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La vetonía

Le despertaron los trinos de los pájaros con la sorpresa del amanecer. Habían dormido a los pies de un gran olmo, en el que un enjambre de jilgueros parecía disputarse la supremacía de anunciar la llegada de la luz. La mañana era fresca pero el cielo despejado presagiaba una jornada de calor. Perezoso, Asio entreabrió los ojos y vio a Prótalo afanarse de un lado a otro mientras reavivaba la fogata sobre la que humeaba una cadila negra sostenida entre cuatro piedras. El druida iba y venía con el hocín en la mano, observando al paso el cocimiento que desprendía un olor agradable, entre acre y dulzón. De vez en cuando lo removía un poco y volvía a recoger más hierbas o alguna baya que examinaba con cuidado antes de guardarla en el zurrón. Finalmente se sentó junto al fuego, sacó un raspador de piedra, limpió unos bulbos que guardaba en la talega, añadió una raíz, un tallo jugoso y tres o cuatro bellotas, junto a un puñadito de piñones que fue partiendo en un saliente pétreo que llegaba a la altura de los muslos y tenía una superficie tan lisa que parecía trabajada por la mano del hombre. Todavía desde su lecho de hierba, Asio descubrió que había colocado dos pedruscos a los lados del saliente, a modo de asientos para su improvisada mesa.

El arévaco se dio media vuelta y apoyó los codos en el suelo observando a su compañero. Prótalo partía los piñones de un solo golpe con un guijarro envuelto en tela para no hacer ruido, tenía su túnica enrollada a la cintura con el torso descubierto. En ese preciso instante despuntó el sol por el horizonte de pinos. El druida se levantó como impulsado por una orden perentoria, dejó sus utensilios a un lado, se olvidó de la pequeña marmita en la que gorgoteaba el condumio y fue hasta un claro donde se expuso por completo a la plenitud ascendente del astro. Quieto, con los ojos cerrados, abrió los brazos para saludar los primeros rayos benéficos y concentrarse en absorber su luz a través de la piel traslúcida de los párpados, hasta que le inundara las órbitas y le provocara una sensación de alivio que se convertía en sentimiento de gratitud y le hacia recitar su letanía al orto con los ojos humedecidos por las lágrimas.

Así, visto desde atrás, con los brazos extendidos, la cabeza erguida hacia el disco solar dejando que las guedejas de su cabellera cayeran sobre la espalda desnuda mientras musitaba lo que parecía a ser una canción de alabanza, Prótalo se transformó a ojos del arévaco en un ser angelical, inocente, una criatura libre de la mezquindad que atenaza a los humanos apegados al polvo de la tierra. Y sin embargo, cuando cesó el saludo al dios solar y volvió el semblante, aquel rostro que hubiera adivinado beatífico resultó sombrío, cruzado por algún presentimiento o preso de la congoja que debía atormentar su espíritu.

Asio se levantó para acercarse al fuego. Sentado en cuclillas sobre sus talones comenzó a remover la danza vegetal que se mezclaba en caldo espeso al tiempo que trataba de adivinar la desazón del compañero que volvía cabizbajo, entreteniendo un súbito nerviosismo con desmañados esfuerzos por subirse la túnica mientras no dejaba de caminar y le lanzaba furtivas miradas que intentaban ser de complicidad, aunque en realidad expresaran el pudor de haber sido sorprendido.

—Buen día tengas, amigo Asio.

—Y tú, druida. Veo que no has perdido el tiempo —dijo el arévaco removiendo con mayor brío.

—He pensado que no nos vendría mal un desayuno fuerte; así tendremos fuerzas para hacer frente al camino. Hoy será un día de marcha, ¿no es así, jefe?

—¡Valiente jefe estoy hecho! —respondió Asio apartándose un mechón que le caía sobre los ojos y olisqueando el desayuno—. Me refería a que parece que te has levantado muy pronto. ¿Has podido dormir bien?

—¡Claro que sí! Como un lebrato. Pero me despierto con la primera claridad del día y me levanto enseguida. Es la costumbre. Cuando estaba en la escuela de los druidas, de niño, no nos dejaban quedarnos despiertos en la cama.

