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Búscate a ti mismo

Asio encontró una multitud de guerreros reunidos en la explanada portando antorchas y vestidos sólo con un calzón blanco. Indortas departía con Tos soldurios veteranos, ataviados con las consabidas pieles de cordero sobre los hombros y sus valiosos torques rodeándoles el cuello. Reían y bromeaban con discreción. Se notaba que estaban satisfechos. Cuando el caudillo distinguió al régulo de los arévacos, sonrió de lejos y le saludó con la mano. Inmediatamente pidió que le trajeran el escudo ceremonial para, una vez izado sobre él, dirigirse a los voluntarios y dar las últimas instrucciones. Asio se apresuró; era evidente que lo estaban esperando.

Indortas no se demoró con grandes demostraciones de gratitud ni exhortaciones al ánimo. La ceremonia era para él un trámite que había que cumplir cuanto antes y poder descansar luego para estar frescos al día siguiente y llevar los preparativos con precisión. No era hombre a quien le atrajeran demasiado las cuestiones espirituales, al contrario que a Istolacio, ni tampoco poseía su mismo carisma frente a la tropa. Era consciente de que aquella ceremonia en apariencia tan brillante y numerosa había sido provocada por él, prácticamente forzada, a causa de la inminente necesidad ante un encuentro decisivo y de grandes proporciones. Tampoco podía olvidar que los soldurios que ahora formaban su guardia los había heredado de Istolacio. Práctico y racional, no le importaba que fuera así ya que no era el amor ciego de sus soldados lo que buscaba sino su lealtad a toda prueba. Por eso no tuvo reparos en que la ceremonia fuese un rito más que nada simbólico, en luna menguante y con sólo dos druidas de jerarquía mediana y uno superior, sin la presencia del gran Ávalos que no había tenido tiempo de llegar para presidirla.

Como resultaba imposible celebrar la iniciación con cerca de tres mil voluntarios decidió que sólo tres de ellos la pasaran en representación de todos y el resto acompañase a los devotos con sus cánticos o que permanecieran como espectadores interiorizando que lo que iban a ver, pues la ceremonia les afectaba a ellos convirtiéndolos en consagrados.

Uno de los tres elegidos, cómo no, resultó ser Asio de los Ulones, régulo de los arévacos. «No deja cabo suelto —pensó el chico—, así suelda mejor el eslabón».

La llegada hasta el claro había sido informal, sin procesiones jerárquicas. Asio fue conversando con un grupo de lusitanos que hablaban celtíbero y estaba entre ellos en cuarta o quinta fila, cuando oyó decir su nombre. Trató de rechazar el honor desde el lugar en el que se encontraba, haciendo corteses signos de negación con la cabeza que fueron interpretados como la natural modestia de un alma noble. Indortas continuaba haciéndole gestos con la mano, sonriendo, como si le invitara a un banquete o algo parecido. Uno de los druidas, resuelto, se acercó hasta él y sin decir nada lo tomó de la mano obligándole a acercarse hasta la peña que presidía el lugar. Los voluntarios comenzaron a aplaudir mientras los soldurios se lanzaban, con toda la potencia de su voz, a entonar las modulaciones mágicas que debían ordenar el mundo circundante y despejar el camino al Cosmos.

Los otros dos elegidos ya estaban allí, con cara de circunstancias. Asio volvió a tragarse sus escrúpulos y de nuevo dejó que los acontecimientos superaran su voluntad. Trató de concentrarse en la idea de que efectivamente era un honor y el tributo merecido a la memoria de Giscón.

—Ahora, los maestros de la tradición os prepararán —dijo Indortas.

Fueron detrás de la peña, al otro lado del claro. Tres jabalíes de piedra habían sido colocados en forma de triángulo a una distancia de veinte pasos, iluminados por la llama que salía de un pebetero central. Cada druida llevó a su pupilo hasta la figura que le correspondía.

—Me llamo Prótalo —dijo a Asio el suyo—. Voy a ser quien te guíe en el rito de iniciación a los misterios de la diosa de los infiernos. Confía en mí.

—Y yo soy Asio de los Ulones —era la primera vez que usaba en su vida el gentilicio de su hermanastro—, régulo de los arévacos.

