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El corazón de la Keltiké
La hospitalidad vetona fue más espléndida de lo esperado, incluso instructiva para dos fugitivos que se habían propuesto conocer pueblos y probar costumbres para buscar experiencias que ensancharan su horizonte vital.
Durante la larga cabalgada hasta Ulaka, Óskritor les fue dando las claves para comprender las peculiaridades de su pueblo: los vetones eran de raíz celta, ciertamente, pero durante las centurias que llevaban asentados en lo que pasó a ser su territorio[5] se habían ido despojando de muchas costumbres que tenían sus ancestros emigrados de las tierras del norte cuando la última era de los grandes hielos. Durante la larga marcha apenas habían podido conservar otra cosa que la capacidad de supervivencia, por lo que algunas de sus viejas instituciones tribales habían ido desapareciendo con las penalidades de tanto deambular y la urgencia por encontrar el territorio adecuado, el «predestinado», como aseguraba Óskritor ante sus embelesados oyentes. También habían desparecido algunos ritos de Lug, aunque no los de Decertius o Epona ni las celebraciones nocturnas en honor de la diosa Eako cuando recuperaba todo su vigor.
—Lamento decirte, amigo Prótalo, que entre nosotros no existe la institución sacerdotal de los druidas.
Óskritor, con la amabilidad debida a un forastero a quien se ofrece hospitalidad, omitió la vieja cantinela que se contaba: los druidas habían resultado ser una carga inútil y molesta en la Larga Marcha, aunque lo cierto es que aún así quedaron algunos cuyos últimos reductos, ya instalados en la Vetonia, desaparecieron por completo —o los hicieron «desaparecer»— cuando el capitán mayor asumió la dignidad de Sumo Pontífice.
Óskritor aseguraba, como si hablara de una tribu distinta a la suya, que no eran caóticos y bebedores como se decía de los oretanos, ni dados a reñir entre sí como los belos y menos aún mentirosos y truhanes a la manera de los célticos de Onuba y Gades, tan inclinados a los chascarrillos y a batir palmas o chasquear los dedos mientras bailan como mujeres. No. Los vetones eran contenidos, sobrios, extremadamente corteses en su forma de hablar, algo poco corriente entre guerreros. Desde pequeños aprendían a vivir en comunidad y a despreciar el propio interés. Su posesión más preciada era el cuerpo, y aún más el espíritu que le insuflaba vida y que al abandonar este mundo alcanzaba un paraíso de banquetes guerreros y doncellas danzantes, si sus acciones habían sido lo bastante buenas para ganarlo.
Lo cierto es que los guerreros dedicaban largos momentos del día al cuerpo. Llevaban el cabello largo y acicalado, pues por la mañana lo untaban con sebo de tejón y al caer la tarde se lo lavaban en el río unos a otros, ya fuera invierno o verano, restregando una pasta hecha con tuétano de los huesos de caballo. Igual que los espartanos de la Hélade, se rasuraban el cuerpo menos las axilas y el pubis que recortaban al máximo. También se frotaban con resina diluida de pino en los brazos porque aseguraban que en la lucha cuerpo a cuerpo les ayudaba a sujetar mejor al contrario, mientras que el fuerte aroma de sus árboles de montaña les ayudaba a mantenerse concentrados y resistir.
Ejercitaban a diario la musculatura, especialmente la del torso, los hombros y los brazos, levantando decenas de veces piedras de granito y artilugios que se fabricaban con bolsas de cuero rellenas de arena. También hacían carreras en grupo, a solas y compitiendo. Muy sobrios en el comer, la base del sustento diario lo constituía un pan de color pardo hecho con harina de bellota junto al queso de cabra apelmazado con regusto agrio, además del tocino que almacenaban de jabalíes y cerdos. Su vestimenta era igualmente parca: una túnica oscura, de parecido color al que en otoño cubría el lomo de los grandes machos de cabra salvaje, a los que protegían con enorme celo en los picachos inaccesibles de sus montañas.
