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Diálogo con la naturaleza
Asio cruzó el territorio carpetano en siete jornadas cumplidas. No tuvo encuentros peligrosos, ni siquiera desagradables, sólo pastores lejanos que contestaban a su saludo con la mano o labradores ensimismados para quienes debía ser sólo un viajero, una sombra en la que no es menester reparar. Exhausto, descansaba al ponerse el sol y seguía su marcha al despuntar el alba, acuciado por el afán de superarse en el continuo ascenso y descenso de montañas, sostenido por las laderas que le hacían concentrarse, respirar profundo y curtir el cuerpo mientras olvidaba la punzada de dolor que tanto le martirizaba. A medida que alcanzaba las cumbres peladas, iba aspirando el aroma de los pinos que subía por el pedregal hacia la cúspide, dejando atrás sus pesares.
Al fin disminuyó el llanto que de continuo anegaba sus ojos en la primera parte del camino. Su ánimo se descongestionaba al contemplar los bosques allá abajo mientras acariciaba los peñascos calientes que le ayudaban a secar la congoja. Palpar aquellas superficies inmutables, su serenidad pétrea, le proporcionaba la quietud que su espíritu atormentado pedía, el único alivio. Quería su complicidad, compartir esa naturaleza a la que no afecta la muerte.
Gracias a su educación celta, aunque los arévacos estuvieran impregnados también de cultura íbera, Asio había aprendido a observar en silencio la naturaleza y aprender de ella. Para él, las rocas que habitan la desnudez del raso eran los últimos seres de la Tierra antes de abrirse al cielo, la frontera sagrada de lo viviente. Sin apenas darse cuenta, recogía a menudo curiosas piedrecillas que le atraían por su color o por su forma y las acariciaba entre sus dedos mientras proseguía el camino. Pero ahí arriba, en el silencio diáfano de las cumbres, ya no era momento de mirar los guijarros. Las peñas de los montes carpetanos, muchas tan a la medida del hombre que las podía abrazar y otras gigantescas que parecían construcción de titanes, hacían olvidar todo lo demás. Tanto le afectaba la compañía absorta de aquellas formaciones, su rotunda presencia, que llegaba a sentirse cercado por el misterio, penetrado por una trascendencia que superaba su condición humana. Las caprichosas rocas de pedernal, habitantes únicos que jalonan los terrenos altos, salidas de la entraña terrestre y pulidas por el viento de los siglos, se le aparecían como vestigios de una religión antigua, tan inmutable como la propia naturaleza.
Como si el paisaje quisiera dar la razón a sus presentimientos, no era raro que encontrara, camufladas entre ellas, construcciones primitivas de los humanos, peldaños excavados que conducían a un ara de sacrificios o sobrias composiciones de tres piedras, casi siempre blancas, con dos pilastras hincadas como sillares y una losa encima, en lugares estratégicos, al borde de farallones y peñascos, como tributos que miraban al Universo esperando la llamada de los dioses.
A punto estuvo de capturar un caballo suelto que vio en un cercado, ya lo tenía sujeto por el belfo pero el animal se encabritó y salió de estampida soltando coces que casi lo alcanzaron. No tentaría la suerte. Robar caballos era un delito muy grave en todas las tribus de Iberia. Algunas lo castigaban incluso con la muerte.
El joven celtíbero prefirió los pasos del este porque eran menos escarpados que los del oeste y porque suponían un atajo hacia su tierra. Nunca había hecho esa ruta, pues en otras ocasiones los contingentes arévacos que marchaban hacia el sur rodeaban por levante para evitar el territorio de belos y titos, los belicosos vecinos con los que siempre había tensiones.
El tiempo ayudaba, no hacía calor pero tampoco frío. La soledad de las cumbres, sin embargo, le iba oprimiendo cada vez más. Otras veces, en sus correrías por Tiermes, la cercanía del cielo le producía un estado de exaltación interior, un acuciante deseo de perfección al contacto con la inmensidad, pero ahora la tristeza tamizaba sus sentimientos provocándole un abismo interior, una distancia entre él y la naturaleza que no conseguía superar. Por la noche, expuesto ante la inmensidad del Cosmos, el sentimiento de orfandad se hacía más fuerte, la brecha, aún mayor. Entonces daba rienda suelta de nuevo al llanto, dejando que la naturaleza oyera los quejidos que salían de su garganta, aunque sólo pudieran escuchar sus aullidos amargos las escasas aves que transitaban por aquellas latitudes, los insectos ajenos a todo lo que no fuera su pequeño mundo, alguna ardilla asustada y decenas de oídos invisibles, pequeñas cabezas de orejas puntiagudas y mentes astutas: comadrejas, martas, hurones, garduñas, linces y zorros.