Ambos rieron nerviosos. Había desaparecido el tono épico del día anterior, la gesta de la escapada. Ahora se trataba de sobrevivir, encontrar un camino que pudieran recorrer y no sólo entre riscos agotadores de escalar o valles que parecían el mismísimo paraíso, sino por la propia vida. Los dos lo sabían y la ansiedad les desbordaba. Una sensación a flor de piel que se hacía evidente en pequeñas precipitaciones como cuando Prótalo casi tiró la marmita al intentar remover el contenido, en las risas forzadas por la menor tontería o cuando ambos quisieron atrapar la misma rama seca y a punto estuvieron de chocar sus cabezas.

Más distendidos por las torpezas que rebajaban la gravedad del momento, se sentaron a la mesa de piedra con la cadila humeante entre ellos, dos escudillas de madera y dos cucharas de hueso que el druida rescató de los fondos de su prodigioso equipaje.

Allí estaban, frente a frente y relajados, como señores de vastos dominios dispuestos a compartir aquella colación civilizada en íntima fraternidad. Asio se sentía a sus anchas. Hacía muchas mañanas que no desayunaba con aquella sensación de liviandad que hacía tan llevadera la existencia sin el peso de la angustia oprimiéndole, como un gorrión que se posa en un sitio apetecible sin tratar de influir en los acontecimientos ni preocuparse por lo que vendrá después, sólo afanándose en mirar alrededor y gozar del milagro de estar vivo.

—¡Esto está buenísimo!

—Me alegro. La primavera ha sido generosa en lluvias y el campo es una inmensa despensa. Creo que no tendremos grandes problemas para abastecernos.

—Eres un hombre grande, Prótalo.

—No… no soy más que un pobre druida huido. Aquí el grande eres tú.

Volvieron las risas forzadas, los guiños entre los dos compañeros que seguían buscando su sitio exacto frente al otro. La forma de relacionarse sin crear distancia o excesiva cercanía, sin que les traicionara el caudal de sentimientos que cada uno soportaba en su interior. En una marcha así, huyendo del escenario de la guerra, el peor enemigo era la melancolía.

—No debemos dejar que nos invada ningún sentimiento de culpa.

Fue Asio quien habló, mirando hacia el horizonte entre los árboles, como si sus palabras formaran parte de un hilo argumentai que se desarrollara continuamente en su mente.

—Tienes razón.

Se miraron de nuevo, pero esta vez no hubo risa forzada sino gestos de franca aprobación. Existía una forma de andar el camino juntos y la estaban encontrando.

Los caballos resoplaban satisfechos agitando sus belfos. Estaban descansados y pacían a su antojo. Seguían jugueteando entre ellos, libres, sin ataduras, persiguiéndose entre los árboles y mordisqueando las crines del otro, pero siempre volvían al lugar de la acampada. Si notaban que los jinetes aún no estaban dispuestos, continuaban con sus juegos.

Ahora observaban a sus plácidos amigos humanos y parecían alegrarse de verlos tan ensamblados, como si el tiempo no pasara a su alrededor. Poco a poco se fueron aproximando, tratando de jugar también con ellos, acercando sus cabezas y restregándolas contra sus costados, haciéndoles ver que querían sentir sus piernas allá arriba, sobre el costado, para lanzarse a la carrera por los campos. Eran dos sementales jóvenes, sin castrar, y sentían el latido de la tierra con mayor fuerza que sus amos.

—Bueno, tranquilos —dijo Asio—, dejad que comamos también nosotros nuestro forraje.

‡ ‡ ‡

Poco después tomaban el camino del norte. Asio había decidido seguir esa ruta para evitar un posible encuentro con sus antiguos compañeros o algún destacamento púnico que anduviera tras ellos. Cruzarían la tierra de los vetones hasta encontrarse con el Durius, para torcer luego en ángulo recto y atravesar la meseta bordeando el río.

La realidad se imponía y ambos la aceptaron. El arévaco sería quien guiara la expedición; de la comida y la impedimenta se ocuparía Prótalo. Cada uno debía cuidar de su caballo y conservar en buen estado los arneses, untando con manteca las cinchas de cuero. Los dos irían juntos a recolectar frutos y hierbas al amanecer, seleccionados siempre por la mano experta del druida. Una vez puestos a hervir en la marmita con los troncos que sobraran de la noche anterior, Asio habría de cargar la leña menuda para alimentar la fogata mientras su compañero se dedicaría a elegir hongos y raíces para añadir a la colación y hacerla más sabrosa.