Todo esto pudieron comprobarlo durante los cuatro días que Asio y Prótalo estuvieron alojados en el chozo junto a la casa del jefe Leucro. A él lo vieron poco, apenas salía y a ellos no les estaba permitido entrar en aquel recinto que gobernaba a los clanes de Ulaka y un vasto territorio alrededor. Pero en lo demás, campaban a sus anchas: acompañaban a los guerreros en sus ejercicios, se entretenían con los niños, paseaban y eran recibidos con grandes muestras de respeto en los hogares que se disputaban el honor de invitarles a comer.
‡ ‡ ‡
Al quinto día llegó la fiesta del solsticio, por la que habían esperado los días precedentes.
Todos los habitantes de la ciudad, salvo un retén de soldados, se dirigieron a una pradera rodeada de árboles centenarios en cuyo centro desafiaban al tiempo cinco grandes toros de piedra. La luz del atardecer daba un aspecto irreal a la escena. Se sucedían los cánticos y también las libaciones, pues en ese día estaba permitido beber el licor de bellota que mezclaban con miel. Pero nadie perdía la compostura. Mujeres, ancianos, hombres y niños repetían las interminables salmodias que se transmitían de generación en generación. Todos vestidos de blanco. Sin mostrar especial alegría pero tampoco pesadumbre o laxitud. Pulcros, igualitarios, sencillos, como dictaba la costumbre.
Hasta que empezó el delirio.
Fue una anciana quien rasgó la noche con un grito sobrecogedor, al que siguió el ulular de otras más jóvenes que comenzaron a danzar a su alrededor. Los hombres fueron sentándose en el suelo formando un gran corro alrededor. Vigilados por varios adultos, los niños quedaron atrás en un círculo más externo. Uno de ellos, de unos doce años, les iba relatando a los dos forasteros lo que allí estaba ocurriendo.
—La madre, que es la anciana mayor, ha entrado en trance. La fuerza lunar se ha apoderado de ella y por eso las chicas bailan cerca, rogando a la diosa Eako que no la abandone. Eso hará que tengamos buenos frutos en el verano, que las cabras paran chivos sanos y que las mujeres hermosas tengan hijos.
Prótalo sonrió y acarició la cabeza del muchacho.
—Gracias, hijo. Ahora ya lo entendemos.
Los hombres entonaron una salmodia para acompañar los cánticos de las mujeres. Ceremoniosamente, se pasaban unos a otros pequeños odres de una bebida que debía de ser fuerte, pues alguno ponía gesto de disgusto y le costaba tragarla. Cuando las voces de las mujeres se hicieron alaridos, los adultos que vigilaban a los muchachos y a las niñas, se los llevaron de vuelta a la ciudad. A una señal, los forasteros permanecieron sentados en sus lugares, algo apartados, sin saber qué iba a ocurrir.
Y lo que sucedió fue que las jóvenes se quedaron con los pechos al aire y fueron acercándose a los hombres con suaves movimientos lascivos, permitiendo que sus largos cabellos, antes recogidos, se desparramaran por la espalda o los senos, alguna dejando caer incluso la túnica al suelo para quedarse totalmente desnuda.
Los hombres miraban embelesados. Ellas se contoneaban, daban vueltas sonriendo, se besaban entre sí y poco a poco fueron dirigiéndose a los varones. Cada una elegía quien más le apetecía, le tendía la mano, lo acariciaba y besaba mientras el hombre se enervaba y luego le quitaba la túnica. Poco a poco, aquellos cuerpos perfectos, tan cultivados por la gimnasia y la dieta, iban uniéndose entre sí en el mismo suelo, pero no con frenesí salvaje sino dulcemente.
Asio estaba fascinado contemplando la escena.
Le resultaba increíble la naturalidad con que aquellas gentes daban rienda suelta a un erotismo colectivo que parecía ritual, por lo acompasado y dulce de sus movimientos, y que se desenvolvía, ahora sí, en casi completo silencio, con leves quejidos y miradas intensas. Le llamó la atención que algunas mujeres se acariciaran entre ellas mientras se dejaban toquetear por algún hombre y que varios jóvenes guerreros se besaban el cuello, se mordían el mentón y cogían sus caderas hasta juntarlas y unir sus miembros endurecidos como si fueran venablos.
