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La vida en el surco

El verano fue abrumador, pero a Asio no le contagió su galbana sino al contrario. Había una excitación en su vida que le impulsaba a levantarse de un salto al despuntar el sol y lavarse con agua fría para encarar el nuevo día con la ilusión de un hombre que ha encontrado su destino. Solía ponerse una túnica corta que había pertenecido a Giscón, sujeta a los hombros con dos broches de ónice rematados por pequeñas cabezas de león y ceñida a la cintura con un cíngulo de piel de marta con remaches de bronce. En las cocinas se detenía para calzarse las sandalias, limpias cada día, y tomar sus gachas sin dejar que Aurebia, la cocinera que siempre quería alimentarle en exceso, se las calentara. Observaba el cielo desde el patio, cogía un par de zanahorias o una manzana y se dirigía a la cuadra para saludar a Glauco. Su querido alazán le recibía con relinchos de alegría, el belfo ansioso por su golosina diaria, moviéndose y agitando la crin ante la perspectiva de otra jornada de aire libre y galopadas por el campo recibiendo constantes caricias de su dueño. Pedía que le prepararan la montura mientras se ajustaba las grebas a las piernas y se pasaba un peine de marfil por la cabellera, que sujetaba con una cinta que le cruzaba la frente. Luego se cubría con el sago, porque a esa ahora de la mañana todavía hacia fresco.

Entonces llegaba el momento de ir al dormitorio de su madre para darle el beso de buenos días.

Cuando vivía Giscón, Lea se levantaba mucho antes que ellos y ya tenía la casa y la servidumbre organizada cuando les ponía delante sus tazones humeantes de leche con avena y las rebanadas de pan con miel y queso de cabra. Sin embargo, desde la vuelta de Asio dejaba pasar las horas metida en el lecho y aparecía a media mañana, desfallecida, parca de palabras, sin apenas probar bocado, para ir a sentarse bajo el emparrado del patio y retomar su labor, un enorme tapiz en el que había dibujado la figura de Giscón junto a las de su propio padre y el abuelo a quien ella tanto había querido. No se preocupaba mucho de los criados, porque estaba segura de que cada uno hacía lo que tenía que hacer. Confiaba plenamente en el sabio Paukas al frente de ellos y en la sensatez de Aurebia para organizar la cocina y preparar las confituras que solían guardar de cara al invierno. Para lo demás, debían dirigirse al señor Asio, él era ahora —lo repetía varias veces al día— el jefe de la casa.

Había mucho trabajo.

Al nuevo señor le gustaba de buena mañana visitar los campos familiares más alejados donde los campesinos dependientes de su casa tenían arrendada la siembra y debían contribuir con un tercio de la cosecha. Su llegada era un pequeño acontecimiento que los labriegos saludaban con alborozo, quitándose los amplios sombreros de paja y haciendo un alto en la siega para tomar unos tragos de vino claro, refrescado en el arroyo, y charlar un rato con el amo bajo la sombra de alguna encina aislada.

Cuando empezaba a apretar el calor, se quitaba el sago y galopaba hacia alguna de las cinco casas donde vivían las familias que recogían el ganado. Allí eran las mujeres quienes le recibían y llenaban sus alforjas con tarros de miel y quesos, mientras le contaban sus cuitas y conseguían que él les aliviara de sus contribuciones porque siempre andaban necesitados. Los conocía a todos, sabía si un hijo había enfermado y preguntaba por él, les daba el pésame por los familiares que fallecían y entregaba saquitos de moneda a quienes necesitaban comprar telas, aperos o un semental nuevo.

Si no se había alejado mucho de la ciudad, volvía para comer con su madre, aunque prefería continuar con sus visitas, aprovechar el queso y los embutidos que siempre le regalaban y tomar fruta recién granada, mientras seguía con su cintura el paso de Glauco, que a esa hora tenía menos ganas de correr.

Hacía mucho calor pero lo aguantaba bien. En las horas centrales del día, cuando todo parecía dormir, buscaba un recodo del río en el que hubiera hierba. Soltaba allí al caballo y le frotaba el cuerpo con la manta, dejando que Glauco comiera hasta hartarse y se tumbara un rato mirándolo con ojos somnolientos. Luego se despojaba de la túnica, desataba las sandalias y se sumergía en el agua. Le gustaba dejarse arrastrar por la corriente y remontarla luego corriendo para endurecer los músculos de la espalda y fortalecer las piernas. A veces atrapaba algún barbo de buen tamaño en las solapas de las orillas, que envolvía entre hojas para llevarlo a casa, porque a su madre le gustaba mucho la carne de ese pescado y así podía verla sonreír cuando se lo presentaran como sorpresa en la cena.

