20
Atrapado
A media tarde se escuchó un gran alboroto en la parte meridional del campamento. Llegaba otra expedición de voluntarios.
—Son íberos, no se les esperaba. El caudillo pide que vuestro régulo y los capitanes acudan a la explanada para recibirlos. —El muchacho jadeante no dio tiempo a que le preguntaran más y se volvió corriendo.
Los recién llegados formaban un escuadrón compuesto de voluntarios bárdulos, bastetanos y contéstanos que habían decidido unirse a los celtas en su lucha contra Cartago. La mayoría eran jóvenes que aborrecían de la alianza que sus mayores habían pactado con Amílkar. Sus poblados y ciudades se extendían por el levante inferior de la Península; vivían una paz aparente bajo dominio púnico siempre que aportaran suficiente plata y estaño; habían perdido su independencia y con ella el honor, según decía su jefe Turón, un fornido guerrero de aspecto fiero, ojos oscuros y una gran cicatriz en el rostro, que tras saludar a Indortas subió a una pequeña roca y habló con fuerte voz para quien pudiera escucharle:
Hemos venido aquí libremente para unirnos a vuestra lucha. Somos íberos del sur y vuestra libertad es la nuestra. Durante generaciones nuestros pueblos han luchado entre sí por el dominio de esta tierra que los fenicios llaman Spania, los griegos Hesperia y ahora muchos conocen como Celtiberia pues saben que hace tiempo dejamos de combatirnos por el bien de nuestras dos naciones. Queremos ser parte de vuestra confederación y ayudaros a formar un poderoso ejército que pueda expulsar al tirano para que volvamos a ser dueños de la tierra y nuestra amada libertad.
¡Hermanos celtas! Admitidnos entre vosotros con la misma generosidad con la que estos jóvenes que me acompañan han dejado sus casas. Os traemos como regalo trescientas espadas templadas del mejor hierro. Y nuestra lealtad, para que hagáis el mejor uso de ella.
No pudo el caudillo íbero llegar en momento más apropiado. Indortas agradeció de corazón las espadas de doble filo, reputadas como las más resistentes y mortíferas de Iberia, y también las nobles palabras de Turón a favor de la unidad entre íberos y celtas. Pero lo que más le complacía era ver el entusiasmo de aquellos doscientos jóvenes guerreros. Si tan decididos estaban a unirse a la lucha, dejando sus pacíficas casas, aceptarían hacerse devotos a cambio de tierras en la Spania libre. Lo considerarían un honor, además de un negocio ventajoso. Servirían de cebo para los indecisos. Y siendo íberos, los celtas sentirían su dignidad mancillada si no hacían lo mismo.
El razonamiento de Indortas se demostró tan cierto como la dureza de las espadas íberas. Cuando, en su turno de respuesta, hizo como si agasajara su gesto ofreciéndoles tan alta distinción, en general reservada para combatientes veteranos, la respuesta fue inmediata. Turón sólo tuvo que volverse hacia sus hombres, explicar la oferta en su lengua de manera concisa y requerir su contestación. La aclamación que surgió de sus gargantas y los brazos levantados blandiendo sus venablos, expresaron claramente su voluntad.
Una hora después, cuando ya se estaba preparando la ceremonia que habría de convertir a los convocados en soldurios de Indortas, ya se había apuntado un millar más entre las filas celtas. Descontando los que tenían que permanecer en sus puestos con la honda o el arco, la cifra final suponía que el caudillo tendría voluntarios más que suficientes para su operación de derribo y muerte de Amílkar.
No eran sólo cálculos, sin embargo, lo que movía al caudillo Indortas a consagrar devotos aquella noche. Creía firmemente que el juramento de tantos guerreros a Atecina aumentaba su fuerza de manera formidable frente a los enemigos y le hacía prácticamente invulnerable. Sobre todo si entre los nuevos devotos había candidatos valiosos, de especial calidad, que atrajeran con mayor intensidad el favor de la diosa de los infiernos con su juventud, tan cara a los dioses.
‡ ‡ ‡
En medio del barullo que provocó la confraternización de los íberos y los voluntarios, Asio se escabulló como pudo y fue a pasear solo, lo más lejos posible de la multitud. No había expresado aún su consentimiento pero era evidente que se daba por descontado. ¿Qué iba a hacer? En las circunstancias en las que se hallaba, era muy difícil rechazar la afectuosa proposición del caudillo hecha con intensidad delante de los otros y dirigida no sólo a su persona sino a lo que representaba.
Se sentó en el suelo bajo una encina. La luna, en cuarto menguante, ya había aparecido en el cielo. En poco tiempo daría comienzo el ritual y ya no habría escapatoria.
¿Y si saliera huyendo en ese momento?
Abandonar, dejar el mundo irascible que le rodeaba con sus continuas guerras, apartarse de la codicia, el afán de venganza, la servidumbre del honor y las rivalidades perniciosas. Recordó aquella noche en los montes carpetanos rodeado de lobos, con el firmamento como horizonte y la inocencia intacta de su conciencia, acompañado por la majestuosa serenidad de unos animales supuestamente temibles en un momento tan pronunciado de elevación espiritual, que hasta ellos lo debieron reconocer como un ser superior al que debían hacer guardia. ¿Habría otra vida mejor, más natural y sabia, que no consistiera en despedazarse continuamente los unos a los otros?