—Sé quién eres. Asistí a la iniciación de tu hermano.

Asio sonrió.

—Será un honor que también acompañes la mía.

—Gracias. Tienes que desnudarte. Por completo.

Asio escuchó el requerimiento y tardó en llevarlo a cabo. No le gustaba demasiado quedarse desnudo ante el sacerdote y además hacía algo de frío.

—Voy a darte unos trozos de hongos que tienes que ingerir antes de ponerte con las rodillas y las manos en el suelo.

Asio no pudo evitar un gesto de guasa y contestó con tono sarcástico.

—¿No irás a violarme?

—No, descuida, no es mi estilo. —Prótalo sonrió levemente en su cara hasta entonces de palo—. Es la postura de la humildad desde la que has de partir para encontrarte con la diosa.

Las caras que ponía su pupilo hicieron gracia al druida. El chico trataba de tomarse el asunto a broma aunque no parecía que fuese por la edad, porque se le veía despierto y maduro para sus años. Tal vez fuera mejor avisarle.

—No es lo habitual que los druidas advirtamos a los pupilos, pero haré una excepción contigo. Los hongos van a inducirte una experiencia de la totalidad; subirás a cumbres que jamás soñaste y llegarás al mismo cielo. Luego descenderás al inframundo de lo viscoso donde nacen los deseos y la vida misma. Yo lo notaré por tus jadeos y entonces te daré a beber la celia sagrada y poco a poco te irás liberando en un éxtasis de placer que te conducirá hasta una luz blanquísima que es la presencia de la misma diosa. Sin que tú tengas que hacer nada, ella te reconocerá, leerá en tu corazón y te protegerá con su halo misterioso. Luego te haré volver aspirando humo de cáñamo y vapores de estramonio. Tu cuerpo será azotado, levemente no te preocupes, para que reaccione. En pocas horas serás de nuevo Asio de los Ulones, régulo de los arévacos, pero te habrás consagrado a la gran diosa madre de los infiernos, la que tiene luz pero no abrasa, la que ilumina sin cegar y levanta las fuerzas ocultas de la naturaleza. Tu energía, la vida que atesora tu cuerpo mortal, pasará a reforzar la del caudillo Indortas si así lo has jurado en tu interior, con pleno convencimiento, al comenzar la iniciación.

—¿Sólo si lo he jurado convencido?

—Así es, Asio.

El muchacho bajó la cabeza. La sonrisa divertida había desaparecido de su cara. No parecía que le preocuparan las intensas emociones que estaba a punto de conocer sino sólo aquello del convencimiento. «Entonces, es cierto —pensó Prótalo—, viene obligado, el caudillo lo ha arrastrado contra su voluntad. Será mejor que le advierta del todo».

Un silencio tenso impedía al druida y su pupilo cualquier acción o palabra mientras los otros dos candidatos estaban ya con los pies y las manos en el suelo dispuestos para el gran viaje de la mente.

Asio miró por fin a Prótalo. Aunque no dijo nada, su expresión dejaba ver la lucha que se debatía en su interior. Había en sus ojos angustia, o al menos un conato de rebeldía que a Prótalo le impresionó por su serenidad.

—¿Qué ocurre, no estás convencido?

—Quiero hacer el rito, pero no deseo ofrecer mi vida por la del caudillo Indortas.

—Ya.

No sorprendieron al druida las palabras del chico pero sí su sinceridad. «En justicia —pensó—, merece el mismo trato».

—De acuerdo, no tienes por qué ofrecerla por el caudillo.

—¿No? ¿Y entonces por quién?

—Por ti mismo.

—¿Cómo?

—Simplemente déjate amar cuando llegues a la luz. Lo demás lo hará tu espíritu solo, impulsado por el soma y la bebida sagrada. El halo que recibas de la diosa reforzará tu propio destino en la batalla.

Asio contempló los ojos color del bosque de Prótalo. Era un hombre de porte digno que tendría unos treinta años. La sequedad con que le trató al principio provocó sus burlas pero ahora se sentía abrumado por su seriedad, admirado por la clara transparencia de sus palabras. ¿Por qué trataba de salvarlo?

—¿Y a ti no te parece mal, druida Prótalo?

—No, no me parece mal. Es más, yo en tu lugar, no ofrecería mi vida por Indortas.

