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Tomar las riendas

Las exequias de Giscón duraron tres días y en ellas participó toda la ciudad y gran número de foráneos. Habían llegado hasta Tiermes al menos diez docenas de representantes entre oretanos, belos, vettones, túrdulos, layetanos, lusitanos y pelendones. Todos acamparon junto al río, menos algunos régulos y sus parientes acogidos en casas de los miembros del Areopago.

El último día, precedido por un cortejo de guerreros que llenaban el aire con el sonido grandioso de sus tubas y el percutir de timbales, apareció el régulo Argauri de los vacceos, dispuesto a rendir tributo al mártir arévaco y obtener el beneplácito de la asamblea para añadirlo a los espíritus tutelares de su tribu. Quería también erigir un pequeño santuario en Pallantia, donde sus habitantes se habían comprometido a levantarlo sin cobrar ninguna clase de estipendio.

Un joven caudillo venido de Helmántica anunció que una de las puertas de su ciudad amurallada, la que daba a oriente, se llamaría en adelante Gisconikos en honor del príncipe sacrificado.

La noticia de que un joven descendiente de los célebres caudillos arévacos había entregado su vida en un rito funerario de consagrados a la diosa de los infiernos, sin importarle que su sacrificio fuera por la devoción a un caudillo ajeno a su tribu y en aras de la libertad de Spania frente a Cartago, había recorrido la Península de norte a sur. Los emisarios declamaban sus parlamentos o recitaban téseras de amistad ante los miembros del Areopago, revestidos con togas de ceremonia en el podio de la famosa asamblea excavada en roca donde tantas veces Tiermes había decidido enviar guerreros a distintos pueblos spanios, tanto celtas como íberos, en su lucha contra los púnicos y aún antes cuando en los Años de Hierro las tribus combatían entre sí.

Pero entre los tributos de admiración y los constantes llamamientos a la unidad había urgencia por pasar de las palabras a las obras. Todos estaban alarmados por el avance de Amílkar en el interior y tenían el convencimiento de que seguiría hacia las costas del mar Exterior a Poniente y el Septentrión. Lusitanos, galaicos, astures, todos veían ya como enemigo cierto al Rayo de Cartago.

Cuando le tocó el turno de hablar al régulo Argauri, sus palabras resonaron en el corazón de la Celtiberia como el trueno que precede a la tormenta, un preludio de la fuerza del diluvio inmisericorde que habría de anegar a los ocupantes púnicos en la ciénaga de su ambición. Si verdaderamente se lo proponían.

¡Hermanos spanios!

Habitantes de esta hermosa Tiermes que puede gozar con el honor de tener entre sus hijos a un héroe como el príncipe Giscón.

Vengo a rendir tributo a un guerrero valiente, digno sucesor de su linaje, un joven generoso que abrazó sin dudar la causa que a todos nos atañe y no es otra que la de luchar juntos contra el yugo cartaginés. Quiero presentar mis condolencias a su familia y saludar con respeto a los miembros del Areopago, cuyo honor se ha visto engrandecido por la conducta suya.

Oídme bien, porque yo os digo que sólo si olvidamos nuestro propio interés en beneficio de la Spania toda, podremos alcanzar el objetivo de recuperar la independencia. Miremos cara a cara a las tribus íberas, sin rencores ni enconos. Estrechemos los lazos de quienes formamos la nación celta para abrazarnos precisamente aquí, en el corazón de la Celtiberia. Debemos arrojar, de una vez por todas, la desconfianza que anida como víbora en nuestros corazones. Olvidemos rencillas y acabemos con las necias rivalidades.

Los vacceos somos como un roble robusto, centenario, que hunde sus raíces en el tiempo de nuestros antepasados, desde el día feliz que concluyó la Gran Marcha y vinimos a enraizar en estas tierras de Spania. Nuestra savia es la tradición sagrada, la sabiduría celta que heredamos de nuestros mayores y los druidas preservan con el mayor cuidado.

¡Régulos, caudillos, delegados, hombres y mujeres de Tiermes!

