14
Amor de hombre
Aunque hijo bastardo, o más bien natural pues su madre era ya viuda en el tiempo de su gestación, Asio en realidad había tenido una infancia afortunada. Podía disfrutar de dos mundos, uno con Lea y Giscón en Tiermes, otro con Aristaco en Emporión.
Solía pasar las lunas del estío junto al mar, con su padre, aprendiendo griego y escuchando las interminables historias de él y sus amigos acerca de la vida espartana, la democracia ateniense o si eran mejores los templos de las islas que los del Ática. Le encantaba escuchar a los mayores, tanto que a menudo prefería sentarse junto a Aristaco en un taburete que ir con los otros chicos a correr por las calles o buscar conchas en la playa. Solía pasar las tardes bajo un pórtico emparrado, sin perder detalle de lo que hablaban aquellos hombres arrellenados en sus triclinios entre carcajadas y arrebatos nostálgicos, mientras tomaban queso de cabra con aceitunas y vaciaban continuamente sus pocillos de vino con miel, que les servía algún muchacho de la casa.
En Tiermes, durante los meses fríos, no se despegaba de Giscón; le acompañaba cuando iba a cazar y cobraba las piezas abatidas rivalizando con la perra Vega; se colaba con él en la asamblea, ya que desde muy pequeño había asistido a las reuniones del Areopago sentado en las rodillas de su hermano y nadie había dicho nada; aprendía a escribir el celtíbero con su madre y hacía los ejercicios de preparación guerrera en la palestra o en el prado de las afueras si hacía calor, junto a los demás adolescentes de la villa.
Dos mundos diferentes con algo muy importante en común: en ambos solía estar presente Alakén. Huérfano de padre y madre, su amigo vivía con los abuelos maternos y cinco hermanos pequeños en una modesta casa de la muralla de la Aurora excavada en la roca, de las que quedaban desde tiempos remotos. Su padre había muerto en una escaramuza con los pelendones del norte y su madre no pudo superar la ausencia y se quitó la vida. De eso haría ya casi diez años. Ahora el anciano estaba impedido y la abuela era una mujer triste, silenciosa, que no exigía nada al muchacho salvo la ración diaria de leña, agua y leche de cabra. Consentía sin rechistar en que el chico se fuera con su amigo a las colonias griegas del mar Interior porque pensaba que aquella vida aciaga, de privaciones y ausencias, no era la adecuada para un muchacho sensible que necesitaba conocer mundo. En esas ocasiones, ayudaba a la mujer con sus nietos su sobrina Emar, a quien adoraban los pequeños, e incluso el marido de esta, un joven celta venido de la tierra de los anglos, al otro lado del mar Exterior, dulce y atento a cuanto solicitasen aquella pareja de ancianos humildes al cargo de seis nietos y con quienes la desgracia se había cebado, pues además de la hija que se suicidó como tributo al marido muerto en la batalla, según una antigua tradición celta ya casi abandonada, habían sufrido la tragedia de enterrar a otros dos hijos varones.
Alakén tenía un carácter que no pasaba desapercibido. Su vida diaria era una explosión de jovialidad que convertía su compañía en una fiesta continua, una celebración sin reparos de la existencia, el mundo y los seres que lo habitan. Es cierto que a veces provocaba recelo entre quienes lo trataban, pues no faltaba quien se sentía cohibido ante tanta naturalidad y acababa alimentando una sórdida inquina hacia él, nacida de la desconfianza. Él seguía a lo suyo, sin hacer caso de los gestos de reprobación que a menudo cosechaba entre la gente híspida sin molestarse por la condescendencia de quienes preferían despreciar su sana alegría porque se sentían incómodos o no la comprendían. Nada ni nadie conseguía mitigar lo que muchos, con ruda simpleza, consideraban meras extravagancias: Alakén hablaba con los animales y hacía como si los entendiera y dialogara con ellos, abrazaba los árboles, se reía muchísimo, le gustaba danzar y hacía verdaderas exhibiciones en las fiestas comunales, cantaba, tocaba la lira, cultivaba flores de exquisita belleza y se emocionaba hasta las lágrimas con la poesía helénica. Por otra parte, era hermoso como un héroe de Fidias y poseía una mirada serena de quien ha contemplado la eternidad.
