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Un eslabón en la cadena

En diez días todo estuvo dispuesto para la partida del batallón conjunto que se reunió en Segóbriga, la sede arévaca del pontífice máximo. Sumaban cerca de ochocientos guerreros, una cifra cuantiosa que sólo se había superado hacía cuatro generaciones, cuando las grandes disputas entre belos y lusones que los arévacos habían logrado inclinar a favor de los primeros, aportando una fuerza mercenaria de más de mil combatientes.

Atrás quedaron las cinco ciudades de la confederación celtíbera que habían aportado combatientes y pertrechos: Tiermes, Numantia, Clunia, Segontia y la propia Segóbriga. La larga columna de guerreros, abrigados con sayos de lana compacta y calzas de piel de oso, cruzaron los montes ibéricos en dirección al sur. Amílkar, con un ejército de mayoría púnica y numerosas aportaciones ibéricas entre voluntarios mercenarios y prisioneros forzados, abandonaba tres días después Akra-Leuka con su recua de elefantes y una imponente maquinaria bélica.

En el campamento de Indortas reinaba el optimismo. Durante los últimos doce días no habían dejado de llegar refuerzos desde los cuatro puntos cardinales, dispuestos a frenar el poder de Cartago en Spania.

A pesar del rechazo que le produjo participar en la campaña, Asio encajó con naturalidad entre sus compañeros. Su carácter alegre se impuso al recelo inicial. Resignado a cumplir los deseos de su madre, estaba decidido a salir lo mejor parado posible de la aventura. En las quince jornadas que duró la travesía hasta donde esperaban concentradas las fuerzas rebeldes, hizo amigos entre las escuadras de las otras ciudades y se hizo notar en los fuegos de campamento bebiendo como el que más y cantando a pleno pulmón. Ya se unía a quienes coreaban el nombre de Indortas cada vez que levantaban el pellejo de vino y por las mañanas, sobrio y digno como un general, conducía su escuadra de manera impecable cuidando de que no se abrieran brechas y llevando a los suyos por los mejores senderos. El celo que día a día demostró le fue ganando aprecio entre los mayores. Su implicación en las conversaciones sobre estrategia con los jefes de otras escuadras y la atención constante a todos los guerreros arévacos fueran de la ciudad que fueran y, sobre todo, su condición de hermano del héroe, algo que aunque no se dijera todo el mundo tenía presente, hicieron que el resto de patricios le eligiera régulo de los arévacos para representar al pueblo celtíbero ante Indortas y sus generales. Aunque tenía sólo dieciocho años había demostrado unas dotes extraordinarias para el mando con una mezcla equilibrada de inteligencia, firmeza, consideración y paciencia. En realidad, todas esas cualidades no eran más que el reflejo de su conocimiento precoz del alma humana. Su capacidad de observación, la costumbre de reflexionar con serenidad sobre cualquier cosa, las conversaciones con Aristaco y las metódicas enseñanzas de Lea, incluso las disputas con Alakén, habían desarrollado su natural perspicacia hasta el punto de sobrepasar en juicio y ponderación a muchos hombres maduros.

El nombramiento le sorprendió llenándole de íntimo orgullo. Pensó en su madre, a cuya dignidad recuperada le sentaría muy bien conocer la noticia. Y en Alakén, que tal vez no estuviera tan descaminado cuando le reprochó lo que creyó cobardía y que él mismo veía ahora más como egoísmo propio de un chico acostumbrado a hacer siempre su voluntad.

¿Cómo estaría Alak?

Asio no había pensado demasiado en él últimamente, distraído con la continua actividad de la expedición. Después de la tormentosa comida en la que le dejó solo no habían vuelto a verse durante días, hasta que volvieron a encontrarse en la cueva una tarde que cada uno fue por su lado movidos por la misma necesidad de reencontrarse. Ambos se excusaron y trataron de comprenderse mutuamente, se amaron con más dulzura que otras veces y estuvieron largo rato uno en brazos de otro, sin apenas decir nada. En apariencia se habían restañado las heridas, pero Asio tenía la impresión de que se había abierto una brecha, una grieta por la que el recelo podía colarse y envenenar su relación.

