mientras los niños daban volteretas junto al bardo y las mujeres se acercaban a besarle. Aquella noche Tireidas comió ciervo y bebió leche de yegua. Tragó el agua de fuego que constantemente le ofrecían durante el banquete comunal y al final tuvo su mejor recompensa entre los brazos y caderas de la bella Lámsica.