Yo os exhorto a abrazar con nosotros un pacto de ayuda mutua, una alianza de amistad que sea ejemplo para las demás tribus y refuerce el ánimo de todas las comarcas, en especial a quienes ya soportan el yugo maldito, pero también un pacto con quienes debemos resistir, obrar con cauta previsión ante el futuro para mantener la libertad de nuestro pueblo[1]. Entre arévacos y vacceos abarcamos el mayor territorio de Spania. Tenemos las tierras altas entre los ríos Iber y Durius, el núcleo peninsular que no debe pudrirse en manos de los púnicos. Unamos nuestras fuerzas. Así podremos encarar el destino que los tiempos imponen.

Un heraldo avanzó hacia el Consejo y entregó la tésera doble al anciano Abdón. Las condiciones del pacto ya habían sido largamente discutidas el día anterior en asamblea con el propio Argauri. Abdón miró a derecha e izquierda, hacia sus compañeros. Todos asintieron con la cabeza, menos Segontius que manifestó su desacuerdo en la discusión de la asamblea y sostuvo que la fuerza de los arévacos era precisamente su independencia y que fueran temidos por todos.

Como la decisión estaba ya tomada por la gran mayoría, Abdón dobló la tésera de plomo, la partió por la zona delgada que dividía el acuerdo escrito dos veces y entregó una al heraldo. Este volvió a ponerla en manos de Argauri, quien la recibió con sus dos manos y la mostró en alto. Los habitantes de Tiermes, hasta entonces silenciosos como los chopos en la quietud del estío, estallaron en aplausos y voces de júbilo. Cuando la asamblea en pleno coreaba ya consignas a favor de la unión, el bardo Ferrex comenzó a entonar el himno de la victoria del pueblo celta y todos le siguieron.

Lea permanecía de pie junto a una columna, sin inmutarse, cubierta de pies a cabeza por un velo del color del humo, con una pequeña urna de alabastro entre sus manos. Nada parecía afectarle, ni los discursos ni los vítores. Se la veía infinitamente triste, ausente, flanqueada por el joven Asio que ya sobrepasaba su altura. A pesar de que hubo momentos en que le costó, el chico había conseguido mantener su emoción a raya. A él si le habían impresionado las aclamaciones de sus vecinos. Y sobre todo, las dramáticas palabras de Argauri.

Fueron tres jornadas agotadoras que ambos soportaron con estoicismo, sin apenas hablar, dejándose abrazar y estrechar las manos, haciendo como que escuchaban, asintiendo al alud de consejos recomendándoles tener ánimo y encontrar pronto consuelo. La mayoría de los termesinos sentía lástima por aquella mujer desprovista de su primogénito, aunque hubiera quien no podía evitar una secreta satisfacción por la desaparición de aquel joven tan valioso que les hacía sentirse mal cuando lo veían con su porte altanero moverse por al ágora o caracolear con el caballo en los desfiles procesionales. A todos, sin embargo, les conmovía el dolor pétreo de la madre, su cruda desolación. Ahora ella quedaba, decía Aspia a su vecina Mélide, con ese pobre chico que andaba siempre detrás del locuelo de Alakén. «Ese zagal medio griego no tiene trazas de ser el hombre que ella habría de necesitar como báculo de su vejez», añadía, con aire de sentencia.

Durante un día entero desfilaron por la casa familiar los habitantes de la ciudad con lentitud exasperante, los hombres mudos, con sus manos callosas apretando las de Lea, deseando abrazar a aquella mujer aún tan hermosa y ya desvalida, queriendo alguno ser digno de ella; las mujeres llorosas y dramáticas, sujetando el manteo que les cubría la cabeza, gesticulando con la mano libre o apoyándola en el brazo paciente de Lea mientras desgranaban su dolor de madres, sus profundas quejas hacia la vida.

En el Areopago, fueron los miembros prominentes del Consejo quienes la abrumaron con larguísimos parlamentos que sonaban huecos, de compromiso incierto, pues la mayoría no estaban seguros si la muerte de Giscón había sido un acto de heroísmo o una temeridad.

