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Regreso

La vuelta a casa se le hacía eterna, cuando coronaba una cumbre aparecía otra más en el horizonte. Una vez que dejó atrás las montañas, el cuerpo parecía flotar y caminaba tan ligero que avanzaba el doble sin darse cuenta. La idea de llegar a Tiermes le espoleaba el ánimo, aunque también le llenaba de inquietud. Quería no pensar, dejarse llevar por la inercia de su cuerpo en marcha, pero a medida que se acercaba a su ciudad le invadía una sensación de desapego, el deseo de abandonar y quedarse por aquellos parajes en los que apenas había nadie, vivir con los lobos, observar las estrellas, bañarse en los gélidos arroyos de montaña y tumbarse al sol desnudo.

Sólo el recuerdo de Alakén le animaba a continuar la marcha.

No quería tampoco abandonar a su madre, pero le aterraba la idea de que pudiera rechazarlo. Con aquella cara suya de pena, que se le quedó grabada cuando partieron a la guerra, le había hecho prometer que cuidaría de su hermano mayor.

—Es todo lo que tenemos, Asio, ¿lo harás verdad?

Él había contestado que sí con un nudo en la garganta, sabiendo que era inútil la promesa, que su hermano arriesgaba hasta la temeridad su vida pues eso era lo que se esperaba de él y porque tampoco podía remediarlo.

Tal vez ahora su madre le odiara por ello.

No sentía la fuerza suficiente para sustituir a Giscón en el corazón herido de aquella brava mujer, o quizás fuera que su orfandad ante el hermano muerto le había dejado inerme, incapaz de considerarse en su justa medida. Se consolaba pensando que siempre podría irse con su padre, a orillas del mar Interior, incluso embarcarse en una de las naos que hacían la ruta del Egeo y volvían por Alejandría, Cartago y Eybissa.

No eran las tierras de los layetanos, sin embargo, un sitio adecuado para acoger a un muchacho soñador en busca de aventuras. Muchos chicos de su edad habían sido llamados a las armas en aquellas tierras. Amílkar había seguido avanzando hacia el norte y amenazaba ya las orillas del Íber.

‡ ‡ ‡

Tras cinco jornadas con el ánimo sombrío en las que apenas probó bocado, flaco, asaltado por las dudas y agotado, una mañana apareció ante su vista la mole magnífica de Tiermes sobre su promontorio rojo, dominando la llanura. Asio dejó su impedimenta en el suelo y se arrodilló. Cogió con ambas manos el bolsín de cuero con las cenizas y comenzó a hablar a su hermano.

—Ya hemos llegado, Giscón. Vuelves a tu tierra a quedarte para siempre. Vas a ser héroe, tú también, como esos antepasados que tanto te importan. Lo has conseguido, hermano mío. Me alegro por ti.

Fue la última vez que se entregó al llanto. A partir de ahora, se dijo, no lloraría más delante de nadie. Respetaría la voluntad de su hermano de inmolarse por el caudillo. Aquella estúpida, injusta, desproporcionada y bárbara decisión.

Y así, escuálido, con las manos y las rodillas sucias, la cara manchada con los surcos del último llanto, apareció Asio por la vía de entrada a la ciudad, sin preocuparse por las miradas que se clavaban en él ni las voces de los chiquillos que comenzaron a seguirlo. Caminaba erguido con el bolsín de cuero entre las manos, como si llevara una ofrenda, y el torque de soldurio rodeándole las muñecas. Ningún hombre o mujer se atrevió a pararlo o preguntarle, aunque muchos lo reconocieron. Algunos chicos mayores se fueron uniendo con espanto al cortejo de niños que ya no gritaban y fueron apartados por los hombres que nada más ver la escena comprendieron al instante. Al llegar a casa de Lea, había más de cien personas en la comitiva.

Ella estaba de pie, en la puerta. Las voces de los sirvientes en el patio la habían alertado.

«¡Viene Asio!, ¡viene Asio!».

«¡El chico de la señora Lea está en la ciudad!».

«¡Vuelve solo!».

No había transcurrido ni una ampolla pequeña cuando oyó los primeros gritos. Al alborozo inicial le siguió un murmullo que a Lea le sacudió como el más furioso de los vendavales. Tuvo que sujetarse al baldaquino de la cama para no caer fulminada por el presentimiento que entró como una daga en su vientre. Sujetándose el pecho y boqueando, sin gemir ni articular sonido alguno, se dejó resbalar hasta el suelo mientras trataba de adivinar lo que decían las voces sin querer creer lo que oía, maldiciendo que el sol hubiera amanecido esa mañana.