La tarde la pasaba en la era y en los almacenes de grano, organizando la cantidad que debía molerse y la que había que guardar para la siembra o la comida de los animales. Los días variaban según las tareas. Hubo que recoger las almendras, más tarde las manzanas y después las uvas. En todo estaba presente y le gustaba ayudar a los criados a cargar las talegas o guiar el carro. Todos admitían su presencia con naturalidad y buen humor, pues no era habitual que el patrón anduviera todo el día entre ellos. Claro que tampoco lo consideraban de la misma casta que los altivos patricios que los habían gobernado en las últimas generaciones.

Algunas veces, al atardecer, se acercaba hasta casa de Alakén y se sentaba con los pequeños en la mesa del hogar ayudándole para que cenaran, mientras observaba a la abuela moverse abstraída y al abuelo, siempre en el mismo sitio, mirándole con ojos desorbitados y sin decirle nada pero como si supiera todo. Una vez acostados los dejaban al cuidado de Litos, el mayor, que ya había cumplido diez años, y se iban a pasear por la muralla o a tumbarse en la cueva y entregarse al amor si aún les quedaban fuerzas. Sólo dos veces pudieron ir a cazar en todo este tiempo, pero entre el enjambre de amigos que los acompañaron y los criados remoloneando alrededor, no pudieron ni cogerse de la mano.

‡ ‡ ‡

Llegó el otoño, pero la tarea no decreció como él había esperado. Había que podar las viñas, cardar la lana, acarrear leña, atender la gran cantidad de partos entre el ganado que ocurrían en esa época, arreglar cercas, sembrar y echar estiércol en las tierras. En invierno tuvo que acudir a los bosques del norte donde la familia conservaba propiedades extensas, para señalar los pinos que debían cortarse y seleccionar los mejores troncos de haya que habrían de trasladarse a los puertos de Levante, donde se vendían a buen precio antes de que los cargaran en naves fenicias o griegas para transportarlos hasta el otro lado del mar.

Por esos pagos del norte conoció a Olindros, el administrador cuyo padre y abuelo ya se encargaban de las talas y remesas de madera de la familia, un hombre afable que afortunadamente se ocupaba de todo y a la vista estaba que no le iba mal, pues su casa era aún mejor que la de la propia Lea.

Todas las estaciones tenían su tarea aunque resultó ser la primavera la de mayor alivio para sus jornadas. Asio pasó más tiempo en casa, ayudando a renovar las flores del patio y señalando las cosas que había que arreglar.

Su madre se había convertido en una mujer taciturna, lejana, que respondía con frases lacónicas cuando él quería entretenerla y hacerle salir de su ensimismamiento. No tenía ninguna duda de su amor, ella se lo demostraba con pequeños gestos, apretándole la mano o aprobando con palabras de elogio su manera de llevar la casa. Pero estaba ausente. No recibía visitas ni se relacionaba con sus antiguas amigas. Iba de la labor al lecho y cuando tenía que salir a alguna ceremonia mandaba que tapasen con cortinajes oscuros el carromato para que nadie la viera.

Pocos días después de la fiesta de solsticio, Asio cumplió diecisiete años. Para agasajarle, los miembros del Areopago le enviaron como presente la toga ceremonial, con dos ribetes de púrpura, que habría de llevar en adelante durante las ocasiones especiales. Aunque él no quiso que hubiera ninguna celebración en casa, por respeto al luto de su madre, Lea ordenó que se sacrificaran corderos recentales para distribuir entre criados, vecinos, familiares y amigos. A él le entregó el torque que Giscón había ganado junto a Istolacio.

—Ahora debes ser tú quien lo lleves. Él lo hubiera querido así.

Ella misma se lo colocó. Se había puesto aleña en los ojos y tintura de nácar en los labios para estar más hermosa, como cuando era una mujer feliz en compañía de sus dos hijos.

—Te quiero mucho, madre.

—Y yo a ti, hijo mío, y yo a ti. Tienes que perdonarme si no te hago todo el caso que debiera. Me faltan las fuerzas. Y el ánimo. Estoy todo el día como agotada…

Lea quería disculpar su estado de postración que le impedía interesarse por las cuestiones cotidianas, pero no pudo continuar porque Asio había rodeado con los brazos su cintura y la miraba sonriendo.

—¿Perdonarte dices? Todos los días doy gracias a Tanit por haberme dado una madre como tú. Mi primer pensamiento del día es preguntarme cómo estarás y cuando me acuesto te deseo felices sueños aunque esté en mi habitación.

—Hijo…

—Te quiero, madre, como quieren los hombres para quien su madre es el ser más sagrado, la mejor verdad cuando acaba el día.

—Asio…

—No quiere perderte, madre. Comprendo tu dolor, tu luto, pero no dejes que te arrastre a la desesperación ni que te quite las ganas de vivir. Yo he salido también de tus entrañas, formo parte de ti. Te necesito.

Lea bajó la cabeza, como una niña que estuviera siendo reprendida. Contuvo su emoción y abrió la boca varias veces, pero un mohín se la volvía a cerrar. Asio levantó su cara suavemente y la miró con aquellos ojos tan parecidos a los de Aristaco, cargados de ternura. Al fin ella habló con un hilo de voz, dejando caer las palabras como si tuvieran peso, desvelando pensamientos que habían estado agazapados en su corazón.