Tampoco para Lea, como para Asio, estaba claro. Sabían que Gisco era valiente, nadie mejor que ellos. Y generoso. Un modelo de hijo, un hermano adorable. Tan poderoso y brillante había sido su astro en el firmamento de su existencia que a ambos, aunque no lo dijeran, les resultaba imposible imaginar la vida sin su luz y calor. Sabían también que era testarudo más allá de la razón, que a menudo exageraba y le gustaba tentar el límite de las cosas, pero no alcanzaban a comprender que hipotecara su vida hasta tal extremo. No había dado muestras de creer mucho en los poderes ocultos y a menudo se tomaba a broma los ritos religiosos. Sin embargo, se había entregado a un pacto infernal sin que nadie se lo pidiese y no había dudado en el momento de llevarlo hasta sus últimas consecuencias.

«Egoísta, cegado por el maldito honor del guerrero, ansioso por emular a esos antepasados a quienes tenía idealizados, un chico sin madurar, soñador, incapaz de ver las consecuencias de sus actos».

Eso es lo que pensaba Lea en los momentos más amargos. Para ella, su hijo, la adorada criatura a quien cuidó más que a un tesoro, era otra víctima de la odiosa mentalidad varonil que ponía su condición de guerrero, el cumplimiento de la palabra dada y los lazos de camaradería, por encima de cualquier otra consideración.

Para Asio era distinto.

Él había visto la fría determinación de su hermano, escuchó lo más serenamente que pudo sus razones para cumplir el juramento, no era una de esas cabriolas que tanto le gustaba hacer para deslumbrar a los demás, un brindis al sol del que volviera indemne, tan juguetón como de costumbre. No, no se trataba de simple coraje ni tampoco de vana temeridad. Sabía lo que hacía. Algo había pasado cuando fue testigo del martirio de Istolacio. Cuando estuvieron los dos solos en la tienda, antes de dirigirse a la pira como quien va a los baños, Yisco daba la sensación de poder escuchar en su interior las voces de los héroes llamándole, era como si lo que más le importara fuera acudir al abrazo abierto de su padre y abuelos.

Había algo que se le escapaba.

Un sentimiento trascendental al que él, Asio, el hermanillo postizo y demasiado niño, no conseguía llegar. Un misticismo escondido del que sólo pudo vislumbrar algún destello de vez en cuando en el tiempo que compartieron juntos, como cuando pintaba en el techo de una cueva el contorno de un jabalí o la cabeza de un ciervo, arrobado, seguro de atraer a la pieza al día siguiente. O durante las celebraciones del solsticio de verano, cuando cantaba el himno a Lug con la toga velándole el rostro y él, Asio, el chiquillo que a nadie importaba y todo lo contemplaba con la lúcida libertad de un duende, descubría atónito dos lagrimones en aquel rostro que no parecía hecho para llorar.

Lo peor fueron las loas, unas impostadas pero muchas más auténticas, de los clanes guerreros. Su pretensión de que la muerte de Giscón —que a su madre y hermano les parecía al final descabellada, injusta e incluso ridícula— debía considerarse ejemplar, fruto de la nobleza de su espíritu y por tanto motivo más que suficiente para consagrarlo como héroe e intermediario con los dioses.

A esas alturas, ni Lea ni Asio escuchaban ya. Mientras los guerreros se esforzaban en cantar las virtudes de Giscón en público, tratándolo como espíritu benefactor, la imaginación de ambos se deslizaba por acontecimientos y escenarios pasados: Yisco salvando a Asio cuando casi se lo llevó la corriente del río; llegando a casa con su primer jabalí abatido y el colmillo que se puso al cuello durante toda su adolescencia; departiendo con sus amigos en el ágora, siempre en el centro de la atención. Giscón alegre, serio, bromista, juguetón, con sus ojos claros llenos de vida.

Por fin al atardecer del tercer día, se formó la procesión que iba a acompañar las cenizas a la necrópolis de extramuros, su morada para la eternidad. Al concluir la última ceremonia, un banquete de despedida estaba dispuesto en la pradera del ágora en honor del caudillo vacceo y el resto de representantes foráneos. Lea se excusó pretextando su luto y Asio se retiró con ella.

