18
Llama indortas
Durante la primera luna de agosto, cuando las espigas yacían en los campos acostadas en gavillas y sólo quedaba llevarlas a la era, Asio quiso poner en práctica su plan y convencer a su madre para que fueran unos días a visitar a Aristaco.
—Podrás refrescarte en el mar y despejar tu espíritu con los amigos de padre, allá en Emporión. Son muy divertidos y sabrán apreciar a una mujer inteligente como tú.
—Es pronto todavía, hijo. Deja que mitigue mi duelo a solas. Parecería una tonta o, lo que es peor, una viuda triste y aburrida.
—No digas tonterías, madre. Tú nunca serás aburrida. Lo que tienes que hacer es arreglarte más, como hacías antes. Allí hay muchas casas de mercaderes con afeites y perfumes que te volverían loca. Con el sol y el mar recuperarías el brillo de tu piel y se te encenderían de nuevo los ojos.
Era cierto que la mirada de Lea estaba más apagada, que habían aparecido surcos alrededor de sus ojos y tenía las comisuras de la boca hacia abajo, dándole una expresión de amargura que antes no existía. Los mechones grises de sus cabellos tampoco ayudaban a mejorar su aspecto. El cambio había sido demasiado rápido, tan drástico que no pasaba desapercibido para nadie. Pese a todo, seguía siendo una mujer hermosa con una figura perfecta. La mirada triste, las canas y las arrugas le prestaban una nueva belleza, gastada, que provocaba cierta piedad.
—Te agradezco tu preocupación por mi aspecto, que ya sé que es deplorable, pero esperemos un año más, mi bien. Te prometo que en la primavera que viene empezaré a cuidarme y estaré como una jovencita. ¡Van a saber esos griegos quién es la señora Lea!
«¡Bravo por mi madre!», pensó Asio. Aquello era más de lo que esperaba conseguir. Más alegre, volvió a su rutina; los días pletóricos de sol atravesando los campos con Glauco, deteniéndose bajo los árboles para hablar con los aparceros, bañándose en el río; las tardes en la fresca sombra de la panera y el emparrado; el atardecer con Alakén.
Era un sistema de vida perfecto. Sólo había que seguir el orden natural de las cosas. Sus temores de ser relegado frente a su hermanastro, su existencia errática hasta el año anterior, sin objetivos, había terminado para dar paso a una situación en la que se sentía más auténtico, mejor, libre y a la vez comprometido. Los criados le trataban con cariñoso respeto, en el Consejo tenían en cuenta sus palabras, las chicas le miraban con interés y algunos chicos también. La vida parecía sonreírle, a pesar de todo.
Ese podía ser su futuro, ¿por qué no?
Ocuparse del patrimonio de su casa llenaba sus días. Tenía a Alakén y aunque tuvieran que seguir ocultando su amor, no le importaba que su pasión fuera clandestina. Sólo en las ceremonias del solsticio le crecía una ansiedad que no acertaba a explicarse. Había probado el soma sagrado en la última celebración y le asustó el cúmulo de sensaciones y mundos que experimentó durante el ritual. Se sintió solo, con una soledad imposible de remediar, como si fuera una estrella errante en medio del Universo.
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Cuando pasó la vendimia y comenzó a encenderse el fuego del hogar, un suceso vino a trastocar su mundo de equilibrio y aspiraciones. Indortas se había reorganizado y desde la Betuna céltica lanzaba un desafío bélico más osado que los anteriores. Había reunido una fuerza numerosa de cincuenta mil guerreros dispuestos a seguirle. Querían liberar el territorio entre los ríos Anas y Betis y preservar para la Celtiberia las minas que se gobernaban desde Cástulo. En su fuero interno, el joven caudillo deseaba sobre todo vengar la muerte de Istolacio pues esa era la forma de cumplir con su juramento de primer devoto. Tantos hubo que comprendieron su afán que las riadas de guerreros prestos al combate eran interminables por las serranías de la Beturia.
Al cuerpo expedicionario de Amílkar le llegaron las nuevas al pie del Pirineus, la agreste columna montañosa que había elegido como límite de sus aspiraciones territoriales al norte de la Península y donde, de acuerdo con Asdrúbal, pensaba erigir una cadena de bastiones de refuerzo.