Tenía que admitirlo, tal vez los recuerdos de su amante hubieran palidecido por la constante atención de Plukástor, un numantino de su edad con el que intimó desde que salieron de Segóbriga y con quien solía cabalgar a menudo. El chico no se recataba en alabarle cuando se quedaban a solas, aunque en presencia de otros se mostraba siempre muy discreto. Estaba pendiente de él y de noche merodeaba con ojos de deseo cerca de donde se echara a dormir, pero Asio no se sentía dispuesto a romper fácilmente su fidelidad a Alakén. Demasiadas cosas estaban ya cambiando en su conducta como para añadir otra, pensó, en un esfuerzo por encontrar el definitivo argumento que le hiciera resistir la atracción, y las erecciones, que le provocaba la cercanía del numantino. Mientras tanto, correspondía a las atenciones de Plukástor con gestos de amistad y le devolvía los halagos, pero no daba muestras de querer ir más allá aunque a veces, cuando se lavaban cerca de una corriente, observaba con admiración su cuerpo de atleta, dulce y rotundo, sin apenas vello y perfectamente formado. Entonces se daba cuenta de que le gustaba de verdad, incluso más que Alak, y se sentía como uno de «esos degenerados griegos que persiguen el placer con los muchachos», según las palabras que había escuchado a menudo para referirse a los hombres que él precisamente admiraba y cuyas «persecuciones» le resultaban más encantadoras que perversas. Si los bravucones guerreros supieran, pensó, que esa costumbre era ley en el admirado ejército espartano y formaba parte de la pedagogía de los futuros soldados, probablemente su cacareada virilidad se echaría a temblar.

Asio, que vivía su condición sexual aún de manera clandestina y todavía no se había liberado del respeto por ciertas apariencias, era en realidad víctima de sus propias aprensiones. Nadie veía degeneración en su conducta. El resto de los compañeros habían tomado la amistad entre ellos como algo natural, incluso inevitable entre dos chicos con buenas cualidades, valor y linaje, que tal vez estuvieran llamados a ser héroes. Y los héroes en pareja tenían una larga tradición entre los guerreros.

Pero a pesar de la mutua atracción, y de las abundantes oportunidades para haber dado rienda a sus deseos, cuando llegaron al lugar fijado por Indortas aún no habían roto la barrera del decoro y ningún beso robado o caricia impetuosa había roto el cascarón de su intimidad.

‡ ‡ ‡

La visión del campamento rebelde impresionó a todos. El ejército reunido en torno a Indortas ocupaba un amplio valle de al menos mil estadios, rodeado de montañas. Había zanjas y empalizadas a su alrededor en previsión de un ataque inesperado. Cada quinientos pasos, una torre de madera con ruedas vigilaba el perímetro. Aquello parecía una ciudad ambulante. Desde la colina por la que habían llegado, los arévacos contemplaban entusiasmados la escena, sintiéndose más fuertes, señalando aquí y allá las tiendas variopintas con sus gallardetes en los que flameaban crines y banderolas con los símbolos de cada tribu. Cientos de fogatas formaban delgadas columnas de humo que se elevaban al cielo dando un aire de extraña serenidad hogareña a la escena. Había apriscos con gran cantidad de ovejas, cabras y ganado vacuno, corralillos de gallinas y patos, cercados con caballos y una extensa palestra donde podían verse cientos de hombres ejercitándose con la espada. El centro de aquella aglomeración aparecía despejado; allí se reunirían las tropas en torno a sus jefes para escuchar sus arengas o conocer las últimas noticias. En el lado de poniente, se alzaba majestuosa una enorme tienda de lona, más alta que todas, que debía de ser el lugar donde se reunían los capitanes y estrategas.

Animados por haber llegado al término de la expedición y encontrar algo que superaba sus expectativas, los guerreros celtíberos se estrechaban el brazo desde sus monturas, gritando alborozados y emitiendo unos silbidos estridentes que destrozaban los oídos. Los capitanes de las ciudades rodearon al joven régulo de Tiermes.

El jefe Ausias de Segóbriga, que era el mayor y actuaba como pontífice en los sacrificios, tomó la palabra.

—Te felicito, Asio de los Ulones. Nos has sabido traer sin rodeos ni demoras. No ha habido accidentes graves ni hemos perdido a ningún hombre y la moral de los guerreros está tan alta como esas columnas de humo que nos saludan allá abajo.

—No es mérito mío, noble Ausias, sino de la conducta ejemplar de nuestros guerreros, pero agradezco tus palabras.

