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La verdad desnuda
El momento de la batalla se acercaba. Indortas sabía que las tropas de Amílkar estaban ya a una sola jornada por los informes de los rastreadores. Se proponía sorprender a los púnicos en el momento final, confiado en su conocimiento del terreno. Ignoraba, sin embargo, que el sufete estaba al tanto de sus movimientos y conocía su estrategia, gracias a una red de informadores comprados que actuaban sigilosamente hasta llegar al mismo consejo de capitanes, donde uno de los régulos transmitía a sus enlaces todo lo que disponía el caudillo.
Además, aseguraba sin cesar Indortas, las fuerzas spanias eran muy superiores a los cartagineses —el doble, decía— y eso iba a resultar decisivo. No se equivocaba el jefe celta en sus cálculos, aunque sí en la eficacia de ambos ejércitos.
La abigarrada muchedumbre rebelde avanzaba hacia sus posiciones con la euforia de saber que por una vez iban a ser más numerosos que los invasores púnicos. Los jefes de cada destacamento no se cansaban de recordarlo, mientras azuzaban el valor con gritos de venganza y a favor de la independencia. Entre los lusitanos, la fuerza mayor de los soldados, había verdadero deseo de verse las caras con quien había doblegado tantos pueblos.
Al frente de los suyos Asio cabalgaba con aprensión, sin tenerlas todas consigo. Era consciente de la desconfianza que le producía a Indortas, pero había conseguido eludir cualquier encuentro a solas con él. En esos momentos, lo que le preocupaba era más la reacción de los suyos que la posible vigilancia del caudillo durante las distintas fases de la batalla. Estaba resuelto a no buscar el cuerpo a cuerpo ni atacar, sólo a defenderse sin participar realmente en la lucha. La conversación mantenida con el druida Prótalo, con la mente alerta, había afianzado en sus creencias lo que hasta entonces eran sólo vaguedades. Ya no se trataba sólo de sentirse a disgusto ante la guerra o detestar sus efectos. Tenía que evitarla.
Cuando llegó la noche el ejército paró al pie de unos cerros que habrían de servirles como parapeto para ocultarse y dormir. Mientras los guerreros daban cuenta de las provisiones frías y trataban de descansar, Indortas trazaba los planes del día siguiente. Cada cuerpo de ejército debía ocupar su posición a mediodía y esperar. Al primer toque de cuerno se distribuirían los pellejos de celia para que todo el mundo bebiese. Tenían ocho horas de luz para acometer a los púnicos y toda la noche para provocar su desbandada y diezmar su ejército. Al despuntar el día, el consejo de capitanes acudiría a la tienda mayor para recibir las órdenes.
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No fue posible. Con los primeros destellos del alba, el ejército púnico cayó sobre los spanios, aún dormidos, desde cuatro flancos distintos. La confusión fue total. Muchos no tuvieron tiempo ni de alcanzar sus jabalinas y cayeron muertos entre una lluvia de flechas o pisoteados por furiosos caballos. Las órdenes se contradecían, nadie sabía adónde ir. Los arqueros trataron de agruparse pero un contingente púnico apareció detrás de ellos y provocó su desbandada. Indortas se puso al frente de un destacamento de jinetes, medio aturdidos por el estruendo y recién salidos del sueño, para intentar reconducir la situación.
La consigna fue tajante: «¡Todos a los cerros!». Era el único lugar donde poder agruparse para resistir la embestida del enemigo.
Cuando una masa de cerca de veinte mil hombres subía por las laderas, vieron recortarse contra el cielo los cascos emplumados de los jefes cartagineses. El propio Amílkar iba al frente de aquel destacamento que reunía tres mil de sus soldados más entrenados junto a dos cuerpos de arqueros y la vanguardia de infantes con jabalinas. Antes de que salieran de su perplejidad y pudieran realizar alguna maniobra coherente, ochenta elefantes con seis arqueros cada uno se lanzaron ladera abajo. Cuando los spanios vieron a los paquidermos dirigirse a ellos barritando desaforados, detuvieron su ascenso. Muchos comenzaron a darse la vuelta e intentaron escapar por los lados, donde los esperaban nuevos arqueros. Otros corrían hacia la llanura buscando un lugar seguro. Indortas gritaba, trataba de atajar a los que se volvían, pero sus esfuerzos resultaban inútiles.
La decisión que había tomado Asio de vivaquear algo apartados del grueso del ejército y, sobre todo, de la vigilancia de Indortas, salvó a los arévacos de la primera acometida.
Pudieron desplazarse hacia el oeste y desde un pequeño montículo observar el destrozo que la táctica de Amílkar estaba provocando.
Los spanios ni siquiera llegaron a combatir.
Dispersos, aterrados, los que podían abandonaban el campo de batalla y huían sin mirar atrás. Miles de ellos fueron masacrados en sólo una hora. Amílkar había ordenado no hacer prisioneros. Su ejército, totalmente coordinado, avanzaba en las cuatro direcciones iniciales hasta el mismo corazón de la resistencia spania, mientras otro destacamento de cien elefantes cortaba su retirada. En la ladera apenas nadie quedaba en pie. Los que habían echado a correr caían ante las cerradas filas de arqueros. Indortas, desesperado, huyó hacia el este tratando de arrastrar tras él el resto de la caballería, pero después de una galopada infernal en la que muchos caballos de los que le seguían cayeron reventados, fue alcanzado por las fuerzas de Asdrúbal y capturado vivo.
Aún no había llegado el mediodía y ya todo había terminado.