«Trae un talego en la mano y no saluda».

«Le siguen muchas personas».

«¡Padre Lug! ¿Dónde está Giscón? ¿Qué ha sido de nuestro príncipe?».

Sujetándose las sienes entre las rodillas, Lea comprendió que ya no habría de ver nunca más a su querido hijo.

Con la cara de Giscón por único pensamiento, se alzó como pudo y fue hasta su guardarropa. Tomó un velo negro grande y se lo echó sobre los hombros. En su devastada mente seguía Giscón sonriendo como si quisiera darle fuerzas para soportar con dignidad lo que se le venía encima.

‡ ‡ ‡

Cuando Asio alcanzó el pórtico de la casa, una muchedumbre ansiosa llenó la plazoleta, las escalinatas del fondo, los callejones y hasta las azoteas vecinas. Desde el momento en que la vio junto al dintel le empezaron a temblar las manos, pero no se detuvo y consiguió sobreponerse sin que se le alterara el semblante. Anduvo los últimos pasos como un suplicante, sosteniendo en alto el peor de los regalos, la prueba palpable de su derrota hasta que se detuvo frente a ella sin lágrimas ni explicaciones.

—He vuelto, madre. No he podido salvar su vida pero te traigo lo que queda de él.

Con una intensidad casi insoportable, madre e hijo se miraron unos breves momentos en los que les cruzó por delante la vida entera. La gente contenía la respiración. Quienes la amaban, sufrían por ella. Otros, esperaban ver derrumbarse a esa mujer a la que envidiaban o aborrecían.

Otra vez expuesta al público, herida en su intimidad.

A quienes la conocían de verdad, sin embargo, no les extrañó en absoluto su comportamiento. Lea tomó la taleguilla de cuero como una sacerdotisa recoge la ofrenda a la diosa y se la entregó a Paukas sin ni siquiera mirarla. Después atrajo hacia sí a Asio y lo abrazó, besándole en ambas mejillas. Segontius, un miembro del Consejo, se acercó con la intención de hacerse cargo de las cenizas y quién sabe si entonar allí mismo el panegírico del muerto. Al advertirlo, Lea se cubrió por completo con el velo negro, hizo entrar a Paukas en la casa y de la mano de su hijo dio la espalda a la multitud y cruzó el pórtico con dirección a la puerta de entrada. Todos los criados la siguieron, dejando solo al patricio que se quedó con cara de contrariedad y haciendo exagerados gestos de impotencia.

Lea dejó para más tarde las condolencias de los criados, que permanecieron llorosos y quietos en las dependencias de la servidumbre. Paukas y dos de las mujeres mayores entraron y se quedaron de pie, con el bolsín de cuero, dando guardia a las cenizas del joven señor.

—Guardadlas en aquella urna —ordenó Lea— hasta que las enterremos. Yo no quiero tocarlas. Ni tampoco verlas.

Asio asistía con aire ausente a la escena, como si su espíritu hubiera quedado atrapado dentro de aquella urna, o vagara aún por la soledad de los campos. El entumecimiento que se apoderó de su cuerpo, desde el mismo instante en que entregó las cenizas, se unía a una extrema laxitud de ánimo que le impedía pensar, hablar o incluso moverse.

—Ahora dejadnos solos, os lo ruego.

Paukas no quería irse pero Lea, con palabras amables y gesto decidido, lo llevó hasta la puerta y la cerró tras él. Luego, se quitó el velo y se acercó a su hijo que permanecía en el mismo sitio con la mirada extraviada.

—Asio, mi sol, mi tesoro, te he echado tanto de menos…

Lea lo abrazó contra su pecho como cuando era un crío. El chico comenzó a llorar. Daba pena verlo así, derrumbado, agotado por la intensidad y el esfuerzo de las últimas jornadas, sucio y delgado como no lo había visto jamás.

—Vamos, ven conmigo. Te vas a bañar en mi habitación y yo te frotaré como hacía con tu hermano cuando volvía de caza. Mientras tanto, tú me contarás lo que ha sucedido.

Varias horas después, cuando Asio hubo recibido el pésame de los criados uno a uno, salió por la puerta de atrás con la capucha del sago echada sobre la frente. Lea no había querido salir de la habitación. Cuando supo los motivos de la muerte de Giscón sintió una rabia superior a su dolor. Maldijo las guerras y las estúpidas costumbres de los guerreros. Golpeaba con los puños la mesa de su tocador, haciendo que las ampollas con ungüentos y los polvos de arcilla se derramaran. Se rasgó la túnica y quiso arañarse el cuerpo. La digna matrona que había recibido las cenizas de su hijo primogénito sin derramar una lágrima, se había convertido en una furia con las venas del cuello hinchadas, el pelo revuelto y la boca escupiendo maldiciones y quejas en una mueca que deformaba sus hermosas facciones.