La vida tardó en arrancar en la casa familiar hasta que lentamente se fue abriendo entre la sucesión de las semanas y el cambio de estación. Llegó el estío y con el calor, el tiempo de la recolección. Una tarde en que Asio volvía de una jornada de caza con Alakén, se encontró con que todas sus cosas habían sido trasladadas al cuarto de Giscón. Lea le explicó el cambio con esa determinación suya que tanto gustaba al chico, aunque aún desmayada.

—No necesito ver el cuarto de tu hermano tal y como lo dejó para recordarle, lo llevo en mi corazón. Para hablar con él, sólo tengo que acudir a la necrópolis o quedarme sentada en mi cuarto. No hay razón para que no la ocupes tú.

Era la parrafada más larga que Asio había escuchado de sus labios en casi dos meses.

Aquella noche durmió en el gran lecho que perteneció a Giscón, con almohadones de ánade y cortinajes de gasa para protegerlo de los insectos. Al principio se sintió tan intimidado que le costó serenarse para conciliar el sueño, pero a la mañana siguiente, cuando vio el raudal de luz que entraba por los arcos que daban al patio central, sintió una rara felicidad. Allí estaban los trofeos que su hermano había ido acumulando en su corta existencia: dos cráneos de ciervo con espléndidas cuernas, las tres cáteras familiares que pertenecieron a su padre, a su abuelo y a su bisabuelo, un casco cartaginés, la concha de una tortuga gigante… También vio sus propios tesoros dispuestos en una mesa como si fuera el ajuar de un novio: la falcata que le regaló Aristaco, sus pequeñas figurillas de arcilla representando caballos y guerreros, la fíbula de plata que le entregó su madre al cumplir los dieciséis años y una caja de nácar que le dio Graco, el amigo de su padre, con arena traída de Esparta.

Ese mismo día cuando fue a sentarse a la mesa, su madre le cedió la cabecera delante de los sirvientes, a los que había llamado para que fueran testigos de sus palabras:

—De hoy en adelante él es el cabeza de familia.

A partir de entonces, el trato de los criados cambió. Ya no le llamaban por su nombre, sino señor. Paukas ponía sus manos como escalón para ayudarle a montar y se quitaba el sombrero de paja cuando se dirigía a él.

Al fin comprendía el último rasgo generoso de Giscón, cuando decidió sacrificarse y le dijo con cara de pícaro que se iba tranquilo porque los Ulones tenían heredero. Él se lo tomó como un halago o una forma de tranquilizarle, pues nunca hubiera imaginado ser aceptado sin reticencias por los criados y hasta por el Consejo de Ancianos que le llamó para que ocupara el asiento de Giscón en la asamblea.

Probablemente había pesado más en el cómputo de ventajas e inconvenientes, mantener la apariencia del linaje en el varón restante aunque hubiera que pasar por alto su peculiar origen. A fin de cuentas, el muchacho era hijo de Lea y en sus venas también corría sangre de caudillos. Su presencia en la asamblea significaba un voto más, seguramente influenciable, y ahora que su madre lo había nombrado cabeza de familia, disponía de un rico patrimonio que no se podía desdeñar.

Asio se dejaba hacer y no manifestaba sus verdaderos sentimientos ni sus opiniones. Tampoco el carácter combativo que le impulsaba a indagar la razón última de las cosas. Se reservaba para Alakén, quien debía soportar largas diatribas sobre esto o lo otro hasta que le sellaba la boca con la suya.

El amigo estaba entusiasmado con su transformación. Ser el hombre de la casa le había sentado bien, se le veía menos lánguido, más hecho.

—Así comprenderás mejor mi situación, siempre pendiente de mis hermanos pequeños y los pobres abuelos, tan mayores y tan tristes. A lo mejor ya no te enfadas tanto cuando no puedo verte porque estoy ocupado en casa.

Asio sonreía sentado junto a su amor mientras con un palo golpeaba los guijarros del suelo para arrojarlos más lejos. Tenía razón Alak. En los cuarenta días últimos del verano se habían visto poco y él no se lo había reprochado. Esta aceptación mutua de los deberes de cada uno debía formar parte también de la madurez que se le había venido encima en los últimos meses.