23

druidaTop

Aprendizaje compartido

«Bien, por fin solo», pensó. Sin nadie que zarandeara su vida, sin que sus opiniones, jóvenes pero arraigadas con vigor, tuvieran que soportar el acoso de la maleza invasora, los injertos que no deseaba. Solo frente a su sentir hacia las cosas del mundo. Libre. Ajeno a las interferencias que le obligaran a revisar sus criterios y se empeñaban en sacarlos con demasiada frecuencia al exterior, a orearse como si fueran carne en mal estado.

No sintió ninguna congoja. Tampoco miedo a lo que pudiera pasar pues sabía que cualquier camino que tomara sería una decisión propia ante la que obraría en consecuencia, tuviera críticos, miradas torvas o gestos de apoyo de quien le quería de verdad. Al fin era él, desnudo ante el mundo, con el único desafío de su propia personalidad y la voluntad de seguir viviendo como un acto de gratitud hacia la naturaleza, con humildad frente al prodigio del Cosmos, sin la soberbia de los guerreros ni la cerrazón de los clanes enfrentados.

Viviría su vida, fuera la que fuese. Sabía desenvolverse por sí mismo sin ayuda de nadie, ya estuviese perdido en los montes o al frente de su casa en Tiermes. Más que angustia, sentía un inmenso alivio. La serenidad de haber sido firme en sus convicciones le daba una fuerza inusitada, capaz de borrar otras consideraciones más amargas. Había merecido la pena: las largas conversaciones con Aristaco y sus amigos en Emporión, el afán de su madre por inculcarle el sentido de la verdadera dignidad, la necesidad de vivir y crecer en el mundo que le inspiraba el amor de Alak… incluso las enseñanzas recientes del druida Prótalo, todo confluía hacia su negativa tajante a perpetuar los estériles ritos de la guerra, a rechazar la brutalidad de una costumbre envuelta en el aura del heroísmo y endulzada con la virtud de la lealtad y el compromiso viril de la camaradería.

Los guerreros arévacos, con Armilo admitido tácitamente como régulo aunque fuera a regañadientes, recogían cien pasos más allá sus magros enseres para el regreso a casa. Asio se acercó hasta el lugar donde se encontraban en busca de su caballo sin tratar de esconderse, mirando a sus compañeros de frente, con expresión serena, sin la cabeza gacha o tratando de desviar la mirada no fuera a aparentar por discreción una vergüenza que no sentía y ellos hubieran querido quedarse como recuerdo. Algunos le echaban un vistazo de reojo, pensando que su decisión había sido valiente, tal vez la más acertada, pero nadie osaba expresarlo. Ninguno se atrevió siquiera a hablarle para tratar de aliviar su soledad. Temían el juicio de los demás y los agarrotaba el estúpido pudor que se apodera de un grupo humano cuando alguien destaca como anómalo, sedicioso o, peor aún, peligroso para la estabilidad de la manada. Pues así, con la cobardía tácita de quien se salva de una situación apurada, se comportaba con apariencia de normalidad el puñado de guerreros arévacos con fama de irreductibles que, sin merecer lo uno ni lo otro, antes se sentían fieros y ahora vencidos, en huida apresurada.

Asio recogió su frazada, dejó la lanza y con desparpajo eligió dos jabalinas entre las mejores del común de armas del escuadrón. Las sujetó con tranquilidad a la espalda y aunque resultaba arrogante su forma de hacerlo, no era en realidad sino afirmación de la propia libertad. Con parecida actitud se desprendió de la espada, que arrojó ruidosamente al cúmulo de venablos amontonados para que cada uno eligiera el que quisiera, sin evitar una mueca de desdén por aquel instrumento de muerte que, en el fondo, siempre había detestado.

Ya no quiso dirigir más la mirada a sus antiguos camaradas. Todo estaba dicho, consumado. No valía la pena buscar nada en ellos que no fuera prisa por perderlo de vista. Sin despedirse de nadie, montó a Glauco y se dirigió al sur, para que vieran que no pensaba acompañarlos.

No había transcurrido más que un trecho del camino, cuando un jinete a galope le alcanzó.

Era Prótalo.

—¡Salud, druida! ¿Vienes a por mí?

—No se me ocurriría tal cosa, amigo. Yo también me voy. No quiero tomar parte en este sinsentido.

—¿Cuál de todos ellos? —preguntó Asio con media sonrisa.

—El sacrificio ritual. La pira está ya preparada y los otros druidas andan entre los soldurios rezagados convenciéndoles para que se inmolen con los más decididos.

Asio calló. El viento traía ecos de los cánticos guerreros. Podían escucharse de vez en cuando aullidos y lamentos que confirmaban las palabras de Prótalo.

Cabalgaron un rato juntos, sin decir nada, hasta que el druida habló de nuevo.

—¿Hacia dónde te diriges, muchacho?

—Quiero regresar a casa. Voy por este camino para dar un rodeo y no encontrarme con mis compañeros. Han renegado de mí.

—¿Puedo ir contigo? Los míos también me maldecirán cuando se den cuenta de que no vuelvo… Además, he tomado este caballo sin pedir permiso, ahora soy un ladrón. Un druida raras veces monta a caballo y nunca debe robar.

Asio le miró sonriendo.

—Ya somos dos proscritos.

—Sólo por estos parajes. He decidido ir con las tribus celtas del norte para vivir como un auténtico druida, encontrar algún lugar donde aprecien mis enseñanzas y quedarme allí. Puedo acompañarte hasta Tiermes y luego seguir más al norte. No sé llegar hasta allí yo solo. Juntos podremos sortear mejor las dificultades.

—De acuerdo. Tú encontrarás el camino del norte y yo no me hundiré en el pozo de la soledad. Me parece justo. Así podrás transmitirme también a mí tus enseñanzas.