Ambos estaban decididos a probar suerte e intentar cazar pequeñas presas o capturar pollos de perdiz, alguna tórtola en su nido e incluso reptiles sabrosos como los esquivos lagartos para añadir a su dieta, pero lo cierto era que ninguno era demasiado hábil ni tenía suficiente experiencia, pues hasta entonces Asio se había limitado a acompañar a Ciscón para llevarle las piezas y el druida no había cazado en su vida.

Así organizados, fueron cumpliendo jornadas casi sin darse cuenta. Se sucedían los amaneceres risueños y las noches de confidencias, jornadas a caballo ensimismados en la grandeza del paisaje, atravesando encinares y cárcavas o bordeando arroyos. A veces encontraban cuevas en las que paraban para pernoctar; entonces Prótalo construía un pequeño altar en la entrada a la diosa madre y entonaba sus salmodias al atardecer en un estado que parecía fuera de este mundo. Con frecuencia hallaban, alborozados, pinturas negras o rojas, huellas humanas de muchas generaciones atrás. Pasaban los dedos por los trazos primitivos o ponían la palma sobre la estampa de una mano de la Era de las Cavernas con el contorno rojo intacto, admirando el vestigio preservado contra la decadencia del tiempo, emocionados, mientras su espíritu trataba de comulgar con aquel signo contundente, rojo sobre la claridad de la piedra, como un rastro de fuego que anunciara la civilización para la especie humana.

Las más de las veces era el firmamento la bóveda en que descansaba la mirada al acostarse, cuando la noche se descubría con guiños de lejanísimas estrellas. A menudo elegían cobijo bajo un árbol robusto para guarecerse por si llovía o hubiera que trepar ante el acoso de lobos hambrientos, jabalinas en celo o incluso algún oso desesperado. Con un trozo de asta de ciervo, a la que insertaron un guijarro puntiagudo en la base, hicieron un hacha rudimentaria, muy útil para quebrar la leña. Prótalo se mostraba muy satisfecho con el instrumento y lo sujetó a su cinto, elevándolo a la categoría de amuleto y objeto civilizado.

—Así eran las hachas que nuestra atormentada especie construía en la Edad de Piedra, antes de que los metales excitaran la codicia de los hombres y los empujara unos contra otros.

Asio escuchaba divertido los comentarios de su compañero, ya fueran filosóficos, solemnes o humorísticos, sin añadir nada. Sonreía beatífico dándole la razón, luego las palabras caían en la marmita de su conciencia mezclándose unas con otras hasta formar un alimento que nutría el silencio de sus cabalgadas.

Para no quedar a la zaga, el arévaco se afanaba en fabricar pequeños utensilios con sus manos. No estaba especialmente dotado para la artesanía ni tenía la habilidad de quien lo hace a menudo, pero manejaba con paciencia un punzón hecho del asta del cérvido con el que pulía huesos que encontraba por el camino hasta conseguir un peine duro para la crin de los caballos, otros dos más suaves para ellos, un raspador de raíces y varias puntas de flecha que acoplaron a cinco varillas de fresno delgadas y rectas. Con ramas de sauce hizo dos arcos, pero no sabía cómo ponerles cuerda hasta que Prótalo deshizo en finas tiras una badana sacada del borde de su bolsín y las entrelazó hasta formar unos chicotes que consiguieron tensar en curva las cimbreantes varas. Luego, a base de pequeños nudos en los extremos, las fue ajustando. Preparados los arcos, colocaron en cada uno una flecha a la que amarraron con esparto una punta de hueso. Estiraron los brazos, apuntaron a un roble de tronco generoso, se miraron y soltaron. Los venablos salieron con fuerza y precisión sin apenas desviarse, ambos se clavaron el tronco, uno junto al otro. Ellos rieron, saltaron y se abrazaron. No podían creérselo. Ya tenían sus armas de caza.

Otra cosa fue acertarle a una pieza. Fallaron conejos, torcaces, zorzales, liebres y toda suerte de animalillos rápidos y apetitosos, hasta que descubrieron las ventajas de apostarse en las charcas y esperar a que se acercaran a beber, quietos y expuestos. De esta manera consiguieron abatir varias perdices y hasta un gamo menudo que recibió los dos impactos por encima de la paletilla y allí quedó, boqueando, mientras ellos lo observaban atónitos y apenados, pero con la promesa cierta de comer, al fin, carne.

