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La senda del paraíso
Fue como si los guerreros hubieran estado esperando la noticia de la muerte del caudillo, porque nadie se mostró más consternado de lo que ya estaban. «¿Es que desde el primer momento habían desconfiado de que pudiera rescatarlo?», pensó Giscón. Ya no tenía sentido que les tratara de explicar que estuvieron a punto de conseguirlo, que fue por poco y que el pérfido Amílkar estaba esperando la tentativa de rescate para consumar su venganza y dar apariencia de legalidad a su crimen frente a sus aliados celtíberos.
Los argumentos se deshacían en su cabeza antes de llegar a la boca. Sólo alcanzaba a repetir, apesadumbrado:
—Nuestro caudillo expuesto en la cruz, como un esclavo…
Al verlo en tal estado de postración, Indortas lo tomó por un hombro para consolarle e indicar con sobria camaradería que no había más que añadir, que ya no servían los lamentos.
El régulo lo llevó consigo hasta su tienda y delante de él se revistió de ceremonia en silencio. Antes de que Giscón pudiera reaccionar, Indortas lo cogió del brazo para dirigirse a la gran cabaña donde se celebraban las reuniones de los consagrados. Desde fuera, se escuchaba gran agitación. La construcción de estacas y cañizo, protegida en el techo con pieles de animales, hervía de diálogos cruzados, aclamaciones a viva voz y lamentos ahogados por consignas llamando a la unión de los hermanos. Los devotos habían bebido celia en abundancia. Sin embargo, cuando Indortas franqueó la entrada acompañado por un pálido y demacrado Giscón, las voces amainaron.
Un pasillo respetuoso se iba abriendo a los costados de los dos hombres mientras avanzaban. Sólo los saludos de rigor y alguna palmada en la espalda del arévaco, rompían la quietud que se apoderó de la estancia. Indortas alcanzó el lado opuesto a la entrada y, vuelto hacia los congregados, les habló.
—Hermanos, nuestro caudillo ha muerto como un valiente. No nos queda sino partir de este mundo para acompañarle en el paraíso, como juramos a Atecina en nuestro voto sagrado. Construyamos en el claro una pira y preparémonos para arrojarnos a ella.
Unos agacharon la cabeza y otros quedaron con la mirada prendida en el vacío, pero nadie dijo nada. Hasta que Bráculo avanzó hacia el círculo despejado del centro y tomó la palabra.
—Régulo Indortas, te hemos aceptado desde que te adopto nuestro amado Istolacio. Obedecimos tus órdenes, a pesar de tu juventud y siempre tuviste nuestro respeto. Hoy aún te consideramos más pues eres la encarnación del caudillo, aquel a quien eligió para continuar su tarea. Por eso me atrevo a recordarte sus palabras cuando partió preso. Entonces te eximió del voto y ahora te pido que cumplas su voluntad. Que te acompañe quien lo desee. Yo soy viejo y nada espero ya del mundo, sólo seguir a mi señor. Déjame que sea este pobre guerrero cansado quien conduzca a los hermanos por la senda del paraíso. Tú debes permanecer aquí y resistir.
Indortas afirmaba lentamente con la cabeza. Tenía la mirada baja, los labios fruncidos y las lágrimas surcaban sus pómulos.
—¡Yo iré contigo, noble Bráculo!
El tono viril de estas palabras restalló como un látigo. Todos miraron a Giscón. Parecía transfigurado.
El ofrecimiento surtió efecto entre los demás. Distintas voces se unieron al coro de voluntarios.
—¡Yo también!
—¡Y yo!
—¡Y yo!
‡ ‡ ‡
Indortas abandonó la reunión totalmente emocionado, aceptando el ofrecimiento de Bráculo y Giscón como representantes suyos. Salió sin detenerse a hablar con nadie, presa de sentimientos encontrados de gratitud y envidia. Su mente racional trató de concentrarse en la siguiente tarea. Había que preparar la pira, reunir cuantos guerreros pudiera para entonar cánticos y cuidar del fuego.
