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Solo

Viajaba con exceso de impedimenta y además solo. Era la primera vez que se desplazaba por territorio desconocido sin que su hermano lo protegiera y fuera su sombra. Ahora le tocaba a él custodiarlo.

Su cuerpo convertido en cenizas. Daba escalofríos pensar que aquel polvo yerto era lo que quedaba de él, o al menos una parte.

Caminaba hasta bien entrado el atardecer sin apenas tomarse un descanso. Eran días suaves, la primavera se larvaba en las raíces de los árboles. A pesar de estar todavía a principios de la tercera luna, se notaba ya en el aire cómo la estación florida iba abriéndose paso entre la sequedad del invierno. Volvían los brotes a cubrir los ribazos y el borde de los caminos, el campo olía distinto, la naturaleza entera parecía esforzarse en recordar que la vida prosperaba de nuevo, que el mundo era un lugar amable que merece la pena habitar.

Le gustaban las mañanas frescas y luminosas en las que comenzaba con paso fuerte y bien abrigado hasta que el sol del mediodía le arropaba con su calor. Asio entonces se reorganizaba para andar a pecho descubierto, sin el sagum, que ataba a la correa del morral. Otro delgado cincho le recorría el pecho al lado contrario sujetando el tahalí con las flechas y un arco corto. En la parte derecha del cinturón colgaba una talega de lino crudo en la que llevaba el torque de su hermano, sus grebas, sandalias y la insignia de devoto, que estuvo a punto de tirar. El bolsín de cuero, con el parvo despojo, lo llevaba atado al lado izquierdo. La yesca y el pedernal para hacer fuego, el cuchillo afilado, los tubérculos que mascaba mientras avanzaba y los frutos duros que iba encontrando, iban en el morral. Bien pertrechado, el material sujeto con tiras de tela menos el saquito con las cenizas que ajustó al correaje de la cintura con un trenzado de cáñamo, no resultaba excesivo. Podía caminar con las manos libres o ayudarse de un báculo y de vez en cuando sacar con sigilo el arco y tensar una de aquellas afiladas flechas con las que conseguía ensartar una torcaz posada, sorprender a un conejo ramoneando tras una jara e incluso acertarle a una perdiz antes de echarse a volar.

A medida que acortaba distancias con Tiermes, su ciudad, la aprensión entumecía sus pasos.

¿Cómo se lo tomaría su madre?

¿Qué harían con sus pertenencias y las insignias de la familia que su hermano poseía como primogénito?

¿Qué sería de él sin Giscón?

Recorrió mentalmente las calles de piedra rojiza, acarició con el pensamiento la larga vía enlosada hasta el promontorio del templo donde habrían de quedar las cenizas de su hermano durante una luna completa antes de llevarlas a casa.

No tenía la certeza de que las cosas continuaran como habían sido hasta entonces, le aterraba que a su madre le ocurriera como a esas mujeres sin marido e hijos mayores que vivían de la caridad pública en las casas expropiadas. Sabía que por muy viuda que fuera de un general insigne dejaría de tener importancia sin un hijo varón que continuara la estirpe.

Y él, Asio, tampoco tendría demasiada importancia, a pesar de las palabras de Giscón cediéndole la primogenitura, pues los deseos de su hermano habían sido sólo eso, deseos. Nadie lo creería, no brindarían por él en los banquetes rituales ni le reservarían escaño entre las gradas de la asamblea. Tampoco podría llegar a ser un jefe para los de su edad.

Para él, la segunda verdad más triste, tras la muerte de Giscón, era el convencimiento de que su anómala condición le iba a acarrear problemas. Ser un hijo postizo, natural o bastardo, pues de tales maneras había oído nombrarlo, no daba los derechos de un heredero legítimo que llevara la sangre del cabeza de familia. Sobre todo, cuando la que había cometido el desliz era la madre.

‡ ‡ ‡

Asio fue un vástago que le nació a Lea cuando habían pasado cinco años de la muerte del general Artalos, su esposo y patriarca del clan. Ocurrió tras la llegada de un mercader griego que apareció un día por Tiermes y se hospedó en su casa, en las habitaciones de los sirvientes aunque no tan alejado del patio central como para no ver por las mañanas a la señora, joven aún, esbelta y peligrosamente bella, con el cuerpo cubierto por una túnica de gasa que dejaba adivinar la exquisitez de sus formas cuando se adhería a su piel y acariciaba la redondez altiva de los senos.

Aristaco de Samos, que tal era el nombre del griego, no tardó en penetrar el ánimo marchito de Lea con su sonrisa franca, el rostro limpio sin mácula de barba y una figura que más que hermosa parecía la reencarnación de uno de esos dioses de mármol que tanto gustaban a los helenos.