Prótalo asistía al espectáculo entre maravillado e incómodo, mientras lanzaba furtivas miradas a su compañero con gesto de asombro.
Poco después, los hombres y mujeres que tomaban parte en aquella expansión comunal yacían en el suelo ocupados en acoplarse. Los jadeos arreciaron a medida que los miembros viriles penetraban más hondo y con mayores bríos. Los gruñidos de los machos apuntalaban los alaridos de las jóvenes, pero en medio de esa explosión de ardor la madre permanecía inmutable, quieta sobre un cojín de vellón purificado sobre el que habría de sentarse durante el próximo curso solar, cada vez que tuviera que tomar una decisión trascendental para la comunidad. Alrededor de ella, en posición sedente, un grupo de mujeres con velos echados sobre la cara había tomado posiciones, mientras otro círculo de hombres ancianos daba la espalda a los bacantes como si tratara de protegerla. La mujer tenía la cabeza erguida, su pelo cano sujeto en la nuca con alfileres de nácar, las manos en el regazo y el mirar fijo, luminoso y blanco, como si en sus ojos habitara en verdad la luz de la diosa madre.
Para Asio, ese mirar inalterable fue lo más llamativo de la bacanal orgiástica, pues ni en el silencio y la calma que siguió la anciana se movió o alteró su gesto.
Los forasteros fueron despedidos al día siguiente, tras el banquete que se preparó en un prado contiguo a la empalizada y en el que cerca de doscientas personas celebraron el reinado del sol con intensa alegría aunque se echara de ver muchos rostros jóvenes que quizá estuvieran todavía durmiendo.
—No creáis que duermen por holgazanería o porque estén aún aturdidos, no, es que tienen permiso para quedarse en el monte y hacer lo que quieran. Durante el año, los chicos y las chicas casi siempre están separados. Así, de esta manera se conocen mejor.
El mismo crío seguía explicándoles las cosas.
—Este muchacho tiene vocación de maestro.
—O de guía.
—Sí, es cierto ¿por qué no vienes con nosotros, chico?
—Me llamo Anzo.
—Muy bien, Anzo. ¿Quieres acompañarnos hasta el territorio de los vacceos?
—No.
—¿Y eso?
—Un vetón se debe a su comunidad y no puede abandonarla a capricho.
—¡Por Lug! No quería ofenderte, chico.
Pidieron despedirse de la Madre y presentarle sus respetos, pero les dijeron que no debían alterar su retiro. Durante catorce días, ayunaba, tomaba mejunjes de hierbas y hongos y hacía predicciones. No se la podía molestar.
El jefe Leucro se dignó salir de su encierro y fue hasta la Puerta de Poniente para decirles adiós con su cohorte de guerreros altivos, aceitados y hermosos. Tenía muy mal aspecto y se apoyaba en el hombro de un ayudante.
—Tened cuidado con los bandidos del límite y que Decertius guíe vuestro camino. Tú, muchacho, transmite mis saludos a la Gerusia de Tiermes y diles que estén atentos. Tal vez los fieros arévacos podáis detener a ese demonio de Amílkar. Yo, al menos, no lo veré ya. Tomad esta tésera de hospitalidad para el jefe Artalo de Pallantia, al norte del territorio de los vacceos. En cualquier lugar que la mostréis os darán cobijo, mientras estéis en sus confines. Ya conocéis la ruta: alcanzad el río Durius y proseguid hacia el este. Es un cauce de rápidas corrientes difícil de cruzar, pero cerca de Pincia existen unos pontones de piedra con pasarelas de madera; hacedlo allí y seguid por la margen derecha hasta encontrar vuestro territorio. Que la Diosa Madre os proteja.
Tasio y Prótalo quisieron arrodillarse y besarle la mano, como era costumbre hacer con los régulos, pero Leucro alzó su brazo para impedirlo.