Así estaba, entregado a la tarea de estratega que tanto le gustaba, cubierto de pieles por el frío reinante y rodeado de planos en la tienda mayor, cuando apareció Asdrúbal con semblante serio, portador de las noticias que iban a desbaratar sus planes de pacificación.
—¿Qué ocurre, hijo?
Desde que cruzaron el Íber, Amílkar había endulzado su habitual carácter. La respetuosa acogida de los pueblos íberos de la zona le hizo olvidar pasados sinsabores. Apreciaba cada vez más la labor de entendimiento sostenida por de su yerno, que le había hecho ganar mucho terreno sin disparar un solo arco. Ya no lo trataba con fría desconfianza ni lo obligaba a caminar detrás de él cuando estaba entre las tropas, sino a su lado, para que todos vieran que su genio militar se apoyaba en la sagacidad política. Además, el muchacho lo merecía. Sus constantes cuidados le habían hecho mejorar de salud y hasta de humor. Así le hacía creer también que lo veía como sucesor, aunque en el fondo era incapaz de imaginarlo. Ese momento le parecía aún demasiado lejano y cuando llegara, ya estaría hecho Aníbal, el hijo adorado y su gran debilidad, la única, pues al pequeño Asdrúbal y a Hanón, los hijos menores, no los consideraba demasiado.
—¿Algún percance? Traes mala cara.
—Peor que eso, mi señor. Graves noticias.
Amílkar hizo una seña a dibujantes y a criados para que salieran. A los estrategas que lo acompañaban les ordenó quedarse. Pausadamente, se dirigió a un trinchero cercano para beber una copa del licor de endrina que le habían regalado los naturales de la zona y tanto apreciaba. Luego se sentó en su butacón, se mesó la barba varias veces y apoyó los codos con las manos bajo el mentón, adoptando un aire de paciente monarca. Aquella conducta cortesana formaba parte de su esforzado teatro, una forma de exteriorizar el deseo de comportarse como un sufete sobre el inmenso país que estaba ya bajo su férula, dejando atrás al jefe militar, ansioso y violento.
Asdrúbal miraba esquivamente a los otros, que lo observaban alarmados. Dudaba entre presentarle los hechos consumados o hacerlo de manera gradual, pero al observar el gesto impostado de su suegro, no pudo evitar decirle la verdad, descarnadamente.
—Se han levantado tropas contra nosotros al norte de la Turdetania. Suman varias decenas de miles, entre lusitanos, vetones y otras tribus célticas de la Beturia. Los manda Indortas, el caudillo que acompañaba al régulo Istolacio.
Amílkar hizo chascar sus nudillos y golpeó con sus puños los brazos del sitial.
—¡Desgraciado hijo de perra! No debimos dejarlo escapar con vida.
—No lo dejamos. Huyó.
—Pues aún peor. ¿Es que no han tenido bastante esos celtas ignorantes? Más les valdría arar sus tierras y dedicarse a fundir los metales, que es lo mejor que saben hacer. Vivirían felices con nosotros como dueños, igual que la gran mayoría de los íberos. Pero no, tienen esa bárbara costumbre de vengar a sus jefes y entregarse a combates sin esperanza para salvar su honor y honrar la memoria del caudillo, o contentar a la diosa de los infiernos, o lo que demonios sea. ¡Por las garras de Baal…! ¿Varias decenas de miles, dices?
—Sí, mi señor.
Amílkar se levantó y comenzó a andar arriba y abajo por la tienda con las manos a la espalda. Los flecos de oro de su túnica golpeaban con violencia las patas de las sillas y las mesas a su paso. Sus intentos de gobierno benevolente estaban destinados al fracaso. Había sido demasiado confiado, ingenuo al pensar que la alianza con los íberos iba a despejarle el camino a los territorios del interior y del oeste. No había más remedio que dar un gran escarmiento. Tenía que consolidar las conquistas y levantar una ciudad propia, una sede de gobierno y mando militar donde reunir sus elefantes, fabricar máquinas de guerra y canalizar las operaciones de embarque de plata hacia Cartago. Era evidente que el pretendido sufete pacificador estaba transformándose de nuevo en el caudillo cuyo nombre hacía temblar las ciudades spanias, los palacios de los senadores cartagineses, las columnas dóricas de los templos en Siracusa y la misma colina Palatina de la República Romana.