Asio estaba realmente sorprendido.

—¿Por qué? No… No te entiendo.

—Escucha, haz que tomas el soma y ponte en la posición humilde. Yo me arrodillaré a tu lado y seguiremos hablando lo más bajo posible. No quiero que me interpele Arredran, el druida mayor del que dependo.

Asio hizo lo que le propuso. Una vez en el suelo, con la cabeza de Prótalo justo encima de la suya, comenzó a escuchar con creciente expectación lo que el druida quería contarle.

—Tengo la convicción de que has sido arrastrado hasta aquí por una venganza. El caudillo no cree tanto en los poderes de la diosa como para pensar que tu juramento le vaya a reportar una protección especial como tributo a tu hermano, ni nada parecido. Todo lo que ha dicho sobre Giscón es falso. Lo sé. No puede admirarle por la sencilla razón de que le odiaba. Lo vi claramente el día en que tu hermano anunció que iba a unirse a los soldurios de Istolacio. Estaba furioso. Incluso tuvo un altercado con el caudillo, lo escuché perfectamente, los druidas estamos siempre cerca de ellos y a veces ni se dan cuenta. Le recriminaba su debilidad por Giscón, a quien llamaba vanidoso y hasta «infecto arévaco». Conozco a Indortas desde niño, somos de la misma ciudad e incluso parientes por parte de madre. Él es dos años mayor que yo y nunca me ha prestado demasiada atención, sólo soy un instrumento de su ansia de poder. A Istolacio lo tenía subyugado, le juró amor eterno y todas esas cosas que hacen y dicen dos caudillos cuando forman una diarquía a la manera de los héroes griegos. La diferencia es que Istolacio lo sentía, pero no Indortas. No creo que siquiera haya sentido su muerte.

Asio, atónito, volvió la cabeza hacia él con gesto alarmado.

—¿En serio?

—Chss, no hables ni me mires. Sé muchas cosas pero no es el momento de contártelas. No te alteres ahora, voy a hacerte presión con mis manos en la espalda, como si te estuviera costando arrancar y yo tratara de ayudarte a conseguir el trance, a veces pasa.

Las hábiles manos de Prótalo se apoyaron en sus omóplatos y riñones alternativamente, apretando y dando masaje. Como tenía frío, a Asio el contacto le produjo una agradable sensación. Tampoco le hubiera importado que Prótalo le abrazara. Sus manos de hombre, grandes y armoniosas, le estaban excitando. ¿Qué pasaría si acababa teniendo una erección? Menos mal que estaba agachado. ¿Les ocurriría también a los otros?

Ajeno a los pensamientos eróticos del chico, Prótalo continuó con su relato como si necesitara confiarse a alguien. O tal vez porque en el fondo estaba hastiado de su papel de segundón, siempre a la sombra del druida mayor, tomando parte de mala gana en sus manejos para conservar el poder y haciendo el juego al caudillo y los soldurios como instrumento de su estrategia de guerra.

—Ya sabes que entre los celtas del sur, como os ocurre a vosotros los llamados celtíberos de la meseta superior, las funciones de los druidas han disminuido mucho desde la guerra de los bosques que enfrentó a la mayoría de nuestras tribus, hace ya seis generaciones. No ocurre como entre los astures, de donde desciende mi familia paterna, donde aún son muy respetados. Por aquí no somos más que marionetas en sus manos, que ellos mueven a su antojo. Nos llaman para sus ritos guerreros pero ya no nos consultan. Presidimos las ceremonias como si fuéramos toros de piedra. Ya no existen coras, aquellas escuelas rebosantes de aprendices bardos y vates que querían hacerse druidas. Y tampoco las familias nos envían a sus hijos para ser educados. La influencia de los íberos, que nos ven como intrusos o incluso como el verdadero enemigo a batir, es cada vez mayor. En este territorio entre los grandes ríos, desde Oretania a Lusitania, apenas llegamos a cien. La mayoría sigue el juego a los caudillos, nuestra última tabla de salvación, pero aún quedamos auténticos druidas que mantenemos viva la llama del conocimiento, que detestamos la guerra y tratamos de evitarla en lo posible porque creemos en una vida justa y libre en la que estén desterrados la ambición y los enfrentamientos continuos. Queremos volver a escuchar el latido de la naturaleza, aprender con ella, pero en fin, estoy hablando de mí y no de ti, que es lo que importa ahora.