Su trato era delicado, siempre atento, dispuesto a ayudar.
En realidad, Alakén fascinaba más que repelía, sobre todo a los jóvenes que lo consideraban una especie de líder y a los hombres y mujeres sanos que se rendían ante su encanto manifiesto sin juzgar sus peculiaridades, por mucho que produjera entre otros un desasosiego bronco, incluso rechazo, por una versatilidad que les parecía poco viril.
¿Qué estaría haciendo ahora? Seguro que zacaneando de aquí para allá, gastando bromas o ensimismado al borde de algún ribazo como tanto le gustaba, tumbado bajo un árbol con una pajilla entre los labios mientras escuchaba a los pájaros y se abandonaba a sus ensoñaciones. O tal vez pensando en él, su niño Acho, como solía llamarle. Cómo echaba de menos su compañía, sus caricias, ese gesto en la boca de satisfacción con los hoyuelos marcándole las comisuras de los labios.
Aunque tres años mayor, había crecido con él, lo había visto transformarse de niño encerrado en sí mismo a un adolescente lleno de jovialidad. Fue Alakén quien le enseñó a no perder el tiempo con cosas en las que no se cree, a querer la vida a cada instante, a comprender a los animales y sentir el latido de la tierra. Había sido su guía y él el pupilo fascinado que acaba en el regazo del maestro. Siempre lo había tenido a su lado. Porque aquel chico que nunca pasaba desapercibido, el joven líder denostado, víctima por igual de la adoración y la envidia, le había elegido a él primero como compañero, luego como amigo íntimo y por fin, al filo de la adolescencia, como amante.
Asio y Alakén, Alakén y Asio.
Los habitantes de Tiermes se acostumbraron a pronunciar los dos nombres de corrido, preguntando por ellos al mismo tiempo, anunciando su llegada o echándoles de menos cuando se iban a Emporión.
Asio recordó una vez más el día que se zambulleron en el mar de los layetanos, nadando entre las rocas del cabo Sagrado cerca de Emporión, cuando el oleaje les empujó contra la rompiente y a punto estuvieron de quebrarse algún hueso, hasta que después de un interminable momento de angustia pudieron alcanzar refugio en una cueva excavada por el agua. Allí se abrazaron emocionados por haber conseguido escapar a la voracidad del mar.
Tumbados sobre la pendiente de la arena húmeda mientras dejaban que la espuma del mar les acariciara los pies, continuaron abrazados tras las primeras efusiones de alivio. Asio tenía su cabeza apoyada en el pecho de su amigo y no despegaba la mejilla de aquella piel cuyo aroma podía reconocer entre cualquiera. Alakén era más fuerte y por entonces ya había cumplido dieciocho ciclos solares. Asio acababa de festejar los quince, cuando a los muchachos les cortan la túnica en una ceremonia ritual.
Los dedos del mayor fueron recorriendo el cabello húmedo del más joven, deshaciendo los enredos. Luego, sus yemas se deslizaron con delicadeza hacia los pómulos y por fin llegaron a los labios. Alakén acarició las comisuras, el vello incipiente, tocó con delectación el fruto carnoso que tanto deseaba. Asio sólo tuvo que levantar el cuello y mirarle al fondo de los ojos. El beso fue largo y quieto, un pacto que sellaba la profunda atracción que sentían el uno por el otro. Su primera demostración consciente. De aquella cueva salieron silenciosos, con la certeza de poseer un secreto que los hacía más fuertes ante sí mismos pero vulnerables frente a los demás. Sabían que en Tiermes debían ocultar su amor, que los guerreros que tenían escarceos eróticos los escondían porque las relaciones entre hombres eran vistas como perversas y contrarias al espíritu de la raza, más como una nefasta influencia de la degeneración helénica que como algo natural que pudiera ocurrir.