Asio se había acostumbrado en poco tiempo al protocolo de los dirigentes militares. Un régulo debía ser buen estratega, valiente como el que más, mantener la mente alerta para adaptarse a cada momento y sortear los peligros, pero además tenía que saber ganarse a los suyos, tratar a los capitanes con cortesía, atajar disputas o envidias y, sobre todo, infundir ánimo, ser el portavoz del aliento de los dioses.

—Entraremos en el campamento con la tropa en columna de a cuatro. Que seis hombres vayan delante enarbolando los estandartes de nuestras ciudades y sea el heraldo quien encabece el grupo llevando en alto el lábaro de los arévacos. El cuerpo de capitanes cabalgará conmigo en formación cerrada, Ausias y Morok a mis lados, el resto en cuatro filas de a cinco. Nos dirigiremos directamente a la explanada central y no nos detendremos ni romperemos la formación, a menos que salgan a recibirnos o nos lo pidan.

Los decuriones repitieron las órdenes a la tropa y dieron parte a sus respectivos capitanes. Estos gritaron la confirmación a espaldas del régulo Asio, a medida que iban recibiéndola.

—Anunciado, jefe Asio.

—Anunciado.

—Anunciado.

Comenzaron a descender la suave pendiente de la colina. Asio sonreía para sus adentros, satisfecho. No es que se creyera vanidosamente su condición de régulo, pues bien sabía que no reunía todas las condiciones, y en especial las de combatiente, en las que era un auténtico bisoño, pero la naturalidad con la que todo iba sucediendo le hacía sentirse bien. Pensaba que si lo viera su hermano dirigiendo a los arévacos, no podría creérselo. Y eso era lo que le hacía sonreír ante sí mismo.

Cerca de la primera empalizada, cuando el camino se volvió llano, llegaron tres jinetes que sin saludos ni ceremonia les invitaron a seguirlos. A medida que se fueron internando en el campamento, una muchedumbre de soldados se acercaba hasta ellos vitoreándolos, gritando consignas a favor del pueblo celta y contra Amílkar.

Delante de la gran tienda, bajo el entoldado que cubría la entrada, esperaba Indortas rodeado de una veintena de caudillos y generales. Las tropas celtíberas llegaban finalmente desordenadas, por la dificultad de abrirse paso entre la marea de guerreros que los rodeaban palmeándoles los muslos y saludando a la nación arévaca, que para ellos era garantía de éxito. Algunos capitanes se habían retrasado para impedir que los hombres se dispersaran o quedaran rezagados. Plukástor cabalgaba junto a Asio, pues en medio de la excitación general no había podido evitar acercarse al objeto de su amor para compartir aquellos momentos de triunfo. Y por eso ocurrió que fue a él, que tenía un aspecto más imponente que Asio, a quien se dirigió Indortas convencido, pues sabía que los celtíberos habían elegido como régulo al hermano de Giscón y quería hacerle los honores. Ni se acordaba que el muchacho ya había estado con su hermano y con su aplomo habitual dijo al numantino, haciendo ademán de ayudarle a descabalgar.

—Te saludo, noble príncipe de los arévacos, en quien reconozco el valor y la gallardía de tu heroico hermano.

Asio bajó la cabeza sonriendo mientras Plukástor, rojo como una cereza, hacía tímidas señas con la cabeza señalando a su compañero y resistiéndose a coger la mano extendida del caudillo para desmontar.

Desconcertado, Indortas frunció el ceño y se puso en jarras como si se estuvieran mofando de él. Bártulo, el general que se salvó con él de la masacre de Cástulo y recordaba muy bien a Asio, le susurró al oído.

—Mi señor, es el otro.

El gesto divertido del caudillo disculpando su confusión hizo que todos rieran.

Asio desmontó solo, se acercó a él y lo abrazó:

—Pierde cuidado, no estabas tan equivocado. Todos los que vienen conmigo representan a Ciscón.

Los generales que estaban cerca celebraron la hábil respuesta, que demostraba la nobleza del jovencísimo régulo celtíbero en su justa proporción. Indortas hizo un gesto con la mano y al momento varios fornidos ayudantes aparecieron con dos escudos ceremoniales sobre los que izaron a ambos jefes.