Asio escuchaba totalmente entregado a la cadencia de su voz y a la presión de sus manos. El deseo erótico había desaparecido y su lugar lo ocupaba una placidez completa, no adormilada sino alerta, pues todo aquello que le contaba el druida entraba en su pensamiento con más fuerza que cualquier arenga y le hacía sentirse inmensamente despierto, vigilante.

Prótalo cambió de posición y se arrodilló frente a él.

—¿Quieres tomar el soma y conocer a la diosa? Es tu decisión. No levantes la cabeza. Contéstame sólo sí o no y yo haré lo demás.

—Sí.

Prótalo sacó con cuidado un trozo blanco de su bolsín de cuero y lo depositó subrepticiamente en la boca de Asio. Luego se levantó y comenzó a salmodiar el canto de acogida dando vueltas a su alrededor.

‡ ‡ ‡

No tuvo que esperar mucho. El mazazo en el cerebro no tardó en llegar. Asio comenzó a tener sacudidas y a echar la cabeza para atrás. Cuando abrió los ojos en blanco y cayó, como desplomado sobre el suelo, Prótalo acercó a sus labios la bebida sagrada y le ayudó a trasegarla. Más calmado, Asio se incorporó y abrió sus ojos color del mar que ahora parecían luminarias incandescentes.

—¡Por todos los dioses! —exclamó.

Veía las cosas de otra manera, como si el aire tuviera textura y la realidad fueran trozos de materia que se agregaban o dispersaban. La peña se abrió ante su mirada encandilada y en su mismo centro apareció una bola de fuego y luz que desprendía lamentos mezclados con músicas superiores, desconocidas a su oído. La esfera crecía y se agitaba hasta que se condensó con tonos azulados, dejó de emitir sus sonidos y salió disparada al cielo.

Maravillado, Asio volvió su vista hacia Prótalo y vio en él a Giscón, todos los rasgos de lo que fue su rostro pegados a los del druida formando una máscara.

—Ven conmigo a montar el toro sagrado.

Asio sonrió y su sonrisa le pareció a Prótalo mensaje de los propios dioses.

—No quiero cabalgar el toro, no quiero combatir. Llévame a pasear por el bosque, te lo ruego.

A Prótalo no le contrarió la respuesta ni trató de oponerse a los deseos de su pupilo. Aquella sonrisa magnífica que daba un aire superior a su persona, no parecía admitir alternativa. Miró hacia el druida mayor, que los observaba preocupado, hizo un gesto de resignación como queriendo decir que la cosa tomaba sus propios derroteros, cogió la mano de Asio y comenzó a andar con él. Estaba encantado con la reacción del chico. Sus palabras habían caído en tierra fértil.

Asio dio unos pasos y pareció quedar desconcertado. Entonces soltó la mano de su mentor, volvió junto al toro de piedra, se entretuvo buscando por el suelo y al fin halló sus sandalias. Al levantarlas del suelo, las llevó a los labios en un arrebato de amor hacia aquellas compañeras que protegían sus pies y sin preocuparse mucho del carácter sagrado del ídolo de piedra, Asio se apoyó sobre él para atar a sus piernas las preciosas sandalias que le había hecho su padre. Con la elegancia natural de un héroe en la palestra, atrapó la túnica doblando la cintura sin agacharse, con una mano, mientras con la otra recogía el cíngulo. Cuando se la puso y ajustó a las caderas para tener las piernas libres, volvió a sonreír a su mentor. Le parecía haber invertido un tiempo infinito en la acción aunque sólo hubieran transcurrido unos segundos terrenales.

Prótalo estaba fascinado con los movimientos del muchacho, admirado de su capacidad para tomar decisiones y ejecutarlas. Lo miraba sonriente, él también, sabiendo que Arredrón observaba alarmado pero desentendiéndose al fin de vigilar, pues ni él podía abandonar a su pupilo ni el superior al suyo.