Prótalo asintió encantado. Admiraba a Asio por su valiente conducta y por la inteligencia que había demostrado desde que lo conoció en la iniciación. Deseaba quedarse con él porque se sentía desamparado y tenía miedo. Nunca había vivido por su cuenta ni se había aventurado solo por los caminos. Tampoco estaba muy seguro de que fuera capaz de darse a conocer como aquellos antiguos druidas que iban por las ciudades predicando y dejando que la gente los acogiera; él era reservado, carecía del suficiente carisma. Tal vez en Tiermes necesitaran sus servicios para ayudar en los ritos, enseñar a leer a los niños, o en lo que fuera. Esa era su secreta esperanza.

El encuentro pareció a Asio justa retribución de los dioses al coraje de su actitud en el rito iniciático. Desde el primer momento, Prótalo había confiado en él. Le había abierto la puerta a un mundo que ansiaba conocer, tratándole con respeto hacia su forma de pensar, con el sentimiento de igualdad de un compañero y la dignidad de un filósofo. Envidiaba su condición de druida y quería aprender de él. Tal vez incluso iniciarse junto a tan asequible maestro en los misterios de su condición sacerdotal, hacer méritos para un posible cambio de estado que lo alejara definitivamente del escenario de la guerra. Pero no se atrevía a decírselo.

‡ ‡ ‡

Sin embargo, y aunque no lo pidiera, el aprendizaje druídico del joven arévaco comenzó aquella misma noche, cuando al fin se sentaron los dos ante una acogedora fogata para calentarse y poner a cocer unas raíces que habían recogido.

La primera lección resultó muda y de carácter práctico: en las alforjas que colgaban a los costados del caballo de Prótalo había toda clase de utensilios para sobrevivir tales como yesca, pedernal, una cazoleta de estaño, un hocín y cuerdas para hacer lazos con los que atrapar perdices o liebres.

La segunda fue directamente al grano.

—Dos cosas principales nos enseñan nada más empezar nuestra preparación a la filosofía druida —dijo Prótalo—: El amor a la naturaleza y el deseo de aprendizaje. Van unidos porque nuestra sabiduría se basa en la observación de los ciclos naturales. Todo está en la naturaleza que nos rodea, Asio, sólo debemos fijarnos bien y comprender. El ser humano vive demasiado encerrado en su propio mundo, se ocupa sobre todo de guerrear entre sí, conservar lo que posee o ambicionar más. A veces olvida que forma parte de un universo magnífico que también opera en él. Hay que abrirse al Cosmos y escuchar la voz de la conciencia, estar preparado para que entre en cada uno de nosotros la luz del conocimiento.

—¿Y eso cómo se hace?

—El espíritu necesita desequilibrio para crecer, porque también esta vivo. Cuando observas que la vida nace del encuentro de los opuestos, te das cuenta. El equilibrio perfecto desemboca en la ausencia de movimiento. No concebimos un cielo siempre en equilibrio, tampoco el espíritu humano. Entre las tríadas de enseñanza que recibimos en el primer grado de vates hay una que dice: «Un druida debe ver todo, aprender de todo, sufrir todo». Ese sufrir significa desequilibrarse y crecer.

—¿Qué hace un vate?

—Se impregna del conocimiento y las costumbres druidas. Su tarea es preparar su espíritu y lo hace a través de la palabra, la herramienta que los dioses nos ofrecieron para elevarnos sobre nuestra condición animal. Debe componer poemas para expresar sus sentimientos y la visión que va adquiriendo del mundo. Busca el significado preciso de las palabras y todas sus posibles combinaciones. Nuestra tradición es oral, no la escribimos, a diferencia de los griegos modernos pero no de los antiguos. Por eso uno de los pilares del aprendizaje es el dominio del lenguaje, para ser capaces de transmitir de la forma más certera nuestras enseñanzas y ofrecerlo a los bardos.

—¿Los bardos?

—Sí, estudian la música y la forma de acompañar las palabras de los vates con himnos de alabanza o largos cantares que cuentan la historia de la Keltiké. Pero no te adelantes, amigo Asio, antes que nada hay que saber las tríadas del conocimiento.

—Dime algunas.

—Veamos… Hay tres cosas que una persona es: lo que ella piensa que es, lo que los demás piensan que es y lo que realmente es. En todo aprendizaje encontramos estas categorías triples que forman triángulos equilibrados, cerrados, quiero decir con la energía de sus lados compensada. Por ejemplo, los druidas nos empeñamos en hacer comprender a cada hombre o mujer que debe aprender a tener dominio sobre tres cosas: la mente, el deseo y la mano.

—¿El hombre y la mujer estudian las mismas cosas en vuestras escuelas?

—Sí. Todos nacimos de mujer gracias a un hombre, así que no vemos por qué unos han de prevalecer sobre otros, aunque sean de naturalezas distintas. Esa diferencia forma parte de otra de las categorías del existir, fundamentales para comprender la vida y el mundo, que son las dualidades sencillas que rigen el cosmos como la luz y la oscuridad, lo seco y lo húmedo, el calor y el frío, la tierra y el aire… Son contrarios que se complementan y de su desequilibrio nace la vida, como te decía antes.

—Y ese encuentro de contrarios, me imagino —añadió Asio con la mirada fija en las llamas— produce nuevas tríadas. En el hombre, lo elemental, concreto y visible, mientras que en la mujer rige lo etéreo, intangible y escondido.

—Veo que comprendes perfectamente.

Las ramas ya no alumbraban y el rescoldo apenas daba calor. Prótalo dijo que era suficiente para el primer día y propuso descansar. Asio se envolvió en su frazada, pero no podía dormir. Las ideas que el druida había sembrado en su espíritu mantenían su conciencia en estado de completa vigilia.