Asio pidió que hirvieran tila y valeriana, le hizo beber un tazón y le obligó a tenderse en el lecho, donde la dejó con los cortinajes echados, gimiendo, el bolsín de cuero rescatado de la urna, entre sus manos apretadas, sobre el almohadón.

El sol llegaba al ocaso y el aire olía a brotes frescos. La primavera estaba avanzada y al chico le sorprendió aquella sensación de plenitud con la vida pugnando por abrirse paso, el cuerpo limpio y recién alimentado, los pastores encerrando con parsimonia sus rebaños, las golondrinas volando bajo.

Anduvo por el camino que rodeaba la muralla hasta el extremo de poniente, atraído por el lugar preferido para sus reuniones con Alakén.

¿Lo sabría?

¿Se lo habrían dicho?

¿Por qué no había ido a su casa?

Se dio cuenta que en todo el tiempo que llevaba en la ciudad, apenas se había acordado de él. Tampoco estaba seguro de querer verlo. Lo que verdaderamente necesitaba era su soledad de nuevo, apartarse de todo para acariciar su tristeza.

Cuando llegó al Torreón de las Súplicas, cuyos muros se levantan sobre las rocas dando fin al camino, lo rodeó trepando por la ladera y sujetándose a los salientes como solía hacer con Alakén. Justo al otro lado, bajo el paño de la muralla, estaba la cueva en la que pasaban las horas muertas charlando los dos amigos, el cubil secreto al que nadie acudía y los preservaba de miradas ajenas.

Los guijarros resbalaban bajo las suelas de sus sandalias y tuvo que sujetarse a una mata de espliego para no caer pendiente abajo. Llegó jadeante hasta la pequeña meseta que marcaba la entrada a la cueva, se quitó el sago y penetró dispuesto a lamer su dolor como un animal herido.

Pero no fue la soledad ni el dolor lo que le aguardaba en el refugio, sino Alakén, quien ante la cara de asombro de su amigo salió de la oscuridad, fue hacia él con los brazos abiertos y lo estrechó contra su pecho mientras le acariciaba la cabeza y murmuraba su nombre.

—Mi niño Acho, mi niño añorado… ¡cuánto habrás sufrido!

—Alak, yo no… no creí que estuvieras… yo…

—Pues claro, tontorrón —dijo Alakén tapándole la boca—, te estaba esperando.

A Asio le volvió el llanto aunque sus ojos sonrieran. Apoyó su mejilla en la cara del amigo y dejó que le desbordasen las lágrimas mansamente.

Entraron en la cueva cogidos por la cintura. Alakén había traído una manta que extendió sobre los almohadones de lana que tenían siempre allí para sus escapadas. En el suelo había formado con piedrecillas las letras de su nombre.

—Era por si no podías venir, así te tenía conmigo.

Como otras veces, la luz del ocaso penetraba horizontal hasta las paredes de la cueva, iluminando los rostros jóvenes que en aquellos momentos parecían de hombres curtidos. Podían leerse perfectamente las inscripciones que habían hecho el año anterior, al volver de Emporión, sus nombres en clave con una frase encima que decía «Hasta que la muerte nos separe».

Fuera, se oían débilmente los balidos de las cabras y el croar de las grajillas recogiéndose en la alameda.

—Ha sido horrible.

Estaban apoyados contra el muro, Asio con la cabeza reclinada en el pecho de Alakén. La manta de lana cubría sus piernas enflaquecidas.

—No tienes por qué contármelo.

—No iba a hacerlo, al menos de momento. Pero sí quiero decirte algo.

Alakén lo miró. Tenía los ojos vidriosos, fruncidos.

—La muerte de Giscón ha sido un acto de barbarie. Inútil y ridículo. No creo que la bondad de la diosa Eako bendijera una cosa así. Tampoco creo que se deba ofrecer una vida joven y ejemplar a la diosa de los infiernos, si es que existe, si es que existen cualquiera de las dos, maldita sea. Hace tiempo que nosotros no ofrecemos doncellas o niños en nuestros sacrificios. La luna sigue ahí, noche tras noche, hagamos lo que hagamos. Lo importante es obrar de corazón, prevenir el Mal, seguir los dictados de la naturaleza que son sabios y antiguos… y, yo que sé, tratar de ser feliz en este mundo y hacerle la vida feliz a los demás. Sobre todo, si ese «alguien» es tu hermano pequeño que además tiene la misión de cuidar de ti.