Melancólico, regresó al predio y les comunicó al fin su decisión de aceptar la propuesta del caudillo. Los capitanes le felicitaron y varios de ellos se mostraron dispuestos a prestar el juramento con él. Mientras saludaba con la mano a los soldados, que habían recibido la noticia con orgullo sin extrañarles la designación, pensaba en cómo se las arreglaría para no exponerse demasiado.
Plukástor se acercó con la intención de hablarle. Asio lo vio y tomándole del brazo lo llevó hacia una roca medio escondida entre carrascos de encina.
—Te he estado buscando. —En la voz de Plukástor había tristeza, un poso de desilusión evidente.
—Fui a pasear para pensar un rato.
Su amigo hizo una pausa, antes de preguntar lo que necesitaba saber.
—¿Estás de acuerdo en hacerte soldurio?
—No, claro que no.
—¿Y por qué has aceptado?
—No me quedaba más remedio. Ya viste que ni siquiera esperó mi contestación cuando me lo propuso. Al parecer hay una especie de herencia entre hermanos que el sobreviviente está moralmente obligado a cumplir.
—Eso son tonterías, Asio.
—Ya lo sé, pero ¿qué puedo hacer? No es el momento de crear tensiones ni disputas. ¿Cómo reaccionaría Indortas y qué pensaría nuestra propia gente?
—Lo importante es lo que pienses tú.
—Mira, Plukástor. —Asio se paró volviéndose hacia él—, tengo los mismos escrúpulos que tú o tal vez aún mayores, pero debo estar a la altura de las circunstancias, por la memoria de Giscón, por el buen nombre del pueblo arévaco, por mi linaje, por mi madre…
—Bien —respondió él con toda naturalidad, sosteniéndole la mirada—, pues si tú quieres ser Teseo, yo seré tu Piritoo[3]. Te acompañaré y me arriesgaré contigo.
Un estremecimiento recorrió el semblante de Asio. Habían llegado a la espesura del monte, junto a la roca que se erguía imponente entre las jaras y encinas. Asio empujó suavemente a su compañero hacia la peña. Con la espalda de Plukástor contra ella, se detuvo un instante, las manos sobre los hombros de él, para contemplarlo. No era sólo su deslumbrante belleza lo que le subyugaba de aquel muchacho que se había hecho un sitio a su lado. Había mucha verdad en sus ojos, ternura en sus gestos… y un fondo de súplica por una ración de afecto como el indigente que pide comida en el mercado con aire lastimero.
Asio acercó su rostro y le besó en los labios. Plukástor abrió la boca y aspiró el aliento del ser que amaba con locura desde hacía poco más de una semana. Fusionadas las bocas, se besaron con pasión desatada mientras las manos recorrían los cuerpos desnudos bajo las túnicas. Un largo abrazo selló el impetuoso preliminar, dando fe de su atracción mutua, del incipiente amor que les embargaba a ambos.
Asio aflojó los brazos y apoyó su frente en la de él.
—Mi precioso numantino, no quiero que vengas conmigo, debes quedarte pues si a mí me ocurre algo, tú entonces serías mi sustituto en todo.
—¿Es una orden?
—Es una orden.
—Pero yo no deseo sustituirte, ni siquiera sobrevivirte.
Asio volvió a besarle.
—Tu honor excede al de los soldurios. Hazme caso. Es mejor que sólo yo me arriesgue. Ya me las arreglaré para no exponerme en primera línea, y menos en la cuña con la que pretende Indortas llegar hasta Amílkar.
—No soportaría perderte.
—Ni yo a ti. Serás la primera razón por la que vuelva ileso de la batalla.
—¿Me lo prometes?
—Claro que te lo prometo.
Aún quedaba algo de tiempo antes de tener que reunirse con los demás candidatos. Asio se quitó la túnica y la colocó extendida en el suelo; luego le despojó a Plukástor de la suya, mientras le besaba en el cuello y en el pecho. El chico se dejaba hacer con un gesto de felicidad que transformaba su ansia en plenitud. Durante una hora y otra mitad estuvieron amándose sin descanso, con mimo, acoplando con perfección sus cuerpos adolescentes. La diosa Eako, con su media cara tapada, parecía sonreírles desde lo alto.
Como los guerreros experimentados que acostumbran a solazarse antes de la batalla, Asio podía sentir el éxtasis de la entrega, la comunión total con el compañero. No hubo palabras en todo ese tiempo, no había sitio para ellas en el mundo exigente de los sentidos. La vuelta al predio fue también en completo silencio. Sólo dos frases dijo Asio antes de dirigirse a la explanada.
—En el combate estaremos juntos y cuando haya mayor peligro, tú harás lo posible por rehuirlo para que yo salga tras de ti como si fuera a protegerte. No dejaremos que los cartagineses arruinen la vida que tenemos por delante.
—Sí, mi señor. Tú mandas.