Como un mercurio viajero que hubiera hecho un alto en el camino, Aristaco se movía como pez en el agua entre la gente, ya fueran aguadores, señores, lavanderas, comerciantes, chicos o grandes. Tenía el don de la palabra, sabía enredar con sus juegos, reía constantemente y sólo se ponía melancólico cuando hablaba de la lejana Grecia.

—¿Pero no eras de Emporión?

Lea lo dijo con naturalidad, aprovechando que estaba llenando la jofaina de agua en el centro del patio, haciendo como si tomara parte en la conversación general que giraba, como de costumbre, en torno a ese griego que embaucaba a todos. Lo dijo tratando de ser una más, pero no fue así. Todos callaron y se quedaron mirándola. Aristaco la contemplaba sorprendido pero sin dejar de sonreír. Se tomó un momento para contestar, poniéndose en pie y acercándose a ella, aunque no demasiado.

—Allí me crie, señora Lea, pero mi nacimiento fue en la hermosa isla de Samos, una tierra bendecida por los dioses donde el agua es del color del zafiro en la parte norte y de esmeralda en el sur.

—¿Y cómo es que viniste hasta Iberia?

Lea lo dijo como si este obvio comentario fuera una amable despedida y diera la conversación por terminada, al tiempo que retiraba la jofaina del surtidor y hacía ademán de irse mientras confiaba que la pronta respuesta del griego fuera la inevitable «negocios, señora».

No fue así.

Aristaco la rodeó por detrás y esta vez quiso contestar no sólo de pie sino de frente, más cerca, con el sol dándole en el rostro. Había algo en su mirada, en el gesto alegre de su boca, que a ella le infundía tranquilidad y al mismo tiempo miedo, una sensación extraña que notaba en la boca del estómago y le paralizaba la voluntad.

No tuvo más remedio que sostenerle aquella mirada afilada con la mayor dignidad posible y esperar a que contestara, sabiendo que por detrás los sirvientes empezaban a hacer gestos y a cuchichear.

—Los griegos somos viajeros. Y buenos mercaderes. Nos gusta más establecer lazos de amistad y comercio que hacer la guerra. Aunque también nos gusta pelear entre nosotros…

Lea vio que la respuesta iba a ser larga. «Por la diosa madre —pensó—, ¿quién me impide disfrutar de la conversación de un hombre de mi edad, atractivo, y con más mundo que todos esos zafios que me cortejan día a día?». Rodeando con su brazo la cántara, se sentó en el brocal del pozo con tal dulzura que a Aristaco le pareció una modelo posando para un artista.

Hubo un momento de vacilación en el que el hombre bajó la cabeza y pareció dudar. Luego prosiguió, tratando de sonreír de nuevo aunque una mueca cansada se colgó en sus labios borrando la frescura de antes.

—Vivía feliz con mis padres y hermanas, hasta que un día vinieron los espartanos, arrasaron el poblado, mataron a mi padre junto a los demás hombres, violaron a mi madre y luego también la mataron. A mí me llevaron con ellos y a mis hermanas no las volví a ver.

La etérea modelo que reposaba cambió por completo su actitud.

—¿Qué dices? ¿Viste morir a tus padres?

—Sí.

La sonrisa se había borrado de su rostro pero aún seguía siendo franco, sin sombra de miedo.

—¿A… a tu madre también cuando le…?

—Sí.

—¡Por todos los dioses! ¡Malditas sean las guerras!

En un instante, el comedimiento de Lea se convirtió en furia. Apretó los puños contra el brocal y cerró los ojos moviendo la cabeza hacia los lados, hasta que la violencia del sentimiento fue amainando hacia una comprensión indignada. Parecía sufrir, incluso a punto de llorar. Aristaco no sabía qué hacer y ya estaba lamentando haber sido tan sincero cuando ella abrió por fin sus ojos, secos y retadores. Miró a todos los que se encontraban en el patio como si buscara una respuesta, luego dio un pequeño salto desde el borde de piedra, ordenó a una criada que llevara la jofaina a su dormitorio y se acercó a Aristaco.

Lea le tomó por los hombros. Él bajó la mirada, conmovido por su cercanía, pero ella le sujetó el mentón y acarició su mejilla.

—Debiste de sufrir mucho.

—Los niños olvidan pronto, mi señora. Yo acababa de cumplir ocho inviernos y todo lo que viví después me hizo arrinconar en la memoria aquellas escenas como si fueran una pesadilla que en realidad no hubiera ocurrido.

—¿Qué hicieron contigo?