Asdrúbal y los demás generales asistían impertérritos a su transformación, adivinando lo que bullía en su cabeza. Finalmente, Amílkar se detuvo, los miró a todos y empezó a impartir órdenes.
—Que recojan los mapas y vayan guardando mis enseres. En tres días quiero todo el campamento en marcha. Volvemos hacia el sur, mis leales generales. Esta vez no habrá piedad. Estos condenados celtas recordarán a Amílkar Barka por los siglos de los siglos.
Doce mil hombres bien pertrechados y descansados, junio a doscientos elefantes y un sinfín de máquinas de guerra, esclavos y animales de carga, carne y leche, comenzaron el descenso por el levante peninsular siguiendo a pocos estadios el mismo borde del mar. Tras cinco días de marcha, el ejército acampó para vivaquear cerca de una península donde layetanos y cesetanos tenían un mercado en el que intercambiaban sus mercancías y compartían un puerto que también utilizaban los griegos de Emporión, cuando la navegación así lo dictaba. En aquel lugar estratégico, de clima suave y excelente comunicación marítima con los griegos de Massalia y los púnicos de Eybissa, Amílkar decidió establecer una ciudadela fortificada estable a la que llamó Akra-Leuka en honor al linaje de los Barca.
Todas las tribus íberas fueron advertidas de la próxima campaña. Amílkar pedía hombres, caballos, grano y una buena cantidad de espadas. Los pueblos que vivían en todo el arco levantino del mar Interior escucharon a los emisarios desgranar sus peticiones sin protestar. Sabían que no tenían alternativa y aunque la mayoría buscó toda clase de excusas para aportar lo menos posible, optaron por ceder a las pretensiones púnicas, a fin de cuentas era mejor enviar guerreros como mercenarios que percibían soldada que arriesgarse a terminar como esclavos. Además, Asdrúbal les había prometido liberarlos de tributos y dar prioridad a sus mercancías en el comercio marítimo, ahora que había crecido tanto.
Cientos de hombres llegaron de sus aldeas en las dos semanas siguientes, el plazo máximo concedido. Allí había lacetanos, indigetes, ausetanos, cerretanos, ilergetes, sedetanos y hasta un destacamento voluntario de lusones, que pretendía congraciarse con al caudillo púnico y compensar la mala cosecha del último año con el salario de sesenta de sus mejores jóvenes.
Muchos de ellos no sabían manejar con habilidad la espada larga y mucho menos la lanza. Los capitanes tuvieron que adiestrarlos a marchas forzadas e instruirlos en el movimiento compacto con los escudos pegados al cuerpo o formando tortuga. Se encendieron ochenta hornos en Barcino para proveerlos y un batallón de herreros hizo turnos agotadores golpeando en los yunques para templar el famoso hierro spanio, fabricando miles de puntas de flecha y lanza, cascos, grebas y muñequeras. En pocos días los obreros habían levantado dos grandes naves para almacenar carne en salazón, embutidos, sacos de harina, tinajas de aceite y demás provisiones. Durante el tiempo que duraron los preparativos, dos lunas y un cuarto menguante, la ciudadela se convirtió en una urbe de actividad desbordada en la que no faltaban ladronzuelos dispuestos a aprovechar los descuidos de los aldeanos o meretrices llegadas de distintos puntos. La noche era un infierno entre el barritar de los elefantes encerrados y el martilleo incesante de los herreros provocaban un fragor que impedía conciliar el sueño. Había un ambiente inquietante, un ir y venir por senderos que se abrían a medida que llegaba más gente. Se palpaba una atmósfera de vigilia entre el frenesí de los que trabajaban en las fraguas, fornicaban en la oscuridad o jugaban a las tabas bebiendo y jurando en torno a las fogatas que jalonaban la noche.
Los jefes y oficiales púnicos instalaron sus tiendas junto al pabellón de los Barca, varios estadios al sur de aquel núcleo infernal.
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También en las tierras del interior la actividad era incesante. La llamada de Indortas había calado hondo entre las tribus celtas, que sólo esperaban la oportunidad para poner en práctica los acuerdos de Cauca. La consigna era contener a los púnicos, liberar el territorio entre los dos grandes ríos meridionales, conservar los filones argentíferos y no consentir que Amílkar devastara las poblaciones llevándose sus mejores hombres.