Asio mientras tanto caminaba como si se encontrara en el mismo paraíso. Veía a los árboles como seres fabulosos que le abrían paso agitando sus copas. Cada piedra del camino era un mundo que desprendía escalas de colores y tonos sonoros. Una urraca se posó delante de él y lo miró con aire inquisitivo, como si se preguntara qué hacía un necio humano en ese trance de lucidez. Asio rio, esta vez con creciente estrépito, como si todo aquello fuera un espectáculo delicioso. Prótalo fue hacia él y le tiró de la mano. Tampoco quería un escándalo.

En el bosque, Asio iba haciendo preguntas y él las contestaba lo mejor que podía.

—¿Y cómo son los otros druidas de los que me hablas, querido Prótalo?

Asio hablaba como si estuviera dialogando en el ágora con el mismo Sócrates.

—Como tú y como yo, Asio. Hombres. Hombres libres, entregados a la sabiduría y a ayudar a los demás. Que conocen la vida de la naturaleza hasta un punto que te parecería increíble.

—¿Y existen en esa tierra de los astures de la que tu familia proviene?

—Sí, ahí y en casi todas las tribus del norte.

Se habían detenido junto a un roquedal que daba al camino, un saliente de raíces de haya y musgo sobre un pequeño talud ideal para sentarse.

—Aún quedan —respondió sombrío Prótalo mientras se acomodaba—. Son los descendientes de los ferel, una casta de sacerdotes de un dios antiquísimo, Fron, cuyo culto proviene de la Atlántida.

—¿La isla de la que hablaba Solón?

—Sí, veo que conoces la historia de esa civilización portentosa que existía antes del gran cataclismo, hace diez mil años. En realidad era un continente entero, separado de nosotros por el mar Exterior hacia Poniente, que quedó destruido por un gran terremoto y el diluvio que vino después.

Asio se había sentado en el suelo con los brazos sobre las rodillas. Continuaba maravillado, observando todo lo que caía en sus manos, pero seguía la conversación y razonaba perfectamente. Un resplandor más brillante que la pálida luna le iluminaba el rostro.

—¿Y cómo pueden descender de aquellos si la gran isla se hundió?

—Hubo sobrevivientes que lograron alcanzar las costas occidentales de nuestro continente. Como su cultura era superior a la de los nativos, no tardaron en imponerse. Incluso dieron su nombre a los territorios que colonizaron[4]. De aquella primera diáspora nacieron las tres grandes casas druídicas: la insular, la continental y la peninsular. Levantaron monumentos funerarios y observatorios astronómicos con una técnica que permitía mover grandes bloques de piedra y nos transmitieron su sabiduría fundando una religión.

—De la que los druidas sois guardianes.

—Sí, los ferel establecieron un cuerpo sacerdotal estricto con bardos, vates y druidas, tres grados que significan el aprendizaje, el compañerazgo y la maestría. Pero no se quedaron en las costas occidentales. Avanzaron por Europa en dirección a Oriente mientras fundaban escuelas para instruir a los niños y jóvenes.

—¿Llegaron a Grecia? —preguntó Asio guiado por su intuición.

—Desde luego. Fue allí precisamente donde establecieron su mayor santuario, Eleusis, un lugar reservado a los cultos mistéricos y la transmisión del conocimiento que todavía pervive.

—Lo sé. Soy medio griego.

—¿En serio?

A Prótalo su pupilo le pareció todavía más interesante. Todo lo griego le fascinaba; se imaginaba la Hélade como un paraíso para los verdaderos filósofos como él.

—Yo creo que los helenos son quienes mejor han sabido recibir la influencia de los ferel. Pero entiéndeme, no son los únicos. Los celtas somos los grandes herederos, los que nos fundimos verdaderamente con aquellos conquistadores de Occidente que trajeron tantos avances. Pero eso fue hace miles de años. Ahora, nuestra religión, nuestra manera de ser y entender el mundo está en retroceso. Otras civilizaciones empujan y con ellas llegan sus dioses y sus costumbres, como los íberos, los itálicos o los mismos púnicos. Y siempre la guerra, la guerra constante.

—A mí no me gusta combatir, prefiero la vida a entregarme a la destrucción.

—Esa es la actitud filosófica correcta. Yo también detesto el culto a la guerra, pero vivimos tiempos difíciles. No sé qué vamos a hacer.