—Me llevaron a Esparta junto con otros niños arrancados de sus poblados. Vivíamos todos juntos, sin padre ni madre, ejercitando el cuerpo, cuidando de los caballos de los jefes, acarreando leña y haciendo toda clase de trabajos domésticos para la comunidad. Pero no creas, yo era feliz.

Lea sonrió por primera vez, aunque lo hizo de forma tan poco convencida que le duró poco. Por un momento, todo su rostro había adquirido una luz, un encanto admirable que infundió calor a su cuerpo.

—Ven, entra conmigo en la casa. Voy a hacerte un desayuno celtíbero, con huevos de pava, embutido de ciervo y migas de avena en leche de cabra. Es el que toman los hombres antes de salir de caza. Lo que más echaba de menos mi esposo cuando se iba lejos a entretenerse con la guerra… ¡Ah! Tanit sea loada, los hombres no sabéis vivir la vida. Os gusta más destruirla.

—No todos, mi señora Lea.

—Llámame Lea, a secas.

‡ ‡ ‡

No es que Aristaco se convirtiera en amante de Lea de inmediato. De hecho, nunca lo fueron del todo. Pero aquella tarde la pasaron acariciándose, besándose, explorando sus cuerpos, llorando juntos. Tal vez fuera en esa hora exacta de su existencia, durante aquel acto larguísimo de amor y deseo que coronó la noche, cuando fue concebido Asio.

Del ensamblaje de aquellos dos cuerpos magníficos, heredó el muchacho su belleza singular, los ojos color de mar del padre y la boca perfecta de la madre. El niño hispano griego que aquellas dos almas perdidas crearon en una noche de plenilunio tuvo desde el principio una marcada personalidad. Conservó el empuje de Aristaco y la sensatez de Lea junto a la melancolía de ambos, una dulce tristeza que alimentaba su deseo de libertad.

Aristaco anduvo recorriendo la Celtiberia durante el estío, llevando aquí y allá sus vasijas de cobre bruñido, sus brazaletes y fíbulas repujados con escenas mitológicas que un orfebre de Emporión trabajaba a la perfección.

Pero siempre volvía a Tiermes.

Seguía hospedándose en casa de Lea, aunque ya no iba a las habitaciones de los criados sino que dormía en el pabellón principal y se afanaba en las tareas domésticas con entusiasmo. No había puerta que se atascara en sus goznes sin que él con una mezcla de cuidado y sabiduría volviera a hacer funcionar, hebilla rota que no arreglara o sandalia que no quedara como nueva después de que fijara los correajes sueltos o cambiara la suela de cuero.

Era normal que una viuda de alcurnia tomara un capataz para llevar su hacienda, aunque fuera joven, pero los vecinos comenzaron a murmurar cuando se dieron cuenta de que aquel griego turbador se tomaba excesivas confianzas con su señora y que la propia Lea se sentaba en el pescante junto a él, cuando salían con la carreta, en vez de quedarse en la parte de atrás como hubiera sido lo propio en su estado. Y además llevaba al pequeño Giscón con ella a menudo, decían indignadas algunas vecinas en quienes podía más la envidia que cualquier otra cosa. Asentían los maridos, ávidos por participar en el juicio malicioso que se desarrollaba allí en plena calle, dejando caer comentarios llenos de insidia, haciendo gestos obscenos, dispuestos a mancillar a un ser vulnerable, sobre todo si era mujer y además, hermosa.

Las habladurías llegaron a oídos de miembros del Areopago, pero ninguno osó amonestar a la joven viuda. Sentían demasiado respeto por la memoria de su marido y lo cierto es que no veían con malos ojos que el niño Giscón tuviera un hombre cerca como modelo de conducta y apoyo en su educación, aunque fuera un griego de origen dudoso y educación espartana cuya hombría, al menos, parecía demostrada. Tampoco les seducía la idea de enfrentarse a la que era hija de Gerón y nieta de Obyssos, jefes de pura sangre celtíbera que siempre hicieron gala de su lucha por la libertad e independencia de los arévacos. Una convicción que Lea había heredado, sin duda, y que tal vez aplicara por cuenta propia. No había que tenérselo en cuenta.

Pero las cosas cambiaron de signo irremediablemente. Fue en las calendas de otoño. Un día que Aristaco le estaba ayudando a colgar unos lienzos nuevos en los ventanales de la sala grande, le pidió a ella que se subiera a un escabel para sujetarle la masa de tejido mientras él lo iba fijando al muro. Con voz queda y expresión ausente ella contestó:

—No puedo, no debo.