Al caer la noche, los haces de leña habían alcanzado veinte palmos. Junto a la pira, los hombres habían construido una escalera con los travesaños de madera para que los soldurios se arrojaran desde lo alto. La sórdida labor se ejecutaba con precisión, en absoluto silencio.
Entretanto, en la tienda del príncipe arévaco su hermano trataba de agotar sus últimos argumentos.
—¿Estás seguro de que debes hacerlo? —había preguntado Asio repentinamente serio tras las súplicas y los lloros.
Giscón se volvió con brusquedad pero no había ni rastro del gesto de indignación tan suyo, esa cara de asombro entre ofendido e inocente que le salía cuando las cosas no se adaptaban a lo que él quería. Miraba el mango de su espada con el aire distraído que adoptaba cuando su mente estaba ausente, con el mentón levantado, como si conociera las preguntas antes de que se las formularan.
—¿Y por qué no habría de estarlo?
—Porque aún eres joven.
—¿Es que por ser joven hay que ser cobarde?
La respuesta fue rápida, tajante. El aire distraído se esfumó. Giscón continuó hablando ajeno a la perturbación de su hermano. Miraba sin ver. Dejaba que las palabras salieran como si se estuviera dirigiendo a un auditorio invisible, aunque próximo y real.
—Existen cosas fijas en la vida que no se pueden cambiar y hay que aceptarlas. Como el color de los ojos o el lugar de nacimiento. Lo mismo sucede con nuestras creencias, con los valores que nos sustentan y nos dictan la forma de estar en el mundo. Los principios son lo que nos obliga a modelar la conducta para que los demás sientan respeto por nosotros y no desprecio.
—Yo creo que el primer juez debe ser uno mismo.
A Giscón no le sorprendió demasiado la clara respuesta de su hermano. Desde hacía cerca de un año, el chico daba muestras de una inteligencia despierta, mayor de lo que parecía cuando era más pequeño. Tampoco le faltaba dignidad ni criterio independiente. Con tono cansado, quiso convencerle una vez más de sus poderosas razones.
—No se puede dudar de algo en lo que estás comprometido, Asio, si no, es mejor dejarlo. Hice un voto de lealtad suprema al caudillo Istolacio y ofrecí mi vida a la diosa para protegerlo. Como los demás. Los juramentos son para cumplirlos, para llegar al final si es necesario. Y hemos llegado.
Asio lo miró consternado. No podía entender un desenlace de muerte aceptada cuando la vida empezaba a abrirse ante él. No veía justicia ni obligación moral en inmolarse cuando el único camino que dejaba la derrota era recuperarse y resistir. ¿Por qué había de morir alguien tan valioso como Giscón? ¿Acaso la diosa iba a querer tronchar aquel vigoroso tallo en la plenitud de su crecimiento?
—No puedo comprenderlo, Giscón. Hacer de una tragedia mayor tragedia, añadir muerte a la muerte… no tiene sentido.
—Sí lo tiene. Se trata de una cuestión de lealtad que les debemos los fieles. Ellos antes nos protegieron.
Una nueva pausa marcó las diferencias de sus sentimientos. Por fin Giscón, en un último esfuerzo por dar satisfacción a su hermano, le confesó una verdad más íntima.
—Quiero estar a la altura de mi linaje, Asio. No podría vivir tranquilo si ahora me vuelvo a casa y dejo de cumplir mi juramento. Como tú te quedas con madre y la hacienda, puedo partir sin remordimientos.
El chico no dijo nada, ya no le quedaban palabras.
—Te voy a pedir dos cosas, ¿de acuerdo?
Giscón recuperó algo de su tono alegre y le revolvió el pelo, como si fuera a salir de caza y le encargara llevar los perros.
Asio afirmó con la cabeza.
—Uno: no quiero que asistas a la cremación. Y dos: mañana recogerás un puñado de cenizas, cuando se haya apagado la hoguera y se lo llevarás a madre en una bolsa de cuero. ¿De acuerdo?
Hablaba como si se encontraran en Tiermes y le estuviera haciendo uno de sus consabidos encargos. Asio se quedó mirándolo. Nunca le había querido tanto. Por un instante, comprendió la grandeza del acto que iba a realizar y se sintió abrumado por la naturalidad con que le hacía frente. Supo entonces qué significaba la palabra nobleza que tanto oía emplear a su alrededor.