En Emporión, sin embargo, era distinto.
Durante las plácidas conversaciones entre los amigos de Aristaco salían a relucir a menudo los amantes masculinos. Otros lacedemonios como él recordaban anécdotas de cuando habían sido raptados por un joven militar para ser iniciados en los misterios religiosos y la sexualidad abierta a través de la camaradería que exigía el tipo de vida espartano.
—Allá, en la hermosa Esparta —les decía Aristaco a los dos muchachos que escuchaban embobados—, la amistad íntima entre un joven guerrero y un efebo es tan importante como el vínculo que existe en Atenas entre el maestro y el pupilo.
—¿Y quién elige a quién? —Alakén no pudo reprimir su curiosidad.
—Vaya, no es tonto el chico, buena pregunta —respondió Lycos, el rico comerciante que acogía aquella nostálgica tertulia casi cada tarde—. Anda, Aristaco, explícaselo.
—Entre los veintitrés y los veintiocho años, los hombres de la milicia están ya preparados para adoptar un amante púber e iniciarlo. Con el fin de encontrar uno que les satisfaga acuden a la palestra de los efebos para verlos ejercitarse y competir en los juegos atléticos. Observan la manera en que se comportan durante los pequeños combates que organizan los tutores, si el elegido tiene coraje, nobleza de espíritu y, por supuesto, un cuerpo seductor. Ni que decir tiene que los más hermosos y valientes, los que demuestran mayor arrojo y cuidan su aspecto con exigencia, resultan los más cortejados. Son los efebos los que deciden quien será el elegido aceptando los regalos de quien les interesa y devolviéndoselos a los rechazados. Alguno se tiene que conformar con lo que le toca, pero en general todos quedan contentos.
—¿Y luego qué ocurre? —Esta vez era Asio quien deseaba saber más.
—Al final de la primavera, están ya decididas las alianzas sagradas. Si alguno de los efebos no tiene a nadie, se queda para el siguiente año. Cuando los prados empiezan a cubrirse de flores, comienza el ritual. Los padres del muchacho ofrecen sacrificios a los lares del hogar y ponen lámparas votivas, regalos de comida y calzado a la puerta de sus casas para el futuro amante de su hijo. Una noche, sin que nadie aparente darse cuenta, llega el guerrero, recoge los presentes, entra en la casa y se lleva al efebo en su caballo.
Asio cerró los ojos y una sonrisa se dibujó en su rostro. Sin apenas darse cuenta, había apoyado su cabeza en el hombro de Alakén.
—¡Chico, despierta! —le dijo su padre—. No creas que todo es tan delicado ni que el efebo se comporta como una damisela. Monta desnudo a horcajadas en un caballo sin manta. Desde el principio, el chico debe enfrentarse a los jabalíes con su amante, buscar comida, tratar de vencerlo cuando luchan y, sobre todo, resistir sus acometidas… —aquí todos rieron— que son continuas, incluso me atrevería decir que a menudo fieras, y a veces duran toda la noche.
La boca de Asio se abrió con mezcla de asombro y miedo. Alakén le puso una mano en el hombro.
—No seas tonto, sólo quiere asustarte.
Asio sacudió el hombro indicando que no necesitaba lástima ni protección.
—¿Y luego qué, padre?
—Pues una vez que concluye este periodo especial, los dos vuelven a la polis y se integran en la vida militar. Durante tres años más el joven tiene que adaptarse a la disciplina militar, aprender el manejo de la espada y ejercitarse en la carrera, el lanzamiento de disco y todo lo demás. Comparte el lecho de su adelfos hasta los diecinueve años. Luego puede elegir entre continuar con él y seguir a tiempo completo en el ejército o aceptar del Estado el lote de tierra a que tiene derecho, tomar una esposa y formar una familia.