Aristaco la miró desde lo alto de su escalera. Desde allí parecía más joven aún, casi una niña. El hombre comprendió al instante, dejó su trabajo donde estaba, bajó despacio los peldaños de madera, fue hacia ella y la abrazó. Lea sonreía y un rubor le recorría el rostro encendido, como si acabara de hacer un gran esfuerzo o sintiera un intenso pudor.

El embarazo no pudo ocultarse mucho más tiempo. La noticia saltó de las cocinas de Lea a los corrales de las casas adyacentes, entre los consabidos bisbiseos y codazos del vecindario. No tardó en alcanzar a los miembros del Areopago. Eran por entonces tiempos de paz y no había grandes asuntos de los que ocuparse, así que los maduros jefes de los clanes se lo tomaron como cosa propia, invocando mucho el honor del marido muerto, del padre y hasta del abuelo, tanto que parecía que les iba su honor también en ello y que la pobrecilla Lea no era más que una víctima inocente de aquel taimado heleno.

La realidad, sin embargo, desmentía las interpretaciones retorcidas o demasiado simples. Ni era ella víctima ni él taimado. Lea se enfrentó al acontecimiento como una mujer sana de cuerpo y limpia de conciencia cuando espera un hijo, con emoción, ilusionada, consciente de la importancia que su persona iba a tener para esa criatura que crecía en sus entrañas, atenuada su ansia maternal por haberlo sido ya una vez.

Aristaco lo tomó con aparente inocencia, feliz de comprobar que para ella no era una carga, o una vergüenza, o las dos cosas a la vez. Nunca había sido padre y tampoco entraba en sus cálculos de hombre joven que se pasa la vida viajando de un lugar a otro. Pero a partir de ese día tomó mayor cariño a Giscón y le hacía más caso en sus constantes peticiones y preguntas. Para el niño, la aparición de ese hombre en su vida era como un regalo de los dioses que suplía al padre ausente de quien tanto le hablaban. Cada noche, se negaba a dormirse si no iba Aristaco a contarle una historia.

Pero a pesar de que Lea trató de que todo transcurriera con normalidad, las presiones continuaron hasta que Abdón, el hombre más respetado del Areopago y uno de los más ancianos, la mandó llamar al Común, la sede de la justicia donde se dirimían los litigios, juicios y herencias. Lea acudió vestida con su mejor túnica, cubierta por un largo chal carmesí que le velaba el semblante y tapaba su figura ya abultada. Iba decidida a defender su independencia, a hacer valer su decisión de tener aquel hijo, por lo que había rechazado los emplastes de perejil y el ungüento de murciélago que la partera le había ofrecido para abortar, por orden del Areopago. Fue dispuesta a hacerse oír, pero ante los argumentos y el tono imperioso de Abdón, tuvo que claudicar.

—Sea, ten tu hijo si lo deseas, no te lo reprocho. Pero no puedes vivir con el padre como si fueras su concubina. Él debe irse de tu casa y abandonar Tiermes.

—Entonces me desposaré con él.

—¿Estás loca? Una mujer de tu rango, hija de Gerón, nieta de Obyssos, viuda de nuestro héroe Artalos. ¿Qué quieres, vivir como una apestada? ¿Quedarte sin tu sitio en la asamblea y que a tu hijo Giscón le desposean de sus derechos de herencia y linaje? ¿Es eso lo que deseas?

Lea bajó la cabeza. Debía elegir entre el amor o aquel hijo. No había remedio.

Aristaco recogió sus cosas aquella misma tarde, debía irse al día siguiente. Hasta el último momento trató de que Lea le acompañara, le ofreció una vida sosegada sin que nadie les importunara en la ciudad de Emporión. A ella no le importaba dejarlo todo y empezar una nueva vida junto a él, entre extraños y sin ser nadie. Pero estaba Giscón. No podía hacerle eso a su hijo.

—Ve tú, amor mío. Yo me quedaré aquí para que Giscón tenga algún día lo que es suyo y siga perteneciendo a este pueblo, como todos sus antepasados. Pero no me olvides porque yo no dejaré de pensar en ti. Criaré a tu hijo y te lo enviaré de vez en cuando para que crezca también contigo.

Aristaco le tomó las manos y las besó. Impotente, rabioso por la terquedad de la injusticia humana, apenas pudo hallar las dulces palabras que su corazón le pedía.

—Nunca dejaré de amarte, Lea. Te seré fiel como sabemos serlo los espartanos. Regresaré en dos o tres años, cuando todo haya vuelto a la calma.

—Sí.

Y así, como consecuencia del amor y siendo causa del más doloroso de los dilemas, nació un día de verano Asio, con los ojos color del mar de su padre y la boca perfecta de su madre.