El gran caudillo Argauri, que había tomado el título de rey de los vacceos, reunió a orillas del Durius a los guerreros más avezados entre los vetones y carpetanos para ofrecerles un pacto de lealtad a su persona a cambio de tierras. Quienes aceptaran, marcharían con él hacia Cástulo para unirse a los hermanos arévacos y desde allí irían al encuentro de Indortas y su formidable ejército. Argauri, un hombre que sabía ganarse la voluntad de los guerreros y era hábil con las palabras, concluyó la arenga que pronunció en Simankas con una llamada que caló hondo en todas aquellas tribus que no habían caído bajo la férula cartaginesa: «¡Celtas de Spania! Nadie os robará la libertad. ¡Haced honor a vuestro nombre!»[2].
El pueblo arévaco, por su parte, convocó una asamblea de patricios en Clunia para decidir qué clase de ayuda prestarían a la causa y si debía ser remunerada o no, pues muchos pensaban que esta vez era más prudente mantenerse neutrales frente a Cartago y obtener ganancias de su solicitada colaboración.
—De esta manera podemos lograr beneficios materiales y políticos y no arriesgamos nuestras ciudades, que podrían ser saqueadas en caso de derrota.
Así habló Laurio de Numantia, un rico comerciante que tenía bosques en el norte y minas en el sur.
—¿Y quién crees que iba a pagarnos? —respondió el régulo Istrio de los pelendones—. ¿Indortas? No me hagas reír, Laurio. El joven caudillo necesita hasta la última pepita de cobre para su ejército.
—Lo que nos pide es nuestra ayuda de hermanos para una lucha que nos atañe a todos. Esta guerra no es un negocio del que podamos sacar partido. Nuestra ganancia es la libertad.
«¡Eso, así se habla!».
Varias voces de asentimiento se dejaron oír en la asamblea, apoyando las palabras del anciano Berón, un antiguo general de Tiermes que había luchado en multitud de ocasiones como mercenario cobrando sus buenos dineros pero al que le repugnaba la idea en esta ocasión.
Asio escuchaba en silencio y a cada intervención sentía un estremecimiento. Había sido convocado como los demás patricios y estaba allí de mala gana. A medida que avanzaba el debate, recordaba su estancia con Giscón en la campaña de Istolacio; no podía olvidar la derrota inesperada, los muertos, el cautiverio y martirio del caudillo y la inmolación de su hermano; tampoco los gritos entusiastas en la víspera de la batalla, el terco convencimiento de que ganarían a aquel demonio de Amílkar que había demostrado claramente su superioridad militar. Tampoco en este momento había nadie que advirtiera de una posible derrota, todos los cálculos se hacían sobre la certidumbre del triunfo.
—El admirable Indortas, haciendo honor a su condición de caudillo juramentado, ha sido capaz de reunir un ejército tres veces mayor al de Amílkar. Si nos unimos nosotros, llegaremos a cuatro, cinco veces más. Nuestra fuerza será arrolladora y podremos vencer al tirano —sentenció Beronio.
La voluntad de ir a la guerra se iba abriendo camino cada vez con menos resistencia. Quienes ponían trabas o intentaban zafarse eran abiertamente tildados de cobardes o egoístas. Asio sentía ganas de vomitar, la cabeza le daba vueltas. Comprendía demasiado bien a quienes querían presentar batalla, pero no podía dejar de pensar que era una decisión descabellada.
Asio regresó de Clunia rezagado, un día más tarde, sin querer compartir con los suyos la excitación de la guerra. Nada más llegar a la ciudad, fue a buscar a Alakén. Dejaron a los niños al cuidado de la sobrina Enara y se dirigieron a la cueva. Asio necesitaba silencio, que Alak le comprendiera y aliviara su angustia como él sabía hacerlo.
Pero su anda tenía una opinión distinta de la campaña y no pudo ocultarlo.
—Se trata de nuestra libertad, ¿no te das cuenta? A veces la guerra es necesaria para defenderse.