—¡Hermanos arévacos! La decisión de uniros a nosotros es digna de la historia ejemplar que os distingue. Estábamos ansiosos por recibiros y contar con la valiosa ayuda que venís a prestar. Ahora descansad, dejad que mis hombres se ocupen de acomodaros. Cuando caiga el sol, celebraremos un banquete en vuestro honor, donde podréis beber y olvidar las penalidades del viaje.

Se oyeron vítores y gritos de entusiasmo entre los soldados. Mientras los hombres se dirigían al triángulo de terreno que se les había asignado al sur del campamento, Asio y los otros capitanes de las ciudades acompañaron a Indortas y los suyos al interior de la gran tienda para ponerse al corriente de la situación. Con el deseo de compensar a su amigo del mal rato que había pasado, y porque realmente quería que se quedara con él, Asio pidió a Plukástor que lo acompañara. Nadie se opuso a su deseo.

Lo que vieron allí dentro les deslumbró. La estancia era imponente y suntuosa, grande como para dar cabida a trescientas personas. El suelo estaba cubierto con alfombras íberas de vivos colores, tejidas a la antigua usanza de los tartessos. De los postes de madera labrada pendían escudos de ceremonia y enseñas. Había braseros alimentados con carbón de encina y pebeteros estilizados que exhalaban aroma a cedro. Sobre una gran mesa de roble se hallaban desplegadas vitelas con planos y dibujos, sujetos por tarros con tinta roja, verde y negra. Al fondo, cubierta por un cortinaje granate, se adivinaba una cama que debía pertenecer a Indortas.

El caudillo se dirigió a la mesa, tomó un puntero rematado por una pequeña mano de marfil con el dedo índice apuntando, y señaló un lugar en el mapa.

—Nosotros estamos aquí. Dentro de dos días, marcharemos hacia este otro punto para esperar a los púnicos. Dejaremos la impedimenta en el campamento porque el objetivo es presentar batalla en estas colinas. Haremos creer a Amílkar que estamos en el valle pero en realidad les esperaremos apostados un poco más arriba, divididos en seis cuerpos, cubriendo la garganta por la que deben entrar al valle.

La táctica era muy parecida a la que llevó a Istolacio al desastre. Sin esperar más explicaciones, Asio lanzó la pregunta que le quemaba la garganta.

—¿Y si vienen por el otro lado?

Indortas lo miró con severidad, como si quisiera calibrar la inteligencia de su nuevo aliado.

—Al otro lado habrá otros dos cuerpos de tres mil guerreros lusitanos a pie, uno con hondas y otro de arqueros. Si los púnicos vinieran por ese lado, el primer cuerpo saldrá corriendo hacia dentro de la garganta para provocar que los cartagineses los persigan. A mitad del trayecto, en la parte más rocosa, se emboscarán para preparar sus hondas y dar buena cuenta de los que vayan a la cabeza, especialmente los generales. Los arqueros cerrarán el paso meridional y descargarán una lluvia de flechas, mientras nosotros caemos sobre ellos por el flanco del septentrión.

Asio hizo un gesto de aprobación queriendo dar a entender que estaba de acuerdo, aunque le parecía que el caudillo jugaba con unas certezas no del todo fiables.

Bástulo tomó la palabra para recordar la táctica de cada cuerpo de ejército y los efectivos que habrían de reunir. Todos asentían. Hubo preguntas sobre la tardanza de unos y otros, las armas que debían quedar en reserva, la utilidad de las lanzas frente a los venablos cortos en la lucha cuerpo a cuerpo y si convenía o no llevar con ellos un destacamento de herreros para que montara una forja de campaña.

Todas las cuestiones fueron ampliamente discutidas y se tomó una decisión para cada una de ellas con la aprobación de la mayoría de capitanes. Tras más de dos horas de conversaciones Indortas se levantó de su asiento, apoyó los puños sobre la mesa y con aire solemne declaró:

—Dentro de dos días partiremos hacia el lugar señalado. Los cartagineses están a menos de cinco jornadas según nuestros rastreadores y debemos ganar tiempo para ocupar las posiciones, acumular rocas en las crestas del desfiladero y colocar calderos de aceite en los bordes calentados desde la noche anterior con brasas para que el humo de la leña no alerte a los púnicos. ¿Algún comentario?