—No lo hagáis. La fuerza me ha abandonado y ya no soy el que era. También la valentía ha huido de mí y no soy digno de homenaje.
Sus acompañantes bajaron la cabeza menos Óskritor. Con decisión, montó en su caballo y fue hacia ellos.
—Seguidme. Yo os llevaré hasta el límite del norte.
‡ ‡ ‡
Tres jornadas bastaron para cruzar las montañas y encaramarse a la gran llanura superior. Al llegar al límite, marcado con un toro de piedra que se repetía cada trescientos estadios, nadie salió a su encuentro.
—El territorio vacceo es grande e impreciso en sus bordes. De hecho, compartimos una franja bastante amplia en la que tanto ellos como nosotros podemos entrar con ganado o para perseguir alguna pieza de caza herida. No os preocupéis, seguiré con vosotros hasta que demos con algún destacamento.
Óskritor no hablaba demasiado, o al menos no lo hacía de manera continua. A largos momentos de completo silencio le seguían otros en que no paraba de hablar y hacía bromas. Se explayaba sobre cualquier asunto y le gustaba burlarse, como si tuviera la llave de un conocimiento secreto que le diera una superioridad de conciencia sobre la conducta de los otros, pero se ponía terriblemente serio cuando hablaba de su tierra o los suyos.
—Los vetones somos así. Desde pequeños aprendemos el verdadero valor de las cosas con la educación comunal y la práctica de una vida austera y responsable. No necesitamos druidas ni filósofos. Dicen que nos parecemos a los espartanos, el pueblo heroico que ha vencido a esos parlanchines atenienses que se dedican a gozar de la vida en vez de aprender de ella.
A Asio, la alusión a Esparta le encendió.
—¿Acaso es admirable un pueblo que quiere sojuzgar a los demás en beneficio propio?
—Los espartanos no se sienten superiores, lo son. Mantienen un sistema de gobierno justo y equilibrado sin la lucha ridícula entre oligarcas, demócratas y quienes apoyan la tiranía como en Atenas. Todos están contentos. La propiedad es común, aunque cada varón tenga su propia tierra que trabaja hasta que muere y la devuelve a la comunidad.
—Pero los omoi de Esparta no trabajan la tierra.
—No, claro que no, es una forma de hablar. Para eso tienen bajo su férula a sus vecinos, que son un pueblo inferior. Ellos sólo se ocupan del arte de la guerra.
—Claro, así se cierra el círculo —respondió Asio visiblemente contrariado—. Un pueblo invade a sus vecinos, los esclaviza, se libera del trabajo y dedica su tiempo a perfeccionar el arte de matar para seguir imponiéndose a los demás.
—Eso es.
—¿Y dónde queda la justicia?
—¿De qué justicia hablas? En la naturaleza, los lobos matan a las ovejas y los zorros a las gallinas. Entre las cabras salvajes, es el carnero más fuerte y más listo el que se impone a los demás. Esa es la justicia del mundo: cada uno en su lugar.
—Pero el hombre debe ser superior al orden animal. Tiene capacidad de razonar y una conciencia del Bien y del Mal.
—Hablas como esos atenienses.
—Sí, claro que sí. Ellos han sido el pueblo más civilizado hasta ahora. Me temo que soy más de Atenas que de Esparta, aunque yo mismo tenga sangre lacedemonia en mis venas.
No quería haberlo dicho, pero ya estaba hecho. Tampoco quiso aclarar que en realidad no era la sangre sino el pasado de su padre lo que era espartano, así resultaba más dramática, más «racional» su identificación con la Atenas filosófica, amante de la libertad y defensora de la democracia.
Óskritor chasqueó los labios y movió la cabeza como si el muchacho le inspirara un sentimiento de lástima. La juventud siempre es idealista, pensó.
—Está bien, chico, tú sabrás.
Prótalo había asistido a la conversación en silencio, pensando en sus propias conclusiones. Al ver que los otros dos callaban, como si un muro invisible se levantara entre ellos, quiso terciar para relajar el ambiente. Pero lo que dijo no lo logró exactamente.