—Y como cada vez se quedan más en el ejército y no se casan, estos demonios de espartanos acabarán desapareciendo un día —dijo burlón Lycos, que era oriundo del Epiro y le gustaba provocar a sus amigos de Lacedemonia con bromas mordaces que excitaban su orgullo patrio.
—¡Qué más quisierais los gallinas epirotas! —exclamó Euménides, un joven prófugo de Esparta que añoraba su patria, a pesar de haberla abandonado para librarse de su opresivo sistema político.
A Alakén, el asunto de la conversación le tenía tan interesado que apenas hacía caso de las bromas e interrupciones. No era habitual poder hablar del amor y pedir consejos al padre de tu mismo amante. Sin embargo no se atrevió a preguntar directamente a Aristaco, aunque sí a Graco, un hombre amable aunque serio que pasaba por ser el mejor amigo del padre de Asio y el acaudalado mercader que financiaba sus viajes comerciales gracias a una próspera factoría de adornos de bronce que tenía allí en Emporión.
—Graco —dijo Alakén con esa mirada suya penetrante—. ¿Tuviste tú un adelfos?
—Claro que sí, muchacho, igual que Aristaco —todos rieron mientras Asio bajaba la cabeza, ruborizado—. Aunque la verdad es que hubo más de uno. —Volvieron a reír los hombres y esta vez Asio también, mientras Aristaco le interrumpía.
—Era tan bello y altivo que se pegaban por él, pero ninguno conseguía fácilmente sus favores.
Cuando las risotadas y palmadas en la espalda de Graco cesaron, el hombre tomó una rama de romero que había en el suelo y comenzó a desmenuzarla lentamente mientras buscaba las palabras para responder adecuadamente a la pregunta de Alakén.
—Yo también fui raptado de niño y apenas tengo recuerdos de la tierra en que nací, la isla de Naxos. Llegué dos semanas después que Aristaco y aunque soy algo más joven que él, nos pusieron en el mismo rango porque yo estaba bastante desarrollado. Sí, es verdad, desde los trece años ya tuve varios pretendientes interesados que me abordaban con consejos y regalos. Dos años después, elegí a Alcestes, el más laureado de nuestros capitanes.
Graco hizo una pausa y se quedó pensativo. Aristaco, con la mano en su hombro, siguió hablando por él.
—Alcestes murió tres años después combatiendo contra los tebanos. Era como un héroe clásico, lo tenía todo: belleza, inteligencia, buen trato, incluso un amante como Graco que era el más solicitado entre todos nosotros. Pero cumplió su destino como héroe y dejó su vida en el campo de batalla.
Asio y Alakén se quedaron mirando a Graco, que sin levantar la cabeza seguía quitando con lentitud hojillas de romero. Ninguno de los dos chicos osó preguntar más, pero Aristaco respondió a lo que ambos estaban pensando.
—Para Graco fue un mazazo tal que lo dejó fuera de combate durante meses. Abandonó sus ejercicios, apenas comía, era como un espectro que deambulaba solo por la palestra y el bosque que teníamos al lado de las casas de los jóvenes. Incluso le relajaron de los servicios comunes, algo muy poco común en Esparta pues allí es ley sobreponerse a la muerte del compañero. Pero la desolación de Graco era tal que lo consideraron como un enfermo. No fue expulsado de nuestro barracón como deferencia a su pasado y porque en la guerra contra el Batallón Sagrado de Tebas, luchó como el que más, junto a Alcestes, y protegió su cuerpo con el escudo y repartiendo mandobles cuando algún tebano se acercaba con la intención de llevarse como trofeo la cabeza del héroe, a quien todos conocían. Pero aunque se apiadaran de él, nadie le consolaba ni hacía por ayudarle.