En doce jornadas llegaron sin contratiempos a las estribaciones de los Montes Carpetanos, por su lado más occidental. Ante sus ojos se elevaban los macizos rocosos anunciando otro país distinto al de los lusitanos. Atrás quedaban las anchas llanuras y las suaves ondulaciones plagadas de robles y encinas. La Vetonia era un territorio agreste, duro como sus gentes, el solar de otro pueblo celta venido generaciones atrás, que había llegado a sojuzgar, o arrinconar pero siempre sin mezclarse, a los pobladores indígenas instalados allí desde la noche de los tiempos.

—¿Tú crees que seremos capaces de trepar con los caballos por esas laderas? —preguntó Prótalo.

—No hará falta. Buscaremos los pasos entre los montes y las gargantas de los ríos. No creo que los condenados vetones vivan en esas crestas donde sólo llegan las cabras.

—¿Por qué los llamas condenados?

—Son cabezotas y muy orgullosos. Mi hermano decía que en las asambleas siempre ponían objeciones a todo y que parecían desconfiar continuamente.

—¿Por qué lo harían? —dijo Prótalo pensativo. Estaba acostumbrado a preguntarse la razón de las cosas y especialmente de la conducta o el devenir de todo lo vivo.

—Supongo que porque están convencidos de que son los más antiguos de la Keltiké, pues aseguran que atravesaron los montes pirenaicos hace más de mil años. Me temo que andan algo sobrados de vanidad.

—Sí, tal vez sea eso, aunque las leyendas que pasan de generación en generación son lo que más mueve a un pueblo a comportarse de una manera especial. Lo curioso es que a veces resulta cierto lo que a simple vista parece inverosímil.

Prótalo había dicho aquello con el aplomo de un filósofo, pero en realidad estaba admirado. No había salido nunca de su lugar de origen. Le abrumaban aquellas montañas rotundas y le costaba entender las costumbres ajenas, aunque se guardaba mucho de decirlo. Estaba decidido a cambiar, ver mundo. A fin de cuentas no era un jovenzuelo ni un rústico que no viera más allá de las orejas de su mulo. Él había estudiado desde niño, había seguido una intensa instrucción, tenía recursos de la inteligencia y una personalidad bruñida por buenos maestros. Era tiempo de poner en práctica sus conocimientos sobre el alma humana y no sólo de recoger plantas o interpretar los signos de la naturaleza. Se sentía plenamente preparado. Por eso se atrevía a opinar de algo que no sabía a ciencia cierta pero podía intuir.

Continuaron su rumbo buscando un valle que se adentrara en el macizo y tal vez algún pastor que les pudiera orientar para encontrar los mejores pasos. Vadearon un río cuyo torrente llegó al vientre de sus monturas, pero los caballos no mostraron miedo sino al contrario, chapoteaban con alegría entre el agua gélida que bajaba de las cumbres pues era ya principio de verano y el calor comenzaba a apretar. Con los cascos frescos y las ancas contraídas salieron de la corriente caracoleando. Estaban contentos por el largo rato que sus amos les habían dejado permanecer en el agua bebiendo de ella mientras apuraban el placer del inesperado remojón. Los jinetes trataban de calmarlos inútilmente, entre caricias y bromas, pero los cuadrúpedos estaban excitados, con los músculos en tensión y las patas delanteras vigorizadas, ansiosos por echarse a correr a través de la pradera despejada que se extendía ante ellos. Habían caminado al paso durante las primeras horas de la mañana y ahora que el sol alcanzaba el cénit, parecían querer desafiar el aletargamiento que se apoderaba del paisaje, proclamar su potencia y su alegría.

Asio y Prótalo les dejaron hacer, divertidos. Conocían ya sus prontos y la forma en que se alentaban el uno al otro para alcanzar la máxima velocidad en sus carreras. Les jaleaban, ellos también, con gritos de ánimo y juramentos cariñosos. En su entusiasmo, no pudieron darse cuenta de que eran observados desde la atalaya rocosa de un bosquecillo cercano.

Eran tres los vigías que contemplaban, bastante extrañados, la loca carrera de aquellos dos forasteros con aspecto ciertamente extravagante. Uno parecía ser un druida, por la túnica blanca cuya capucha en la nuca le delataba. El otro tenía aspecto de guerrero, aunque su conducta no fuera muy acorde con la marcialidad debida.

—Desde luego, ignorantes sí son —exclamó uno de los soldados de la avanzadilla fronteriza—. Hay que estar loco para entrar gritando y a galope tendido en el territorio vetón.

—¿No os parece raro ver un druida a caballo? —dijo otro de ellos—. No conozco demasiado sus costumbres, pero tengo entendido que sólo montan encima de un animal cuando son ya ancianos y tienen que recorrer largas distancias.