—Ya que hablamos de disentir, yo tampoco puedo estar de acuerdo contigo, amigo Óskritor, porque soy hombre que ama la paz.
—No debieras hablar así, lusitano. Vuestro pueblo ha estado hostigando durante generaciones al nuestro y sólo después de la derrota que sufristeis en el Pico del Ciervo hace cuatro lustros pudimos acordar una alianza con vosotros.
—Bueno, una cosa son las peleas por los límites del territorio o los pastizales del ganado y otra hacer la guerra por diversión.
—¿La guerra por la guerra? Nuestra fuerza de ahora consiste precisamente en evitar la guerra porque somos temibles. Hemos conseguido vivir en paz con vosotros y los vacceos. Incluso con los carpetanos que pretenden arrebatarnos montes por el este y les gusta atacar por sorpresa. Y todo porque somos maestros en el arte de la guerra.
El vetón miró con aire retador al lusitano.
—No todo es la guerra, amigo Óskritor. Gracias a la paz tenemos telares para nuestras mujeres y arados de hierro que labran mejor la tierra. Debemos seguir esforzándonos en crear cosas que nos ayuden a mejorar.
—Los vetones no necesitamos mejorar sino mantener nuestra raza, nuestras costumbres y nuestro territorio.
—Los druidas decimos que siempre hay que seguir aprendiendo.
—Déjame en paz con tus druidas, que aquí no necesitamos sacerdotes que nos engañen con sus supercherías.
—Óskritor, yo no…
No pudo continuar el lusitano. El guerrero vetón, con gesto de enfado, le interrumpió.
—Ya está bien de cháchara, continuemos la marcha. Al fin y al cabo no sois más que forasteros… ¡Arre, caballo, vamos!
Salió a galope tendido y los dos no tuvieron más remedio que seguirlo. Cuando al fin se tranquilizaron, tras una larga carrera, el vetón quedó sumido en un silencio enfadado del que parecía no querer salir. Asio y Prótalo se miraban a hurtadillas y sonreían, pero no se atrevían a quebrar su dignidad herida. Lo hizo él, solemne, poco antes de que el sol desapareciera por la línea recta del horizonte. No se veía a nadie y no estaba dispuesto a entrar más en territorio vacceo por un par de aventureros cobardes para quienes no significaba nada el honor de un guerrero. Sólo la idea de volver a pernoctar con ellos y ver sus caras por la mañana le revolvía las tripas.
—Es suficiente, os dejo. Con la tésera no tendréis problemas. Seguid el camino del norte hasta la corriente del gran río. Adiós.
Asio y Prótalo musitaron unas palabras de despedida y agradecimiento. Hubieran querido abrazarlo, desearle suerte, pero su guía ni siquiera había descabalgado y ya les daba la espalda. Quería pensar en sus asuntos o dejar que le envolviera el campo con su silencio. Él no lo sabía, pero en esos momentos, el jefe Leucro había anunciado su renuncia por haberle abandonado el valor. Los guerreros se reunieron para buscar un caudillo nuevo; alguien dijo el nombre de Óskritor y poco después era aclamado en ausencia como régulo por más de trescientos guerreros de Ulaka, puestos de pie en la asamblea y haciendo chocar sus espadas.
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Durante días los dos viajeros no vieron más que lejanos pastores que conducían sus rebaños y parecían esquivarlos. Ellos tampoco hacían nada por acercarse. Una vez que siguieron el camino largo que cortaba la llanura de septentrión a mediodía, se cruzaron con dos jinetes y una pequeña caravana con varias familias de mercaderes. A todos les saludaron con la mano y fueron correspondidos. Nadie les paró ni preguntó nada.
Tampoco al llegar a Pincia tuvieron el menor problema. No era un castro grande y la forma de ser de la gente recordaba a los vetones, aunque había más variedad, sobre todo artesanos. No querían detenerse allí más de lo necesario, así que estuvieron dos días acarreando piedras para la construcción de un muro a cambio de queso y embutidos para continuar viaje. Asio deseaba llegar a casa, ver a su madre y abrazar a Alakén.