—Y es entonces cuando Aristaco. —Lycos tomó la palabra entonces— se ocupó de Graco y lo hizo volver al mundo de los vivos, ocupando en su corazón el lugar de Alcestes.
La dulzura con la que se expresó Lycos, un padre de familia rodio que solía burlarse de los amores entre hombres, impresionó a los dos chicos. Asio estaba con los ojos enrojecidos y Alakén tenía una sonrisa especial, como de triunfo.
—Sí —dijo Aristaco sonriendo, como si fuera a hacer una de sus bromas, mientras sujetaba el hombro de su amigo—. Llamé a su puerta hasta que me abrió.
Graco levantó la cabeza. El verde de sus ojos parecía haber cobrado vida. Miró a todos como si se disculpara y luego a Aristaco, al que rodeó el torso con su brazo. Así, medio abrazados y mirándose a los ojos de perfil, recortados contra la luz del ocaso, eran ellos los que semejaban una estampa de héroes de la Edad Dorada. Aquiles y Patroclo sobreviviendo a la muerte. Un ruiseñor impetuoso se posó en la enredadera y llenó el aire con su piar desvergonzado. Nadie hablaba, sólo se oyó a Graco decir en voz baja:
—Gracias, Aristaco.
Luego acercó su cabeza y le besó en los labios. Un beso largo, callado, que Aristaco recibió con los ojos cerrados sujetando su antebrazo.
Asio lloraba contemplando la escena, cobijado en un Alakén emocionado, mudo de admiración. Para el hijo de Lea aquel momento fue la coronación de su pubertad, el adiós definitivo a una infancia inconsciente, sin dramas, donde ni el amor ni la muerte habían aparecido con rostro propio. Durante aquellos instantes infinitos en los que su padre fue premiado con el mayor de los tributos, Asio comprendió la tragedia de la vida y su enorme capacidad para redimirse. Pudo al fin poner nombre a lo que realmente importa, ser consciente del rico ajuar que traía consigo. Al cuidado esforzado de su madre, a su dignidad ejemplar, se añadía el amor fraternal de Giscón, libre de envidia o rivalidad y la pasión de Alakén que le transportaba a un estadio superior de la vida, además de la presencia de un padre que no se había escabullido y era como una dádiva de los dioses, difícil de sobrellevar pero perfecta.
En eso debía consistir la etapa feliz de la adolescencia de la que tanto le hablaba últimamente Alakén. Pero entonces, ¿por qué lloraba como si a su espíritu le embargara la mayor de las tristezas? ¿Era la pérdida de su candidez de niño? ¿El sentimiento crudo de la conciencia lúcida? Tal vez sentir en la yema de los dedos la fragilidad en unos hombres maduros a quienes admiraba, era el primer sentimiento de su adolescencia despierta, el paso inicial que, tras atravesar la puerta, le anunciaba un mundo lleno de parajes por explorar, tan sombrío como luminoso. Tal vez llorara de angustia y hasta por el miedo de perder la felicidad que ahora sentía y no cambiaría por nada del mundo. El júbilo y la pena se disolvían en el llanto. Tal vez el beso que había recibido su padre, con la naturalidad de quien sabe que ha ganado, fuera el mejor sello de autenticidad, la garantía de que su amor por Alakén podía vencer al futuro.
—¡Eh! Paukas, Aristogitón. —Lycos llamó a sus sirvientes—, servid vino de Malaka y llamad a Clintias y sus muchachos. Que traigan cítaras y flautas para que nos alegren con canciones de nuestra tierra. ¡Ea, muchachos!, basta de lloros, que esto no es un entierro sino todo lo contrario. Vamos a festejar el triunfo del amor, el verdadero, el que vence a la muerte y a todas las formas de opresión.
Con el carácter afable que se preocupaba por satisfacer a todos y hacía de él un gran anfitrión, Lycos mostraba de nuevo su comprensión y la insobornable exquisitez de su pensamiento. Con razón le llamaban en Emporión Lycos el Sabio, campeón de la democracia.