—Puede que sean desertores —afirmó el jefe del pequeño destacamento, acostumbrado a considerar los aspectos más negativos o peligrosos.

—¿Qué hacemos? —preguntó el primero.

—Vigiladlos mientras yo voy a avisar y recibir órdenes.

—¿Y si se les ocurre cazar alguna de nuestras cabras sagradas?

—Entonces los detenéis y les atáis las manos y los pies hasta que yo vuelva.

Ulaka no quedaba muy lejos. En aquellos momentos, la ciudad vetona hervía de actividad. Era la hora del mediodía y por sus calles empedradas y llenas de paja se movían madres de familia cargadas de cestos, gansos alborotadores, hombres que llevaban al hombro sacos con forraje para el ganado y mozas con cántaras de agua entre los jovenzuelos desocupados atentos a los movimientos de caderas de las chicas, algún anciano rezongón que volvía del santuario y grupos homogéneos de guerreros moviéndose entre la gente, taciturnos, con un aire que podría parecer displicente y en realidad era conciencia exagerada de su importancia. Todos lo sabían, los militares vetones eran la viga maestra de la sociedad en la que se apoyaba todo lo demás, los agentes del gobierno en la sombra que regulaban la vida cotidiana para evitar las turbulencias, sin hacer demasiada ostentación en la vida pública pues la suya era cosa aparte, pero sin dejar de vigilar.

De las casas salía el humo de la comida diaria y los niños acudían a la llamada de los hogares cuando Óskritor, el jefe del destacamento sur en el sector del verraco bótido, llamado así porque lo mandó erigir el jefe Boto, llegó a galope con el caballo echando espuma por la boca y espantando a los gansos que emitieron al unísono graznidos de protesta. Dando voces, se abrió paso por la calle principal hasta parar en seco su montura delante de la casona grande, el mejor edificio de la ciudad con su zócalo de granito y viguería exterior tallada, sede del caudillo a quien aquí llamaban capitán mayor.

—Pasa, Óskritor.

El jefe Leucro sabía que era él, por el tumulto que solía organizar cuando ocurría algún percance en los límites. A pesar del buen tiempo, el hombre se había sentado abrigado con una ligera frazada frente a un rescoldo que humeaba bajo la chimenea central de la gran sala de reuniones. Estaba solo, los ochenta elegidos que formaban su fuerza militar personal se encontraban en el valle, junto al cauce del río, terminando sus ejercicios de la mañana y ansiosos por devorar el parco alimento de gachas y tocino que tenían asignado al mediodía. Óskritor se extrañó al verlo allí sentado, abandonado de su proverbial energía, macilento y sin darle la cara como hubiera sido lo habitual.

—Jefe Leucro, venía a informarte…

—Toma asiento, Osk. Estoy solo y podemos prescindir de formalidades.

—De acuerdo.

Con una súbita timidez, pues el fiel soldado no estaba acostumbrado a departir a solas con el capitán mayor ni a dar las nuevas sentado, tomó el asiento más bajo que encontró para situarse al lado de Leucro, casi a sus pies.

—Bien, no es nada grave, jefe, sólo que un par de hombres han cruzado los límites.

—¿Emboscados?

—No, a cara descubierta, galopando a toda carrera mientras chillaban y reían como si estuvieran de recreo.

—¿Qué aspecto tienen?

—Son dos hombres jóvenes, sin duda, uno algo mayor. No he podido identificar su origen porque no llevan ropas al uso, pero el más viejo parece un druida lusitano por su túnica blanca y el otro un aprendiz de guerrero, tal vez lusitano también.

—¿Crees que son desertores de la guerra de Indortas?

—Eso me temo, señor.

—Pobre hombre…

Leucro se quedó en suspenso recordando al joven caudillo que se enfrentó a Amílkar. Lo había conocido en la asamblea de Cauca cuando llegó acompañando al régulo Istolacio y rodeado de una veintena de fieles soldurios. Hacia sólo una semana desde que supo de su martirio y la derrota del prometedor ejército que había logrado reunir, gradas al sistema de mensajeros de relevo que le trajeron la noticia a uña de caballo. Desde entonces el mal que le roía había ganado territorio en su cuerpo y el pensamiento de que los púnicos avanzaban sin remedio y tal vez se apoderaran también de la Vetonia, le había sumido en un estado de melancolía del que era incapaz de salir.