Asio quería explicarle que lo entendía perfectamente pero que le hastiaba que la guerra presidiera sus vidas. Había muchas más cosas en el mundo, tanto por hacer y disfrutar.
—Las guerras traen dolor, huérfanos, campos arrasados, ciudades destruidas. ¿No podríamos acaso llegar a un acuerdo con Amílkar, negociar la paz?
—¿Estás loco? Él no quiere la paz. Sólo busca el dominio absoluto.
Asio permanecía cabizbajo, jugando con un palo como solía hacer. Alakén intentó atraerlo, distraer su mente. Quiso tentarle con caricias, llevarlo al interior de la cueva para hacerle suyo, pero Asio lo rechazaba con gestos bruscos. Tras unos momentos de forcejeo, Alakén se levantó enojado y se fue sin decir palabra.
El Consejo de Ancianos de Tiermes no tardó en tomar una decisión. La ciudad mandaría un destacamento de ciento ochenta hombres, diez carretas de provisiones y la mitad de las armas disponibles. Para que pudiesen actuar con agilidad en caso de escaramuzas, el batallón lo mandarían doce capitanes a razón de quince guerreros por unidad.
Antes de llevar sus conclusiones a la asamblea, el Consejo eligió a los doce entre patriarcas de cuarenta años, segundones de treinta que hubieran demostrado su valía y jóvenes primogénitos, para que tuvieran su primera experiencia guerrera al cuidado de los mayores.
Uno de los elegidos fue Asio.
Él se enteró en la reunión del Areopago, cuando el pontífice fue nombrando a quienes «tenían el honor» de comandar las tropas. Se quedó petrificado pues en absoluto esperaba su designación.
Comenzó el turno de aceptaciones. Hubo uno, Korkontes, que se excusó porque su mujer acababa de dar a luz y estaba enferma; su razón fue aceptada y tomó el relevo su primo Aúrice. Cuando le tocó a Asio, su madre tuvo que empujarlo para que se levantara. Escuchó la fórmula de aceptación con la mente en blanco, mirando fijamente a Alakén que una fila inferior y vuelto de espaldas no le quitaba ojo. Tras un breve silencio expectante en que notó la atención de todos clavada en él, fue la propia Lea quien se levantó, descubrió su cabeza y con aquella dignidad que muchos creían perdida, dijo:
—Aceptamos el honor que hace a nuestro linaje el Consejo y así lo ratificamos ante el Areopago. Que el padre Lug os proteja a todos y Decertius os infunda valor en la batalla.
Estaba hecho.
Sin que él pudiera decidir o argumentar.
La asamblea se disolvió entre aclamaciones y abrazos entre los designados. Asio tenía tal semblante que nadie se atrevió a darle la enhorabuena. Sabían muy bien por lo que había pasado y la mayoría pensaba que para él significaba una magnífica oportunidad para honrar la memoria de Giscón y hacerse valer, ahora que el Consejo había reconocido implícitamente sus deberes —y derechos— como primogénito del clan.
Él caminó junto a su madre de vuelta a casa, sin mirarla ni saludar a nadie. Al poco rato se les unió Alakén, que hizo un guiño a Lea y pasó su brazo por encima de Asio. El muchacho tenía lágrimas en los ojos.
—¿Es que no te das cuenta hijo mío? El Consejo te ha reconocido como sucesor de los Ulones. No puedes negarte porque la desgracia caería sobre nuestra casa. Todo lo que tienes que hacer es ser cauto en la batalla y no exponerte demasiado. Estoy segura de que Giscón estará satisfecho en el paraíso de los héroes. Alakén, te lo ruego, quédate a comer con nosotros.
Al llegar a casa, encontraron a los criados esperando en el pórtico, perfectamente ordenados según rango y edad, para recibirlos cantando el himno del guerrero. Uno de los niños, el pequeño Aleko, se adelantó llevando en sus manos una corona hecha con pámpanos de vid que Asio aceptó, agachando su cabeza para que se la colocara. Fue el único momento en que se le vio sonreír. Antes de que cruzaran el umbral, el viejo Paukas fue hacia él, se arrodilló a su paso y le abrazó las piernas.
—Vamos, Paukas, levanta, aún no he hecho nada.
—Sí, mi señor. Devolver el honor a esta casa y haceros digno de vuestro linaje.