Los capitanes guardaron silencio. Asio sentía pánico por el lugar que habían asignado a sus tropas, justo detrás del cuerpo de soldurios de Indortas como caballería de choque, pero no osó decir nada. Las dudas aventadas por el estímulo de la expedición reaparecían y el recelo volvía a hacer de filtro de su inteligencia dejando pasar sólo lo más descarnado. Veía a los compañeros arévacos, a los que en poco tiempo había tomado verdadero cariño, como auténticas víctimas y él como el cordero sacrificial por haber caído en la vanidad de aceptar que le hicieran régulo. Peones de la voluntad ajena llevados a la degollina.

No pudo seguir ahondando en sus negros presentimientos porque Indortas dio una palmada y cambiando por completo su actitud, le tomó por el hombro mientras decía a todos:

—Y ahora bebamos por el buen fin de nuestra lucha. Amigos, brindemos por la hermandad celta.

Unos sirvientes entraron con tres ánforas que rebosaban cerveza fermentada y cuencos para todos. Relajados y sonrientes, los capitanes observaban subir la espuma en sus copas de alabastro. Indortas no soltaba el hombro del régulo arévaco.

—Alzo mi copa en memoria del caudillo Istolacio —exclamó Indortas— para que la afrenta de su muerte sea lavada como se merece.

—¡Por Istolacio!

Todos bebieron, incluso Asio a quien no gustaba demasiado el sabor amargo de la cerveza. Indortas volvió a levantar su vaso, que era de porfirio y tenía una greca labrada alrededor, igual que el torque de Giscón que ahora llevaba su hermano.

—Permitidme que brinde también por el héroe Giscón, príncipe de los arévacos, cuyo espíritu ha estado gozando en la compañía de los dioses y ahora vuelve con nosotros en la persona de su hermano. ¡Por Giscón y por Asio!

—¡Por Giscón y por Asio!

El celtíbero recibió el homenaje con la mayor modestia que pudo, inclinando la cabeza y bebiendo otro sorbo mientras la mente le martilleaba con ideas fijas: era un intruso, no confiaba en el triunfo, la supuesta heroicidad de Giscón le parecía un tremendo error…

Pero aún no habían acabado las sorpresas y homenajes. Tras varios tragos más y cuando parecía que la reunión iba a terminarse, Indortas volvió a alzar la mano. Estaban todos sentados en unos peculiares asientos hechos con sólidas ramas de roble sujetas por una ancha tira de cuero que servía de respaldo. Eran unas silletas cómodas que se doblaban sobre sí mismas y podían transportarse fácilmente. Los sirvientes habían aparecido para recogerlas, pero el caudillo les indicó por señas que esperaran. Se había colocado junto a Asio y parecía que su intervención iba a dirigirse a él otra vez.

«¿No son ya demasiadas?», pensó Asio.

—Noble Asio, permíteme que te brinde el mayor honor que como heredero de Istolacio puedo ofrecer. Ya que eres digno sucesor de Giscón, te invito a pertenecer al cuerpo de soldurios devotos, como lo fue tu hermano de grata memoria.

Asio se quedó mudo sin saber cómo reaccionar. De buena gana hubiera dicho: «No, gracias, es muy amable por tu parte pero no entra en mis planes ser candidato al suicidio», pero lo que ocurrió es que sencillamente no pudo articular palabra y, abrumado, bajó la cabeza con un rubor en las mejillas que delataba la intensidad de sus emociones pero que a los jefes congregados les pareció indicio suficiente de su aceptación. Algunos de ellos, sin dudarlo, dejaron sus asientos para dirigirse a él y estrecharle el brazo, incluso levantarlo de su asiento mientras lo abrazaban con gestos de orgullo y satisfacción.

Ya todos en pie, brindaron una vez más y el caudillo, que aparentaba no darse cuenta de que el régulo arévaco no había respondido, anunció el siguiente movimiento.

—Sólo nos queda una noche, así que mañana, aunque la luna no esté en posición favorable, celebraremos el rito. Avisad a todo aquel que quiera unirse a nosotros, porque esta ocasión es especial y los candidatos no habrán de sufrir ninguna clase de prueba. Serán magníficos eslabones en la cadena de héroes que terminarán por ahogar al enemigo en su propia codicia.