—De acuerdo.
Y se abalanzó sobre él para abrazarlo.
‡ ‡ ‡
Cuando Giscón llegó al prado, todo estaba dispuesto. Vio a Indortas, con una tea apagada en la mano, junto a la escalera que habían construido con troncos para subir a la plataforma desde la que habrían de saltar los devotos sobre la hoguera. Parecía una figura de cera. Al arévaco le extrañó que el grupo de soldurios dispuestos para el sacrificio fuera tan exiguo. En su ausencia, muchos confesaron que no deseaban entregar su vida por algo perdido y preferían quedarse con Indortas para continuar la rebelión. Tras alguna protesta de los más veteranos, sus motivos fueron aceptados por la mayoría y se acordó que fueran sólo los tríplices quienes se inmolaran. Y allí estaban, formando nueve tríos cogidos por la cintura, con la faldilla ritual y las pieles de cordero sobre los hombros, los veintisiete elegidos para acompañar a Istolacio en el Más Allá.
El Escuadrón de la Gloria.
Hombres emocionados, decididos a abandonar las penurias del mundo, cuyos espíritus iban a gozar de la bienaventuranza desde ese momento y para siempre.
Giscón rechazó la celia de la que todos habían bebido con generosidad. Tampoco quiso enlazarse con dos devotos que se adelantaron para formar un trío con él. No necesitaba ayuda para el momento supremo ni estaba en su ánimo flaquear en el último instante. Deseaba fundirse cuanto antes en la brasa del sacrificio para renacer limpio en un mundo de gloria donde no existiera ya la miseria de la condición humana.
Indortas le hizo una señal para que se situara junto a la pira él solo, como estandarte de coraje, y así ser el primero en franquear las puertas del paraíso, seguido por una cohorte digna de un príncipe. Giscón se colocó junto a él. En la mirada de ambos cupo toda la tristeza del mundo, pero también una alegría callada, la serenidad que otorga la esperanza.
La tea fue prendida. Indortas contempló cómo la pez inflamaba la antorcha y luego la arrojó con fuerza al centro de la pira, extendiendo todo el brazo y lanzando un grito aterrador que llegó a estremecer el cerebro de Asio tres estadios más lejos. El muchacho, arrodillado en el suelo con los ojos cerrados, pudo escuchar con claridad la exclamación de Indortas:
¡¡¡Justicia al caudillo Istolacio!!!
¡¡¡Gloria a sus devotos!!!
El fuego prendió ávido en la hojarasca, envolvió las piñas, avanzó entre el ramaje menudo y comenzó a lamer los troncos más gruesos. La ceremonia de expiación había comenzado. Más de un centenar de soldurios, los que habían elegido quedarse, comenzaron a cantar el himno sacrificial para rogar piedad a los dioses y dar ánimo a sus compañeros. Muchos tenían lágrimas en los ojos.
El resplandor de la hoguera iluminaba los rostros en el claro del bosque. Las llamas sobresalían ya por encima de las copas de los árboles, enardecidas por los jarros de resina con los que habían untado los maderos. Giscón fue hasta la escalerilla de madera, se encaramó a la plataforma y llegó hasta el borde, donde se detuvo hasta sentir de cerca el insoportable calor. Con los ojos muy abiertos, se despojó de la faldilla y la piel de cordero, juntó las manos hacia el cielo y exclamó: «¡Padre mío, recíbeme!». Luego, se concentró en la intensa luz de las llamas, abrió los brazos y con el cuerpo bañado en sudor dio un salto portentoso como si fuera a echarse a volar. Asio no pudo ver su figura iluminada que se elevó primero hacia el cielo para luego caer abrazando el fuego, pero oyó el fuerte chasquido de su cuerpo contra la hoguera, el crepitar de los troncos y miles de puntos incandescentes que ascendían hacia la noche.
Abrumado por los cánticos lastimeros y los golpes de los cuerpos al caer, quedó doblado sobre sí mismo, gimiendo en silencio con la cara entre las manos. El bárbaro sacrificio se había consumado.