—Te quiero más de lo que puedes imaginar, Asio, hijo mío, aunque no te lo demuestre desde que murió Yisco. No… no es sólo dolor lo que atenaza mis días, ni la ausencia amarga. Eso puedo superarlo. Es que siento que he… que he fracasado.

Asio apartó la mano de su mentón y la sujetó por los hombros, alarmado.

—¿Tú? ¿En qué podrías haber fracasado tú, madre?

Había rabia en el tono de Asio. En todo caso habría fracasado él, al no poder convencer a su hermano para que conservara la vida. O el propio Giscón, tan ingenuo en su sacrificio. Y sobre todo el pueblo arévaco, con su vana persecución de los laureles de la gloria y sus altivos linajes empeñados en el culto a la guerra, tan insensatos en la admiración hacia las proezas de sus guerreros, como dóciles creyentes del supuesto poder de los muertos.

Los ojos de Asio se vaciaron de ternura hasta mostrar la ansiedad que le provocaban las palabras de Lea. Ella, medio zarandeada por él, sujetándose la frente con las manos, trató de responderle con palabras claras aunque estaba convencida de que no podrían explicarle por completo sus sentimientos.

—Yo siempre traté de inculcar a tu hermano el sentido de la dignidad ante las situaciones difíciles de la vida y es posible que él tuviera demasiado desarrollada esa idea sin que yo me diese cuenta. El honor y toda esa palabrería que tanto hemos escuchado en los últimos meses, puede que él lo sintiera de forma exagerada como muchos hombres. Eso era lo último que yo deseaba, cuando le decía que la dignidad se encuentra en la verdad, en ser sincero consigo mismo y no hacer daño a los demás. Que era indigno dejarse llevar por la ira o por pasiones ajenas para cometer abusos, como suele ocurrir en la guerra. Quise que prendieran en él las ventajas de la razón, el amor por la libertad, el respeto por la vida —aquí hizo un silencio, se apartó un mechón de pelo y miró a su hijo con una pena infinita—. Pero nada de esto cumplió cuando decidió inmolarse, poniendo su maldito honor por encima del daño que nos haría para el resto de nuestras vidas… —hizo una pausa, pero decidió continuar—: Además, yo renuncié al amor de tu padre por velar ese honor suyo y los derechos patriciales que le pertenecían por primogenitura. No quise que Aristaco me redimiera de esta vida de mujer sin marido por él y así me lo ha pagado.

—Pero aún puedes hacerlo. Dejemos todo y vayamos a vivir a Emporión. O cásate con él y que venga con nosotros. Él también te ama, madre.

Asio había abandonado su vehemencia, trastornado por los argumentos de su madre que le parecían tan ciertos como a ella, pero no podía resignarse a dejar que se amargara con la hiel de la decepción.

—¿Irme con él? ¿Y qué iba a ofrecerle, una mujer avejentada, roída por el desconsuelo? Tu padre es un ser que merece algo mejor, una persona feliz con gusto por la vida.

—También es un hombre que necesita amor.

—Para eso ya tiene a su gente en Emporión, sobre todo a Graco, que nada le pide y en todo le ayuda.

—¿Lo… lo conoces? —Asio estaba realmente sorprendido de que su madre hablara con tanta naturalidad del amante de su padre.

—No, pero tu padre me habló mucho de él.

—¡Cásate con Aristaco, madre! Estoy seguro de que aceptaría.

—¿Y que viniera a vivir aquí? ¿Un griego criado en Esparta que huyó de la guerra? Nos harían la vida imposible y él acabaría odiándolos a todos, incluso a mí.

—Madre, te lo suplico… piensa en mí. Soy también tu hijo.

—Claro que sí, tesoro. Y sé que tú nunca me traicionarías. Sé que nunca…

No pudo más. Comenzó a llorar con la frente apoyada en el pecho de su hijo. Un llanto que él había esperado y nunca había visto desde que le entregó las cenizas de Giscón. Impresionado al verlo surgir por fin, aunque aliviado por sentirla más cercana, le acarició la cabeza.

—Nunca te decepcionaré, madre. Lucharemos juntos por lo que creemos. ¿Sabes?, el próximo verano vamos a pasarlo con Aristaco en Emporión, acabo de decidirlo, para eso soy el cabeza de familia —ella sonrió con ojos llorosos—. Dejaré que Paukas se ocupe de la siega y todo lo demás. Quiero verte feliz allí, ya verás, te gustará mucho. El mar está al lado y nos bañaremos todos los días. Nunca has visto el mar ¿no, madre?

—No, hijo, nunca he visto el mar.

—Yo te llevaré. Iremos con Alakén. Él es mi Graco.

Lo dijo con naturalidad, empujado por aquella atmósfera de confidencias y total honestidad.

Lea se limpió los ojos con el vestido. Miró a su hijo con una sonrisa limpia, despejada.

—Ya lo sabía, tesoro.