Óskritor empezaba a darse cuenta de ello. Hacía al menos tres semanas que no pisaba Ulaka, no podía imaginar que las cosas estuvieran tan mal y mucho menos que el admirado Leucro se encontrara tan postrado. Por eso, porque siempre que venía a la ciudad se encontraba a disgusto, prefería la vida en los límites junto a sus compañeros, lejos de las pesadumbres de la vida en común.

Sin atreverse a continuar, esperó a que el jefe retomara el hilo.

—Bien, Osk, querido amigo. En ese caso, lo mejor es que os acerquéis pacíficamente a ellos y les pidáis nombre y razón. Si están de paso o desorientados, les dais la bienvenida y los traéis aquí para cumplir con nuestra ancestral hospitalidad; si estuvieran beodos o son aventureros, los expulsáis aplicando diez latigazos a cada uno; si han osado abatir una cabra, un jabalí o un venado, ejecutadlos al instante.

—Así se hará. —Óskritor se levantó—. ¿Mandas alguna cosa más?

Leucro tardó en responder. Unió las manos por debajo del mentón y se quedó contemplando la escoria negra con rescoldo gris que aún mantenía un leve resplandor rojo en el centro.

—Ojalá pudiera mandar que desaparecieran los cartagineses para que nuestra amada Spania dejara de sufrir y su amenaza no cayera sobre la Vetonia como granizo ruin arrasándolo todo.

Volvió a quedar pensativo Leucro.

—¿Te… te encuentras bien, jefe?

—No, querido Óskritor, me encuentro cada vez peor. De hecho me estoy muriendo. Y quisiera abandonar este mundo con la tranquilidad de dejar mi pueblo sin amenazas y con un jefe capaz… pero no veo ni lo uno ni lo otro.

Calló un instante el soldado dejando que la gravedad de estas palabras se perdiera en el aire de la gran sala.

—¿Puedo retirarme?

—Puedes.

Salió otra vez de estampida Óskritor, llevando su caballo a la carrera y pidiendo paso, aunque inútilmente pues las gentes o estaban comiendo en sus casas o echando un sueño reparador como era su costumbre antes de comenzar la tarde.

Sólo los guardianes de la muralla vieron a un jinete salir como una exhalación por la puerta sur de la ciudadela, aunque no era urgencia lo que le hacía espolear a la sufrida montura, sino la angustia que se había apoderado del viejo espíritu de soldado cumplidor que era Óskritor. Pues ¿cómo ha de sentirse un soldado cuando ve a su jefe derrumbado, esperando la muerte mientras masculla futuras derrotas? ¿Quién aseguraba a Leucro que podían ser derrotados si nunca lo habían sido? ¿Acaso las temibles bestias africanas de largas trompas podían trepar por los riscos como las cabras o ellos mismos? Además, tampoco le parecía decente al puntilloso Óskritor el ominoso anuncio sobre la sucesión, cuando siempre había funcionado la estricta democracia vetona en la elección de jefe. ¿Es que no había guerreros dotados para dirigir la guerra? Muchos más de los que las vencidas manos de Leucro podía contar probablemente. Nadie era imprescindible, tampoco él. Ese era uno de los principios básicos de la educación vetona y así debía seguir siendo. El ídolo, tantos años venerado, se deshacía en sus manos como la arcilla del arroyo.

‡ ‡ ‡

Óskritor comunicó las órdenes a sus compañeros. No tardaron mucho en abordar a los dos jinetes que habían parado a descansar en una alameda, mientras sus caballos pacían cerca descuidados y satisfechos. Pronto quedó claro que no eran malhechores ni cazadores furtivos. Y en efecto, uno era druida y el otro aprendiz de guerrero, aunque ya no quería seguir siéndolo. No había razón para no conducirlos a Ulaka y ofrecerles la hospitalidad debida.

—Además, dentro de dos días tendremos la festividad del solsticio estival. Tú, druida, podrás participar en los ritos, ese es uno de vuestros privilegios. Y el compañero Asio probará nuestros jabalíes asados con miel y frutas del bosque, que es manjar de caudillos y le vendrá bien para fortalecer los músculos. Luego os acompañaremos hasta el límite vacceo para que prosigáis camino hasta las tierras altas de los arévacos.

Óskritor no mencionó los negros augurios del jefe Leucro ni el calamitoso estado en que se encontraba. Tal vez los festejos no fueran todo lo brillantes que cabía esperar.