—Conócete a ti mismo, como dijo el maestro Solón, para ser mejor —afirmó Asio con absoluta naturalidad—. Sólo así podrás saber de verdad cómo enfrentarte al mundo que te rodea y obrar en consecuencia.

—Tienes razón, Asio, tienes razón.

El druida se quedó en silencio, pensando en las sabias palabras del muchacho. Con un drástico golpe de timón, el diálogo había cambiado de rumbo y hasta de piloto. Ahora, el pupilo era él.

Una brisa se levantó entre los árboles. Asio se quedó mirando a la luna y luego cerró los ojos. Parecía transportado a otras esferas del pensamiento aunque no fueran las que preveía la iniciación. Prótalo le había dado un trozo pequeño de soma y evitó las dos ingestas de concentrado de celia que le hubieran llevado al trance.

Unos bramidos de tubas les devolvieron a la realidad del momento. Los guerreros saludaban a los nuevos soldurios, pues los largos toques de trompeta eran señal de que los otros dos pupilos habían concluido su juramento. Prótalo se levantó nervioso, sacudiéndose la túnica.

—Asio, debemos irnos. Nos echarán de menos si no nos damos prisa.

El chico abrió los ojos y le miró con expresión burlona.

—¿Y qué vamos a decirles?

—No sé, déjame que piense.

—Yo te lo diré —respondió el muchacho seguro de sí, mientras se levantaba sin apoyarse con una agilidad que sorprendió al druida—, les contaremos que he cumplido el voto, que quise andar porque se me apareció la figura de mi hermano que me pedía que le acompañara hasta un árbol sagrado donde quería recibir mi consagración en nombre de la diosa y darme instrucciones para la batalla.

—¿Y por qué vas a contar esa historia?

—Por estrategia, druida Prótalo, pero no para mejorar nuestra capacidad de ataque sino para preservar mi vida.

—¿Cómo?

—Diré que Giscón me ha dicho que debo situarme con el contingente arévaco en el nordeste, de espaldas a la dirección de nuestra tierra, porque allí las tropas irán en desbandada siguiendo a Amílkar y así podremos cortar el paso.

—¿Crees que te tomarán serio?

—Espero que sí.

‡ ‡ ‡

Los guerreros los recibieron extrañados de su tardanza y maravillados del estado tan despejado de Asio, lo que atribuyeron a la fortaleza del muchacho y su espíritu protector. Él explicó lo que le había sucedido y Prótalo se limitó a corroborar sus palabras.

Convencidos de los buenos augurios por la intervención de Giscón, los devotos regresaron contentos formando una gran procesión encabezada por los cánticos de los soldurios veteranos. Sólo la mirada desconfiada de Indortas, a quien la tortuosa explicación había parecido inverosímil, contrastó en el coro de parabienes a su llegada.

Plukástor se adelantó para caminar junto a Asio y poder hablarle en voz baja, camuflando sus palabras en el bullicio general.

—Estaba preocupado, tardabas en aparecer.

—Me he tomado mi tiempo.

—No parece que hayas hecho el voto, no se te ve como a los otros.

—He hecho algo mejor.

—¿Pero has pasado por la iniciación o no?

—Creo que mi iniciación ha sido a un conocimiento más valioso.

—¿Sí? Cuéntame.

—Ya hablaremos luego, cuando lleguemos al campamento.

Antes de irse a dormir, Asio le relató su conversación con Prótalo, la forma en que le habría abierto los ojos frente a un estado de cosas que antes no conocía. Pero aquellas historias de druidas y mundos lejanos no acabaron de interesar a Plukástor. Tampoco estaba seguro de que fuera a funcionar la treta de situar el contingente fuera del campo de batalla. No le parecía digna de un régulo tal estrategia.

El muchacho asentía con aire distraído a las apasionadas palabras de Asio y bajaba la cabeza cuando su amigo repetía aquello de «buscar la verdad».

—Hay que buscar la verdad, Plukástor, nuestra verdad, no la que quieran imponernos.

El numantino volvía a cabecear como si asintiera, pero lo cierto para él, su verdad, era que iban a ir juntos al combate y que no le importaría morir si lo hacía con honor y en brazos de aquel a quien amaba con desesperación.