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Expuesto en la cruz
Oculto desde su posición, Giscón contemplaba la pavorosa escena con raptos de impotencia y furia, unas veces murmurando juramentos, otras dejándose caer por la superficie de la roca en la que estaba apoyado con el rostro arrasado por lágrimas impúdicas. Jamás había visto espectáculo semejante, nunca hubiera imaginado una humillación tal a un caudillo consagrado.
Sus compañeros, que lo conocían desde pequeño, trataban de calmarlo, uno incluso le tapó los ojos en el momento más crudo del suplicio y lo abrazó sujetándole la cabeza, pero Giscón enseguida se libró del abrazo y las manos que imploraban que no mirase para encaramarse al roquedal y contemplar de nuevo el espectáculo insoportable, lamentándose con un hilo de voz, las fuerzas abandonadas, profiriendo incongruencias que iban de la pena infinita al odio más enconado.
—Quisiera tenerlo a mi merced, destrozar con mis manos a ese hijo de la gran ramera, estrangularlo y patear su cara de demonio. ¿Cómo puede tratarse así a un elegido de los dioses? ¡Maldita sea esta suerte! Pobre tierra nuestra… ¿Dónde está la infeliz Spania? Aquella que causaba admiración en todo el mar Interior, el solar de los valientes irreductibles que daban la vida por sus jefes. ¿Para esto sirven los esfuerzos de nuestros antepasados, su gloria? Si nosotros sabemos respetar al vencido ¿por qué ellos no?
Sus lamentos eran inútiles, retahíla de vencido que se niega a aceptar la derrota, pero su amargura era tan veraz que sus compañeros acabaron por dejarse llevar y quedaron derrumbados, la cabeza entre las manos, conscientes de que el lamento de su querido príncipe iba más allá del dramático desenlace que había tenido la fuga de Istolacio. Ni ellos ni él podían soportar ver a un régulo tratado como un esclavo por un invasor extranjero. La visión había trastornado su mundo, aquello en lo que creían desde que fueron niños.
Al otro lado de la empalizada, el sacrificio no había terminado. Cuando se trataba de seres humanos, los hombres que lo ejecutaban parecían perder el sentimiento sagrado que les invadía durante los sacrificios de animales. Si lo que se mataba eran hombres, generalmente guerreros enemigos, ladrones o criminales, la actitud de los operarios era de desapego, como si no fuera con ellos o se tratase de una operación más de la rutina diaria. Tal vez porque desearan terminar pronto y no quisieran ver reflejada en la imagen del condenado la miseria de la condición humana.
Lo cierto es que antes de que Asdrúbal hubiera dejado al lloroso sufete en su mullido lecho y le administrara una pócima para inducirle al sueño, ya habían aparecido en la escena del tormento cuatro jayanes de aire cansino provistos con los instrumentos del suplicio final.
Llevaban dos troncos que ataron con cuerdas en forma de cruz. Con una delicadeza que parecía imposible en ellos, levantaron el cuerpo del caudillo, lo desvistieron por completo y lo colocaron sobre el madero, clavando sus manos y pies con largos tachones de hierro. Los ruidos de los martillazos inundaron el pequeño valle hasta el roquedal donde observaban los arévacos, anunciando lo que parecía para ellos el fin de la inocencia, el comienzo de una era más lúgubre y con mayores desgracias.
Tampoco entonces exhaló un gemido el caudillo atormentado, aunque todavía respiraba y abrió mucho los ojos cuando los clavos penetraron entre sus tendones abrasándole la carne. Los operarios excavaron un hoyo en la cresta del montículo y levantaron la cruz con ayuda de una maroma. Uno de ellos, de nuevo con inesperada dulzura, apartó los cabellos de la cara de Istolacio, acercó una jícara de agua, mojó un paño, limpió el rostro de sangre y se las arregló para que la víctima pudiera beber antes de ser izado.
Allí quedó el caudillo celta, desnudo y solo, cargando con la culpa de un pueblo que debía resignarse a la servidumbre por imposición de un tirano codicioso. En aquel montículo barrido por el viento, entre olivos y trigales, se consumó la tragedia de un guerrero que asumió con naturalidad su condición de jefe sagrado, apurando hasta el final el cáliz de su destino hasta subir, con leyenda de precursor, al altar de los héroes celtíberos. El muchacho que intentó salvarlo fue maniatado y conducido a los barracones de servicio para trabajar como esclavo.
No había ya nada que pudiera hacerse, salvo orar a la diosa Epona, madre de los difuntos, para que acogiese en su seno al amado Istolacio. Giscón se arrodilló, se tapó la cabeza con la túnica y pidió a Lug que concediera un lugar especial en el paraíso de los héroes al hombre que nunca había decepcionado a los suyos, al camarada de todos y caudillo entregado que no se resignó a ser sometido y supo poner el bien de la patria por encima del propio.
Luego quiso ver de nuevo al crucificado. Alzó los ojos y pudo distinguir claramente su cuerpo en tensión sobre los maderos. El resplandor de la luna le iluminaba la cara. Istolacio tenía la cabeza erguida, miraba al cielo con ojos suplicantes, ansioso por franquear las puertas del paraíso y unirse a la legión de ancestros, dispuesto a gozar para toda la eternidad con los elegidos. Su rostro transfigurado, la figura en cruz embadurnada de sangre, que parecía erguirse sobre la inmundicia humana, sobrecogieron al arévaco hasta el fondo de su corazón. Su natural despreocupado y feliz había desaparecido por completo. Se sentía vacío, inútil. Un sentimiento de enorme piedad se apoderó de él, llenándole de admiración hacia Istolacio. Sólo la idea de imitarle pudo calmar su espíritu.
Temblaba de pies a cabeza. Sus hombres se acercaron por detrás, mirándose entre ellos sin saber qué hacer. Por fin, Pérdikas, compañero de infancia, le tomó por el hombro hablándole con palabras suaves.
—Vamos, mi señor Giscón, no te abandones al dolor. Nada puede hacerse. Volvamos con los nuestros, el caudillo ya se encuentra a solas con los dioses para entregarles su destino. Ven, Yisco, aún nos tienes a nosotros.
El joven príncipe se dejó conducir como un niño extraviado.