Una de aquellas noches, sentado junto al fuego y lejos de cualquier signo de civilización, comenzó su ritual de catarsis. Dejó escapar un aullido casi animal que intentaba liberar su angustia y alterar aquella serenidad desconcertante. Lo repitió tres veces hasta notar una sensación primitiva y nueva: tuvo deseos de gruñir, agarrar un objeto contundente, dar golpes y destrozar lo que tuviera al paso.
Asustado por la crudeza de sus instintos quedó en suspenso, temiendo que tanto desvarío en solitario pudiera enajenar su mente. Pero antes de que pudiera reaccionar al abismo de su pensamiento, pudo escuchar otro aullido no muy lejano, nítido, que se prolongó melancólico entre el brezo de las laderas. La quejumbre de aquel lamento animal, que le sonó como si respondiera al suyo, era aviso de realidad, vuelta al mundo, presencia cierta de lobos.
Asio se secó los ojos con el antebrazo y calculó por qué lado venía.
Tratando de no hacer ruido se incorporó lentamente, puso sus manos alrededor de la boca para aumentar el eco de su voz y entonces emitió el sonido «au», con el final más prolongado, más sereno que el anterior. Pocos instantes después un nuevo aullido respondió, como si le devolviera el saludo. Esta vez le pareció incluso fraternal y sonrió con gesto cómplice. Durante un rato largo, con la mirada en el resplandor de la luna y el oído concentrado en el pálpito terrestre, estuvo dialogando con distintos aullidos, unos graves y otros agudos, haciendo él sus propias modulaciones, hasta que fatigado y con el cuerpo invadido por la extraña felicidad que le dio aquella inesperada comunicación, volvió al rebujo de sus ropas para echarse a dormir.
Un sobresalto le despertó en medio de la noche. Tres pares de ojos rasgados estaban observándolo. Asio no movió un músculo, se limitó a contemplar las luminarias fosforescentes de aquellas miradas y comprobar que no hacían el menor gesto de agresividad. Adormilado, arrullado por esta visión, volvió a caer en un sueño profundo en el que carros veloces tirados por bestias inhumanas arrasaban su querida Tiermes hasta que su amigo Alakén llegaba para socorrerlo. Volvió a despertarse y ahí estaban, incluso pudo distinguir sus cuerpos, sentados a una distancia prudencial como si estuvieran haciéndole guardia. No tuvo miedo. Sabía que los lobos atacaban los rebaños, pero a él ni siquiera le intimidaban. Se sintió acompañado y comenzó a hablarles, dándoles las gracias por su compañía y diciéndole lo hermosos que eran. Ellos no dejaban de mirarlo, atentos a su voz cadenciosa, apoyando la cabeza en el suelo mientras dejaban mansamente que la voz continuara. Eran tres machos satisfechos que habían comido una cierva y su cría; deambulaban por los montes cuando les atrajo la luz de la fogata y los aullidos poderosos de quien estaba al lado; cuando se acercaron, quedaron fascinados por la cercanía de aquel ser superior que desprendía calor y les transmitía impulsos amorosos con las modulaciones de su garganta.
Tumbado de costado, Asio comenzó a cantar canciones de cuna. Los lobos no se movían. Hasta que, excitados ellos también, se incorporaron sobre sus cuartos traseros y comenzaron su cadencia de aullidos, hondos pero suaves al mismo tiempo. Así estuvieron largo rato, unos aullando, el otro cantando o riendo, en un prodigio de hermanamiento que nadie hubiera creído, y menos los primitivos belos, que entregaban un colmillo de lobo como amuleto al guerrero que por primera vez mataba a un hombre. Una costumbre que se perdía en la noche de los tiempos con un significado más profundo que ni ellos mismos conocían y que ahora parecía disparatada al civilizado arévaco, para quien esos animales estaban más cerca de la especie humana de lo que muchos sospechaban.
Con los párpados cediendo al sopor del sueño, vislumbrando la quietud del firmamento, tuvo un último pensamiento para su querido Alakén. Cómo le hubiera gustado que estuviera a su lado, abrazados bajo la misma frazada, sonriendo a los lobos.