El rostro de Asio volvió a endurecerse. Tomando los ramilletes de flores que le ofrecían las jóvenes y las mujeres entró en la casa antes que nadie, precediendo por primera vez a su madre. Sentía alivio al tener con él a Alakén, aunque le mortificaba su evidente adhesión a la causa.
Cuando se dirigieron a la mesa para almorzar, Asio vio horrorizado que el sitio de honor que venía ocupando desde hacía dos años había sido adornado con guirnaldas de laurel y flores de acacia. En ese momento se dio cuenta de que su madre y los sirvientes ya sabían su designación de antemano. No dijo nada, aunque miró severamente a Lea. Era la primera vez que lo hacía desde que volvieron del Areopago, y ella bajó la cabeza entreteniéndose con los pliegues de su vestido para sentarse con corrección mayestática, sin esperar a que lo hiciera él.
De modo que había recuperado su dignidad matriarcal, ahora que él había sido reconocido. Asio iba de sorpresa en sorpresa. Al sentarse, descubrió el torque sagrado de Giscón rodeando su plato. Anonadado por la catarata de señales, símbolos y acontecimientos que él no había pedido ni tampoco deseado, incluyendo el reconocimiento de legitimidad que las autoridades de la ciudad le habían otorgado más por interés y cálculo que por justicia hacia su condición, a punto estuvo de estallar en cólera y arrojar el torque contra la pared, pero se contuvo, siguió callado y se limitó a tomar el recio collar que tan bien conocía, observarlo de cerca, besar sus pequeñas cabezas de león y volverlo a poner sobre la mesa.
Le parecía increíble tal confabulación de cosas para sacarlo de la vida que tanto le agradaba, sin pedirle siquiera su parecer. Por lo visto, las cosas eran así en el mundo de los «legítimos». Te asignaban unas funciones que estaban por encima de tu voluntad. Decidían que tenías que ir a exponer tu vida por una lejana causa que ya había provocado la mayor tragedia de tu vida y se suponía que debías estar agradecido y sentirte muy honrado.
Los sirvientes habían servido ya el segundo plato entre el silencio de los tres comensales: un guiso de codornices con mejorana y tomillo, envueltas cada una en una suerte de nidos hechos con pasta de trigo, huevos de pava, leche de yegua, zumo de grosella y semillas de ajonjolí, el plato preferido de Asio en aquella época. Después de mordisquear el primer muslito, desdeñando el exquisito hojaldre, no pudo más y dijo lo último que le vino al pensamiento. No resultó lo más apropiado en aquel momento ni era en absoluto delicado, tampoco cuadraba a su carácter apacible poco dado a exabruptos groseros.
—Y si me matan, ¿qué? ¿Quién será el primogénito? El fiel Paukas, supongo, porque no creo que a Alak se lo permitan.
Lea se levantó del asiento con cara de susto y salió de la estancia tapándose el rostro con las manos. Alakén dejó de comer. Con los brazos sobre los muslos y la mirada baja, comenzó a llorar sin hacer ruido. Asio no estaba seguro de haber visto alguna vez las lágrimas brotar de sus ojos, y menos como aquellas que ahora contemplaba entre horrorizado y satisfecho por haber dicho una verdad incuestionable, aunque causara esa quiebra en el sólido Alakén.
—Alak —comenzó a decirle acercándose a él— perdóname, yo no quería herirte… Es la inquietud, no sé qué pensar de todo esto. No deseo abandonar Tiermes ahora, abandonar la vida que tengo. Y menos para ir a la guerra.
Alakén levantó la cabeza y dejó que su amigo lo viera con los ojos arrasados.
—Puede que sea simplemente cobardía.
Esta vez fue Asio quien puso cara de susto. Lentamente, se volvió de espaldas y se dirigió hacia otra de las puertas del salón, la que daba a las cocinas y las caballerizas. Quería montar sobre Glauco, galopar por la campiña hasta alejarse y llorar él solo, todo lo que le pedía el ánimo, agarrado al cuello de su querido caballo.
«Te quiero con toda mi alma, Asio, nunca lo olvides», se le oyó decir a Alakén casi como un murmullo, mientras se quedaba allí, solo, sin saber qué hacer, paralizado por una amarga aprensión.