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Cuando Asio observó la carrera de Indortas, no quiso ver más. Ordenó a los suyos la retirada a favor del sol, en la dirección por la que habían venido. Después de recorrer un buen trecho al borde un pinar, se cruzó delante de ellos un destacamento de púnicos a pie que se dirigían a apoyar el flanco sur donde la desbandada de los spanios era general. Asio dio la orden de guarecerse entre los pinos para esperar a que pasaran. No parecían reparar en ellos y no tenía sentido hacerles frente. Sin embargo, cuando estuvieron a menos de un estadio de distancia, Plukástor se lanzó al galope contra los púnicos al grito de «¡¡Numancia!!», tratando de arrastrar con él a sus compañeros de la ciudad.
Ninguno lo siguió.
La tentativa era insensata, inútil. El muchacho buscaba sobre todo lograr una hazaña y restañar su conciencia de guerrero, herida por la huida sin presentar combate. Su objetivo, tomado con la celeridad de las tragedias inevitables, era inmolarse ante los ojos del amado, cometer un suicidio con honor porque la vida ya le era insoportable. Ante la mirada angustiada de Asio, que fue el único que comprendió la acción, y el estupor de los demás arévacos, Plukástor cayó abatido por una docena de flechas ante una fila de cartagineses que celebraron con risas su ocurrencia.
Ni siquiera pudieron recoger su cuerpo, hubiera sido demasiado arriesgado. Asio, impresionado por el amor del chico pero menospreciando su acción, hizo un cínico comentario que luego lamentó.
«¡Por los dioses, qué afán por el suicidio inútil!».
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Dos días después la escuadra arévaca, intacta salvo por la muerte de Plukástor, alcanzaba el campamento de donde había partido el contingente spanio inconsciente de la masacre que les esperaba, entregado a un destino cruel que los propios jefes habían tejido. Durante todo el día fueron llegando grupos desperdigados con la derrota pintada en el rostro, contando espantados el espectáculo de desolación que habían dejado atrás, ligeramente aliviados pero sin explicarse cómo habían logrado sobrevivir.
Al final de la tarde se supo que Indortas había sido martirizado por Asdrúbal. Asio y los otros escucharon en silencio cómo fue golpeado sin piedad por el propio Amílkar, quien mandó que le sacaran los ojos antes de crucificarlo allí mismo y dejarlo abandonado para que fuera pasto de los buitres.
Dos régulos lusitanos supervivientes señalaron un lugar no muy lejos donde podrían reunirse los soldurios que quedaban, para decidir qué hacer. El sitio era el Monte Sagrado de las Ánimas, cerca del castro de Nertóbriga, al otro lado del río Anas. Un lugar apropiado para un rito funerario. Ellos conocían un paso y allí estarían al abrigo de los púnicos.
Tres días penosos la marcha duró. Apenas tenían provisiones y sólo mascaban raíces y bellotas. Nadie se paraba a cazar o pescar. El desánimo era total y algunos de los heridos fallecieron en el camino.
En Nertóbriga hubo consejo de soldurios. No llegaban a cien, pero estaban determinados a honrar la memoria del caudillo y cumplir con su juramento. No hubo grandes discusiones, sólo alguna deserción silenciosa. Todos miraban con recelo a los arévacos, que habían tenido una sola baja y esperaban ansiosos a que su régulo cumpliera con su juramento para regresar cuanto antes a sus ciudades con las cenizas que habrían de devolver el honor a su derrota.
Cuando los devotos comenzaron a apilar leña para la pira que habría de consumirlos, Asio convocó a sus capitanes en un lugar apartado. Una vez sentados en círculo, les habló sin rodeos, desvelando sus auténticas intenciones.
—No voy a sacrificarme. No quiero añadir más muerte a la derrota ni permitir que mi vida haya sido estéril.
Los hombres se miraban desconcertados.
—Pero ¿y el juramento?
—No juré nada. No hubo consagración a la diosa. Pasé la iniciación conversando con el druida Prótalo sobre cuestiones de filosofía.
—¿Qué?
El que gritó fuera de sí era Armilo, el capitán de más edad de Segóbriga. Consternado, se levantó para encararse directamente con Asio.
—Nos has engañado. Creíamos que eras un guerrero con honor como tu hermano, que sabrías comportarte como un auténtico consagrado.
—Nadie me preguntó mi parecer ni me pidió consentimiento. Fui forzado a aceptar los hechos consumados.
—Pero… pero…
Armilo se desesperaba tratando de encontrar argumentos. Aquello era indigno, impropio de un arévaco. Las voces subieron de tono, unos exigiendo que se consumara el rito, otros tratando de disculpar al joven régulo. La voz de Asio se elevó sobre las demás. Su tono era duro, categórico. En su grave modulación no había rastro de súplica ni resquicio alguno a permitir que alguien, fuera quien fuese, se creyera con autoridad para imponerle lo que debía hacer.
—He llegado hasta aquí empujado por la ambición y los deseos de los demás. He sido testigo de una derrota trágica que ha acabado con el delirio admitido de que éramos irreductibles. Ni siquiera ha habido verdadera batalla. Así pues, no quiero ser cómplice de los errores ajenos ni voy a consentir que nadie me dicte en adelante lo que debo hacer. Tampoco admitiré más lisonjas que traten de atraer mi voluntad hacia donde no deseo. Aborrezco la guerra y el culto a la muerte. Antes que a Atecina, me debo a nuestro padre Lug y a las diosa Matres, fuentes de vida y regeneración. Si tú, Armilo de Segóbriga, crees que lo honorable es arrojarse a la pira funeraria y pagar con tu vida la derrota, hazlo, no trataré de convencerte de lo contrario.
Las últimas palabras acabaron por desarmar las protestas. Armilo hizo un gesto de desdén y se alejó con aire ofendido, pero evitando responder al reto. Poco a poco, el resto lo siguió dejando a Asio enfrentado a una incierta soledad.