Estaba hecho. Otra vez. Los acontecimientos sobrepasaban su voluntad sin que pudiera remediarlo. Ahora comprendía tanta amabilidad por parte de Indortas, a quien recordaba más bien altanero y poco dispuesto hacia los arévacos. Su brazo de camarada sobre el hombro, los brindis, todo había sido una táctica para atraerlo al voto sagrado sin que pudiera negarse. Era evidente que el caudillo necesitaba cuantos más devotos mejor para la última acción de la batalla, la que le daría la gloria y el mando supremo: un ataque en tromba y forma de haz sobre el mismo centro del ejército púnico hasta dar con Amílkar y atravesarlo con su espada. Un eslabón en la cadena se le pedía que fuera, un simple eslabón bien sujeto a ambos lados.

Cuando los capitanes se despidieron hasta el banquete de la noche, Asio seguía sin despegar los labios pero saludó a todos con afecto y dejó que le felicitaran de nuevo. Indortas le guiñó un ojo mientras le daba varias palmadas en la espalda, nerviosas, que intentaban ser de agradecimiento o ánimo y al celtíbero le parecieron más bien empujón. Respondió con la mejor de sus sonrisas y montó a Glauco para dejarse conducir dócilmente por el guía que iba a llevarlo hasta los suyos.

Otra vez la confabulación para torcer su destino y obligarle a algo que no deseaba. Era como si una fuerza superior quisiera violentar su voluntad más allá de la razón, anegarle la conciencia. Tal vez fuera la diosa Atecina que tenía sus propios planes para él. O Giscón desde su paraíso, forzando las cosas en beneficio propio como solía hacer. Confuso, agotado por las emociones del día, se dejó mecer al paso de Glauco tratando de tranquilizarse. «Aún tengo mañana para decidir», pensó tratando de justificar su parálisis.

‡ ‡ ‡

El banquete nocturno se celebró con gran despliegue de medios, como expresión de máxima amistad entre los celtas spanios. En el centro de la explanada se habían dispuesto utensilios y fuegos para asar jabalíes, venados, corderos y hasta palomas y perdices ensartadas en grandes pinchos de metal. Durante tres días, cerca de tres mil lusitanos habían estado cazando por los montes de los alrededores con arcos, hondas y redes con un resultado que hubiera hecho las delicias de cualquier tribu de cazadores: veinte carretas de animales abatidos, más un rebaño entero de ovejas que había sido requisado. Todas fueron sacrificadas, despellejadas y cuidadosamente preparadas en la multitud de fogatas por cientos de manos para que nadie se quedara con hambre aquella noche especial. La bebida se racionó estrictamente con el fin de atajar las borracheras inoportunas.

El espectáculo era grandioso. Desde su posición, Asio contemplaba toda la extensión del campamento con cientos de fogatas como luminarias que festejaran la ocasión. El rumor de cánticos guerreros que se oían por todas partes le sirvió para aislarlo en parte de las conversaciones y sonreír sin descanso, pudiendo así disimular su tribulación.

Los capitanes estaban sentados en las silletas de antes, dispuestos en círculo alrededor de una enorme hoguera, constantemente atendidos por servidores que les traían carne, vino y cerveza mientras hablaban por los codos, reían y no cesaban de alzar sus copas, pues ellos no tenían restringido el consumo de celia ni agua de fuego. Asio se comportaba con naturalidad departiendo brevemente con quienes estaban cerca de él, dejándose llevar por la atmósfera fraternal. Se había propuesto no pensar en el dilema que tenía ante sí hasta el día siguiente. Incluso bebía más de la cuenta, por primera vez en su vida, contagiado por la alegría general y la grandiosidad del banquete. Tras un largo rato de libaciones y bocados sabrosos, escuchó a su compañero de la derecha, emocionado por la intensidad del momento, elogiar la unión del pueblo celta para recuperar la gloria pasada. «Esta noche somos dueños de la tierra y lo celebramos como señores. No dejaremos que nos conviertan en esclavos».

Asio estaba de acuerdo. Quiso alzar su copa y brindar por ello, pero al levantarse de su asiento su vista se nubló y cayó al suelo tras intentar decir unas palabras. Todos rieron y siguieron a lo suyo. No supo qué manos lo transportaron hasta el predio de los arévacos y allí lo envolvieron con frazadas de lana. Al día siguiente, cuando se despertó cerca del mediodía, no recordaba nada y nadie le hizo preguntas.