—Sí, Asio, tienes razón, pero él había hecho un voto religioso. —A Alakén ya le habían contado toda la historia antes de subir a la cueva—. Y eso está por encima de nuestra voluntad.

—¡Precisamente! Es lo que quiero decir. Está bien consagrarse a la diosa y hacerse devoto de un caudillo para infundirle fuerza sobrenatural, eso lo admito. Supongo que la ceremonia de iniciación te abre puertas en la mente y hace ver cosas que refuerzan esta decisión, no lo dudo. Pero si el caudillo muere en la batalla o porque un cruel invasor comete el crimen de clavarlo a una cruz, no hay por qué inmolarse con él. ¿Qué sentido tiene? Lo entendería en viejos camaradas de armas, hombres de cincuenta o sesenta años que han compartido toda la vida y al quedarse sin su guía se sienten vencidos y no quieren continuar, vamos, como un tributo de amor o lealtad más que por exigencias de su juramento.

—Así era lo que hacían nuestros antepasados.

Alakén, en el fondo, creía que un guerrero que se consagra a un caudillo debía ser consecuente y morir con él, pero prefería no contradecir a su amigo en esos momentos.

—Y además, hacerlo con alguien que acabas de conocer, que no es de tu tribu y al que en realidad no debes nada.

Parecía que Asio había leído el pensamiento de su amigo, pero la verdad es que ni siquiera le había escuchado. Todo su parlamento anterior, los ojos fruncidos y la mirada clavada en la pálida línea del horizonte, no eran sino la introducción de lo que quería decir ahora, el argumento que necesitaba exponer por sí mismo para explicar el rechazo que sentía hacia la acción de su hermano. Y la tajante determinación que había nacido en su corazón adolescente.

—Yo jamás haría algo así. Creo que es injusto, propio de pueblos incultos. La libertad es algo sagrado, es lo que nos da la dignidad como seres humanos. Debemos ser más racionales y no confiar tanto en las fuerzas desconocidas.

—Veo que las charlas con los amigos griegos de tu padre están haciendo mella en ti.

Alakén quería quitar dramatismo y desviar la conversación, pero Asio seguía sin hacer caso a sus comentarios.

—Si llega la ocasión, consagraré mi vida a la filosofía, a hacer mejores a los demás empezando por mí mismo.

—Tienes sangre helena, bello Asio, no puedes negarlo. Y ya que eres tan griego y ya has pronunciado tu lección, ¿por qué no dejar al alumno que exprese su agradecimiento al maestro como dicta la paideia?

Mientras decía esto, Alakén comenzó a besar la mano de su amigo, luego subió por el brazo y el cuello hasta mordisquearle el mentón y alcanzar sus labios. Asio dejó de mirar al horizonte y levantó la cabeza riendo.

—Alak, estate quieto, espera…

—Ya he esperado lo suficiente. Ahora voy a ser yo quien dicte la lección. Y te advierto que va a ser larga y hay que hacer muchos ejercicios. —La experta boca de Alakén recorría el lóbulo de su oreja con los dientes y la lengua mientras le decía estas cosas y deslizaba su mano entre las ropas acariciándole el vientre y el pecho—. ¿Quieres consagrarte a mí, soldurio? ¿Quieres ser mi fiel devoto?

Asio reclinó su cabeza y se dejó empujar hasta quedar tumbado con el rostro de Alak mirándolo fijamente y sus piernas sujetando su cuerpo. Tenía fiebre en la mirada, el calor había subido por fin a sus mejillas. Aunque flaco, estaba tan hermoso como un efebo griego tras los ejercicios en la palestra, tan feliz como un mortal cuando regresa a casa.

—Sí, amor mío. Hazme tu devoto.

La noche cayó lentamente sobre la caverna, pero la luna no tardó en iluminar con su reflejo los dos cuerpos desnudos que se acariciaban. La angustia se desvaneció y dio paso a la calma. La ansiedad de la espera en Alakén se convirtió en pasión. El dolor de Asio fue abriéndose hasta desaparecer, transformándose en una profunda sensación de alivio. La alegría del amor les inundó a ambos y entre las caricias y los besos, estallaban en carcajadas y hacían bromas a costa de sus miembros a punto de estallar.

Y así, entre apretones, caricias, risas y largos silencios, estuvieron amándose hasta el amanecer.